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La burla de Tirso de Molina al río Manzanares

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Inmejorable aspecto del Manzanares a su paso por el Puente de Segovia (Foto propia)

En siglos pasados, la inquina que los poetas mostraban hacia el río Manzanares a su paso por Madrid los llevó a plasmar en sus versos las burlas más acerbas. Así Lope de Vega, Calderón de la Barca, Francisco de Quevedo y Tirso de Molina (1579-1648), cuyos versos aquí cito. Le achacaban principalmente un escaso caudal, merecedor de no considerarlo río sino arroyo impropio de una capital imperial como Madrid. El entorno del Puente de Segovia, el primero de la ciudad que mandó construir Felipe II, tenía que ser el lugar propicio al que se asomaran aquellos personajes para inspirarse en sus versos.

”El humilde origen, escaso caudal y limitado curso de este modesto río no le daban ciertamente derecho a esperar ser algún día el encargado de regar los muros de la capital del reino, y de reflejar en sus aguas trasparentes los suntuosos alcázares, los reales bosques, los puentes monumentales que le envidian sus rivales el Tajo y el Ebro, el Duero y el Guadalquivir”, escribió Ramón de Mesonero Romanos a mediados del siglo XIX, repitiendo de nuevo la mala impresión del Manzanares, que habría de durar hasta años bien recientes en que ha cambiado notablemente de aspecto, saneado absolutamente, aunque todavía con pruebas palpables de su escaso caudal. Las fotos que se muestran, las de antaño y de hoy, dan cuenta de la transformación del río y su entorno.

Tirso de Molina

“Fuérame yo por la puente,
que lo es, sin encantamiento,
en diciembre, de Madrid,
y en agosto, de Ríoseco.
La que haciéndose ojos toda,
por ver su amante pigmeo,
se queja del porque, ingrato,
le da con arena en ellos.

La que a la vez que se asoma
a mirar su rostro bello,
es, a fuer de dama pobre,
en sólo un casco despejo.
La petrina de jubón
que, estando de ojetes lleno,
cual pícaro, no trae más
que una cinta en los gregüescos.

Por esa puente de anillo
pasé un disanto, en efecto,
aunque pudiera a pie enjuto
vadear su mar bermejo.
Ríeme de ser su río,
y sobre los antepechos
de su puente titular,
no sé si le dije aquesto:
-No os corráis, el Manzanares;
mas ¿cómo podéis correros,
si llegáis tan despejado
y de gota andáis enfermo?

El Manzanares en 1890

El Manzanares en 1890, estrecho y con escaso caudal, con un aspecto que debía de parecerse al que vieron los poetas clásicos

Manzanares por el entorno del Puente de Segovia (Foto propia)

El mismo tramo del río de la foto superior (Foto propia)

Según arenas criáis,
y estáis ya caduco y viejo,
moriréis de mal de orina,
como no os remedie el cielo.
Y en fe de aquesta verdad,
azadones veraniegos,
abriendo en vos sepulturas,
pronostican vuestro entierro.
Postulando vais vuestra agua,
y por esta causa creo
que con Jarama intentó
Felipo daros comento.

No lo ejecutó por ser Alfredo López Serrano
en daño de tantos pueblos;
más, como os vio tan quebrado,
de piedra os puso el braguero.

Título de venerable
merecéis, aunque pequeño,
pues no es bien, viéndoos tan calvo,
que os perdamos el respeto.
Como Alcalá y Salamanca
tenéis, y no sois colegio,
vacaciones en verano
y curso sólo en invierno.

Manzanares por Puente de los Franceses

Carros de areneros por las inmediaciones del Puente de los Franceses. El río apenas llevaba agua

El Manzanares por el Puente de los Franceses

El mismo lugar del Puente de los Franceses (Foto propia)

Mas, como estudiante flojo,
por andaros con floreos,
del Sotillo mil corrales
afrentan vuestros cuadernos.
Pero dejando las burlas,
hablemos un rato en seso,
si no es ya que os tienen loco
sequedades del cerebro.

¿Cómo decid, Manzanares,
tan poco medrado os vemos,
pretendiente en esta corte
y en Palacio lisonjero?
Un siglo y más ha que andáis
hipócrita y macilento,
saliendo al paso a los reyes
que tienen el gusto de veros.

Alegar podéis servicios;
díganlo los que habéis hecho
en esa Casa de Campo,
sus laberintos y enredos.
Su Troya burlesca os llama
hombre sutil y de ingenio,
sin que su artificio envidie
los del Tajo y su Juanelo.

Puente de la Reina Victoria en el Manzanares

Lavanderas de principios de siglo XX en el Puente de la Reina Victoria

El Manzanares hoy visto desde la misma perspectiva de la lavandera (Foto propia)

La misma perspectiva del río desde donde se hallaba la lavandera (Foto propia)

En azafates de mayo
presentáis a vuestro dueño
flores pacayas, que en frutas
convierte después el tiempo.
¿Qué es la causa, pues, mi río,
que tantos años sirviendo,
no os den siquiera un estado
que os pague en agua alimentos?
Filipo os quiso hacer grande
después de haberos cubierto
delante de él con la puente,

y él mismo os puso el sombrero.
Pedidle al Cuatro mercedes,
que otros han servido menos
y goza ya más estados
que cuatro pozos manchegos.

No soy -diréis- ambicioso;
mas, a fe, aunque os lo confieso,
que andáis siempre murmurando,
por más que os llamen risueño.
Ánimo, cobarde río,
quebrantad vuestro destierro;
y pues rondáis a Palacio,
entraos una noche dentro.
Fuente tenéis que imitar,
que han ganado con sus cuerpos,
como damas cortesanas,
sitios en Madrid soberbios.
Adornadas de oro y piedras,
visitan plazas y templos,
y ya son dos escribanas;
que aquí hasta el agua anda en pleitos.
No sé yo por qué se entonan,
que no ha mucho que se vieron
por las calles de Madrid
a la vergüenza en jumentos”.

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El Manzanares en todo su esplendor hoy día entre los Puentes del Rey y de Segovia. Tirso de Molina se habría quedado atónito al verlo tan ancho y con tanta agua (Foto propia)

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El Manzanares entre los puentes de la Reina Victoria y del Rey, otra imagen insólita entonces, en un entorno presidido únicamente por chabolas míseras y terrenos entregados al lavado de ropa, como se ve en la foto inferior (Foto propia)

Lavaderos del Puente del Rey

Pese a las notables mejoras del río en los últimos años, el escaso caudal sigue mostrando su cara más realista. El lecho, en algunas fechas, se convierte en mero campo de yerbajos por las inmediaciones del Puente de Toledo (Fotos propias)

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El río, a su paso por la Pasarela Dominique Perrault, vuelve a su peor imagen: no tiene ni metro y medio de ancho. El resto del cauce es un campo enyerbado por el que se puede caminar (Foto propia)

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Otra imagen de la sequía del Manzanares en algunas ocasiones en el tramo cercano al Puente del Rey. El agua no cubre ni las patas de gaviotas y patos (Foto propia)

 

Video fotográfico propio del nuevo Manzanares

http://youtu.be/u3xfgyYitpo


Madrid por Juan Pablo Forner

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Juan Pablo Forner

Juan Pablo Forner y Segarra nació en Mérida, Extremadura, el 17 de febrero de 1756 y murió en Madrid el 16 de marzo de 1797

Biografías y Vidas: “El escritor español Juan Pablo Forner fue la figura más representativa de la literatura satírica durante la segunda mitad del siglo XVIII. El propio Forner se retrató a sí mismo como “un joven adusto, flaco, alto, cejijunto, de condición insufrible, y de carácter… mordaz”. Sus ideas tendían más a la xenofobia que al nacionalismo y, a pesar de su inclinación hacia lo neoclásico, mostró inequívocamente su rechazo de las ideas ilustradas. Ante la invasión de ideas empiristas y liberales mantuvo una estricta postura conservadora que le llevó a denigrar por sistema todos los avances del siglo.

Ensayista violento y panfletario, pero dotado de una amplia erudición, defendió de forma vehemente el mérito de la cultura española y sostuvo duras polémicas. Por contra, mantuvo una buena amistad con Leandro Fernández de Moratín, a quien apoyó en el artículo Contra la crítica de la comedia de Moratín "El viejo y la niña", obra de Fulgencio de Soto (1790), y con José Iglesias, y fue alabado por Pedro Estala, Martín Fernández de Navarrete, Gaspar Melchor de Jovellanos, y el Conde de Campomanes, entre otros.”

 

MADRID

Esta es la villa, Coridón, famosa
que bañada del breve Manzanares
leyes impone a los soberbios mares
y en otro mundo impera poderosa.

Aquí la religión, zagal, reposa
rica en ofrendas, fértil en altares;
en las calles los hallas a millares;
no hay portal sin imagen milagrosa.

Y por que más la devoción entiendas
de este piadoso pueblo, a cada mano
ves presidir los santos en las tiendas.

Y dime, Coridón: ¿es buen cristiano
pueblo que al cielo da tantas ofrendas?
Eso yo no lo sé, cabrero hermano.

 

Escudos de Madrid (Fotosecuencia con fotos propias)

http://youtu.be/eITGKP6cQnE

Madrid es el cementerio

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Larra. Tumba del escritor en Patio Santa Gertrudis. Sacramental San Justo. Madrid (Foto propia)

“¿Dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio.”

(Mariano José de Larra, 1836)

“El día de difuntos de 1836” es uno de los artículos de prensa más pesimistas y dramáticos de Mariano José de Larra. Un artículo desesperado de alguien como él que parecía presentir el abandono del mundo poniendo fin a su existencia. Fue publicado en El Español en aquel año, y unos meses después de este artículo, Larra se pegaría un tiro en la cabeza. En este escrito, el autor describe un Madrid desde la perspectiva de la derrota en la vida, supeditando a ella también la de la ciudad, sus calles e instituciones, y lo expresa criticando la actitud colectiva de la gente afanada ese día de difuntos por abandonar sus casas camino de los cementerios. De Larra se apodera entonces “un vértigo espantoso”; se exalta tremendamente al descubrir que es el propio Madrid el cementerio en el que “vive” lo muerto; la ciudad donde no hay vida, no hay pensamiento, no hay inquietudes y no hay libertad. Entre casas y calles están los verdaderos muertos, decía, en tanto los de los cementerios son los que albergan la libertad y la felicidad.

Larra en calle del Príncipe (Foto propia)

“En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo. En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada.

Larra en calle Bailén (Foto propia)

Quiero dar una idea de esta melancolía, un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia. —¡Día de difuntos!— exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios! que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina! La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión... —¡Fuera, exclamé, fuera! — como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez. Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid! Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo. Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

Larra en calle Santa Clara (Foto propia)

—¡Necios!— decía a los transeúntes—. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura. ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.

—¿Qué monumento es éste? —exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio—. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: Y ni los v... ni los diablos veo. En el frontispicio decía: "Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado." En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad, figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud. ¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos: Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P. Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media. Doña María de Aragón: aquí yacen los tres años. Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:

El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar. Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día. Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca. Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan. ¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento.¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente: Aquí el pensamiento reposa, En su vida hizo otra cosa.

Larra en calle Huertas (Foto propia)

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser. La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio. Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat! Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar! Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota. Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras. La Bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!  La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores. La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos! ¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana? Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles.¡Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción. El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego. Aquí yace el Estatuto. Vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió. El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro. El sabio en su retiro y villano en su rincón. Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba. No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados. ¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836. Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos. ¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza! ¡Silencio, silencio!”

El Ratón Pérez vivía en la calle Arenal de Madrid

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El Ratón Pérez en la calle Arenal (Foto propia)

Estatuilla del Ratón Pérez. Calle del Arenal de Madrid (Foto propia)

“Nunca habría podido imaginar que en Madrid hubiera niños tan pobres, durmiendo en el suelo y comiendo apenas un mendruguito -musitó Buby”. Quien no se lo podía imaginar era un niño de ocho años apodado Buby por su madre la reina regente de España María Cristina, viuda de Alfonso XII. Aquel niño, años después, habría de convertirse en rey con el nombre de Alfonso XIII. Así fue la estrecha relación entre Buby I y el Ratón Pérez que plasmó el escritor jesuita Luis Coloma Roldán (1851-1915) en el cuento que expresamente escribió.

La calle del Arenal de Madrid discurre en ligera cuesta abajo entre la Puerta del Sol y la Plaza de Isabel II. Es una de las calles históricas primordiales de la ciudad y de las más transitadas. En esa calle vivieron personajes ilustres y otros, también ilustres, acudían a sus cafés tertulianos, o a un teatro como el Eslava o a una iglesia como la de San Ginés de Arlés. Era paso obligado de comitivas reales y lugar de atentados, como el que a punto estuvo de costarle la vida al rey Amadeo I de Saboya. En un tiempo, allá a finales del siglo XIX, un hombre emprendedor, Carlos Prast, abrió una tienda en la casa del número 8, dedicada a confitería y a ultramarinos, ubicada a uno y otro lado del portal de acceso al edificio, hoy de llamativo color verde. Fue una tienda famosa en Madrid a finales de siglo XIX por la exquisitez de sus productos, siempre concurrida, razón por la que debió de pensar en ella un escritor como el padre Luis Coloma Roldán (1851-1915) para establecer la morada de su más famoso personaje: el Ratón Pérez, que vivía acomodado con su familia en una caja metálica de galletas, colocada en lo más alto de una repisa perdida del almacén del sótano. El Ayuntamiento de Madrid no ha querido estar al margen de esa vivienda de leyenda entre los niños y decidió oficialmente hace ya unos cuantos años colocar en la fachada una placa amarilla romboide indicando la presencia en la casa del ratón. Ya dentro del amplio portal, cercado por pequeñas tiendas, hay sobradas muestras de recuerdo del cuento y de la historia que encierra, incluida una estatuilla del Ratón Pérez al pie de una de las dos farolas.

Luis Coloma Roldán

La historia del cuento fue un encargo personal de la reina regente María Cristina a Luis Coloma como regalo para su hijo, el todavía niño Alfonso XIII, cuyo apodo en familia era Buby. El cuento empezaba diciendo que había un joven rey de 6 años años llamado Buby I, que una noche mientras cenaba sintió las molestias propias de la caída del primer diente. Las preocupaciones de su madre y de los médicos de la corte por qué solución tomar no se hicieron esperar, pero nadie se ponía de acuerdo, hasta que uno determinó arrancárselo con un pequeño tirón. “El médico dio un tironcito. No le hizo falta mucho esfuerzo y el diente salió enseguida. Buby hizo algún puchero.” Todos los presentes alabaron el diente, y mientras unos querían exponerlo en un museo, otros que fuese a la entrada de palacio. En medio de la discusión hubo de intervenir el propio Buby: “Que no, que me lo llevo yo, porque soy Rey, pero sobre todo, porque es mío.” Mandó entonces que se fuesen y que lo dejasen solo porque se quería ir a la cama. Puso, eso sí,  el diente debajo de la almohada, a la espera de que se cumpliese lo que había oído contar de la existencia del Ratón Pérez, “el roedor que por la noche recoge los dientes de los niños y les deja algún obsequio, monedita o similar.” 

Buby, aquella noche, se había propuesto aguantar despierto, a la espera de que apareciese el ratón a cumplir su cometido, pero Buby acabó vencido por el sueño. Al cabo de un rato, en medio del silencio de palacio, el ratón pudo llegar al dormitorio real, y enseguida, hurgando bajo la almohada, encontró el diente, pero en ese momento algo hizo que Buby se despertara.  El ratón, sorprendido al principio, lo saludó muy cortés con profunda reverencia. Buby comprendió que se trataba de un “ratón de mundo, con buena educación y don para tratar con cualquier tipo de gente.” El rey niño, en vez de volverse a dormir, se levantó de la cama y se vistió apresurado con intención de acompañar por Madrid al Ratón Pérez, que se mostró encantado. “Dejadme acompañaros en vuestro trabajo, esta misma noche. Por favor, quiero conocer el Madrid que recorréis a diario”, suplicó Buby. En esto, Pérez dio un salto y se colocó en el hombro del niño, metiéndole la punta de la cola por la nariz. “El Rey estornudó y por hechizo quedó convertido en un ratón.”

Abandonaron palacio por varios agujeros y escondrijos hasta desembocar en las canalizaciones y alcantarillas de la ciudad. Los dos llegaron a la guarida del ratón en la calle Arenal. Luego, tras cargar Pérez con una bolsa roja, se fueron por los mismos conductos subterráneos a la cercana calle Jacometrezo, hoy mucho más corta que antaño cuando los derribos de construcción de la Gran Vía. Iban a casa de un niño llamado Gilito, que también acababa de perder su primer diente. Vivía en lo más alto, en la buhardilla, pero Gilito que era muy pobre dormía en el suelo, lo que hizo reflexionar a Buby, acostumbrado él a todos los lujos y comodidades de palacio. “Nunca habría podido imaginar que en Madrid hubiera niños tan pobres, durmiendo en el suelo y comiendo apenas un mendruguito.” Pérez recogió el diente y lo puso en la bolsa roja que traía, depositando una moneda de oro bajo la almohada. Buby, imitándolo, solo pudo dejarle unas pocas monedas porque no llevaba más. Luego se volvieron los dos a palacio. Cuando Buby se disponía a agradecer la aventura nocturna, el ratón Pérez volvió a meterle la punta de la cola en la nariz, lo que hizo que Buby dejase de ser ratón y se transformase en el niño rey que dormía plácidamente. Pérez regresó a su casa de la calle Arenal. Transcurrió el resto de la noche y ya cuando el sol daba en palacio por la Plaza de Oriente,  la reina despertó a Buby, que le contó la aventura que él creía haber soñado.

