Estudio de Luis Astrana Marín.
"Cuando en 1566 los Cervantes llegan a Madrid, año que marca el establecimiento de la imprenta en la nueva corte, el antiguo poblachón ha experimentado en su topografía una serie de transformaciones profundas, que ya no cesarán en el resto del siglo XVI y buena parte del XVII. Su trazado era tan anárquico y defectuoso, sus casas tan chicas y apretadas, sus calles tan serpenteantes y angulosas y su terreno, en fin, tan pródigo en cuestas, barrancos y desniveles, que todavía, al cabo de cuatro centurias, puede asegurarse que Madrid, el gran Madrid, lucha con los mismos inconvenientes de antaño en sus viejos barrios típicos.
Se engañaría ciertamente quien creyera que sólo al capricho de Felipe II se debió el convertirse Madrid en corte, y que era pueblo sin importancia ni historia. De sus remotos orígenes, más o menos fabulosos y obscuros, de sus moradores, y de la predilección que le mostraron nuestros reyes y estancias que en él hicieran, desde su reconquista del poder musulmán por Alfonso VI, en el siglo XI, han hablado sus cronistas dilatadamente. Esta predilección, notoria en innumerables privilegios, cédulas y cartas reales, se acentúa con Enrique III, que vivió casi siempre en Madrid, prosigue con Juan II y Enrique IV, quien apenas se ausenta de ella y le da ya todo el carácter de corte de Castilla; se continúa con los Reyes Católicos y el cardenal Ximénez de Cisneros y toca su punto culminante con Carlos V (1). Todos han tenido Cortes en Madrid, y el Emperador sueña con establecer en sus muros la corte definitiva. Su hijo, al heredar el cetro, no hizo sino apresurarse a cumplir los deseos de su progenitor. Así, cuando, de niño, las cortes le juran como príncipe de Asturias en el monasterio de San Jerónimo a 19 de Abril de 1528, el hecho es un símbolo: allí alborea la nueva corte No bien de príncipe asciende a rey, a los pocos años de serlo, Madrid se erigirá formalmente en ella. Felipe II es, pues, el supremo hacedor de la villa centro de España.
Falta todavía una historia documentada de Madrid a tono con las exigencias de hoy; pero sobran hechos y títulos para justificar el del libro de don Antonio Núñez de Castro (Madrid, 1638): Sólo Madrid es Corte, pues sólo Madrid podía ser Corte de una monarquía universal, si quería centralizarse todo. No nos incumbe hablar de los tiempos remotos de la villa, sino de su estado en el momento de fijar su residencia la familia de Cervantes en Madrid.
La población (edificada en la margen izquierda del Manzanares) es un recinto amurallado, de fino pedernal, con ciento noventa torres en su contorno, muchas bastante elevadas y todas fortísimas, desde las cuales, las que dan al Poniente, se divisa el grandioso panorama de la Sierra; los montes poblados de pinos, robles, encinas, castaños, nogales, avellanos y madroños, y el curso apacible del modesto río, en cuyas orillas se espesan los olmos, los álamos y los acebales. Pero ya las cercanías de Madrid, no bien implantada la corte, sufren talas extensas. Se necesita madera y combustible. Échanse abajo, para edificar, algunos trozos de la muralla, y se derriban sus torres.. De los montes desaparece la caza; de las praderas, los ganados; de las huertas, las frutas y hortalizas; de la vega frondosa, sus árboles y vegetación. El antiguo y alabado clima de Madrid, la claridad de su cielo, delgadez de sus aires y hermosura y fertilidad de sus campos, que encomian los viajeros y humanistas de los tiempos de Carlos V, cambió radicalmente. El cielo se hizo más claro, pero por falta de nubes. Comenzaron las heladas, la crudeza de los inviernos y el calor sofocante de los estíos. Madrid acabará por denominarse la ciudad de la muerte; escasearán las lluvias; se dirá de él que tiene nueve meses de invierno y tres de infierno, y de los aires templados del Guadarrama quedará por proverbio que no apagan un candil y matan a un hombre.
Las principales puertas del recinto amurallado son la de la Vega, de Segovia, de Moros, Cerrada, de Guadalajara, de Balnadú, de Toledo, de Antón Martín... No tardarán tampoco en caer. La primera, Puerta Cerrada, derruíase en 1569. La muralla misma, dejará de existir por completo a finales del siglo. La villa quedará convertida en ciudad abierta. Y desde este páramo sediento, desde esta llanura azotada por los huracanes y el polvo, bajo la Sierra cubierta de nieve o abrasada por un implacable sol, Felipe II gobernará el Imperio más colosal que registra la Historia, con una población de 600 millones de almas y una extensión de territorio de 800.000 leguas cuadradas, o sea la octava parte del mundo entonces conocido.