Salón donde se halla la estatuilla del Ratón Pérez (Foto propia)

Farol con la estatuilla del Ratón Pérez al pie en el pasillo de acceso a la casa en que vivió. Calle del Arenal (Foto propia)

 

Casa museo del Ratón Pérez desde calle Tetuán (Foto propia)

Casa museo del Ratón Pérez vista desde calle Tetuán de Madrid (Foto propia)

Casa del Ratón Pérez

Fachada de la casa del Ratón Pérez. Calle Arenal (Foto propia)

La casa del Ratón Pérez en la calle Arenal de Madrid (Foto propia)

Casa de Carlos Prast en calle Arenal

Casa del Ratón Pérez cuando todavía el dueño del edificio era Carlos Prast

Estatuilla Ratón Pérez

 

La antigua tienda Prast

Antiguos escaparates de la Confitería Prast en la calle Arenal número 8 (Foto propia)

Entrda a la casa del Ratón Pérez

Entrada a la casa del Ratón Pérez (Foto propia)

Entrada a la casa del Ratón Pérez

Estatuilla del Ratón Pérez
Raton PerezRatón Pérez

El Ratón Pérez y el rey Buby I

 

http://www.cervantesvirtual.com/portales/padre_coloma/

http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/opencms/lecturas-pendientes/014-relatos_fantasticos.html

Eugenio Noel, el antiflamenquista

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Eugenio Noel

Eugenio Noel (1885-1936)

Uno de los escritores más olvidados de los últimos 150 años, acaso el más olvidado, del que difícilmente se puede encontrar a alguien que lo haya leído, perteneció a la larga lista de escritores, pintores y escultores de la bohemia madrileña. Noel fue quizá el más peculiar por su afán obsesivo por denigrar el flamenco, los toros y todo lo que oliese a artificiosidad española, que lo llevó a una lucha que mantuvo hasta el final de sus días, sus tristes días en un hospital de Barcelona, donde murió y desde donde el ataúd con su cadáver, de vuelta a Madrid, quedó olvidado en un vagón en una vía muerta de la estación de Zaragoza, lo que constituyó el final más romántico, por tétrico, para un bohemio de comienzos de siglo XX. Noel, si hay que buscarle un doble, hay que pensar en primer término en Alejandro Sawa, otro personaje perdido de la bohemia madrileña de entonces, que no dejó de ir dando tumbos a lo largo de su vida.

Su nombre verdadero era Eugenio Muñoz Díaz. Nació en Madrid el 6 de septiembre de 1885. Su madre trabajó como criada al servicio de la duquesa de Sevillano, cuyo palacete se alzaba donde hoy el edificio Grassy en el número 1 de la Gran Vía, que fue derribado en 1910 pese a los esfuerzos por impedirlo de aquella poderosa dama, una de las personas más ricas que hubo nunca en España, protectora de arquitectos insignes como Ricardo Velázquez Bosco y escultores como Ángel García Díaz, artífice de todas las obras del Palacio de Cibeles.

Eugenio Noel: “Me reconstruyo en aquella cocina del viejo palacio de la duquesa de Sevillano. Mi madre se afana en los quehaceres domésticos. Yo, niño sin juguetes y sin niñez, vivo esa vida contemplativa y hosca que hace soñadores a los hombres.” Entonces era cosa frecuente que los empleados domésticos se trajesen con ellos a sus hijos, incluso a sus maridos, integrándose en cierto modo en las grandes familias aristocráticas. Fue la propia duquesa la que se encargó de la educación del muchacho, enviándolo a un colegio religioso y de ahí al seminario de los Cartujos de Tardajos, muy cerca de Burgos, que abandonó pronto por Madrid para proseguir en el Seminario Conciliar de San Dámaso. Noel no estaba llamado para aquella vida y optó por los estudios de Derecho en 1904 en la universidad central de la calle San Bernardo, donde habría de coincidir con un muy joven Ramón Gómez de la Serna: “Yo conocí a Eugenio Noel cuando comencé a estudiar la carrera de leyes en la calle de San Bernardo. Aficionado a las letras y ya con algún libro publicado aunque no tenía más que diecisiete años.”

EugenioNoel

El antiandalucismo y antiflamenquismo de Eugenio Noel alcanzó su punto más alto en “Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y flamencos” (1916), con juicios tan irracionales, ayer, hoy y siempre,  como estos, de los que cuesta creer cómo pudo llegar a tales extremos: “El pueblo andaluz es un pueblo macerado e irredento. Primera materia admirable de pueblo, pronto a la asimilación, heredero de ilustraciones y civilizaciones que influyeron en el universo, ha dejado hacer al clima y al cacique, y hoy es víctima de los dos. Lo sabe, y se defiende con la ironía, que el sol dora con el resplandor fugitivo de la gracia. Al latifundio no opone una sublevación de campesinos: se contenta quemando la paja de una era, algunas avanzadas de cereales o parcelas de montes.

Al cacique no sabe vencerle sino con su torero. Pocos han pensado que la raíz más fuerte de la idolatría taurómaca en el pueblo andaluz no es valor o la elegancia o la destreza, sino la visión deslumbradora de un pobre hijo de sus entrañas, ayer golfillo, polvo, nada, que con su voluntad y por solo su esfuerzo se eleva con increíble rapidez nada menos que a tirano de ese cacique, a igual, casándose con sus hijas, paseando en sus coches, comprándole sus cortijos, en cuyos umbrales, y como un perro, durmió cuando el duro aprendizaje de las capeas, venciéndole en su terreno, de poder a poder. Se satisface con poco. El sol le da una vida falsa, luz, colores, alcohol, gazpacho; su imaginación suple lo demás. No conoce el valor del claroscuro, el término medio, las tintas que dan relieve o difuminan. Vive de sobresaltos, de primeras impresiones, de corazonadas, de arrebatos devoradores, que terminan en súplicas cobardes y lastimeras.”

En el Café Nuevo de Levante de la Puerta del Sol descubrió a Ramón María del Valle Inclán. Publicó su primera novela corta, 'Alma de santa', 1909, con muchos elementos autobiográficos y alusiones a la actriz María Noel, de donde escogió el pseudónimo. Trascendente en su vida fue la determinación en aquel 1909 de alistarse como voluntario en el ejércitos español que acababa de desembarcar en el norte de Marruecos. Héroe de aquella campaña de África fue el Cabo Luis Noval, cuyo bello monumento realizado por Mariano Benlliure puede admirarse en un extremo de la Plaza de Oriente de Madrid. Noel publicó contundentes artículos de aquella estancia en Marruecos en España Nueva, el periódico republicano que dirigía Rodrigo Soriano, de donde surgió su libro, Notas de un voluntario. Pero profesionalmente como escritor, su trayectoria casi insólita se inicia en 1913, cuando pone en marcha la furibunda campaña contra lo que él consideraba causa mayor de la incultura: los toros y el flamenco. Azorín, en 1914, advirtió: «Nadie duda de que Eugenio Noel es un adversario acérrimo de los toros y el flamenquismo. Mas la lectura de sus trabajos nos produce el efecto de una exaltación de lo que se trata de deprimir y condenar. Noel sabe menudamente todo lo que se refiere a los toros. Nadie como él nos informa tan bien de las cosas y los lances del flamenquismo». En 1914 fundó el periódico 'El Flamenco. Semanario antiflamenquista', que luego se llamó 'El Chispero', de corta vida.

imagesViajó en cuatro ocasiones a América, cuyas andanzas recogió en un diario, que llamó “La novela de su vida”. En 1918 viajó a Cuba. El último, el cuarto viaje concluyó en abril de 1936 en Barcelona, a los 50 años, donde falleció enfermo de bronconeumonía a los pocos días, el 25, en el Hospital de San Pablo. Se había quedado solo y arruinado. Lo acompañó hasta el final su mujer. Fue entonces cuando intervino el Ayuntamiento de Madrid, que determinó el traslado del cadáver en tren a Madrid, pero antes habría de ocurrir lo casi inverosímil: el ataúd quedó abandonado en un vagón, apartado en una vía muerta de la estación de Zaragoza. Fue enterrado en el cementerio civil de la Almudena. Alfonso M. Carrasco, el domingo 26 de abril de 1936, informaba de su muerte: “Ha muerto Eugenio Noel, en la cama de un hospital, pobre como una rata y, aparte de su mujer, abandonado como un trasto inútil. Así se ha ido del mundo de la carne el autor de República y flamenquismo”.

César González Ruano: “Entre 1926 y 1928, Noel era ya muy conocido, aunque siempre fue un escritor sin éxito y sin otra popularidad que una popularidad física tornada a broma y no pocas veces zarandeada a injurias. Sus campañas contra los toros y el flamenquismo lo habían convertido a su vez en una especie de heroico flamenco corriente. Era bravo de palabra, y como casi todo intelectual, cobardón de hechos. Pero se jugaba la cara con frecuencia, y la melena, que en una ocasión le cortaron en Sevilla. Tenía un aspecto físico un tanto a lo Balzac. Parecía una señora fondona disfrazada de violinista bohemio. Llevaba grandes melenas de un negro atroz y rizoso, bigote caído y mosca romántica. Vestía de artista con chaquetas de pana, chalina, capa italiana.

Recuerdo que llevaba siempre zapatos de charol y que tenía un pie diminuto. La vida de Eugenio Noel es de pura miseria llevada con grandeza y arrogancia. Su único lujo era, siempre que ello era posible,  beber enormes cantidades de cerveza en las cervecerías de la Plaza de Santa Ana y de la calle de los Madrazo. También iba mucho al Gato Negro en la calle del Príncipe, donde tenía su peña fija con Jacinto Benavente. Con él iba siempre su mujer, Amada, y un niño de ambos.”

Palacio de la Duquesa de Sevillano entre calles Caballero de Gracia y San Miguel, futura Gran Vía

Rafael Cansinos Assens: “Eugenio Noel, extraño y abigarrado, caótica suma de ardores apostólicos y de frialdades científicas, melenudo como un apóstol de las nuevas teorías sociales y también como un rezagado vate modernista; mezcla extraña y primera entre nosotros de pensador, de literato y propagandista en el estilo americano. Noel surge con el gesto de un rebelde en el curso de una desdichada campaña colonial, cuyos escándalos denuncia desde la prensa. Sus artículos, encendidos y violentos, encendido en las teas del furor demagógico, le granjean una gran popularidad, y el joven escritor asume al punto un gesto apostólico de regenerador. Incorpórase a la legión de doctores que desde el 98 estudian la rara enfermedad de España, enferma de lirismo como un rey Luis de Baviera, y como ellos preconiza para remediarla, cultura, seriedad y europeización.”

Merece la pena leer este artículo “Sobre las cegueras de Eugenio Noel y un guiño a Ciro Bayo” de Ramón Mayrata, escritor y poeta nacido en Madrid en 1952:

“Hay, sin duda, una leyenda negra española, que es una forma de contar la historia de origen protestante, con su carga de razón desmesurada por una óptica parcial y codiciosa. Y también existe una contumaz expresión artística y literaria de una España renegrida, sin valdear. Lo que no ha existido nunca, lo que no puede existir, es una España exclusivamente negra. Porque nada puede ser exclusivamente negro, ni el negro mismo, pues todos los colores que percibimos son mezclas continuas. ¿Quiere ello decir que esa abrupta negación de la inestabilidad de los colores es tan sólo un procedimiento para hacer emerger ciertas capas obscuras en una superficie cegadoramente luminosa, cegadoramente multicolor? ¿Algo así como ese espejo incurvado, el llamado espejo de Claude, con el que los pintores del siglo XVIII reducían la variedad del mundo visible a gradaciones tonales, al modo de la fotografía en blanco y negro?

La escueta definición del esperpento que nos proporciona Valle Inclán, con su invocación a los espejos cóncavos como lentes a través de las cuales contemplar la vida española, nos inclina a pensar que efectivamente es así, que se trata de un procedimiento. Pero Valle Inclán agrega de inmediato que el objetivo de esa "estética sistemáticamente deformada" es conjurar "el sentido trágico", es decir un sentimiento íntimo, interiorizado, que precisa destruir las líneas, los colores y matices de la realidad para someterla a un obsesivo y desesperado estado de ánimo, para desteñirla con un monocromo punto de vista.

Por fortuna Valle Inclán lograba deformar la expresión que se  refleja ante el espejo deformante de modo que el resultado de esa doble deformación, antes que un universo destruido, es forma reconstruida de un mundo, personalísima forma, universo valleinclanesco, al que no le falta, además, ninguno de los colores más vivaces y sus negros, como los de Goya. Antes que como color dominante, el negro actúa a la manera como lo hace en la cámara negra: conjurando las imágenes del exterior al modo de sombras que se liberan de los cuerpos que las engendraron y adquieren vida propia. Dos de esas sombras que las luces de la bohemia -que exaltó Valle Inclán- estuvieron a punto de extraer de sus cuerpos, que como retazos de esas vidas sombrías que describiera Baroja sobrevivieron agriamente proyectadas sobre la pantalla chinesca del primer tercio del siglo, que más que escritores parecen personajes fantasmalmente destilados de sus propios libros o de los de sus contemporáneos, son Ciro Bayo y Eugenio Noel.

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Gentes que no han logrado sitio en el panteón literario y aún vagan por ahí, como vivieron en vida, sobrados de prosa, de ínfulas, de desmesura, pero sin tener donde caerse muertos siquiera en la posteridad que ha otorgado el refrendo de un premio Nobel, en la persona de Cela, a la escuela o especie literaria que ellos forjaron, junto a Solana, antes de ir a parar a manos del gallego con más tino y ambición. "¿Y las andanzas del errabundo don Ciro Bayo? - se duele Cela, en libro que se titula casualmente El gallego y su cuadrilla - ¿Y las estremecidas manchas de Eugenio Noel, el atrabiliario gran escritor tan injustamente olvidado?".

Uno y otro apenas perviven en obra ajena, espectrales, como arrojados de la suya original, penando, con destino fantasmal, su dedicación a la no menos fantasmal identidad de España, de la que ofrecen una visión estremecedora y, en ocasiones, también estremecida. Bayo nace en 1860, poco antes que Unamuno, que Azorín, que Baroja, todos los cuales escribieron como él hermosos estampas españolas. A los diecisiete años anduvo guerreando con los carlistas, a las órdenes de Dorregaray, por los intransigentes alcores del Maestrazgo hasta que fue hecho prisionero y confinado en el castillo de Mola, en Mahón. Después se convirtió en un verdadero vagabundo que nunca renunció a la picardía y al arrojo del soldado, ni al ansia insaciable del viajero, ni a la resignación del asceta, todo ello adobado con la despreocupación, gitanería y libertad del bohemio y las licencias del escritor imaginativo, incluso calenturiento.

Viajó un buen trecho de su vida por América, con los bolsillos vacíos, prodigándose en tan diferentes industrias para su subsistencia que, a su decir, llegó a practicar la antropofagia socorrido por una tribu de indios guerreros. Eduardo Ortega y Gasset le interrogó por el sabor de aquella carne humana. Don Ciro contestó tajante: Sabía a cerdo. Ricardo Baroja ha dejado de él un retrato sin tiempo: "Era el verdadero caminante. Ese que se encuentra a veces recostado en la cuneta, o de travesía en un descampado. Indiferente a todo, lo mismo le da llegar tarde que no llegar a su destino. Ese que asusta a los chiquillos. Ese a quien el torvo guardia civil detiene para tomarle la filiación y llevarle a la cárcel".

Don Ciro era uno de esos hombres extremadamente tiernos que parecen terribles porque siempre se empeñan en transfundir una gota de arbitrariedad a todas sus acciones. Pío Baroja, en sus Memorias, impulsa esa impresión hacia los dominios del desatino. Cuenta de él que costeaba un piso de diez duros a la asistenta que limpiaba su buhardilla de tres duros al mes. También relata que cuando los redactores del Espasa le requirieron una fotografía para ilustrar el artículo que le habían dedicado, no teniendo otra cosa mejor a mano, envió un retrato de su padre, un banquero de Yepes del que alardeaba ser hijo natural. Don Ciro consideraba que a los fraileshabía que hablarles en italiano, al igual que a los burros y en sus últimos años, arruinado, encubría los escorchones de sus ropas con tinta.

Junto a los dos Baroja, realizó un viaje a pie hasta Yuste, en tierras de Extremadura que don Pío contó en La dama errante y Don Ciro fabuló con encarnadura picaresca en El peregrino entretenido, donde escoge como vocero de sus opiniones estrafalarias al hidalgo Mingote. Con este libro y con El lazarillo español, crónica de otra caminata que le llevó a Barcelona, en el precursor de una literatura andarina que pretende dar cuenta de lo recóndito de España. En su caso de forma muy sahumada por la imaginación, que en el era de tan libre, desprendida y errabunda como lo fuera su vida como lo fuera su vida. La suya es una España negra, aún sin teñir del todo, tras cuya estela irrumpiría Noel, empuñando una brocha, en unas ocasiones, más vigorosa y en otras, sencillamente, más gruesa. .

E Noel

Eugenio Muñoz Díaz, el futuro Eugenio Noel, hijo y nieto de pastores, nació en una barbería de la calle del Limón de Madrid, el año del cólera, en 1885, al tiempo que Solana. Aquel fue también el año del ciclón que permanecería en su recuerdo y esculpido en los troncos de los árboles del cercano paseo de la Moncloa. Su padre abandonó el pastoreo y llegó a regentar aquella barbería, donde ejercía cometidos de sangrador con ínfulas de médico, provisto de un grueso formulario que describía los primeros auxilios y las operaciones urgentes. Era hombre indolente que todo lo perdió a consecuencia de su falta de carácter , su dedicación a las juergas y al flamenquismo y su afición. nunca recompensada, a los juegos de azar.

Su madre era el último retoño de una familia de veintitrés hermanos, para los que este postrero y olímpico parto concluyó en orfandad. Fue amamantada por una vaca, hecho al que Noel atribuía su afición al toro, así como consideraba la afición al bureo de su padre inspiradora de su antiflamenquismo. Nicasia, la madre, era una sencilla criada al servicio de la aristocracia madrileña. Desasistida por su marido, sacó su casa adelante con muchas dificultades, trabajando en las mansiones de la Duquesa de Sevillano y de la Marquesa de la Vega del Pozo, entre otras. Era muy piadosa y dada a santerías, amuletos y hechizos. Vestía siempre el hábito de la Soledad, con un corazón atravesado por siete espadas bordado en el pecho.

Al atardecer acudía a venerar la imagen de la Virgen, enrojecida por las lamparillas de los tabernáculos, mientras el niño contemplaba las túnicas celestes de las religiosas del convento de las Esclavas, a través de las copas azules de los helados con los que le obsequiaban las monjas. Mucho influyó la madre en aquel niño endeble, cuyas lacias guedejas rubias no conocían otra luz que el resplandor del fuego de los fogones en la obscura cocina del viejo palacio de la Duquesa de Sevillano, próximo a la Gran Vía madrileña. "Yo, niño sin juguetes y sin niñez, - recordará más tarde - vivo esa vida contemplativa y hosca que hace soñadores a los hombres. Vivo entre criados y mi alma escapa, huye de la asfixia. Sin duda me asomo a los largos corredores obscuros que comunican con las grandes estancias del Palacio. En la penumbra de las vastas habitaciones, pequeñito entre los altos cruciales de las puertas, mis grandes ojos asombrados, miran en las panoplias viejas espadas mohosas, o contemplan en tela, patinadas de tiempo, las figuras sombrías de los antepasados de la duquesa".

Las lágrimas de su madre abrirán para él ese palacio repleto de una historia pesada como un cortinaje. - ¿Porqué lloras, Nicasia? - Lloro, señora, porque no se lo que va a ser de este hijo mío. La protección de la Duquesa le aparta del mundo ajetreado de los criados y le introduce en esa luz siempre crepuscular de la mansión soliviantada por el crujido de los muebles y el toque de oración que la torre hierática de una iglesia desploma en la atmósfera sin tiempo de la estancia, cercada de anaqueles donde, en una espesa y fresca enramada de volúmenes místicos, pende un solitario Quijote. Los interlocutores del niño son todos ellos príncipes de la Iglesia. Un nuncio, un obispo y un arzobispo coinciden con la Duquesa en imaginar para él un destino eclesiástico aún más elevado. Sueña la duquesa con un papa español y su mano fría y blanca acaricia ese sueño entre los bucles dorados de la cabeza del niño que contempla las lejanas montañas del Guadarrama, a través de los ventanales del palacio, y añora tras las moles cubiertas de nieve, a su abuelo "Cabeza de Buey" que nunca ha pisado una iglesia, pero le ha enseñado que el agua de los manantiales vivos de la sierra sabe a Dios.

Admira a aquel hombre de una pieza, que alardea de no ser más ni menos que un buey, cuya existencia discurre entre los montes con la naturalidad y el brío de aquellos manantiales. Siempre conservará con él la imagen idealizada de una España rural, que recorrerá, muchos años después, de cabo a rabo, acechando, en la hondonada de su torvo entrecejo, el recuerdo de una vida esencial y pura.Pero antes, los sueños letárgicos de la Duquesa y la devoción de su madre, le empujan a la casa misión de Tardajos donde su vocación religiosa se deshace en jirones, como el humo del tren tras el que se le van los ojos, cuando no lloran por cualquier cosa,frente a la paramera que rodea el colegio sobre la que brotan anhelos de escritor junto a las flores otoñales del majuelo, del acerolo, del endrino o del almendro, todas ellas albas como páginas en blanco. Su vocación literaria es algo aún intangible, pero que ya en todo interviene sin resolverse en cosa alguna. Es rastro apasionado de lecturas, a las que se asoma entre el aluvión de los libros devotos, lecturas que le descubren otro mundo que encierra dentro de sí y sólo desahoga en invenciones inesperadas, en esos cuentos, siempre a flor de labios, que sus compañeros no se cansan de escuchar y que, para el mismo, resuenan con sorpresa.

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Regresa al palacio como quien regresa a una tumba. Todo es triste en el viejo caserón al que llegan noticias del desastre del 98, que el pueblo recibe con la misma indiferencia que las piedras. Importan más los toros. El mismo acaricia la idea de ser torero. Con el tiempo narrará con buen pulso este estado de ánimo, la exaltación de la fiesta que vacía de todo otro cuidado y preocupación a la vida española, pues es representación de su destino, aceptación ritual y colectiva de su trágico destino. En Los toros de Carabanchel el año del desastre escribe:"Nunca coincidieron dos cosas tan antitéticas como la plaza de toros de Carabanchel y el 1898...¡Aquellas muchedumbres en marcha hacia la plaza! ¡Aquellas escuadras en busca de la derrota!...¡Aquel caminar hacia la muerte con la sonrisa en los labios sin otro fruto inmediato o lejano que la muerte!".

Entre tanto la Duquesa no ha renunciado a sus ilusiones. Ella y sus familiares le "meten de cabeza" - la frase es suya - en el Seminario conciliar de San Dámaso. Aún así la vieja dama se espanta por la afición del joven a la lectura. Le recomienda "mucha práctica religiosa y poca sabiduría" y, en sus ojos negros clavados en él, Noel cree advertir, tras un velo de tristeza y pesadumbre, un desdeñoso ademán de orgullo aristocrático, el disgusto de sentirse contrariada por el hijo de una criada que nada sería sin su protección. Las consecuencias de aquella mirada marcarían su destino. Renuncia al seminario y al amparo arrogante de la duquesa. Decide hacerse escritor. Uno de cuyos cometidos sería al cabo de los años describir, sin acritud, pero con firme extrañeza, la rara generosidad y beneficencia de aquella rancia señora empeñada en ofrecerle un capelo cardenalicio a toda costa.

"Cuando le presentaban un niño pobre no sabía qué hacer con él; y le hacía cura. Cuando le hablaban de plagas, epidemias, azotes sociales de la ignorancia y la miseria, no se le ocurría jamás prever; realizar obras para impedir el mal: acudía a su remedio indefectiblemente cuando ya estaba hecho y rodeaba las ciudades populosas con ese cinturón de hospicios y casas hospitalarias que distinguen las rondas de las grandes urbes hispanas...Parecía su ideal que existieran muchos enfermos para reunirlos a todos y no se ocupaba jamás de los laboratorios, de las bibliotecas, de las escolanías, donde todo ese siniestro [ser] de la miseria queda reducido a modestas proporciones".

Me he detenido en la biografía primera de Noel, a los bordes que delimitan su carrera de escritor, cuando aún se encuentra virgen de todo artificio literario, para confirmar una intuición. La España negra, la España cuya obscura hiel plasmará en sus escritos tiene mucho de autorretrato disimulado en medio de la muchedumbre del país y sus problemas, que es tanto como decir mucho de verdad, de su verdad, de una verdad con la que es difícil convivir, sobrecogedora. Ciertamente casi nada le es ahorrado en sus años de infancia y aprendizaje: El flamenquismo devastador del padre, la renuncia abnegada de la madre, la singularidad aislada e inaccesible de una España rural representada como un risco más por su abuelo, la presencia del toro asociada a sus sueños de gloria y, también, tótem sacrificado en la hora de la derrota y la capitulación; Y el palacio desorbitado, plagado de dogmas como un sepulcro lo está de gusanos; cuyas piedras son losa para unas clases altas que viven y reparten , a diestra y a siniestra,una muerte inmortal; dominadas por una religión que favorece, implacable, la ignorancia. Y todo ello sin disimulo, sin hipocresía, a plena luz del día. Terrible pero franco, descarnado y desnudo como comprobaban con fascinación los visitantes extranjeros, acostumbrados a la vida social laboriosamente construida y pactada, exenta de espontaneidad, de las naciones europeas. España era otra cosa. Si no fuera negra aquella España, sería transparente.

Pero Noel no lo aprecia. Vive de noche. Lo que el llama un cambio de rumbo es un sumergirse en la bohemia. Vive miserablemente, sostenido por la fiebre literaria. A veces vagabundea por los alrededores desolados de Madrid. Cuando regresa, en el resplandor bermejo de la ciudad, sólo encuentra una luz que le aguarda y espera. Se enamora de la actriz María Noel y adopta su apellido. La luz se apaga y la miseria se envenena de soledad. Escribe a Baroja que no le contesta y a Ortega que se entristece por su suerte, le ofrece una traducción y le recomienda marcharse a la guerra de Marruecos para ganar experiencia. Acepta el consejo y se alista en el ejército de Africa. Para ser escritor precisa una guerra.

En esos años, cuando Noel inicia su vida literaria ya se han popularizado los ideales regeneracionistas y la visión predominantemente estética de la generación del 98. Tal será substancialmente su equipaje intelectual. Un equipaje prestado. Noel no es un hombre de ideas. En él las ideas se transforman en incitación para la voluntad. Cuando no cumplen ese cometido tónico, se deshace de ellas como un lastre. Por ello sus ideas son simples, muchas veces desabridas, a menudo formuladas con el vigor furibundo de una determinación moral, sin el temple de la inteligencia. Todo en él es voluntad. La voluntad sostiene su vocación de escritor, sin otro patrimonio que el yo, asaltado por las dudas íntimas de quien aún no ha podido revelarse y la misería material de la vida bohemia. "No puede vencer lo que llama mi timidez - escribe en su Diario íntimo - El mundo literario me asombra, pero no me convence; además, el yo era mi único poder y ese yo se pierde en aquel mundo". Su timidez le exige confirmación y vehemencia y un territorio propio al margen de la competitiva vida literaria. Cansinos Assens en La Nueva literatura hace un inventario de los resultados:

"Noel es el iniciador de una turba de intelectuales que, a imitación suya... se lanzan al descubrimiento de España, recorriendo a pie y sin dinero los pueblos de nuestras regiones... intelectuales andariegos, cuyo modelo secundario más notorio es Ciro Bayo... Noel ha sido el avivador de estas corrientes intelectuales, y con sus novelas de problemas nacionales ha dado el impulso momentáneo para esta literatura realista de tendencias regeneradoras... que pudiera llamarse literatura de la utopía, y en la cual nos dan estos escritores una cruda pintura realista de las costumbres españolas, glorificadas por el estilo y condenadas por la intención".

Voy como si fuera preso;

Detrás camina mi sombra,

delante mi pensamiento

Estos versos desgarrados que escribiera Augusto Ferrán resuenan junto a los pasos de aquellos escritores andariegos, que como Ciro Bayo o Eugenio Noel, recorrieron España, en los primeros decenios del siglo, con la mente atestada de pensamientos y ansias de regeneración y las sombras, pegadas a sus talones como grilletes, de una historia cuyo desgaste la reiteraba cada día más angosta y ácida. Transitaban caminos cuyo lecho era - parafraseando a Ortega - "la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado un gran pueblo".

Sin duda en todo viaje azuza la nostalgia de un Paraíso Perdido. Sin embargo, el viaje adquiere, en su transcurso, el color entreverado de fatiga y sorpresa más propio de un purgatorio, en el que el arduo esfuerzo se derrite en la dulzura de un sosiego bien ganado. Todo viaje está jalonado de posadas donde el viajero comprueba los cambios interiores que ha provocado el vaivén de sus pasos, convalece de las impresiones demasiado fuertes, imagina, inmensa, la lejanía y aguarda serenamente, mecido por el sueño, la alborada que ilumina la emoción de una nueva jornada.

En las posadas españolas, es fama que nada de esto acontecía. Según célebre sentencia, en las posadas españolas sólo se hallaba aquello que acarreaba el viajero en sus alforjas. De suerte que el descanso y el restablecimiento resultaban tan problemáticos y ajetreados como el viaje mismo. Tras recorrer el cordón umbilical de los caminos, el retorno a ese trasunto del hogar y, en definitiva, trasunto del claustro materno que es la posada, obligaba al viajero a compartir la suerte de las mulas, entre paredes barnizadas por el humo, sobre tablones hostiles y paja maloliente, tras descorazonar a sus hambres con el sacabocados de la miseria servido sobre un plato desportillado. En las posadas españolas no existía el descanso. Tan sólo la inmovilidad. La inmovilidad interiorizada de todo un país, que se adueña del ánimo del viajero detenido, se confunde con la inmensidad del paisaje, se engatilla en sus gentes y hasta parece implantarse en los objetos: "Es la casa que vive -escribirá Noel - y se resiste a la muerte luchando de un modo horrible, en silencio, adaptándose al ambiente, recogiéndose siempre cada vez más en sí como si realmente tuviera espíritu y hubiera de vivir de él y no de las cosechas de sus habitantes".

No hay caminos tampoco. Y, en ocasiones, ni calles siquiera.. "Las calles no existen -reitera Noel, describiendo el pueblo segoviano de Sepúlveda - Es verdad que hay sitios estrechos, tortuosos y largos por donde se va al campo, pero calles no hay. ¿Y para qué? Son bocas de calles. Son calles que quieren existir, pero las casas no las dejan".

.Eugenio Noel

España de caminos borrados, sin posada, ni hospedaje, condena a una radical orfandad a estos viajeros, quienes como Bayo o Noel, peregrinan al Paraíso Perdido de una patria inicial, remota, que las más de las veces parece abandonarles, solos y desnudos, en medio de una naturaleza de contrastes violentos, donde la vida no admite condiciones, dolorida como un trozo de planeta abandonado, remota como un horizonte interminable y cegador. Parecen atravesar un vientre vacío, un seno materno exhausto donde hasta la hoya que alimenta, es milagro de huesos mondos de res, cocidos lentamente en agua y sal, y recibe el nombre, precisamente, de "hoya huérfana". En ese fruto descarnado de una tierra exhausta, Noel descubrirá algo más, la presencia de la realidad escueta y despojada, el sabor que estremece aquel elemental cocimiento de huesos: "eso que sabe tan bien - exclama - son aquellas encinas, aquel crepúsculo ideal, aquella noche que a más andar se acerca, los olores del monte, menos fuertes que al amanecer, pero más intensos...".

El prolijo debate sobre la identidad de España se detiene ante este sabor crepuscular, pero intensísimo que provoca el país en los paladares de quienes lo catan en la encrucijada de la modernidad. Esa España que se ha quedado en los huesos, que se alimenta una y otra vez de sus despojos, muestra a través de sus harapos el esqueleto de una realidad esencial, aceptada hasta las heces, un poso o sedimento indiferente a los avatares de los hombres, quizás sólo un sabor, mudo e intocable que otorga un enigmático fervor a la vida situada siempre a un breve paso de la muerte. Con lo que Bayo y Noel tropiezan en su deambular por España, a cada instante, es con esa afirmación de la vida, afincada sobre el desdén de la muerte. "La fuerza mayor y más auténtica del español - escribió Ortega - es que no pone condiciones a la vida: está siempre pronto a aceptarla, cualquiera que sea la cara con que se presenta. Ni siquiera exige a la vida el vivir mismo". También, la mayor intensidad de la literatura que da cuenta de la España Negra se encuentra en los momentos en los que logra desembarazarse de la desesperación, en los que consigue atravesar la obscura capa con la que la desdicha otorga un color, único y cerril, a todas las cosas y la vida salta como un resorte aún en la existencia más sombría. "Una sombra en la pared - escribió Bergamín muchos años después - es una sombra que asombra porque se pone de pie".

En la encrucijada de la modernidad, la España Negra es ya una sombra de sí misma, pertenece al orden de las cosas que mueren, es un despojo. Sólo es químicamente pura en el recuerdo. Solana lo comprende con intuición de artista y su visión adquiere un tono elegíaco, está teñida de nostalgia por un tiempo que irremediablemente fenece. No otra cosa hizo Proust con el suyo. Sin embargo en Noel, la realidad que se va y la realidad que nace es pugna, conflicto interior. Le fascina y le horroriza. Recorre el país como conferenciante, fustigando su barbarie, la alianza entre la superstición, el fatalismo y la ignorancia que labra su desdicha. No es capaz de trasladar a su diagnóstico la complejidad de sus sentimientos ambivalentes y desgarrados. Sus ideas reformistas son simples, casi caricaturescas y conducen a la desesperación. Habla de España como de un país desdichado, afectado por una mortal enfermedad moral. Como Simone Veil nos ha mostrado "la desdicha no es un simple sufrimiento. Se apodera del alma e imprime la marca de la esclavitud". Noel en su Diario anota prolijamente el número de estas conferencias furibundas y desencantadas, 551 exactamente hasta 1.921, en las que delata la complicidad del país con su propia desdicha: La degradación social y la decadencia.. A veces se detiene en una estación, entre conferencia y conferencia, y contempla algún rincón triste y sugerente:

"Sobre un altozano dislocado en graderías groseras por el tiempo y tapizado de retazos de siembra, diversas manchas cenitosas de pitas y chorreones de arcilla, se alzan murallones bermejos con almenas, aquí y allá, como dientes de la boca de un viejo...Hay una fuente de once caños que no da agua. Y sobre todo ese lienzo de murallas, destacándose en un divino cielo añil, la mole siena de San Juan con su torre, entre cubos derruidos y palmeras entre torreones y casuchas de desvaído color, la mole de Santa María y su torre alta, esbeltísima, de rotos adornos engrelados de ladrillo y bolas empolvadas que brillan al sol. Y entre las dos iglesias, una plaza de toros. Y detrás...los túneles, paredes, pasadizos, patios y ángulos de la gran casa de Osuna. Menos mal que la puerta está a recaudo en el Alcázar de Sevilla. Fue lo único que se salvó del desastre. En el espacio que ocupó el palacio...miseria, vino, toros, iglesias, murallas, tristes callejuelas, las ruinas del palacio; todo en el espacio que ocupaba la casa grande de uno de los nobles más representativos de España, y allí está el rincón, envuelto no en crespones, sino en chorros de luz andaluza, indiferente, silencioso, deteniendo al viajero con su policromía singular".

E Noel.

No puede expresarse más claramente que la negrura de España la acarrea consigo el viajero mismo, burilada en su retina. Aunque esta actitud es de raigambre romántica, el término España Negra fue popularizado merced a un librito, escrito por el poeta belga Emile Verhaeren, en el que Darío de Regoyos tradujo algunos artículos que contenían las impresiones de un viaje que realizaron juntos, por el País Vasco principalmente, de 1888 a 1891, y lo que es más importante, Regoyos describió el estado de ánimo con que fueron percibidas y escritas. El librito es una obra maestra de la ironía. No contiene ni una sola palabra contra el belga, pero acaba - y empieza - convirtiendo al belga en el más negro y sombrío de los personajes que pueblan la España negra, en un verdadero guiñapo.

Las negruras españolas del belga pueblan de antemano su cabeza. No viene a España a dejarse sorprender por un país desconocido, sino a constatar lo que previamente había imaginado. Sólo empieza a exaltarse a la vista del cementerio de Guetaria. "Dice que quiere ver los cementerios de todos los pueblos que visitemos - apostilla Regoyos -, y es curioso seguirle en su manera de ver nuestro país hasta llegar a crear él una España Negra".

A partir de estas premisas, el viaje transcurre entre ruinas y funerales. El poeta confunde la miseria con el carácter nacional. Asiste a una corrida de toros y diserta sobre su condición fúnebre. Por otra parte, fuera de la plaza, todo parece adquirir a sus ojos un carácter funerario como si de otra manera no pudiera lograr enterrarlo en el camposanto de su cerebro. En las corridas aplaude con frenesí al picador vencido y fracasado cuya pica no ha podido impedir que las astas del toro se hundan en las prietas carnes del caballo, en tiempos en los que no se usaba peto de protección. Acabamos preguntándonos qué es lo que haría un hombre así de tener algún poder en un país de las condiciones sociales de la España de entonces. Mientras tanto, Regoyos sonríe y le proporciona carnaza como a una fiera. Tras la corrida le invita a darse una vuelta por el matadero. Los cuerpos retorcidos de los caballos agonizantes le provocan nuevos motivos de fruición.