Pero en 1566 Madrid es todavía muy pequeño, a pesar de que aumenta el caserío y sus arrabales, y de que con la destrucción de la muralla para extenderse, avanza sus puertas (las de Balnadú, del Sol, y de Atocha corríanse, con la población, la una hacia el Norte; las otras, al Este), cambia la topografía de su antiguo perímetro y se dilata por todas partes, a excepción de la occidental. Los límites eran: al Norte, la actual Plaza de Bilbao; al Sur, el Rastro; al Este, la moderna Plaza de la Cibeles, y al Poniente, el Real Alcázar. Por este lado quedaban extramuros, y así permanecieron durante tres siglos, los enormes desniveles que bajan al Manzanares, la cuesta de la Vega y las Vistillas, la llamada después Montaña del Príncipe Pío y las huertas de las Minillas, la Florida, Buitrera y otras. Pero entre los altos de las Vistillas y el antiguo convento de San Francisco, torciendo ya al Sudoeste, crece la edificación, ábrense calles y se puebla densamente desde la Puerta de Moros hasta las huertas del camino de Toledo y Puerta del mismo nombre, sita entonces hacia donde ahora la presente Fuentecilla. De manera que la salida de la Latina se colocó más adelante. Siguiendo la muralla en dirección al barranco de Lavapiés, las ventas, tejares, huertas, dehesas y encomiendas colindantes han dado lugar a barriadas de nutrida población. Y continuando hacia Atocha, cerca del arroyo de este nombre, la muralla sube hasta la. Puerta de Antón Martín, que luego avanzará sustituída por la Puerta de Vallecas. Más abajo, desde el camino real de Valencia, dejando a la derecha Nuestra Señora de
Desconócense absolutamente los recodos, vueltas, entrantes y salientes de la muralla por este lado hasta tocar en la Puerta de Alcalá, entonces levemente más allá del sitio en que hoy se encuentra el monumento de la Cibeles, y proseguir por la Puerta de Recoletos y enlazar con la de Santa Bárbara; porque en el plano de F. de Wit (Amsterdam, ¿1617?) la ciudad aparece ya sin murallas, y en el de Texeira, cuarenta años posterior, la nueva muralla (fuerte tapia sin pretensiones de muralla) sigue una línea caprichosa, ajustada al crecimiento de la edificación entonces y ajena a las huellas de la antigua. Son conocidos aquellos versos de fray Gabriel Téllez en La huerta de Juan Fernández:
Como está Madrid sin cerca,
a todo gusto da entrada;
nombre hay de Puerta Cerrada;
mas pásala quien se acerca.
Fue bueno derribar la muralla, y malo construir luego la cerca (se ordenó alzarla en 9 de Enero de 1625), que no sirvió de otra cosa sino de impedir el desarrollo de la villa. Lamentable disposición, como tantas otras, de Felipe IV y el Conde-Duque, encaminada, principalmente, a que los delincuentes no hallasen fácil la salida, ni se libraran «de no ser presos por las justicias, que tendrían más mano en su prisión si las salidas fuesen ciertas», palabras textuales de la cédula real. De modo que se construyó la cerca para hacer de Madrid una cárcel. Y una cárcel fué Madrid y toda España en aquel calamitoso reinado.
Pero si el plano de Wit no muestra las murallas, cuya parte occidental dibujan los viejos grabados vieneses que reproducimos (todos ellos de 1561 o de los años inmediatamente sucesivos a la erección de la nueva corte), es, en cambio, precioso para conocer su topografía en tiempo de Cervantes, ya que, por su fecha, 1616 o 1617, ése es el Madrid que nuestro Manco vivió, con las modificaciones que presenciaría, y así estaba exactamente cuando bajó a la tumba.
¿Qué número de habitantes tenía en 1566 Madrid? Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Introducción a la Historia natural y general de las Indias (Madrid, ed. 1852), escribe: «En el tiempo en que yo sali de aquella villa para venir a las Indias, que fué en el año de 1513, era la vecindad de Madrid de tres mil vecinos, et otros tantos los de su jurisdiccion et tierra; et cuando el año que pasó de 1546 volvi a aquélla por procurador de la ciudad de Santo Domingo et de esta isla Española..., en solo aquella villa et sus arrabales habla doblado o cuasi la mitad más vecinos, et serian seis mil poco más o menos, a causa de las libertades et franquicias et favores que el emperador rey don Carlos, nuestro señor, le ha fecho». Pocos años después, cuando el mismo Emperador renunció sus Estados en favor de don Felipe, Madrid, según Quintana (Historia de su antigüedad, fol. 321 v.), contaba unas 2.520 casas con 14.000 vecinos, poco más o menos, pero la población fué aumentando prodigiosamente con la llegada de la nueva corte.
Y Mesonero Romanos comenta en El antiguo Madrid (pág. XXIV): «Efectivamente, consta ya que algunos años después de la época en que escribía Oviedo, y aun antes que el monarca Felipe II determinase fijar en Madrid su corte, encerraba ya esta villa una población de veinte y cinco a treinta mil almas, y un caserío de más de dos mil quinientos edificios.»
Por concesión del Emperador disfrutaba de mercado franco todos los miércoles, del que podían aprovecharse los forasteros de cinco leguas a la redonda. Pero aunque gozara de tantas franquicias, favores y libertades; aunque el propio soberano la distinguiese celebrando en ella Cortes (Enero de 1534) y aun justas en su Plaza del Arrabal (Febrero de 1535), en las que tomó parte, lo cierto es que Madrid ni en edificios ni ornato podía compararse con algunas ciudades españolas (Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Granada, Valencia), si bien tampoco era (como erróneamente se ha escrito) un lugarón sin interés.