De tanto perseguir las negruras de España, la mirada del Belga acaba negra como el azabache. El negro de Verhaeren es más bien obscuridad, si no tiniebla que oculta la fresca realidad a dos palmos de sus narices. Esto que hizo Verhaeren lo repitió Noel en sus peores momentos, aunque las motivaciones fueron distintas. El belga es morboso, el español taciturno.. Hay muchas maneras de ver el negro y también de conjurarlo. Los negros de Regoyos, por ejemplo, son negros escuetos, inmóviles casi testimoniales, entre centellas amarillas, naranjas, rojas y verdes. Son muy distintos de esos negros de Goya que parecen invadirlo todo; los que al contemplar las pinturas de la Quinta del Sordo hicieron exclamar a Ramón Gómez de la Serna que "pareció guardar las sombras de la noche en los cacharros del día para poder pintar esos frescos". Los negros de Goya no tiñen un mundo conocido, como en el caso precedente de Noel, son mancha o borrón augural de un mundo desconocido que se expresa tenebrosamente: Sombra de pesadilla.

El negro es un color difícil que oculta tanto como revela. Su función es de contraste, por lo general. Promovido a un primer plano exige de toda la capacidad creadora de un Goya o de un Solana o de un Picasso, capaces de conjurar con él la visión de otro mundo, sombra asombrosa de éste. Noel no es un creador de esa estirpe, pero en ocasiones logró otorgar vida a las sombras de su mente, proyectándolas sobre el escenario de un mundo que, cada día, se ilumina a sí mismo, que existía antes que la mente, cualquier mente, lo poblara con sus fantasmas y figuraciones. Noel andaba por ahí, de pueblo en pueblo, y en ocasiones esa luz cegadora del paisaje español se encendía en sus negros pensamientos que adquirían un rostro al fin animado por la humana belleza o fealdad. Nunca logró acertar con una novela. Las Siete Cucas, es la mejor de las suyas, pero se desloma a menudo bajo el peso de su verdadero protagonista, un protagonista demasiado genérico, el modo de ser del pueblo español, tan contrario a esa individualización que exige el género para otorgar existencia rotunda a los personajes.

Lo mejor de él está en el apunte, sin el corsé de la tesis, con la soltura del dictado de la impresión rápida e impensada. Allí donde se deja llevar, con la mano suelta y el pensamiento abierto y entregado: "Deja sus puntadas de dobladillo una moza que se sabe de corrido el romance, tan cerca que huelo los polvillos de almizcle del pañuelo terciado sobre sus senos, me va señalando el historial - escribe en España, nervio a nervio , relatando una aparición mariana - ¿Veo aquellas tablas de coles, aquellos arriates de hortalizas? Pues allí condujo tio Mamés la Virgen y la preguntó qué era lo que deseaba la celestial señora...Negros los ojos, negras las cejas, parece que la sangre,ardiendo en silencio bajo la piel [de la moza], y no la caricia del sol ha tostado su tez... Bueno, ella se vuelve a la costura, si no mando otra cosa. Si mando. Quiero saber cómo llaman al sitio elegido por la madre de Dios para revelarse al tío Mamés. [La moza], afable, me dice: Todo lo que está viendo, con aquellos pueblos, y más y más leguas, lo llaman la Paramera".

Noel

¿Es costumbrismo? Puede. Alguna vez escuché una frase que no he olvidado, en labios del poeta Manuel Alcántara: "Lo que no es costumbrismo es ciencia ficción". Y ciertamente lo que no es costumbrismo no es nada o casi nada. Sin observación directa de la realidad el escritor es un esclavo de sus prejuicios, de sus veleidades, sus ocurrencias, y, en el mejor de los casos, de las palabras. Pero lo que llamamos habitualmente costumbrismo no es ese substrato de la experiencia sobre la que se sustenta el ejercicio de la literatura, sino un género literario, cuyos tratos con la realidad adolecen de un efecto retardado, de una complacencia nostálgica y retrospectiva por el pasado. Los mejores apuntes de Noel se alzan ante nosotros con la contundencia de un presente, jamás del pasado. Ocurren ahora mismo, aunque el mundo que les vio surgir haya desaparecido.

Sin duda la sociedad española ha cambiado y la reflexión sobre España reclama una mesura y un juicio reposado que jamás caracterizó a Noel, tan agrio y violento mentalmente. Lo reclaman y lo reclamaban, entonces. Cansinos reprochaba a Noel como a Bayo, cierta hibridez en la que el artista lucha a brazo partido con el sociólogo. Al discutir de ciertas cosas es posible que el poeta trágico deba dejar paso al experto en ciencias sociales y su encendida lucidez deba someterse a la ducha de agua fría de las estadísticas. España es un país más de Europa, con sus peculiaridades y complejos muy amortiguados, como le ocurre al resto del continente. Su carácter monstruoso y patológico ya no existe. Para la comprensión de sus problemas actuales no es preciso un cerebro retorcido hasta el límite mismo de la locura.

Son las mejores páginas de Noel, aquellas que se libran a las contingencias del tiempo, donde alientan imágenes poderosas de la condición humana, desvelada por la proximidad de la muerte, que él personifica en ese toro del que dijo Bergamín "que no duerme, ni sueña". Ese toro que despierta a España de su propio sueño, "el toro bravo - vuelvo a Bergamín - que es el único animal que sabe matar con exactitud". Ese toro nos contempla, nos contemplará siempre, con los ojos aburridos y resabiados de quien ha traspasado el tiempo, todos los tiempos, disfrazado de todos los toros. Bajo el pelaje cárdeno, enjabonado, negro, berrendo o colorado, discurre lentamente su sangre de ceniza. En veletos y cornivueltos, en grandes y terciados, en bravos y mansos, se agazapa y espera. Sabe esperar como nadie.

Gracias al arte se disuelve como una ilusión, una y otra vez, en el aire que conmueve la capa o la muleta, la pluma o el pincel. Pero es la única ilusión que se cumple fatalmente y a la que se puede otorgar el nombre de destino. Noel se alimentó de la sangre de ese toro como sus personajes de La cola de los anémicos en el Matadero Municipal de Madrid en 1900, sobre los que escribe:

"Los anémicos eran algo más que pobres y miserables. Buscaban sangre, como otros quieren y buscan pan. Y lo trágico era eso. Mendigar un mendrugo, llevar unos harapos raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las ropas, tener un sólo vestido para el día y la noche, el verano y el invierno, es tan triste, tan injusto que la sociedad procura aliviarlo valerosamente. Pero...¿y pedir sangre? , ¿y... sentirse morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa y no podérselo llevar a la boca porque no hay ganas y sabe mal?... ¿Y oír que eso se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan pobre, que se oyen los más estúpidos remedios con ansia?.. Una transfusión es cosa muy científica, rara, muy cara. Hay pues que beber sangre líquida. ¿Y de quién?...¿De quién se ha de beber sangre en España sino del toro?...¡Sangre de toro!".

El arte es eso que a veces le es concedido a Noel: Dejar pasmada, sorprendida y en suspenso esa realidad última, hurtar a la vida de su acometida a quemarropa, lograr enderezarse en el abismo y plantar cara a la fuerza de la gravedad que tiende a enterrarlo todo bajo tierra. El arte es ese suelo precario que afirmamos cada día, por el que se arrastra el toro muerto en las tardes de suerte. Pero el toro nunca muere. Reaparecerá, de nuevo, tantas veces como muera, hasta encontrar un cuerpo en el que descargar su acometida. En el caso de Noel esa última acometida se produjo en 1936, en vísperas de que el toro generalizara sus derrotes en la guerra civil. En la última página de sus Diarios escribió una última frase: "Y esta noche caigo un poco enfermo". Por una vez su diagnóstico de escritor tremendista no fue exagerado, quisiera añadir para que no falte, en una conferencia sobre la España Negra, una cierta pizca de humor negro.

Un humor del que Noel careció, que es tanto como decir que careció de distancia y perspectiva frente a las cosas, de modo que sus mejores páginas son aquellas en donde está menos él, que parecen escritas antes que por su mano, mediante la sombra de la mano sobre la sombra de la mesa por la que discurre la sombra de la tinta sobre la sombra del papel. También sus personajes son sombras que se alzan, fantásticas sombras que abandonan el ataúd provisional de la vida para asistir a su propio entierro, vivitas y coleando, como imaginara Solana de sí mismo en el prólogo del más célebre de sus libros: La España Negra. Esa España que desdeñó a la muerte y que si no nos puede acompañar más allá - y de este modo doy fin a mis palabras - es porque siempre, siempre, se ha estado muriendo..”




 

Teresa Mancha y José de Espronceda

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José de Espronceda (1808-1842)

Aún parece, Teresa, que te veo
aérea como dorada mariposa,
ensueño delicioso del deseo,
sobre tallo gentil temprana rosa.

José de Espronceda, poeta romántico por excelencia, nació en 1808 en Almendralejo (Badajoz) y falleció en Madrid en mayo de 1842. Tenía 34 años. Vivió una historia de amor imposible con una joven llamada Teresa Mancha. Fue uno de aquellos amores románticos -hoy imposibles-, que definieron el espíritu atormentado de tres escritores, José Cadalso, Mariano José de Larra y José de Espronceda, incapaces de conquistar a tres mujeres, bien porque los abandonaron un día o porque ellas fallecieron pronto. Se llamaron María Ignacia Ibáñez, Dolores Armijo y Teresa Mancha. Las tres historias se desarrollaron o concluyeron en Madrid, incluso las muertes de ellos, salvo la de Cadalso, y de ellas, salvo la de Armijo, ahogada en un naufragio en el océano.

Se escribe siempre acerca de aquellos escritores románticos, se utiliza a las mujeres que amaron como pretexto para hablar de los sentimientos de ellos, pero nada realmente de ellas, mujeres sin sepultura y sin biografía. Los datos son los mínimos. Larra fue el único de los tres que determinó pegarse un tiro, pero Cadalso y Espronceda también debieron de estar cerca. Tenían que haber acabado igual. El poema que le dedicó Espronceda a Teresa es sencillamente impresionante, cuanto más recitado un 1 de noviembre ante el Panteón de Hombres Ilustres de la Sacramental de San Justo, Patio de Santa Gertrudis.

En su blog Historia y Personajes cita a Pedro de Répide y a su obra Las calles de Madrid, en donde se hace referencia a la calle Santa Isabel donde murió Teresa Mancha -Teresa de la Mancha la denominó Miguel de Unamuno-, Manuel Blas señala: “Consultando Las calles de Madrid del cronista Pedro de Répide, fuente obligada de curiosidades madrileñas, leí que en esta calle de Santa Isabel y, en concreto, en el número 13 tuvo lugar “un episodio memorable del romanticismo español”. En su piso bajo, a la izquierda, “vivía y murió el 18 de septiembre de 1839 Teresa Mancha, la musa de Espronceda y asido a los hierros de una de aquellas rejas pasó la noche el poeta, pegada su frente a los hierros, contemplando desde la calle el cadáver de aquella cuya muerte le inspiró el mas hermoso de los cantos de El Diablo Mundo.No hay acuerdo en la localización, muy difícil o imposible teniendo en cuenta que todas las casas de Madrid hasta entonces empezaron a reconstruirse de 1850 en adelante, parte de las cuales aún se conservan.”

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Dos sepulturas de lujo. Las de Larra y Espronceda

Patio de Santa Gertrudis. Sacramental de San Justo. Madrid

Un lugar de obligada visita

(Foto propia)

 

A Teresa

¿Por qué volvéis a la memoria mía?,
tristes recuerdos del placer perdido,
a aumentar la ansiedad y la agonía
de este desierto corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría
le quedó al corazón sólo un gemido,
y el llanto que al dolor los ojos niegan
lágrimas son de hiel que el alma anegan.

¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas
de juventud, de amor y de ventura,
regaladas de músicas sonoras,
adornadas de luz y de hermosura?
Imágenes de oro bullidoras,
sus alas de carmín y nieve pura,
al son de mi esperanza desplegando,
pasaban, ¡ay!, a mí alrededor cantando.

5

Gorjeaban los dulces ruiseñores,
el sol iluminaba mi alegría,
el aura susurraba entre las flores,
el bosque mansamente respondía,
las fuentes murmuraban sus amores...
¡Ilusiones que llora el alma mía!
¡Oh! ¡Cuán suave resonó en mi oído
el bullicio del mundo y su ruido!

Mi vida entonces, cual guerrera nave
que el puerto deja por la vez primera,
y al soplo de los céfiros suave
orgullosa despliega su bandera,
y al mar dejando que a sus pies alabe
su triunfo en roncos cantos, va, velera,
una ola tras otra, bramadora,
hollando y dividiendo vencedora.

3

¡Ay!, en el mar del mundo, en ansia ardiente
de amor volaba; el sol de la mañana
llevaba yo sobre mi tersa frente,
y el alma pura de su dicha ufana;
dentro de ella, el amor, cual rica fuente
que entre frescuras y arboledas mana,
brotaba entonces abundante río
de ilusiones y dulce desvarío.

Yo amaba todo: un noble sentimiento
exaltaba mi ánimo y sentía
en mi pecho un secreto movimiento,
de grandes hechos generoso gula;
la libertad, con su inmortal aliento,
santa diosa, mi espíritu encendía,
continuo imaginando en mi fe pura
sueños de gloria al mundo y de ventura.

4

El puñal de Catón, la adusta frente
del noble Bruto, la constancia fiera
y el arrojo de Scévola valiente,
la doctrina de Sócrates severa,
la voz atronadora y elocuente
del orador de Atenas, la bandera
contra el tirano Macedonio alzando,
y al espantado pueblo arrebatando;

el valor y la fe del caballero;
del trovador el arpa y los cantares:
del gótico castillo el altanero
antiguo torreón, do sus pesares
cantó tal vez con eco lastimero,
¡ay!, arrancada de sus patrios lares,
joven cautiva al rayo de la luna,
lamentando su ausencia y su fortuna;

el dulce anhelo del amor que aguarda,
tal vez inquieto y con mortal recelo;
la forma bella que cruzó gallarda,
allá en la noche, entre medroso velo;
la ansiada cita que en llegar se tarda
al impaciente y amoroso anhelo,
la mujer y la voz de su dulzura,
que inspira al alma celestial ternura...

Calle de Santa Isabel, la calle donde murió Teresa Mancha (Foto propia)

Calle Santa Isabel de Madrid. La calle en la que murió Teresa Mancha (Foto propia)

A un tiempo mismo en rápida tormenta
mi alma alborotaban de continuo,
cual las olas que azota con violenta
cólera impetuoso torbellino;
soñaba el héroe ya, la plebe atenta
en mi voz escuchaba su destino;
ya el caballero, al trovador soñaba,
y de gloria y de amores suspiraba.

Hay una voz secreta, un dulce canto,
que el alma sólo, recogida, entiende,
un sentimiento misterioso y santo,
que del barro al espíritu desprende;
agreste, vago y solitario encanto
que en inefable amor el alma enciende,
volando tras la imagen peregrina
el corazón de su ilusión divina.

6

Yo, desterrado en extranjera playa,
con los ojos extáticos Seguía
la nave audaz que en argentada raya
volaba al puerto de la patria mía;
yo, cuando en Occidente el sol desmaya,
solo y perdido en la arboleda umbría,
oír pensaba y armonioso acento
de una mujer al suspirar del viento.

¡Una mujer! En el templado rayo
de la mágica luna se cobra,
del sol poniente al lánguido desmayo,
lejos entre las nubes se evapora;
sobre las cumbres que florece mayo,
brilla fugaz al despuntar la aurora,
cruza tal vez por entre el bosque umbrío,
juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer! Deslizase en el cielo,
allá en la noche desprendida estrella.
Si aroma el aire recogió en el suelo,
es el aroma que le presta ella.
Blanca es la nube que en callado vuelo
cruza la esfera, y que su planta huella,
y en la tarde la mar olas le ofrece
de plata y de zafir, donde se mece.

Mujer que amor en su ilusión figura,
mujer que nada dice a los sentidos,
ensueño de suavísima ternura
eco que regaló nuestros oídos;
de amor la llama generosa y pura
los goces dulces del amor cumplidos
que engalana la rica fantasía,
goces que avaro el corazón ansía.

7

¡Ay!, aquella mujer, tan solo aquélla,
tanto delirio a realizar alcanza,
y esa mujer, tan cándida y tan bella,
es mentida ilusión de la esperanza;
es el alma que vívida destella
su luz al mundo cuando en él se lanza,
y el mundo con su magia y galanura,
es espejo no más de su hermosura.

Es el amor que al mismo amor adora,
el que creó las sílfides y ondinas,
la sacra ninfa que bordando mora
debajo de las aguas cristalinas;
es el amor, que, recordando, llora
las arboledas del Edén divinas;
amor de allí arrancado, allí nacido,
que busca en vano aquí su bien perdido.

¡Oh llama santa! ¡Celestial anhelo!
¡Sentimiento purísimo! ¡Memoria
acaso triste de un perdido cielo,
quizá esperanza de futura gloria!
¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!
¡Oh, qué mujer! ¡Qué imagen ilusoria
tan pura, tan feliz, tan placentera,
brindó el amor a mi ilusión primera...!

¡Oh, Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,
¡ah!, ¿dónde estáis, que no corréis a mares?
¿Por qué, por qué como en mejores días
no consoláis vosotras mis pesares?
¡Oh!, los que no sabéis las agonías
de un corazón que penas a millares,
¡ay!, desgarraron y que ya no llora,
¡piedad tened de mi tormento ahora!

¡Oh, dichosos mil veces, si, dichosos
los que podéis llorar! y, ¡ay, sin ventura
de mí, que entre suspiros angustiosos
ahogar me siento en infernal tortura!
¡Retuércese entre nudos dolorosos
mi corazón, gimiendo de amargura!
También tu corazón, hecho pavesa,
¡ay! llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!

¿Quién pensara jamás, Teresa mía,
que fuera eterno manantial de llanto
tanto inocente amor, tanta alegría,
tantas delicias y delirio tanto?
¿Quién pensara jamás llegase un día
en que perdido el celestial encanto
y caída la venda de los ojos,
cuanto diera placer causara enojos?

Aún parece, Teresa, que te veo
aérea como dorada mariposa,
ensueño delicioso del deseo,
sobre tallo gentil temprana rosa,
del amor venturoso devaneo,
angélica, purísima y dichosa,
y oigo tu voz dulcísima, y respiro
tu aliento perfumado en tu suspiro.

Y aún miro aquellos ojos que robaron
a los cielos su azul, y las rosadas
tintas sobre la nieve, que envidiaron
las de mayo serenas alboradas;
y aquellas horas dulces que pasaron
tan breves, ¡ay!, como después lloradas,
horas de confianza y de delicias,
de abandono y de amor y de caricias.

Que así las horas rápidas pasaban,
y pasaba a la par nuestra ventura;
y nunca nuestras ansias las contaban,
tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.
Las horas, ¡ay!, huyendo nos miraban,
llanto tal vez vertiendo de ternura;
que nuestro amor y juventud veían,
y temblaban las horas que vendrían.

Y llegaron, en fin; ¡oh!, ¿quién, impío
¡ay!, agostó la flor de tu pureza?
Tú fuiste un tiempo cristalino río,
manantial de purísima limpieza;
después torrente de color sombrío,
rompiendo entre peñascos y maleza,
y estanque, en fin, de aguas corrompidas,
entre fétido fango detenidas.

¿Cómo caíste despeñado al suelo,
astro de la mañana luminoso?
Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo
a este valle de lágrimas odioso?
Aún cercaba tu frente el blanco velo
del serafín, y en ondas fulguroso
rayos al mundo tu esplendor vertía,
y otro cielo el amor te prometía.

Mas, ¡ay!, que es la mujer ángel caído
o mujer nada más y lodo inmundo,
hermoso ser para llorar nacido,
o vivir como autómata en el mundo.
Sí, que el demonio en el Edén perdido
abrasara con fuego del profundo
la primera mujer, y, ¡ay!, aquel fuego
la herencia ha sido de sus hijos luego.

Brota en el cielo del amor la fuente,
que a fecundar el universo mana,
y en la tierra su límpida corriente
sus márgenes con flores engalana;
mas, ¡ay!, huid; el corazón ardiente
que el agua clara por beber se afana,
lágrimas verterá de duelo eterno,
que su raudal lo envenenó el infierno.

Huid, si no queréis que llegue un día
en que, enredado en retorcidos lazos
el corazón, con bárbara porfía
luchéis por arrancároslo a pedazos;
en que al cielo en histérica agonía
frenéticos alcéis entrambos brazos,
para en vuestra impotencia maldecirle
y escupiros, tal vez, al escupirle.

Los años, ¡ay!, de la ilusión pasaron;
las dulces esperanzas que trajeron
con sus blancos ensueños se llevaron
y el porvenir de oscuridad vistieron;
las rosas del amor se marchitaron,
las flores en abrojos convirtieron,
y de afán tanto y tan soñada gloria
sólo quedó una tumba, una memoria.

¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento
un pesar tan intenso...! Embarga impío
mi quebrantada voz mi sentimiento,
y suspira tu nombre el labio mío;
para allí su carrera el pensamiento,
hiela mi corazón punzante frío,
ante mis ojos la funesta losa
donde, vil polvo, tu beldad reposa.

¡Y tú, feliz, que hallaste en la muerte
sombra a que descansar en tu camino,
cuando llegabas, mísera, a perderte
y era llorar tu único destino,
cuando en tu frente la implacable suerte
grababa de los réprobos el sino!
Feliz, la muerte te arrancó del suelo,
y, otra vez ángel, te volviste al cielo.

Roída de recuerdos de amargura,
árido el corazón, sin ilusiones,
la delicada flor de tu hermosura
ajaron del dolor los aquilones;
sola, y envilecida, y sin ventura,
tu corazón sacaron las pasiones;
tus hijos, ¡ay!, de ti se avergonzaran,
y hasta el nombre de madre te negaran.

Los ojos escaldados de tu llanto,
tu rostro cadavérico y hundido;
único desahogo en tu quebranto,
el histérico ¡ay! de tu gemido;
¿quién, quién pudiera en infortunio tanto
envolver tu desdicha en el olvido,
disipar tu dolor y recogerte
en su seno de paz? ¡Sólo la muerte!

¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!
Espíritu indomable, alma violenta,
en ti, mezquina sociedad, lanzada
a romper tus barreras turbulenta.
Nave contra las rocas quebrantada,
allá vaga, a merced de la tormenta,
en las olas tal vez náufraga tabla,
que sólo ya de sus grandezas habla.

Un recuerdo de amor que nunca muere
y está en mi corazón; un lastimero
tierno quejido que en el alma hiere,
eco suave de su amor primero;
¡ay!, de tu luz, en tanto yo viviere,
quedará un rayo en mí, blanco lucero,
que iluminaste con tu luz querida
la dorada mañana de mi vida.

Que yo, como una flor que en la mañana
abre su cáliz al naciente día,
¡ ay!, al amor abrí tu alma temprana
y exalté tu inocente fantasía,
yo inocente también, ¡oh!, cuán ufana
al porvenir mi mente sonreía,
y en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo
pensé contigo remontarme al cielo!

Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,
en tus brazos en lánguido abandono,
de glorias y deleites rodeado
levantar para ti soñé yo un trono;
y allí, tú venturosa y yo a tu lado
vencer del mundo el implacable encono,
y en un tiempo, sin horas ni medida,
ver como un sueño resbalar la vida.

¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos
áridos ni una lágrima brotaban;
cuando ya su color tus labios rojos
en cárdenos matices se cambiaban;
cuando de tu dolor tristes despojos
la vida y su ilusión te abandonaban,
y consumía lenta calentura
tu corazón al par que tu amargura;

si en tu penosa y última agonía
volviste a lo pasado el pensamiento;
si comparaste a tu existencia un día
tu triste soledad y tu aislamiento;
si arrojó a tu dolor tu fantasía
tus hijos, ¡ay!, ¿n tu postrer momento
a otra mujer tal vez acariciando,
madre tal vez a otra mujer llamando;

si el cuadro de tus breves glorias viste
pasar como fantástica quimera,
y si la voz de tu conciencia oíste
dentro de ti gritándote severa;
si, en fin, entonces tú llorar quisiste
y no brotó una lágrima siquiera
tu seco corazón, y a Dios llamaste,
y no te escuchó Dios y blasfemaste;

¡oh!, ¡cruel!, ¡muy cruel!, ¡martirio horrendo!
¡espantosa expiación de tu pecado!
¡Sobre un lecho de espinas maldiciendo,
morir, el corazón desesperado!
Tus mismas manos de dolor mordiendo,
presente a tu conciencia lo pasado,
buscando en vano, con los ojos fijos
y extendiendo tus brazos, a tus hijos.

¡Oh!, ¡cruel!, ¡muy cruel!... ¡Ay! Yo, entretanto,
dentro del pecho mi dolor oculto,
enjugo de mis párpados el llanto
y doy al mundo el exigido culto;
yo escondo con vergüenza mi quebranto,
mi propia pena con mi risa insulto,
y me divierto en arrancar del pecho
mi mismo corazón, pedazos hecho.

Gocemos, si; la cristalina esfera
gira bañada en luz: ¡bella es la vida!
¿Quién a parar alcanza la carrera
del mundo hermoso que al placer convida?
Brilla radiante el sol, la primavera
los campos pinta en la estación florida;
truéquese en risa mi dolor profundo...
Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

León Felipe aún pasea absorto por el Parque Norte

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 “Aquí estoy en este mundo todavía, viejo y cansado, esperando a que me llamen. Estoy esperando con el mismo traje viejo de ayer, haciendo recuentos y memoria, haciendo examen de conciencia, escudriñando agudamente mi vida.”

(León Felipe)

Felipe Camino Galicia de la Rosa es una infrecuente combinación de nombre y apellidos, por lo que no tiene nada de extraño que aquel personaje decidiese llamarse en el mundo poético León Felipe, nacido en Tábara, Zamora, en 1884, y muerto en Ciudad de México en 1968.

León Felipe, estatua, escultura asentada en el Parque Norte que linda con la Av. de Monforte de Lemos y con la ciudad sanitaria La Paz, lleva más años en Madrid en bronce que lo que vivió en España. Con él en el parque, distanciados entre sí, están también tres próceres hispanoamericanos. En uno de sus versos dijo que “había echado el ancla”, pero ignoraba que fuese para convertirse en la estancia más prolongada, encaramado en un pedestal con semblante pueblerino con boina, bastón y un libro abierto en una mano. Es como lo ha querido plasmar el escultor Gabriel Ponzanelli desde el día en que Juan Barranco, a la sazón alcalde de Madrid, inauguró la escultura.

El poeta en un rincón del parque parece resignado por haber refrenado su espíritu indómito y su afán por permanecer lejos de España. Es lo que se desprende de su biografía. No estaba en Madrid cuando la proclamación de la segunda república, pero tuvo la ocurrencia de venirse a Madrid en 1934 cuando todo presagiaba que el gran proyecto político se iba a pique a pasos agigantados.

León Felipe

En Madrid anduvo en plena guerra en compañía de Rafael Alberti y María Teresa León. Extraña asociación, acaso porque vivían entonces en la misma casa de la calle Marqués de Urquijo, esquina al Paseo del Pintor Rosales. Juntos los dos poetas acudieron una mañana de noviembre de 1936 a convencer a Antonio Machado de que debía marcharse de Madrid por la cercanía de las tropas de Franco. Aceptó al fin muy a disgusto y fue un error garrafal, al igual que el que cometió García Lorca partiendo para Granada. León Felipe, casi a contracorriente y con una actitud de lo más insólito en él, aguantó en Madrid hasta 1938 cuando, habiéndose puesto las cosas muy negras,  partió hacia Valencia, al igual que el gobierno republicano. Salió de España y ya no regresó jamás. Murió en México en 1968.

Aquel poeta tardío que ejerció un tiempo de boticario en un pueblo alcarreño no podía permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Había en él un afán de ir de un lado para otro, alejándose peligrosamente de la realidad, de la historia española y, sobre todo, de las corrientes y movimientos literarios que desdeñó en todo momento. Su individualismo y espíritu anárquico fue su ruina como poeta en todas las antologías.

Su vida, confesaba, era como un canto pequeño y ligero, un guijarro, que iba rodando por carreteras y veredas, y por ello se lamentaba de no haber llegado a ser piedra de palacio o iglesia. Un sillar grande y pesado, incrustado en un muro. La vida errante, su vida, vuelven a reflejarla los versos: ”¡Qué lástima que yo no tenga una patria. Qué lástima que yo no tenga comarca, patria chica y tierra provinciana. Ya no he vuelto a echar el ancla, y ninguna de estas tierras me levanta ni me exalta para poder cantar siempre en la misma tonada al mismo río que pasa rodando las mismas aguas, al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.”

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iQué lástima

que yo no pueda cantar a la usanza

de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan!

iQué lástima

que yo no pueda entonar con una voz engolada

esas brillantes romanzas a las glorias de la patria!

iQué lástima que yo no tenga una patria!

Sé que la historia es la misma, la misma siempre que pasa

desde una tierra a otra tierra, desde una raza

a otra raza,

como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca. iQué lástima

que yo no tenga comarca,

patria chica, tierra provinciana!

Debí nacer en la entraña de la tierra castellana

Y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada,

pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,

y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.

Después... ya no he vuelto a echar el ancla,

y ninguna de estas tierras me levanta

ni me exalta

para poder cantar siempre en la misma tonada

al mismo río que pasa

rodando las mismas aguas,

al mismo cielo, al mismo campo y a la misma casa

iQué lástima

que yo no tenga una casa!

Paulatinamente, el poeta se va despojando de todo, de la patria, de la casa, del abuelo, hasta llegar a preguntar angustiado:

¿Qué voy a cantar, si soy un paria

que solo tiene una capa?

 

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Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria, una heroína

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“Conozco en esta guerra un heroísmo ante  el cual me hincaría de rodillas, y es el de unas damas que, sea cual fuere su alcurnia; una conciencia honrada como la mía no puede pasar en silencio”

(Indalecio Prieto, Congreso de Diputados, octubre 1921)

Hoy día el recuerdo de aquella ilustre dama es casi nulo. Casi nadie sabe de ella y de su heroísmo y entrega a los demás. En Madrid, en la Avenida de la Reina Victoria, muy cerca de la Glorieta de Cuatro Caminos, está el Hospital de la Cruz Roja, el más antiguo y trascedente de España. A él estuvo unido toda su vida aquella mujer madrileña, Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria. También su gran amiga la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII. Ante la fachada, en la calle, se halla el espléndido y emotivo grupo escultórico de Julio González Vela, que tiene una réplica en Cádiz.

Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria, nació en Madrid en 1875 y falleció en 1959 también en Madrid. Su título le venía de su marido Pablo Montesino Fernández-Espartero. Fue una gran mujer admirada por todos, entregada en cuerpo y alma a ayudar a los más necesitados, en su tiempo, los soldados enviados irresponsablemente a la matanza general de Marruecos; al Desastre de Annual. En 1914 aportó su dinero para la conclusión de las obras del hospital de San José y Santa Adela, primer centro nacional de la Cruz Roja Española. Para llevar a buen fin su empeño contó con la ayuda de la reina Victoria Eugenia, que además fue una de sus mejores amigas.

Se hizo Dama Enfermera de la Cruz Roja en 1920, primera de su promoción. La institución en España se reorganizó en 1916. Al año, la reina creó un cuerpo de enfermeras, profesionales y voluntarias. Angoloti entró enseguida a trabajar en el Hospital de San José y Santa Adela.

La tragedia llegó a España en la campaña de Marruecos, que habría de pasar a la historia como el Desastre de Annual por la tremendas bajas militares y la enorme cantidad de heridos de toda índole, desamparados de todos. Doña Carmen no pudiendo aguantar más tiempo en Madrid, ante aquel cúmulo de calamidades que no cesaban de llegar, se puso en marcha hacia Melilla en agosto de 1921, acompañada de una expedición de enfermeras voluntarias. Allí permaneció hasta 1925.

Luego volvió a Madrid y permaneció en el hospital de San José y Santa Adela hasta 1931. Ante la horrenda situación que se encontró, logró reorganizarlo todo medianamente. Estableció normas sanitarias inéditas hasta entonces y trató a todos los enfermos por igual, sin distinción de rangos militares. Los casos se priorizaban según su gravedad. En octubre, el Congreso y el Senado se hicieron eco de la labor humanitaria de aquella mujer, que hasta poco antes de morir en 1959 continuaba regentando los 27 hospitales de la Cruz Roja.

Intervención en el Congreso en octubre de 1921 del diputado socialistaIndalecio Prieto:  “Porque yo no voy a exaltar aquí heroísmos ni  voy a delatar y a ahondar cobardías. Tengo acerca de eso ya un criterio  finísimo, que me ha dado la vida, dura para mí, creo que ni el valor ni lacobardía deben servir para la exaltación o el motejo de las personas.Solo conozco una fórmula augusta del valor: la serenidad; lo demás eshisterismo, contagioso lo mismo en el valor que en la cobardía. Para mí nohay valientes ni cobardes, y por lo tanto, no he de motejar a los unos ni hede exaltar a los otros.

Sin embargo, conozco en esta guerra un heroísmo ante  el cual me hincaría de rodillas, y es el de unas damas que, sea cual fuere su alcurnia; una conciencia honrada como la mía no puede pasar en silencio. Me  refiero a ese grupo pequeño, diminuto, ínfimo, capitaneado por esa heroínaque se llama duquesa de la Victoria. Es el único heroísmo españoldel cual he sido testigo, el único que me siento con valor para exaltar aquí;pero con la exaltación tiene que ir la honda lamentación, entre lágrimas, deque sea un puñado tan escaso, cinco, seis u ocho mujeres, las que andanatendiendo a los heridos, clavando los féretros, amortajando los cadáveres”.

Hospital de la Cruz Roja (Foto propia)

 

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A la Duquesa de la Victoria (Foto propia)

 

Monumento obra deJulio González Pola (Foto propia)

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Alberto Pirrongelli, maestro del trampantojo

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Alberto Pirrongelli

Alberto Pirrongelli, de los carteles gigantes de los cines de la Gran Vía a los espectaculares trampantojos

El diccionario de la Real Academia Española define el trampantojo como trampa ante el ojo; trampa o ilusión con la que engañar tanto a personas como a animales haciéndoles ver lo que no es. Trampantojo procede del francés "trompe d'oeil", y consiste en una técnica pictórica que juega con las perspectivas y planos y que anula la representación pictórica; es decir, los propios efectos de la pintura, incluso el estilo que define al artista, para dar paso a la simplicidad de una realidad ficticia que sorprende por tratarse de un entorno físico ficticio y fingido. La técnica es muy antigua; se ha hecho siempre desde que existe la pintura.

Se ha comprobado que los trampantojos afectan también a la percepción visual de los animales. En un estrecho callejón se pintó en el suelo un agujero de unos dos metros de diámetro, dejándose a un lado solo un pasillo de unos cincuenta centímetros. Se hizo pasar a un perro, que sin detenerse o sorprenderse siquiera, cuando se vio ante el “socavón”  se limitó a bordearlo. También el experimento se hizo con varios polluelos ante un “precipicio” pintado, los cuales no dudaron en no seguir adelante. Más inusual fue ver a un pájaro volando en una sala sin ventanas ni puertas, salvo una “abierta” de par en par pero pintada. En su afán por salir al exterior, el pájaro se dirigió en todos los casos al hueco pintado, naturalmente chocando con la pared. Se hizo con personas, por supuesto, y con efectos sorprendentes. Como cuando se pintó una puerta entreabierta que conducía a los aseos en un túnel de metro. La  gente se acercaba y hacía ademán de abrirla para poder pasar hacia el interior. Pero no había ni siquiera manubrio que asir. En Madrid hay buenos trampantojos, en este caso nos referimos a uno de sus mejores artífices, Alberto Pirrongelli, antaño uno de los cartelistas de los viejos cines de la Gran Vía, que anunciaban las películas de estreno a lo largo y ancho de las fachadas del Callao, Palacio de la Música, Avenida… De Pirrongelli merece la pena leer lo que han escrito de él y su arte en dos medios de prensa, que ilustro con mis propias fotos de los murales.