En los días que vamos historiando posee catorce iglesias parroquiales: Santa María, o Nuestra Señora de la Almudena, patrona de la villa, fundación sumamente remota, antigua mezquita de moros, que restauró, purificó e hizo consagrar como iglesia primada Alfonso VI. Era entonces el templo mayor y más antiguo de Madrid. Reformóse en 1649, y como amenazase ruina, se restauró en 1777 por don Ventura Rodríguez. Su capilla mejor, la de Santa Ana, de estilo Renacimiento, fué construída en 1542 a expensas de Juan de Bozmediano. El templo demolióse en 1870. Seguían: San Pedro, primitivamente fundada, según se cree, a comienzos del siglo XIV, por Alfonso XI, en acción de gracias con motivo de la toma de Algeciras. Se hallaba en la Costanilla de San Pedro. El templo actual, trasladado más abajo, que se denomina de la Virgen de la Paloma, es fábrica de Francisco Sánchez, discípulo del citado don Ventura Rodríguez.
San Ginés, ya existente por los años de 1358, reedificada la capilla mayor en 1493, y luego, toda la iglesia, en el siglo XVII. Abrióse ahora al culto en 25 de Junio de 1645. Un voraz incendio destruyó en ella el año 1824 objetos valiosos. Allí fué bautizado don Francisco de Quevedo el 26 de Septiembre de 1580. San Andrés, también muy antigua, datante de fines del siglo XII, que funcionaba en tiempos de San Isidro Labrador, restaurada y ampliada en el siglo XV, y muy favorecida de los Reyes Católicos, quienes, según Quintana (Historia, lib. I, fol. 72), oían en ella los divinos oficios. Volvió a restaurarse y ampliarse a mediados del siglo XVII, y en 1936 sufrió muchos desperfectos, que actualmente se reparan. De ella fué cura el maestro de Cervantes, Juan López de Hoyos, como luego se dirá. San Salvador, igualmente antiquísima, desaparecida por ruinosa en 1842. San Justo, de venerable antigüedad, luego reconstruída en el siglo XVIII. Santiago, del siglo XII, reedificada de nueva planta en 1811. A la sazón admirábase en el templo la canilla de los Salcedos, en la que mandó ser enterrada doña Magdalena de Cortinas, de no serlo en Barajas, como adelante veremos. San Juan, consagrada a mediados del siglo XIII y demolida en los días de José Bonaparte. En su bóveda fué sepulto el célebre pintor don Diego Velázquez. San Nicolás, mezquita un tiempo, en cuya iglesia recibió aguas bautismales don Alonso de Ercilla el año 1533. Sólo queda una capilla. Santa Cruz, parroquial de copiosa feligresía, muy vieja, destruída por dos incendios, en 1620 y en 1763, y reedificada, junto con la torre, en 1767. Se derruyó un siglo después y trasladóse al sitio actual.
San Sebastián, que tomó el nombre de una ermita situada más abajo de la plazuela de Antón Martín, derribada para ensanchar el camino que conducía a Atocha. Se construyó en 1550 y, por pequeña, amplióse en 1575, Allí recibieron sepultura Lope de Vega, doña Andrea de Cervantes y doña Constanza de Ovando, hermana y sobrina, respectivamente, de nuestro Miguel. El templo fué bombardeado durante la última guerra civil, y ahora se reconstruye, tras abatir la torre.
San Luis, erigida en 1541, primero como anejo de San Ginés, y luego como parroquia independiente, reedificada a fines del siglo XVII, incendiada en 11936 y demolida en 1943. San Miguel de los Octoes, de principios del siglo XIV, pasto de las llamas en el gran fuego de la Plaza Mayor y calles contiguas el 16 de Agosto de 1790 (véase el grabado) y derruída a comienzos del siglo XIX bajo la dominación francesa. Y, por último, San Martín, muy antigua, también derribada por los franceses, que mudó varias veces de sitio, y al actual en 1836. De estas catorce iglesias parroquiales, hoy no existen ya Santa María, San Pedro, San Luis, San Martín, San Salvador, San Miguel de los Octoes, Santa Cruz y San Juan.
En cuanto a los conventos, no menos de veinte contaba Madrid en 1566, y más de otros tan tos a la muerte de Cervantes, casi todos desaparecidos actualmente, a saber: San Martín, de benitos, fundación remotísima. Santo Domingo, fundado por el Santo Patriarca en 1217 y renovado después. Allí se veían los sepulcros de don Pedro I de Castilla y de su nieta doña Constanza, y allí estuvieron los restos del príncipe don Carlos (de quien hablaremos pronto) antes de ser llevados a El Escorial. San Francisco, fundado por el de Asís en 1217, a su venida a Madrid, donde fué enterrado el maestro Juan López de Hoyos, frontero de la puerta de la sacristía, y doña Magdalena, la hermana menor y más querida de Cervantes. El edificio actual comenzóse el año 1761 y se remataron las obras en 1784. Santa Clara, de monjas franciscas (1460). San Jerónimo, erigido en El Pardo en 1464 bajo la advocación de Nuestra Señora del Paso, y trasladado a Madrid por los Reyes Católicos. El convento quedó destruído en 1808 por los franceses, y la iglesia se restauró a mediados del siglo XIX.