El Mundo. José Ramón Camaño | Madrid

28 de junio del 2010

En el mundo del arte la cotidianeidad pierde su esencia. Hay veces en las que la confusión puede provocar un cosquilleo que atraviesa tu cuerpo. En otras, la incertidumbre te mece en una extraña comodidad sensorial. Y hay muchas, como las que descarga a pinceladas este pintor emeritense de apellido italiano, en las que sentirte engañado puede hacerte esbozar una sonrisa de satisfacción. Y cuando muchos lo llaman mentira, Alberto Pirrongelli prefiere hablar de fantasía. "Recuerdo una vez que un señor paró a sacar dinero en un cajero automático que pinté en mi trampantojo de la Plaza de los Moros, en el barrio de La Latina. Había estado dando vueltas buscando uno, y cuando llegó a mi mural se pilló un cabreo conmigo...", cuenta Pirrongelli entre risas. "Yo estaba allí retocando los últimos detalles, se acercó y me dijo: Le felicito porque me ha engañado usted totalmente".Trampa ante el ojo. Un juego de palabras que define al arte de provocar en las pinturas una extrema sensación de profundidad a través de la perspectiva. Un arte que ha trascendido su presencia en muchas obras del Renacimiento y Barroco para recubrir las medianeras de algunas ciudades en un intento de crear una urbe más humana, menos agresiva. A sus 68 años, Alberto muestra con su actitud el orgullo de haber decorado varias fachadas de ciudades como Madrid o Navalcarnero con alguna de sus grandes pinturas murales.

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Pero el engaño no llegó hasta la década de los ochenta, tras una extensa carrera en un mundo no menos mágico: el del cine. Pintó su primer cartel a los 13 años para el cine de la localidad pacense de Don Benito, y años más tarde se lanzó a la aventura. "Yo soy un niño de postguerra, y en la época en que yo me inicié en el cartel de cine había artistas de una grandísima calidad en Madrid, a quienes políticamente no les estaban permitidas ciertas licencias. Por eso se refugiaron en el cine, aunque el mundo del cartel estuviese mal pagado. Así al menos podían salir adelante, y se llegaron a hacer carteles que eran la atracción del mundo entero". Cuando recuerda esa etapa, la de sus grandes carteles en los cines de la Gran Vía madrileña, sus palabras trasladan a otra época, pero a la misma atracción y sorpresa. Son anécdotas en las que actores y actrices de Hollywood querían llevarse su reflejo a brochazos de proporciones astronómicas/su reflejo de proporciones astronómicas hecho a base de brochazos.

"Los primeros trampantojos en Madrid son los de Puerta Cerrada, que se hicieron en los ochenta. Los que éramos pintores de carteles cinematográficos nos enfadamos muchísimo porque el Ayuntamiento contrató a gente de fuera para hacer esa porquería que hicieron allí, porque pensaban que los de aquí no lo podíamos hacer, con lo simple que era". Esa fantasía del cine le dio paso a poder hacerlos, y sobre todo la técnica del gran tamaño. Tras aquel episodio, Pirrongelli asegura que casi todos los trampantojos de la capital están hechos por él.

La impresión digital llegó al mundo de la cartelería, y tras alternar su antiguo trabajo con carteles en ferias de muestras de toda Europa, surgió la oportunidad. Su idilio con las alturas comenzó así durante el periodo en el que Sigfrido Herráez se erigió como concejal de Vivienda, y promovió la creación de grandes mentiras murales en diversos puntos de la capital. Y con ello una propuesta de pintar un mural en la Plaza de los Moros.

"Lo primero que te viene a la cabeza es trabajar a semejante altura. Me pusieron un andamio normal, y cuando me subí vi que no podía, estaba muy bien hecho y muy bien anclado, sin ninguna vibración, pero no podía dar ni un paso atrás metido ahí en una pared". En ese momento decidieron instalarle un andamio especial de dos metros, gracias al cual el emeritense podía trasladar el carro con las pinturas, además de colocarse a cierta distancia del lienzo para observar lo que estaba haciendo. Bóvedas venecianas, grandes puertas de hotel, cigüeñas,... incluso algunos vecinos de las zonas donde se realizan las pinturas están retratados en estas pinturas. Y así, cualquier objeto o ser vivo se convierten en candidatos...“Los trampantojos no sólo cumplen una función estética y aumentan la calidad de vida de una ciudad. También pueden tener una función instructiva, como los que he pintado en Navalcarnero, donde varios episodios de la localidad, como el de su fundación, están representados en sus paredes".

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Pirrongelli plasma sus gustos personales, como animales o plantas. "Pero a pesar de la libertad que siempre me han dado, tengo que limitarme a la perspectiva, por ejemplo si es urbana. Eso sí, necesito meter algún elemento humano porque me gusta humanizar la pared y sensualizarla hasta donde pueda. Incluso a veces asomo algún personaje femenino en intimidad, que se puede vislumbrar a través de alguna ventana, aunque a veces no puedo porque moralmente no estaría bien". El proceso, que normalmente dura unos 20 días laborables, requiere una preparación especial de la pared para que el material resista durante años a las inclemencias del tiempo. Aún así, este trabajo trae consigo debajo del brazo la dureza de saber que la labor que estás haciendo no va a perdurar incorrupto durante mucho tiempo, y que una bandada de graffitis va a anidar hasta hacerla invisible al viandante.

"El trabajo que miraba con más agrado es que el que te he comentado, el de Puerta del Moro, por ser el primero que hice y porque es donde se consiguió el verdadero efecto de trampantojo, por la idea, por el tamaño del mural, por el espacio que ocupa en la placita, por esos árboles que en verano con hojas se funden con la pintura. Pero ahora no quiero pasar por allí para no verlo", explica Pirrongelli.

Ocurre lo mismo con el de la calle Montera, por el que la pena también le impide pasar. "La falta de respeto de los grafiteros llega al absurdo, yo no lo entiendo. Al principio todos los trampantojos se mantuvieron meses sin tocarse, pero en cuanto viene uno que pone un nombrecito en pequeño, al día siguiente está lleno de firmas. Por eso mi relación personal con cualquiera de estas personas es muy desagradable. Además, no hay derecho a que vayan aestropear una propiedad. Es como si yo voy a tu casa y en el muro pinto una réplica perfecta de las Meninas". Alberto se dedica ahora fundamentalmente al arte sacro a través de la pintura de frescos, y desarrolla casi toda su labor en la localidad madrileña de Navalcarnero. Allí se siente a gusto y respetado. Y lo que es más importante, su trabajo se mima con paños de cristal. "Hasta una altura de casi tres metros han colocado unas cristaleras en todos mis murales, de manera que no se puedan estropear", afirma con satisfacción. De esta forma, siempre podrá seguir trabajando seguro de que la verdad nunca será desvelada.

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ABC. CRISTINA ALONSO

5 de marzo del 2003

Siempre de corbata y bata amarilla, con su pequeño perro Macías siguiéndole a todas partes, la vista de Alberto Pirongelli se pierde recordando historias en su gran estudio de pintor, que más bien parece un decorado a medio montar de una película con protagonista incierto.

Entre viejos stands de feria, cuadros aún por terminar y habitáculos de madera para salvar los óleos del polvo, en las paredes, un triunfante Calígula habita sobre un enorme perfil fantasioso y nocturno de varios edificios emblemáticos madrileños. A pocos metros de Tom Cruise, o mejor dicho, de Jerry Maguire, la que fue la niña de sus ojos: Penélope Cruz. Sin olvidar a un amarillento Roy Schneider justo en el momento en que empuña una pistola para matar al Tiburón que sembró el pánico en las playas de medio mundo en 1975. Pero la estrella absoluta del lugar es, sin duda, el enorme John Wayne de Río Bravo, que mira de reojo a su creador desde hace casi medio siglo.  Las manos de Pirongelli, último cartelista en activo de los cines madrileños, lograron obtener de una simple tela una piel aterciopelada para Marilyn Monroe o un blanco inmaculado para la túnica de Gandhi, cuyo cartel recuerda con especial cariño: «Estuvo en el cine Callao, era enorme, de unos 30 por 12 metros. Al año siguiente, Hollywood seleccionó una imagen de ese trabajo para las presentaciones que hacen allí las televisiones con motivo de los Oscar». Pero, lamentablemente, estas pinturas fueron tan seductoras como efímeras.

Casi todas sus obras, al igual que las de sus compañeros, acabaron en las cloacas. Cuando los carteles regresaban de las fachadas de los cines al taller, se desclavaban las telas, se lavaban y se «reutilizaban ochenta mil veces». Una vez limpias, a volver a empezar. «En los sumideros de los pilones se perdieron los amores de Humprey Bogart y la rebeldía de James Dean», explica, tristemente, el pintor, quien ya de niño, en su pueblo de Badajoz, machacaba plantas y flores en busca de tinta. Su único lienzo eran, por aquel entonces, las paredes de las cuadras de su casa, que decoraba con temas religiosos. A los 13 años una pequeña travesura marcó su trayectoria profesional. «Me atreví a entrar en el despacho de Don Antonio Cidoncha, de Don Benito, un empresario de los tres cines que tenía el pueblo. Le hizo gracia mi atrevimiento de niño y me dio un «presbu», que era como llamábamos a la información ilustrada que mandaban las productoras de cines. Era de la película «Simba», la historia terrible de una leona acorralada por una tribu».

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No dijo nada en casa. Sin más, cogió una sábana de la cama y en la cuadra, a escondidas, hizo el que sería su primer cartel gracias a las tintas que le proporcionó un amigo droguero. «Gustó al empresario y sirvió de propaganda en la fachada del cine Rialto de Don Benito. Esto fue, creo recordar, en 1955», explica. A cambio de 300 pesetas a la semana, el empresario le contrató como cartelista. Alberto Pirongelli fue autodidacta hasta los 17 años. Después, emprendió rumbo a Madrid con los ojos puestos en la Gran Vía, la avenida que, en aquella época, otorgaba el éxito o el fracaso. «Encontré trabajo en el taller de David Huelmo, en 1959. Él fue mi maestro. Para mí era el más grande, siendo él muy pequeño de estatura. Era grandioso verle pintar, tenía un dibujo perfecto y bellísimo y con el color era auténticamente magistral, valiente de pincelada y académico hasta la absoluta perfección. Chocábamos constantemente pero ha sido y es alguien a quien quiero profundamente y a quien estaré siempre agradecido», reconoce el pintor, de 65 años. Su último cartel fue hace cuatro años, y prefiere no recordarlo. «Para mí fue algo previsto, pero muy duro. Sin duda fue el último cartel clásico de la escuela de cartel de Madrid». El cine Palacio de la Prensa de Gran Vía o el Roxy siguen luciendo pequeños carteles en su entrada, pero «no tienen nada que ver con los de antes». Son sólo un simple sucedáneo de sus antepasados.

Los grandes cartelistas convirtieron el centro madrileño en un impresionante museo urbano durante las décadas de los 60 y 70. «Por aquel entonces, y sin duda alguna, la escuela de cartel de Madrid era admirada en toda Europa y Estados Unidos. En la Gran Vía y en Fuencarral había carteles que eran verdaderas lecciones de arte, ¡lástima que no se supo ver a nivel institucional!», sostiene el cartelista, quien compartió pincel con artistas que se vieron obligados a refugiarse en el cartel ante la imposibilidad de exponer en salas de arte por su pasado político. «Para nosotros, el «pensamiento único» sólo se podía dar pintando la dulce ternura de Jean Simmons».

Durante los años dorados del cartel madrileño muchas manos trabajaban para que, cada jueves, y muchas veces en sólo una noche, las nuevas fachadas de los grandes cines encandilaran al público. Carpinteros para hacer los bastidores, clavadores de tela cuyas herramientas eran las tachuelas negras y el martillo, dibujantes de carboncillo, rotulistas que daban a cada título su personalidad, ya se tratara de una película bélica, de selva, de kárate, comedia, terror... Pero pintores, los grandes artesanos que lograban extraer en una imagen el alma de una película, había pocos: «Maestros, maestros, tal vez se pudieran contar con los dedos de las dos manos».

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Maestros que encontraron en la impresión digital sobre lonas de grandes tamaños la pena de muerte. «Se fueron supliendo los espacios con bastidores luminosos, con los affiches que sólo costaban 70 pesetas», recuerda el artista. Además, la proliferación de las minisalas -sin espacio para dar cabida a 5, 6 o 10 carteles- y la corta vida de una película en los cines también obligaron a Alberto Pirongelli y camaradas a reconducir su oficio. Hoy, el pintor realiza todo tipo de pintura artística, tanto para interiores como para exteriores, en colaboración con Sanca, una empresa de comunicación.

Aunque ya no realiza carteles cinematográficos, algunos de los últimos trabajos de Pirongelli siguen estando presentes en muchas calles madrileñas, a la vista de todos los que, intencionadamente o no, claven sus ojos en ciertas paredes. Él es el autor de algunos de los trampantojos -grandes pinturas murales que buscan engañar a la vista y que decoran medianerías del casco histórico- más conocidos de la capital: la fachada de la plaza de Puerta Cerrada, la calesa de Montera, la verbena de la carrera de San Francisco, una peluquería en San Bernardo... El cartel que ya no podrá pintar, pero que sí soñó hacer cuando vio la película, tendría la misma ubicación y medida que el que elaboró para la película Gandhi, pero su protagonista sería otro: el general Máximo, interpretado por Russell Crowe en Gladiator. «Me imagino a ese general extremeño de mi querida Emérita Augusta dando lección de honor a Roma. Casi lo veo pincelada a pincelada, fuerte y honesto, con sus principios éticos... Qué bonito sería hacerlo...».«Pero ya no podrá ser».

La Cueva de Zaratustra o la librería de Gregorio Pueyo

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“Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda”.

Ramón María del Valle-Inclán, escena segunda de Luces de Bohemia

Así describió Valle-Inclán al personaje dueño de la Cueva de Zaratustra. Zaratustra era el apodo del librero y editor, personaje real y bien conocido en el Madrid finisecular, Gregorio Pueyo Lamenca (1860-1913),natural de Panticosa, Huesca, que desde 1880 fue vecino de Madrid. Pueyo fue un personaje situado siempre en la trastienda de las Letras. Su misión era sacar adelante su librería de la calle Mesonero Romanos, ubicada en el número 10 desde 1899, número aquel inexistente hoy porque la construcción perpendicular de la calle Gran Vía deshizo todo vestigio a un lado y a otro. Emilio Carrere describió así la librería de Pueyo: “Todos los escritores triunfantes y los que se han perdido en el fracaso de las oficinas o han desaparecido por el escotillón de la muerte, han pasado alguna vez por la trastienda de Pueyo, atiborrada de libros –plantel para la uñilarga señorita Bohemia-, con su viejo quinqué de petróleo y su olor a humedad”.

Pero Pueyo también se esforzó en dar a conocer a los escritores modernistas, poetas y novelistas, que habían venido a Madrid a labrarse un camino. A su trastienda acudían a las tertulias, alejadas del bullicio de los cafés del centro de Madrid; también de cuando en cuando el propio Valle-Inclán, que buscaba editar uno de sus primeros libros. Aquel ambiente de la librería de Gregorio Pueyo debió de calar hondo en el escritor, que hizo de ella la segunda escena de su obra Luces de Bohemia, 1924, que había localizado no en la calle Mesonero Romanos nº 10, sino mucho más apartada: en el Pretil de los Consejos, confluencia con la calle Mayor. Pueyo falleció de tuberculosis en Pozuelo de Alarcón a los 52 años, adonde había tenido que retirarse a vivir por consejo médico para su mal pulmonar. Fue enterrado en el recoleto cementerio del pueblo: el del Santo Ángel de la Guarda.

 

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Luces de Bohemia por Ramón del Valle-Inclán

ESCENA SEGUNDA

La cueva de ZARATUSTRA en el Pretil de los Consejos. Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero. ZARATUSTRA, abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente-, promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y muy moderna. Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda. Un ratón saca el hocico intrigante por un agujero.

ZARATUSTRA: ¡No pienses que no te veo, ladrón!
EL GATO: ¡Fu! ¡Fu! ¡Fu!
El CAN: ¡Guau!
EL LORO: ¡Viva España!

Están en la puerta MAX ESTRELLA y DON LATINO DE HISPALIS. El poeta saca el brazo por entre los pliegues de su capa, y lo alza majestuoso, en un ritmo con su clásica cabeza ciega. MAX: ¡Mal Polonia recibe a un extranjero! ZARATUSTRA: ¿Qué se ofrece? MAX: Saludarte, y decirte que tus tratos no me convienen. ZARATUSTRA: Yo nada he tratado con usted. MAX: Cierto. Pero has tratado con mi intendente, Don Latino de Hispalis.
ZARATUSTRA: ¿Y ese sujeto de qué se queja? ¿Era mala la moneda? DON LATINO interviene con ese matiz del perro cobarde, que da su ladrido entre las piernas del dueño. DON LATINO: El maestro no está conforme con la tasa, y deshace el trato. ZARATUSTRA: El trato no puede deshacerse. Un momento antes que hubieran llegado... Pero ahora es imposible: Todo el atadijo, conforme estaba, acabo de venderlo ganando dos perras. Salir el comprador, y entrar ustedes. El librero, al tiempo que habla, recoge el atadijo que aún está encima del mostrador, y penetra en la lóbrega trastienda, cambiando una seña con DON LATINO. Reaparece. DON LATINO: Hemos perdido el viaje. Este zorro sabe más que nosotros, maestro. MAX: Zaratustra, eres un bandido. ZARATUSTRA: Ésas, Don Max, no son apreciaciones convenientes. MAX: Voy a romperte la cabeza. ZARATUSTRA: Don Max, respete usted sus laureles.

Gregorio Pueyo y Emilio Carrere

MAX: ¡Majadero! Ha entrado en la cueva un hombre alto, flaco, tostado del sol. Viste un traje de antiguo voluntario cubano, calza alpargates abiertos de caminante, y se cubre con una gorra inglesa. Es el extraño DON PEREGRINO GAY, que ha escrito la crónica de su vida andariega en un rancio y animado castellano, trastocándose el nombre en DON GAY PEREGRINO: Sin pasar de la puerta, saluda jovial y circunspecto. DON GAY: ¡Salutem plúriman! ZARATUSTRA: ¿Cómo le ha ido por esos mundos, Don Gay? DON GAY: Tan guapamente. DON LATINO: ¿Por dónde has andado? DON GAY: De Londres vengo. MAX: ¿Y viene usted de tan lejos a que lo desuelle Zaratustra? DON GAY: Zaratustra es un buen amigo. ZARATUSTRA: ¿Ha podido usted hacer el trabajo que deseaba? DON GAY: Cumplidamente. Ilustres amigos, en dos meses me he copiado en la Biblioteca Real el único ejemplar existente del Palmerín de Constantinopla. MAX: ¿Pero, ciertamente, viene usted de Londres? DON GAY: Allí estuve dos meses. DON LATINO: ¿Cómo queda la familia Real?

DON GAY: No los he visto en el muelle. Maestro, ¿usted conoce la Babilonia Londinense? MAX: Sí, Don Gay. ZARATUSTRA entra y sale en la trastienda, con una vela encendida. La palmatoria pringosa tiembla en la mano del fantoche. Camina sin ruido, con andar entrapado. La mano, calzada con mitón negro, pasea la luz por los estantes de libros. Media cara en reflejo y media en sombra. Parece que la nariz se le dobla sobre una oreja. El loro ha puesto el pico bajo el ala. Un retén de polizontes pasa con un hombre maniatado. Sale alborotando el barrio un chico pelón montado en una caña, con una bandera. EL PELóN: ¡Vi-va-Es-pa-ña! EL CAN: ¡Guau! ¡Guau! ZARATUSTRA: ¡Está buena España! Ante el mostrador, los tres visitantes, reunidos como tres pájaros en una rama, ilusionados y tristes, divierten sus penas en un coloquio de motivos literarios. Divagan ajenos al tropel de polizontes, al viva del pelón, al gañido del perro, y al comentario apesadumbrado del fantoche que los explota. Eran intelectuales sin dos pesetas.

DON GAY: Es preciso reconocerlo. No hay país comparable a Inglaterra. Allí el sentimiento religioso tiene tal decoro, tal dignidad, que indudablemente las más honorables familias son las más religiosas. Si España alcanzase un más alto concepto religioso, se salvaba. MAX: ¡Recémosle un Réquiem! Aquí los puritanos de conducta son los demagogos de la extrema izquierda. Acaso nuevos cristianos, pero todavía sin saberlo. DON GAY: Señores míos, en Inglaterra me he convertido al dogma iconoclasta, al cristianismo de oraciones y cánticos, limpio de imágenes milagreras. ¡Y ver la idolatría de este pueblo! MAX: España, en su concepción religiosa, es una tribu del Centro de África. DON GAY: Maestro, tenemos que rehacer el concepto religioso, en el arquetipo del Hombre Dios. Hacer la Revolución Cristiana, con todas las exageraciones del Evangelio. DON LATINO: Son más que las del compañero Lenin. ZARATUSTRA: Sin religión no puede haber buena fe en el comercio. DON GAY: Maestro, hay que fundar la Iglesia Española Independiente.

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MAX: Y la Sede Vaticana, El Escorial. DON GAY: ¡Magnífica Sede! MAX: Berroqueña. DON LATINO: Ustedes acabarán profesando en la Gran Secta Teosófica. Haciéndose iniciados de la sublime doctrina. MAX: Hay que resucitar a Cristo. DON GAY: He caminado por todos los caminos del mundo, y he aprendido que los pueblos más grandes no se constituyeron sin una Iglesia Nacional. La creación política es ineficaz si falta una conciencia religiosa con su ética superior a las leyes que escriben los hombres. MAX: Ilustre Don Gay, de acuerdo. La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La Vida es un magro puchero; la Muerte, una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el Infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el Cielo, una kermés sin obscenidades, a donde, con permiso del párroco, pueden asistir las Hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere. ZARATUSTRA: Don Gay, y qué nos cuenta usted de esos marimachos que llaman sufragistas, DON GAY: Que no todas son marimachos. Ilustres amigos, ¿saben ustedes cuánto me costaba la vida en Londres? Tres peniques, una equivalencia de cuatro perras. Y estaba muy bien, mejor que aquí en una casa de tres pesetas.

DON LATINO: Max, vámonos a morir a Inglaterra. Apúnteme usted las señas de ese Gran Hotel, Don Gay. DON GAY: Saint James Squart. ¿No caen ustedes? El Asilo de Reina Elisabeth. Muy decente. Ya digo, mejor que aquí una casa detres pesetas. Por la mañana té con leche, pan untado de mantequilla. El azúcar, algo escaso. Después, en la comida, un potaje de carne. Alguna vez arenques. Queso, té... Yo solía pedir un boc de cerveza, y me costaba diez céntimos. Todo muy limpio. Jabón y agua caliente para lavatorios, sin tasa. ZARATUSTRA: Es verdad que se lavan mucho los ingleses. Lo tengo advertido. Por aquí entran algunos, y se les ve muy refregados. Gente de otros países, que no siente el frio, como nosotros los naturales de España. DON LATINO: Lo dicho. Me traslado a Inglaterra.Don Gay, ¿cómo no te has quedado tú en ese Paraíso? DON GAY: Porque soy reumático, y me hace falta el sol de España.

ZARATUSTRA: Nuestro sol es la envidia de los extranjeros. MAX: ¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos... Quizá un poco más tontos... Aunque no lo creo. Asoma la chica de una portera: Trenza en perico, caídas calcetas, cara de hambre. LA CHICA: ¿Ha salido esta semana entrega d'El Hijo de la Difunta? ZARATUSTRA: Se está repartiendo. LA CHICA: ¿Sabe usted si al fin se casa Alfredo? DON GAY: ¿Tú qué deseas, pimpollo? LA CHICA: A mí, plin. Es Doña Loreta la del coronel quien lo pregunta. ZARATUSTRA: Niña, dile a esa señora que es un secreto lo que hacen los personajes de las novelas. Sobre todo en punto de muertes y casamientos. MAX: Zaratustra, ándate con cuidado, que te lo van a preguntar de Real Orden. ZARATUSTRA: Estaría bueno que se divulgase el misterio. Pues no habría novela. Escapa la chica salvando los charcos con sus patas de caña. EL PEREGRINO ILUSIONADO en un rincón conferencia con ZARATUSTRA. MÁXIMO ESTRELLA y DON LATINO se orientan a la taberna de Pica Lagartos, que tiene su clásico laurel en la calle de la Montera.

25 años de la muerte de Fernando Martín el 10

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Fernando Martín Espina (1962-1989)

“El baloncesto no es fundamental en mi vida.

Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido”

(Fernando Martín Espina 1962-1989)

Fernando Martín el 10 descansa en una sobria sepultura familiar del Cementerio de la Almudena desde hace 25 años, que se cumplen este 3 de diciembre del 2014. Hoy tendría 52 años. Falleció con 27 en 1989. Su desaparición fue lo más duro, triste y trágico que pudo haberle pasado al equipo de baloncesto del Real Madrid en toda su historia. Desde entonces, el recuerdo de Martín no ha cesado de estar presente a lo largo de todos estos años. Se le echa de menos, se le sigue admirando, y en círculos deportivos, cuando sale su nombre a relucir, no deja un instante de general emoción, nostalgia y tristeza. No es para menos en una persona excepcional en lo humano y en lo deportivo. Lo que sigue es mi modesto homenaje recopilatorio, que traerá recuerdos a algunos.

Un domingo 3 de diciembre de 1989, cuando eran las tres y cuarto de la tarde, Fernando Martín, de 27 años, se estrelló con su coche, un Lancia Thema, a la salida de la curva 4A que enlaza la A2 con la M30 de Madrid. Cruzó diagonalmente cuatro carriles, saltó la mediana, invadió la dirección contraria y volcó, momento en que fue embestido violentamente por la puerta delantera derecha por otro vehículo, cuyo conductor sufrió heridas muy graves. La curva es muy cerrada y aunque relativamente ancha no está hecha para tomarla sin alto riesgo a más de 80 por hora, su límite legal establecido. Riesgo casi seguro de salida de la calzada y vuelco consiguiente. La velocidad en la curva a la que circulaba Martín se supuso entonces que era muy superior, pero de haber sido así habría perdido el control del coche antes de entrar en la M30. Además era una curva que muchas veces tuvo que tomar, puesto que vivía en una zona cercana. Nunca se sabrá qué pasó, aunque es probable que Martín, por causas desconocidas, acelerase tremendamente unos metros antes de incorporarse a la M30.

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Pero al cabo de 25 años de aquello, ya no importa. Pasó como pasó. Lo que importa en esta fecha es recordar a Fernando Martín a través de quienes lo conocieron y trataron, porque cómo dudarlo, la figura de aquel hombre fue especial por su cualidad de liderazgo absoluto en el deporte español, pero al margen de las impresiones a cerca de cómo era como deportista, se desvela claramente que en lo personal era una persona excepcional que atraía y convencía. Un líder nato. Sin embargo, con esa capacidad para mostrarse sin quererlo por encima de los demás, Martín encerraba el halo de la tristeza. Lo observó inteligentemente quien fue su entrenador durante años, Lolo Sáinz: "Le faltaba siempre un punto de felicidad para ser feliz. La vida parecía perseguirle". Pero la profunda observación no pasó de ahí, y nadie supo realmente descifrar lo que el propio Martín dijo una vez: “Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido.”

Fernando Romay: “Fernando Martín, cuando estábamos hundidos, se ponía el equipo a la espalda".

Pau Gasol:“Era un gran jugador y una persona increíble. Todo el mundo lo recuerda y aprecia su legado. Está en nuestras manos que las nuevas generaciones lo conozcan. Fue, y siempre lo será, un icono del baloncesto español.”

Juanma Iturriaga: “Pasan los años y la figura de Fernando, lo que fue y significó, sigue intacta en la memoria de muchos. No me extraña, por lo particular del personaje, su impacto deportivo y social, sus logros e indudable carisma. Me sigo preguntando de vez en cuando qué hubiese sido de él si aquel desgraciado accidente no hubiese tenido lugar. ¿Cómo habría terminado su carrera? ¿A qué se habría dedicado? ¿Seguiríamos viéndonos? Fue grande y lo sigue siendo.” 

Iñigo Muñoyerro: “Volvió cambiado (de Estados Unidos). Le costó reactivarse en una liga menor. Había arriesgado y había perdido. Además los dolores de espalda comenzaban a ser un calvario.”

Pepu Hernández.-“Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse. Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.”

Joaquín Yebra: “Fernando no parecía ser un jugador que pudiera ser un Pívot puro, o al menos serlo determinante, sobre todo por la altura, ya que medía 2,05 metros (y siendo generosos), pero su gran fortaleza física, una incansable capacidad de lucha y sacrificio por el bien del equipo, una tremenda agresividad y también astucia, técnica y talento, le hicieron no desentonar en absoluto en la lucha en las zonas, sino más bien imponerse a jugadores más grandes. Sin duda, uno de sus movimientos preferidos era el semi gancho, un recurso que fue perfeccionando hasta tal extremo que se convirtió en un jugador prácticamente indefendible, ya que era tremendamente efectivo.”

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Mensajes y comentarios anónimos en las redes sociales

“El tipo que más ha llenado una cancha de baloncesto. Parecía invencible. Un líder, un carisma inigualable, un tipo duro. Fortísimo. Era tremendo lo que imponía. Cuando se fue, todos nos dimos cuenta del vacío tan grande que dejó.”

“Era un líder dentro del campo, muy serio fuera, quizás demasiado. Sus duelos con Audie Norris, inolvidables. Ha sido uno de los más grandes del baloncesto y eso teniendo en cuenta su muerte tan prematura.”

“Su familia y sus amigos pueden estar muy orgullosos de que un hombre como él haya dejado semejante legado a la juventud. A la gente como Fernando hay que recordarla y honrarla siempre.”

“Jugar al límite, el esfuerzo máximo, la intensidad, luchar ante la adversidad física, eran algunas de sus marcas de identidad. Fernando todavía sigue con nosotros porque no lo hemos olvidado y no lo vamos a olvidar.”

“A nadie se le escapa que era un espíritu libre, de los que ya no quedan.”

“Inconformista por naturaleza. Permanecerá siempre en el recuerdo. Fue un pionero que demostró al mundo que los sueños, a veces, se hacen realidad.”

“Murió un icono del deporte, uno de los jugadores más carismáticos en la historia del baloncesto español.”

“Fernando Martín era una de esas promesas salidas de la cantera del Estudiantes, que se llevó el Real Madrid.

“Era una estrella. Martín era indestructible, una fuerza de la naturaleza, un talento descomunal y el mejor pívot de Europa.”

“Tenía el carácter fuerte de los que se auto exigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Empezó a jugar muy tarde por lo que técnicamente era muy flojo aunque físicamente era descomunal.”

“Podíamos estar horas y horas glosando la figura de Fernando Martín. Un ejemplo para la mayoría. Un pionero, un incomprendido, un arrogante, un privilegiado. Todo vale para definirlo. Que su carácter dejaba mucho que desear. Que no era un buen relaciones públicas de sí mismo.”

“Fernando era de esos tipos ganadores que hubieran triunfado en cualquier ámbito de la vida, y de una personalidad abrumadora.”

“El jugador madrileño era un gran deportista. Sus padres le trasmitieron el amor por el deporte. Fue cinco veces campeón de natación, y tuvo un buen nivel en judo, tenis de mesa y balonmano.”

“Un jugador de raza y carácter que ayudó a encumbrar el baloncesto en España.”

“Se inició en el baloncesto a eso de los 15 años, un deporte donde encajó muy bien gracias a su altura y su esplendoroso físico, digno de un culturista.”

“No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Fernando Martín apenas jugó once años al baloncesto, suficientes para llegar a lo más alto a lo que podía llegar un jugador español entonces.”

“Fue todo un personaje, rebelde, donjuán, estirado y reñido con la prensa. Tenía el carácter fuerte de los que se autoexigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Era un tipo duro, atlético, tímido de carácter, agresivo en la cancha, que muchos admirábamos.

”Estamos ante uno de los mas grandes jugadores de baloncesto españoles de todos los tiempos, e indudablemente ante el pionero que consiguió que el baloncesto diese el salto de calidad que necesitaba para que generaciones posteriores cogieran su testigo y nos llevaran al nivel que disfrutamos actualmente.”

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Los que mejor lo conocieron

Lo más profundo y revelador que se escribió de Fernando Martín Espina corresponde a Juan Antonio Corbalán, su compañero en el Real Madrid, en un artículo en Marca que tituló Fernando, sencillez sublime.

«Él asumió desde muy pronto que la vida no era estabilidad. Era un hombre lleno de pasión y un profesional, más humano que profesional, con una frialdad y madurez impropias de su edad, que eran su equipaje cuando yo le conocí, allá por el verano de 1981. Desde entonces supe que no era un jugador normal y que teníamos en el equipo a un jugador superior y una persona de calado, de las que no pasan desapercibidas.

Una mente joven y madura en un cuerpo grande lleno de fuerza, con la que podía suplir cualquier carencia. El equipo se transformó sin que apenas notáramos el proceso. Era como si hubiera estado siempre allí, a nuestro lado. Como si nuestras almas hubieran estado siempre en conexión. Sin embargo, el equipo se había colocado en otra órbita. De repente, era como si tuviéramos todo por ganar, a pesar de haberlo ganado todo. Era Fernando. Él necesitaba triunfar y, con él, todos sentimos un instinto ganador recuperado. Detrás de aquel ganador había un hombre tranquilo que no renunciaba a sus sueños. Era su forma de ser feliz. Pegado a las cosas y a las gentes normales. Era un nostálgico que estaba ahorrando capital para añorar.

Lejos de su gente, su vida no debió ser fácil. Necesitaba querer y ser querido. Querido y reconocido. Creo que no tuvo ninguna de las dos cosas y probó el sabor del desencanto. Desengaño, más el emocional que deportivo, origen de su vuelta. Fue la vuelta de un explorador no de un conquistador, y no volvió el mismo que se fue. Ilusiones convertidas en rutinas. Su papel había cambiado, el líder guerrero, convertido en líder maestro. Volvió y jugó, pero no como había jugado. Amó como él añoraba, con pasión, y mientras colocaba nuevamente su vida, ésta le abandonó en una tarde de invierno. Todos perdimos con su marcha para siempre. La muerte, fría, se aprovechó de esa pasión. De su último calor.»

Fernando Martín

 

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FERNANDO MARTIN por Ramón Trecet: “Un portento de la naturaleza. Técnicamente no he visto a nadie como él, transformarse partido a partido en un huracán que saltaba todas las barreras. La mirada directa y concentrada. Emanaba un carisma excepcional. Guapo, fuerte, seguro, entregado hasta la extenuación, líder absoluto del equipo desde el minuto 1 de la temporada... En el Madrid tardó veinte segundos en meterse en el bolsillo a los Iturriaga y compañía y convertirse en el dueño de sus almas. Había un fuego interior allí dentro al que nadie podía acceder; un inconformismo. Ganar era lo más normal y por lo tanto lo recibía con tranquilidad y frialdad casi.

Uno miraba los números, el peso, la estatura, la estampa de aquel Apolo llamado Audie Norris y luego los de aquel Aquiles llamado Fernando Martín y parecía que no había nada que hacer. Norris era demasiado potente. Lo que pasa es que el enfrentamiento no se planteó en esos términos nunca. Norris creyó que era deportivo y contra un jugador de baloncesto y se equivocó. El enfrentamiento era por la supervivencia física y Fernando estaba dispuesto a morir. Así, sencillamente. A dejarse la piel en el intento. Así, por primera vez tuvimos la oportunidad de entrever ese lado oscuro de Fernando, sus demonios interiores, su nula capacidad para admitir derrota como opción. Creo firmemente que sólo una persona entendió la muy compleja vida interior de Fernando Martín y esa persona fue su madre, Carmela. Sin Fernando Martín, Norris no sería la leyenda que es en el baloncesto español y sin Norris, Fernando no habría crecido tanto como para plantearse ir a la NBA.

El siguiente momento de contacto intenso que tengo con Fernando transcurre en el tiempo de su vuelta y reincorporación al Real Madrid. Son larguísimas conversaciones telefónicas con él y con su hermano Antonio, a la sazón en la Universidad de Pepperdine. Fernando quiere hablar con alguien que conozca cómo funciona aquello. Veréis, Fernando está en una situación terrible. Ha vuelto cambiado, muy cambiado. Desprecia lo que han hecho con él en la NBA, pero al mismo tiempo ha visto como funcionan algunas cosas y de vuelta a Madrid se da cuenta de que aquí todo está muy atrasado. Está en mitad de un puente entre lo que puede ser y lo que no ha sido. Su inquietud interna es grande, muy grande. Creo que incluso podemos hablar de dolor, más que de inquietud. Hay una parte de él que no está aquí. Como si una parte de su cabeza no hubiese vuelto a Madrid. Por un lado, es como uno de esos prisioneros de guerra que después de años vuelven a casa y sus familiares más cercanos no les reconocen, al tiempo que constatan lo poco que el de ahora tiene que ver con el que se fue.”

Antonio Martín, su hermano:“¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Fernando había traspasado la barrera de ser jugador de baloncesto. Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social. Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche. Llevaba dentro competir. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte.”

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¡Feliz acampada, Fernando! por Martín Tello en AS, diciembre de 1989.