Constantinopla, de monjas franciscas, fundado en 1479 en Rejas, pueblecito que estuvo a dos leguas de Madrid (muy próximo a Barajas, a la izquierda del camino de Alcalá), por don Pedro Zapata, comendador de Medina de las Torres, y su mujer doña Catalina Manuel de Lando, -[18]- trasladado a Madrid en 1551 y desaparecido a mediados del siglo XIX. Alzábase en la calle Mayor, cerca de la parroquia del Salvador, frontero de las Casas Consistoriales. La Concepción Jerónima, de monjas, fundado por Beatriz Galindo, la Latina, el año 1504, donde recibió sepultura don Diego Hurtado de Mendoza. La Concepción Francisca, también de monjas, contiguo al hospital de la Latina y fundada asimismo por ella. Santa Catalina, de monjas, alzado hacia 1510 por doña Catalina Téllez, camarera que había sido de la Reina Católica. Nuestra Señora de Atocha, de dominicos (1523), erigido en los terrenos del antiquísimo santuario, donde hoy la Estación del Mediodía. El convento, así como la inmediata ermita de San Blas, datante de 1588, se ven perfectamente en el plano de Wit.
Las Vallecas, de monjas franciscanas, después bernardas, hacia 1552. Lo trajo a Madrid el cardenal Martínez Silíceo, de un convento existente en la aldea de Vallecas, fundado por Alvar Garci Díez de Rivadeneyra, maestresala y consejero de Enrique IV. Radicaba en la calle de Alcalá, frente a la moderna de Sevilla, con vuelta a la de Peligros. San Juan de Dios, de hospitalarios, fundado por el mismo hermano Juan a mediados del siglo XVI, después de 1537, año en que el obispo don Sebastián Ramírez de Fuenleal le puso el apellido «de Dios» y le dió hábito nuevo. San Felipe el Real, de agustinos, creado por Felipe II, siendo todavía príncipe, en 9 de Marzo de 1547; pero la iglesia no se bendijo hasta Febrero de 1553.
Las Descalzas Reales, de monjas franciscas. Comenzaron las obras del convento en 1557 y concluyéronse en 1559. La iglesia se terminó en 1564 bajo los auspicios de la princesa doña Juana. El día de la Inmaculada se trasladó el Santísimo al nuevo templo. Llevaron las varas el Rey, el príncipe don Carlos, los archiduques Rodolfo y Ernesto, que aquel año llegaron a Madrid; el duque de Alba y el marqués de Pescara. Iban detrás la reina doña Isabel de Valois (allí sepulta luego, en 1568, provisionalmente) y doña Juana, la fundadora. Eran entonces las Descalzas una de las iglesias más famosas de Madrid, así por la ostentación con que se celebraba el culto como por sus pinturas, esculturas y riqueza en alhajas. Aquí tomó el hábito de religiosa sor Margarita de la Cruz, hija del emperador Maximiliano y de la emperatriz doña María, que se retiró al mismo cenobio.
El Estudio de la Compañía, alzado en 1560, después Colegio Imperial, de jesuítas, donde educóse casi toda la nobleza de Madrid, en cuyo templo se dijo la primera misa el 25 de Enero de 1567.
La Magdalena, de agustinas, un poco más abajo de San Sebastián y casi enfrente, fundado en 1560, reedificado en 1578 y demolido en 1836, que tenía delante una lonja cerrada por una verja.
La Victoria, de mínimos, levantado en 1561, frente al Hospital Real, y desaparecido en el siglo XIX.
La Santísima Trinidad, de redentores, también desaparecido (1). -[22]- Estaba en la calle de Atocha, a la derecha, pasada la Cárcel de Corte: el plano de Wit lo indica. El mismo príncipe don Felipe señaló el sitio.
La Merced, también de redentores, fundación de 1564, donde residió mucho tiempo fray Gabriel Téllez (Tirso de Molina) y donde fué enterrado el padre de Cervantes. Y, en fin, Los Angeles, de monjas franciscanas, debido a doña Leonor Mascareñas (1564) y demolido hacia 1838. Hallábase en el ángulo de la plazuela de Santo Domingo, frontero a la calle de los Preciados. Además de estos conventos principales, existían muchas iglesias modestísimas, que no pasaban de la categoría de simples «humilladeros». Pero merece exceptuarse, con especial mención, la espléndida Capilla de San Juan de Letrán, vulgarmente del Obispo, edificada por don Gutierre de
A las iglesias y conventos seguían en importancia las fundaciones piadosas, numerosísimas, creadas unas por la caridad particular y otras por las necesidades del aumento de la población. Sobresalía el Hospital Real de la Corte, erigido en el Humilladero con motivo de la peste de 1438 y luego trasladado al Buen Suceso, en la Puerta del Sol, entre la Carrera de San Jerónimo y la calle de Alcalá, el año 1529, para la asistencia y curación de los soldados y servidumbre de la Casa Real. Iglesia y hospital, bien señalados en el plano de Wit, desaparecieron en el ensanche de 1854. Pero más famoso era el Hospital de la Concepción de la Madre de Dios, o de la Latina, donde vivió retirada sus últimos años, hasta el de su muerte (23 de Noviembre de 1535), la insigne sabia Beatriz Galindo. Su fundación, por ella y su esposo, Francisco Ramírez de Madrid († 1501), que había levantado ya otro hospital junto a la ermita de Atocha, data de 1499. La bula de erección, por el papa Alejandro VI, tiene fecha de 7 de Octubre de 1500. Se terminó en 1507. También era notable el Hospital de San Juan de Dios, fundado por el hermano Antón Martín, en la plazuela del mismo nombre, el año 1552, aprovechando una heredad, entonces afueras de la villa, que ofreció Hernando de Somontes, contador de Carlos V. Se derruyó en 1897.
El asentamiento de la corte hizo también levantar muchos palacios y moradas señoriales. Otros edificios sufrieron grandes reformas, entre ellos el Alcázar, cuyas Caballerizas Reales se concluyeron en 1564. No pocas casas, que antes sólo contaban un piso, pronto tuvieron dos, para alquilar el principal. Sin embargo, todavía treinta años más tarde escribía el viajero Wilhem Naumair von Rampsla: «Tienen los españoles casas tan pequeñas, que una persona a caballo puede tocar con la mano los tejados». Evidente exageración y no circunscrita a Madrid. Pero comenzaron a escasear las viviendas, y hubo necesidad de proceder a la incautación de los pisos segundos. Naturalmente, la nobleza gozó de la regalía de aposentos y pudo disfrutar de sus palacios sin mezcla de molestos intrusos.
Gran contraste para quien, como la familia de Cervantes, arribaba de la riente y cálida Sevilla verse en el páramo en que ya iba convirtiéndose Madrid. Mas no le faltaban sitios de encanto. Si por el camino de Valencia se entraba a la villa, sorprendían las magníficas fuentes del Prado de San Jerónimo, rodeadas de grandes arboledas de mucha recreación aquellas fuentes que, según Cervantes, con su punta de sorna, «manan -[29]- néctar, llueven ambrosía» (1). En punto a fuentes, López de Hoyos se hacía lenguas, en su Real apparato, de la de Leganitos, «donde hay cinco caños de muy excelente agua»; de la de Lavapiés (2); de las de Nuestra Señora de Atocha y San Francisco y de las de muchos jardines particulares; «que es cosa de admiración ver tantas y tan ilustremente adornadas, de piedra de sillería, y tan excelente obra, que adorna maravillosamente el pueblo, por lo cual se dice Madrid armada sobre agua».
Pero principalmente se extasiaba con las del Prado, al que dedicó un capítulo sobre ellas y su adorno. «Esta planicie y llanura (escribe) llega hasta la entrada del pueblo, donde se ha hecho una de las mejores y más delectables recreaciones públicas que hay en todo el reino; porque es una salida a Oriente, junto a uno de los muy reales y aventajados monasterios, así en calidad y aposento de S. M. como en la mucha religión que en él se profesa, de la Orden de Sant Hierónimo... Esta tan santa vecindad hace esta recreación pública muy calificada; y a esta causa le llaman el Prado de Sant Hierónimo, en el cual se ha hecho una calle de más de dos mil pies de larga y ciento de ancha, plantada de muchas y diferentes suertes de -[30]- árboles muy agradables a la vista. Al lado izquierdo, como entramos desde Atocha, hay otra calle muy fresca de la misma longitud y tamaño y de muy gran arboleda de una parte, y de otra muchos frutales en las huertas que la cercan. Los árboles están plantados por sus hileras muy en orden, haciendo sus calles proporcionalmente, mezclando las diferencias de árboles para que sean más umbrosos y agradables... Tiene cada fuente unos adoquines de piedra, labrados harto pulidamente, que tienen de diámetro diez y siete pies... Las cinco fuentes del Prado hacen tan gracioso murmullo... A la mano derecha de la entrada del Prado da luego la vista en una fuente, de enmedio de la cual salen cinco caños... De la que a ésta corresponde, a la mano izquierda, se levantan de enmedio mucha abundancia de caños, que hinchen toda la batía en su contorno y hacen muy suave sonido. Tiene alrededor, labrados de cantería, unos asientos en un semicírculo, para que en verano se goce de una tan excelente recreación... Más distante de enmedio de la que a ésta corresponde, salen cuatro golpes de agua gruesos, que suben más de cuatro pies en alto... La cuarta, que graciosa y agradablemente se ofrece a la vista al fin de la calle y arboleda campeando, hace muy vistosa perspectiva... Hay otra fuente, que mira al monasterio de San Jerónimo, ochavada, de cantería bien labrada; tiene de alta cinco pies y doce de diámetro, asentada sobre dos gradas de cantería, con sus molduras relevadas por la parte de afuera. De enmedio de todo esto se levanta una columna dórica con su basa y capitel; encima tiene una batía, con un cobertor, que hace un globo o bola redonda, con un bocel; por enmedio de la junta tiene cuatro serafines, en la boca de cada uno de ellos un caño de bronce hecho un balustre, por do sale el agua... »
Siguiendo adelante, por la Carrera de San Jerónimo, se entraba en la Puerta del Sol, lugar «harto espacioso», según el mismo maestro, y que tuvo este nombre por dos razones: «La primera (dice) por estar ella a Oriente, y en naciendo el Sol paresce ilustrar y desparcir sus rayos por aquel espacio. La segunda, porque en el tiempo que en España hubo aquellos alborotos que comunmente llamaban Comunidades; este pueblo, por tener guardado su término de los bandoleros y comuneros, hizo un foso en contorno de toda esta parte del pueblo y fabricó un castillo, en el cual pintaron un sol encima de la puerta, que era el común tránsito y entrada a Madrid. Y después de la pacificación y quietud de estos reinos, por lo mucho que el invitísimo emperador Carlos V, rey de España, N. S., trabajó en allanar los grandes y pacificar todos los reinos de España, este castillo y puerta se derribó para ensanchar y desenfadar una tan principal salida como es esta de esta puerta. Por el sol que allí estaba llamaron todos este término la Puerta del Sol».
No obstante los loores de López de Hoyos, la Puerta del Sol era una plaza irregular y destartalada, bien poco digna de admirarse, como no fuera su fuente, que ni siquiera estaba entonces en el centro. Más importancia se le concedía a la Puerta de Guadalajara, sitio de reunión, con las gradas de San Felipe, de los ociosos y noveleros. De ella decía Cervantes, por boca de doña Guiomar en el entremés El juez de los divorcios: «Las mañanas se le pasan [a su marido el soldado] en oír misa y en estarse enla Puerta de Guadalajara, murmurando, sabiendo nuevas, diciendo y escuchando mentiras». López de Hoyos, siempre entonado, describe su «soberbia y antiquísima muralla», y añade: «Esta tiene dos torres colaterales, fortísimas, de pedernal, aunque antiguamente tenía dos caballeros a los lados, inexpugnables... Estas torres o cubos, en que al presente están, hacen una agradable y vistosa puerta, de veinte pies de hueco, con su dupla proporción de alto; y en la vuelta que al arco de la bóveda hace, todo de sillería berroqueña fortísima, hace un tránsito de la una torre a la otra, con unas barandas y balaustres de la misma piedra... » Todavía dice que «sobre este tránsito se levanta otro arco de bóveda, que hace una hermosa y rica capilla», con una imagen de N.a S.a «Sobre esto, en un encaje que hace otra manera de baranda, está el Angel de la Guarda», «el cual tiene en la mano derecha una espada desnuda, y al otro lado un modelo de Madrid, de todo relieve. Sobre todo lo dicho, en contorno de todas las torres, viene una baranda de hierro bien formada. De en medio de esta fábrica suben tres torres con tres pirámides, que el vulgo llama chapiteles. Estos son de grande altura, muy resplandecientes, porque todos son de hoja de hierro colado, y cada uno tiene cuatro chapiteles pequeños. A sus cuatro ángulos de sus remates, tiene cada uno un globo; y por lo alto tienen los de en medio unas cruces, con sus velas doradas, que suben sus globos o acroterias. Esto es en los colaterales, en los cuales hay diez chapiteles. La torre de en medio sube algo más, con toda buena proporción de arquitectura. En el remate de ésta, de los cuatro ángulos suben cuatro columnas de mármol muy bien estriadas. Sobre éstas se levanta otro chapitel de maravillosa fábrica y singular artificio, en media del cual, en el hueco que hacen las columnas, pende el reloj, que es una maravillosa campana que se oye tres leguas en contorno del pueblo. Este también tiene su cruz y vela dorada, con las armas de Madrid sobre los globos y acroterias. Este es un cimborrio que levanta por alto treinta y seis pies; es sexevado y va en diminución como pirámide. Tiene a los cuatro ángulos otras cuatro pirámides pequeñas, de a doce pies de alto...»
Mas dejemos ya la prosa cruel del maestro del mejor prosista del mundo. Pasada la famosa Puerta de Guadalajara, entrábase en la Platería, no menos famosa, y, saliendo de ella, venía la plaza de San Salvador. Allí era el concurso de la gente noble; allí estaba el colegio de los escribanos de número, y allí se batía el cobre de todos los negocios; porque en ella radicaba la audiencia y foro judicial, con las casas del Ayuntamiento. Hoy no quedan rastros de aquellos sitios, que en tiempo mismo de Cervantes sufrieron muchas modificaciones, la primera en 1599, con motivo de la entrada de la reina doña Margarita, esposa de Felipe III. El atrio de la iglesia de San Salvador y el ala derecha de las casas de la Platería se destruyeron para ensanchar la calle. Desde aquí corría la segunda muralla., con su puerta, que llamaban; vulgarmente Arco de la Almudena, y se derribó para ampliar el pasa cuando la venida de doña Ana de Austria. Bajando más, dábase acceso a la plaza de la iglesia mayor, o templo de Santa María, el mejor de -[35]- Madrid, como hemos dicho, y, a corto trecho, doblando a la derecha, se hallaba el Palacio Real, reedificado por el Emperador y alhajado y embellecido ahora.
En aquellos cinco años, desde el de 1561, la metamorfosis de la villa había sido tan intensa, que comenzaba a provocar inquietudes. Eugenio de Salazar escribía en 1567: «El henchimiento y autoridad de la corte es cosa muy de ver. Porque está tan llena de personas reales, de prelados, de sacerdotes, de caballeros, de justicias, de escuderos, tratantes, oficiales y menestrales, que es cosa de admiración; y como todo el edificio no puede ser de buena cantería de piedras crecidas, fuertes y bien labradas, sino que con ellas se ha de mezclar cascajo, grija y callao, así en esta máquina, entre las buenas piezas del ángulo, hay mucha froga y turronada de bellacos, perdidos, fascinerosos, homicidas, ladrones, capeadores, tahures, fulleros, engañadores, regatones, falsarios, pícaros y vagamundos» Tal estaba ya Madrid.
Como he escrito en otra ocasión, no existían aceras, ni había alumbrado propiamente dicho. Apenas rodaba coche alguno. La villa, a las diez de la noche, dormía ya, envuelta en sombras. Nadie transitaba por las calles, como no fuese caso de urgencia, ni se encontraba sino la ronda de alguaciles y corchetes. La noche, pues, desde las diez, quedaba entregada únicamente a las gentes de mal vivir, a los ladrones, a las rameras, a los vagabundos y a los espadachines y asesinos. Reinaba gran silencio, como quiera que desde la puesta del sol todo pregón y grito prohibíase rigurosamente. Poco después cerraban las tiendas, de pobre aspecto exterior, A las ocho venía la cena, y el vecindario recogíase. Tal cual farol de aceite empotrado en alguna esquina o saledizo estratégico, tal cual lámpara alumbrando la imagen de una hornacina, eran el solo alivio de la obscuridad en la noche matritense. Algún trasnochador solitario en busca de la aventura galante; algún médico presuroso, para asistir a algún enfermo de peligro; algún muerto, en fin, en alguna encrucijada. Raro era el reloj de torre en esta época, aunque los había; de suerte que al toque de queda sólo respondían, ya de madrugada, las alegres campanas de maitines.
Si la gente no trasnochaba, levantábase, por ello mismo, al rayar el día. «Amaneció Dios, y levantámonos», es la frase corriente en los escritos de entonces. Pero si la noche quedaba sumida en el mayor silencio, el día de Madrid era por demás agitado y bullicioso: gentes de todos los rincones de la tierra, que se expresaban en todos los idiomas conocidos. La diversidad de razas y de trajes ponía una nota pintoresca y de subido color. Hoy apenas podemos darnos cuenta de la fastuosidad, de la riqueza, del banquete que se ofrecía a los ojos, contemplando en un día sereno el Madrid desde donde se gobernaba al mundo (el de la nobleza, el de la política, el de la iglesia, el de la magistratura, el de los veinte mil funcionarios públicos, que es tanto como decir veinte mil palaciegos), en una mañana clara en que la multitud cubría plazas y calles. Porque todo, poco a poco, fué adquiriendo tinte cortesano y de refinamiento. Lo mudable se transformó en fijo y permanente. Y en seguida las fiestas, la suntuosidad y pompa del culto católico, tradicionales en la Casa de Austria; la gala, ostentación y magnificencia de las solemnidades; las procesiones, en especial la del Corpus Christi; las manifestaciones públicas de fe, las exequias fúnebres... Imagínese aquel Madrid abigarrado en un día de sol espléndido. La festividad echa a la calle a una muchedumbre hirviente; las fachadas se adornan de tapices, las mujeres se agolpan a las ventanas; pasa la procesión, en que toma parte la corte y la nobleza, la burguesía y la plebe; largas hileras de monjes, corporaciones de artesanos, regidores, alcaldes, hermandades; y el sonar de las trompetas, y las danzas y los gritos de estridor, y los cantos litúrgicos mezclados al repique incesante de las campanas. El provinciano que llegaba a Madrid montado en su mula, tras pasar la noche anterior en la mísera venta, donde, a poco que se descuidase, le darían gato por liebre, sin duda sufriría el vértigo al contemplar aquel bullicio, aquel ajetreo constante. Las costumbres, ciertamente, si dulcificadas después, eran duras y no habían perdido su medieval rudeza. La vida interior, del hogar, desarrollábase en una especie de clausura y confinamiento, No era sólo recato, sino residuos de herencia árabe. Ni privativo de Madrid, antes general. Las mujeres apenas se mostraban en público, y permanecían cubiertas y veladas, a no haber amistad o mucha confianza. La misma disposición de las viviendas favorecía esta actitud. Las vistas a la calle solían estar protegidas por fuertes rejas; las ventanas no abundaban tampoco. Todo, las casas chicas y apretadas unas contra otras; las calles tortuosas y tétricas; los callejones, angulosos, evidenciaba todavía un dejo moruno. No hay que decir que los judíos se confundían ya con la gente cristiana, y que los moriscos aún no habían sido expulsados.
Por natural contraste, cuando la mujer salió de su encierro (a lo que contribuyó poderosamente el establecimiento de la corte), dió en galanterías y afeites, y surgieron los discreteos y la vida de relación, al punto bien libre y desembozada. Dos o tres veces al año había corridas de toros, aunque nada de común tenían con las actuales; pero Pío V las prohibió en 1567 bajo pena de excomunión. Es dificilísimo desarraigar una costumbre, y ocho años más tarde Gregorio XIII redujo la prohibición a los clérigos, y al fin, a instancias de Felipe II, se derogó del todo en los últimos meses de su reinado.
Las diversiones menudeaban. A las multitudinosas, como juegos de cañas, de sortija y fiestas de moros y cristianos, sucedía el de la gallina ciega. Días de gran holgorio eran los de Carnestolendas, no exentos de muchos desmanes, y espectáculos de rudeza primitiva. Fiesta, en cambio, típica, poética, saturada de ambiente gótico y hechiceresco, era la de Primero de Mayo, o de «Santiago el Verde», en el Sotillo, a la entrada de la Puerta de Toledo, y que correspondía exactamente a la del Midsummer de Londres. Las músicas y bailes tomaron asimismo gran incremento. La vihuela y el harpa eran los instrumentos por excelencia; y la alemana y la gallarda, las danzas más de moda. La gallarda bailábase con el sombrero en la mano izquierda. También tenía mucha aceptación el pie de gibao.
Asentada definitivamente la corte y establecido el tráfico con todo el mundo. el vicio plantó también sus reales, y los burdeles y casas de juego se multiplicaron con terror de los doctos censores de la moral pública. Pronto llovieron pragmáticas con prohibiciones. Fijábanse en la Puerta de Guadalajara, las arrancaban los muchachos, atábanlas a las colas de los canes y las prendían fuego. El lujo en el vestir adquirió caracteres de ruina. En ninguna corte del mundo se vestía tan lujosamente como en Madrid. El traje ordinario de todo caballero era la ropilla o juboncillo ajustado, cuello abierto y almidonado, calzón corto, medias de seda, capa hasta la cintura y gorra o chambergo. El vestido corriente de la mujer era el verdugado, fino de talle y de gran vuelo en las caderas, con su aditamento de cofia. El peinado revistió mil formas y complicaciones. La pauta de todo la daban el Rey y la Reina. A la manera como los monarcas querían, así habían de vestir sus vasallos. El grande imitaba las ceremonias del Rey, y el pequeño, las del grande.
¡Madrid por demás extraño y pintoresco el del último tercio del siglo XVI, cuando el excesivo dominio de España barruntaba su caída! Madrid, convertido en la ciudad de los favores y empleos, en que pronto el hidalgo había de gastar su fortuna. Madrid, en que apuntaba la vida picaresca y se preparaba ya la sopa gratuita de los conventos; en que el pobre sólo tomaba algo caliente al mediodía, y la cena pasábase en pláticas entre pan y queso a secas o su poco de olla podrida. Madrid, en que únicamente vivía el arrimado al dosel real, el burócrata o el eclesiástico. Madrid lleno de embelecos y mentiras, pleitos y noblezas falsas, mayorazgos raídos y hambre al trote, en que sólo faltaban, para envenenarle, los noticieros de Indias, los supuestos capitanes de Flandes y los arbitristas políticos. Madrid cancerado de tullidos de alma y de cuerpo; pero alegre, generoso, culto, sobrio y frugal, que no admitía en su seno a los borrachos. Madrid ampuloso hasta en sus formas, pero hospitalario y acogedor. Madrid paradójico, corte por su buen clima, teniendo el peor clima de España. Madrid, que la subiría a la cúspide de su grandeza, que la bajaría luego a una decadencia rápida; pero que iba a crear en breve la literatura más porten tosa del mundo.
La llegada de los Cervantes a Madrid debió de acontecer a principios de la primavera de 1566. Lo conjeturo de que, con mucha anticipación. estaba ya de asiento en la corte Nicolás de Ovando, siguiendo al cual iría desde Sevilla doña Andrea de Cervantes, a la sazón encinta de doña Constanza, si acaso no había venido al mundo ya. Dijimos en el primer volumen que desconocíamos la personalidad de este Nicolás de Ovando; pero que, como en el monasterio de Santa Paula de Sevilla tomó en 1593 el hábito una Mariana de San José (que no se llamaría así en el siglo), hija de Juan de Padilla Carreño y de doña Melchora de Ovando y Figueroa (apellidos de doña Constanza, la sobrina deCervantes), era lógico presumir que doña Melchora fuese hermana o parienta muy próxima del tal Nicolás, y una y otro de Sevilla, en cuya ciudad no faltaban familias de apellido Ovando, según habíamos visto en el propio provisor de la diócesis, Juan de Ovando. Nuevos documentos, que hemos hallado recientemente, nos permiten aclarar estas conjeturas, dar un caudal grande de noticias tan interesantes como ignoradas y establecer la personalidad del novio de doña Andrea."