Un día en el cielo me narraste tu vida. Fue un largo viaje en avión en el que hubo tiempo para todo: lo deportivo y lo humano! Yo te creía como un niño rico orgulloso, pero me quedé boquiabierto pensando,cuando me descubriste al auténtico Fernando, con tu enorme y arrolladora personalidad. -¿Lo qué más me gusta de la vida?- Muy fácil,perderme en la montaña,en la naturaleza. Acampar bajo las estrellas,con la única compañía de algunos íntimos.Conversar, meditar, relajarme…Luego, con el paso del tiempo,pude constatar que no eras simplemente un NÚMERO UNO en el deporte, si no en la vida real. Arisco, incluso receloso,pero tremendamente sincero y auténtico. La popularidad te desagradaba y protegías ferozmente tu intimidad. Jamás te prestaste al juego de meterte en el escaparate de vender tu vida privada. Te ofrecieron ofertas millonarias para fotografiarte junto a tu compañera, tu hijo, tu familia… Las despreciaste todas!-¡Pedidme lo que queráis sobre temas deportivos. Para lo demás, no contéis conmigo!- Lo tenías todo: salud,dinero y amor. Tenías además, una familia a la que puede aplicarse el lema de los tres mosqueteros: TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS! Tu madre, Carmela, es el eje y tú eras la gema, el brillante más valioso, el ejemplo de tenacidad, el líder para los hermanos… Tu futuro era diáfano. Estaba asegurado en lo material y también en lo sentimental. Jamás te faltaría un duro ni el cariño de tu familia. Ni la compañía de una dulce compañera

Podrías colgar las botas y vivir de rentas en plena juventud. El destino a querido que,a partir de hoy,acampes en solitario por las montañas del cielo.Tu futuro ha llegado demasiado pronto y, será muy distinto del que todos imaginábamos. Quizás seas tú el único que, allá arriba, conserve esa calma. Con esa entereza que te caracterizaba,te habrás adueñado de la trágica situación,incluso controlarla. Tenderás una mano hacía tu madre,la más necesitada de consuelo y,tratarás de animarla: -Tranquila gitanilla,no pasa nada!- Pero nosotros no somos tan fuertes como tú, FERNANDO. Tardaremos en asumir  tu pérdida. Mientras cicatriza la herida, asumimos lo increíble… Te deseo feliz acampada, Fernando!… Ahora entendemos de verdad, lo valioso que eras!”

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El último viaje estudiantil de Fernando Martín por Gonzalo A. Gómez Valcárcel, diciembre 2012

“Esta semana, me ha “marcado”. Esta semana, comenzó con el vigésimo tercer aniversario de la muerte de un hombre de, tan sólo, veintisiete años de edad (3 de diciembre, lunes). Cuando lleguemos a veintisiete, seguiremos acordándonos de él. Yo lo recordaré siempre. No puedo olvidar su etapa en Estudiantes. Su último viaje con el club; su último campeonato de España en su club de origen y lo que sucedió para que se marchara “al eterno rival”. El bueno de don Antonio Díaz-Miguel le había convocado, por primera vez, como seleccionado, de cara al Eurobasket de 1981, en Checoslovaquia. Fernando había sido, nada menos, subcampeón de liga con Estudiantes Mudespa. El jugador, comenzó la concentración y el gran Antonio les dio unos días clave de descanso, después de entrenar un tiempo. El club Estudiantes aprovechó la coyuntura para conseguir que su jugador, todavía de 19 años de edad, acudiera al campeonato de España de clubes, que se iba a disputar en Valladolid.

Fue una gran gestión, pues el jugador pudo acudir con su generación, la del 62, al citado campeonato. Fernando tenía un gran aprecio por el equipo de su edad y le encantaba jugar con ellos. Jamás decía que no, y tampoco su entrenador, Chus Codina (d.e.p.), ponía ningún problema, a pesar de que ya era del “cinco titular” de Estudiantes e imprescindible para haber conseguido el citado subcampeonato. Al Estudiantes, le pusieron varias condiciones; la más agobiante era que no debía volver con el equipo, una vez acabado el campeonato, pues Díaz-Miguel se enfadaría. Y, don Antonio, tenía mucho carácter y mucha capacidad de mando. Estudiantes entró en semifinales y le tocó jugar con el “coco” del Cotonificio catalán de Andrés Jiménez. El entrenador de Estudiantes, Gómez Carra, sabía que era mejor evitarlo, quedando segundo de grupo, para jugar contra el Madrid, pero, antes, en baloncesto, no se les pasaba por la cabeza eso de “quedar segundos” de nada. Cotonificio-Estudiantes y Real Madrid-Barcelona fueron los partidos de semifinales. El Madrid ganó al Barcelona y el “Coto” al Estudiantes. Andrés Jiménez hizo un partidazo y, lo que no sabe casi nadie, es que Fernando Martín acudía a Valladolid tras una lesión de tobillo, muy bien curada por el “fisio” de la selección, al que apodaban “El brujo”. Fernando, NO lo dio todo, porque era la primera ocasión en que le llamaban para la “absoluta” y fue comprensible que no estuviera con la cabeza “puesta” en Valladolid. El cuarto puesto conseguido por el Estu, partido perdido ante el Barcelona (31 puntos de Fernando), es, históricamente, el último partido de Fernando Martín con la camiseta del club de la calle de Serrano. Jamás volvería a jugar con Estudiantes.

imagesUna vez acabado el campeonato de España, en Valladolid, había que llevar a Fernando, rápidamente, a Madrid. El entrenador, junto con su mujer y sus dos hijos mayores, de 12 y 11 años de edad, respectivamente, salió hacia la capital. En el coche del entrenador, que era un Renault 12 familiar de color beige, viajaron desde bastantes horas antes de que partiera el autocar del equipo. Fernando viajaba en la parte de atrás del automóvil. El hijo mayor (José Antonio) ocupaba la plaza más cercana a la ventana izquierda y el más pequeño de todos (Guillermo) iba al lado de la estrella del club. “Ni una palabra”, eso me contaban mis hermanos sobre la experiencia. Decían que el entrenador y su mujer eran los que le “sacaban” las palabras, “con sacacorchos”, a Fernando. Hicieron una parada, solamente, en Ávila y le aconsejaron, a Fernando, que llevara unas yemas de Ávila a sus padres. Fernando accedió y las compró. La introversión del jugador, durante el viaje, no se les olvidará, a mis hermanos, jamás. Dos chavales adolescentes esperaban un ser más simpático y abierto. Al fin y al cabo, se le estaba haciendo un favor, para que acudiera con la selección lo antes posible. La llegada tuvo lugar en el parque del Conde de Orgaz de Madrid. Allí, vivía Fernando, muy cerca de su colegio, el San José del Parque. Nadie, ni el propio Fernando, sabía que ya no tendría que ir, jamás, a entrenarse al Ramiro. Esa misma noche, se incorporó al hotel de la selección (espero que se acordara de darle las yemas a sus padres) y Fernando viajó a Checoslovaquia, fichó por el Real Madrid después y Estudiantes se quedó sin él para siempre, un verano de 1981.

Sólo jugaría, por desgracia, algo más de ocho años… Los demás, entre ellos las personas que le entrenaron y le enseñaron BALONCESTO en el club, a base de fundamentos (ese gancho dominador, ese tiro en suspensión, ese bloqueo de rebote…), fueron Pablo Casado, Mariano Parra, Chus Codina y Gómez Carra; le querrán mucho para siempre. Fernando se hacía querer y su muerte fue una puñalada en el ánimo del basket español. Se fue, simplemente, el ¡¡¡MEJOR!!! Eso sí: que nadie olvide que fue el pionero, de la formación de la cantera del Estu, para el provecho, tantas veces ejecutado y a veces de manera ilegal, del “imperio” llamado Real Madrid. Hoy, en el partido Estudiantes-Real Madrid, me he acordado mucho de él y, por ello, escribo estas anécdotas, contadas por su último entrenador de Estudiantes… Para siempre, Fernando Martín Espina.”

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Fernando Martín: 20 años no son nada por José Antonio Jiménez

“Es ya toda una tradición recordar cada tres de diciembre la desaparición del más grande jugador que ha dado nuestro baloncesto, alguien que se fue para siempre un domingo tan frío como desgraciado, que no habría dejado de ser eso, un domingo más si un terrible accidente de tráfico no se hubiera cruzado en el camino de Fernando Martín Espina. No quiero que mis palabras sirvan para glosar la corta pero intensa carrera deportiva de un inconformista, que prefirió calentar el banquillo de los Portland Trail Blazers durante nueve meses antes que ganar todo el dinero del mundo en el baloncesto europeo. Pero siempre es oportuno y necesario repasar alguno de los capítulos de la trayectoria profesional de un hombre que dejó huella en mi generación, un grupo de chavales que comenzamos a amar el deporte de la canasta por su culpa.

A nadie se le escapa que Fernando era un espíritu libre, de los que ya no quedan. Ahora es muy fácil echarle flores a Pau Gasol, convertido por obra y gracia de la mediocridad que recorre las canchas de la NBA en el mejor jugador de su equipo, superando a los Duncan, Odom, Garnett o Wallace de turno (que nadie malinterprete lo que digo sobre uno de los principales culpables del oro logrado por España en tierras asiáticas). A finales de la lejana década de los 80 había que tenerlos muy bien puestos para estar en el 'roster' de uno de los mejores equipos del mundo. Y Martín bien que los tenía. Recuerdo su debut ante los Sonics como si se hubiera producido anteayer, cuando tan cerca están de cumplirse dos décadas de lo ocurrido en el estado de Oregón. Cómo pasa el tiempo, dirán algunos. No porque tuviera la oportunidad de verlo en directo. Desgraciadamente, por aquel entonces no existían ni las plataformas digitales, ni las televisiones privadas habían hecho acto de presencia. Si no por despertarme a las tantas de la madrugada y escuchar por la radio que Mike Schuler apenas le había dado unos míseros segundos (122 para ser exactos) cuando el partido estaba sentenciado, ese espacio de tiempo que tan bien manejan determinados jugadores para maquillar sus estadísticas. Fueran muchos o pocos, uno de los nuestros ya estaba entre los más grandes. Con el valor que eso tenía a finales de la ya algo lejana década de los 80 del siglo pasado.

La de su debut, fue la tónica de toda la temporada. Muchos minutos para los veteranos y migajas para los más jóvenes. Walter Berry, compañero suyo aquel año, no se lo pensó dos veces y se marchó antes de ser presa de un técnico conservador, que no engañaba a nadie con sus planteamientos tan rácanos como respetables. El capitalino lo sabía, pero nunca arrojó la toalla. Pensaba que tenía condiciones suficientes para triunfar, te tarde o temprano le llegaría la oportunidad, por mucho que su rol fuera el de animar a los suyos desde el banquillo. Como la paciencia de un ganador también tiene un límite, regresó a casa días después de que Houston eliminase en primera ronda a su equipo. Fue el punto final a su estancia en Estados Unidos.

Si discreta fue su aventura americana, exitosa se debe calificar su carrera en la selección española, a la que llevó a lo más alto en 1984. Y eso que no pudo jugar al cien por cien el torneo olímpico celebrado en latitudes californianas. Daba igual, pues suplía con garra todo lo que su maltrecha espalda le impedía rendir sobre el parket del desaparecido Forum de Ingelwood. La plata de Los Ángeles, en gran medida, se la debemos a un jugador que también tuvo mucho que ver en la presea conseguida en el europeo de Nantes. Sus ganchos, rebotes, tapones y bloqueos sirvieron para que España se convirtiera en una potencia tras años de dura travesía por el desierto de la mediocridad.

Éxitos con España y triunfos con el Madrid, equipo que pagó 6.000 euros en los albores de los 80 para fichar a un 2.05 por el que se desvivía el Joventut y el Barcelona. Como merengue lo ganó todo. Ligas, Copas, Recopas... Un currículum brillante, cargado de logros y alegrías. También de fracasos, como cuando la Cibona de Zagreb impidió que las vitrinas de la calle Concha Espina guardasen una nueva Copa de Europa. Un tal Drazen Petrovic lo impidió. O aquella Copa del Rey perdida sobre la bocina tras un triple imposible de Nacho Solozábal. Por cierto, merece la pena recordar el día que anotó 50 puntos con el Madrid, cuando apenas llevaba unas semanas a las órdenes de Lolo Sainz. Fue en nuestras antípodas, pero los ecos de aquel hito no tardaron en recorrer nuestra piel de toro.

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Galardones y relaciones de amor-odio con sus entrenadores, compañeros o rivales. No entendía al desaparecido Antonio Díaz-Miguel, pero respetaba sus planteamientos. Con Norris se las tuvo en un sinfín de ocasiones, aunque siempre que se le preguntaba por el ‘center" blaugrana comentaba que ‘pegarse’ con un ganador era un verdadero privilegio. O qué decir de su amistad con Drazen Petrovic, que primero fue enemigo, para ser años más tarde compañero de fatigas. Martín lo ‘tragaba’, pero nunca le perdonó que anotara 63 puntos en la Final de la Recopa del 89, en una actuación tan destacada como individualista. Esa sobredosis de egoísmo le sentó tan mal como si el Snaidero Caserta hubiera superado a su equipo en tierras atenienses.

Tan vivo tengo en la memoria sus numerosas exhibiciones, como la única vez que tuve la oportunidad de verlo en directo. Por mucho que fuera un vulgar bolo estival, mis retinas siempre guardarán sus poco más de una decena de puntos y sus escasos cinco rebotes sobre el humedecido por las altas temperaturas de la capital hispalense parket del vetusto pabellón de San Pablo. Aquello poco o nada tuvo que ver en el triunfo del Madrid sobre el Caja San Fernando, equipo ACB de nuevo cuño en 1989.

Eso sucedió tres meses antes de su inesperada muerte cuando iba camino de la calle Goya para poner su granito de arena, estaba lesionado, desde el banco en el complicado compromiso de sus compañeros ante un CAI que vivía días de vinos y rosas. Su Lancia no le permitió llegar al destino deseado, ni tampoco volver a jugar al baloncesto. Su adiós propició el principio del fin de una sección que sueña con ver la luz tras numerosas años de fracasos continuados. Seguro que desde el cielo intentará que las huestes de Joan Plaza vuelvan a ser las que fueron no hace demasiado tiempo. Y que su hijo, Jan Martín, pueda ganarse un puesto en la primera plantilla merengue (complicado, para que nos vamos a engañar). De conseguirlo, sería su enésima victoria. Ésta desde un lugar en el que sólo tienen cabida los mejores, los más grandes. Y el ‘10’ por antonomasia de nuestro deporte lo era.”

Juan Antonio Casanova, La Vanguardia del 4 de diciembre de 1989. “El rasgo que más me había impresionado siempre de Fernando Martín era que, siendo como era un gran jugador, aparentemente no se divertía jugando. Se le veía en tensión continua, reclamando un pase, exigiendo una falta del rival o protestando por una que le hubieran señalado a él. Esa era la imagen que daba reiteradamente en la cancha, de puertas afuera. Pero sería injusto quedarnos sólo con eso. Fernando Martín era, por encima de los rasgos más controvertidos de su fuerte carácter, un grandísimo jugador de baloncesto. Un líder, un campeón al que casi todos sus rivales respetaban y admiraban. Audie Norris, cuyos duelos con el pivot madridista han jalonado los partidos más importantes de las últimas ediciones de la Liga ACB, le definía ayer como un caballero y calificaba su muerte de un desastre.”

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A los 20 años de la muerte de Fernando Martín. Pepu Hernández y Antonio Martín Espina recuerdan al jugador. Diciembre 2009 

Antonio Martín.-¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social.

Pepu Hernández.- Me acuerdo de la última vez que lo vi. Fui con Belén [su mujer, entonces novia] al Café Belén, y allí estaba... ¿Quién iba a pensarlo? Y no le hemos olvidado.

A. M.- Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años.

P. H.- Recuerdo su llegada al Ramiro. Pensé: "¡Qué pájaro, qué tío, cómo progresa!". Un día, el 'Estu' jugaba entre semana con un equipo de segunda. Vicente Gil y los demás pensaban que era perder el tiempo, Fernando quería superarse... Había dos equipos: Fernando y el resto.

A. M.- Le recuerdo así desde niño. No te dejaba relajarte ni harto de vino. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche.

P. H.- Esa dualidad de ternura...

A. M.- Y brutalidad... Llevaba dentro competir. ¿No sé si la gente lo sabe? Fernando y yo tuvimos de niño, a la vez, reuma en el corazón. Entonces llegó un médico y dijo: "Deben hacer mucho deporte". Y Carmela, mi madre, teniente O'Neil, nos puso firmes. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte. Meneghin llamaba la atención porque era alto y corría a toda la velocidad, una excepción. Fernando fue la excepción española.

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Pregunta.-¿Qué jugador actual le recuerda a Fernando Martín?

A. M.- Reyes, por ese instinto y lucha por el rebote. Aunque Fernando tenía un carácter incomparable.

P. H.- Y un tío así no es gracioso.

A. M.- No era cómodo, no. Por forma de ser, el más parecido ha sido Sabonis, un tío sólido que no va a cambiar ni pide nada. Y, como Fernando, son gente que matan por un amigo. Luego son herméticos, sí. Fernando tenía amigos periodistas, pero no entendía que se metiesen en la vida de su hijo o en la suya. Y no era la época de ahora de seguir a los famosos... Prefiero no hablar de eso y quedarme con todo lo que se cuida su recuerdo, y eso no es común en mi país, que es lo que más quiero.

P. H.- Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse.

A. M.-¡Si se cambiaron las normas para que no pudiese volver a la selección por apostar por la NBA! Por eso yo no pude estar en los Juegos de Seúl con mi hermano, que ha sido lo más doloroso de mi carrera.

P. H.- Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.

A. M.- Se ha dicho que se vendió por querer competir y vivir una experiencia nueva. Quiso probarse y, como él decía, yo ya he tocado a Julius Erving, le he defendido... Por eso fue castigado, duramente castigado.

P. H.- Sí, muy duramente.

A. M.- A la vuelta de la NBA ya no jugaba igual y... No quito mérito a los de ahora y menos con el nivel que tienen Gasol, Rudy, Calderón..., pero hace 20 años pensar que alguien podía jugar en la NBA sin pasar por la universidad americana es como si dices que Pepu y yo nos vamos mañana a la Luna. Impensable. Podía tener todo aquí, fama, dinero y... No tenía un pelo de tonto y sabía el riesgo que entrañaba, pero te aseguro que no se arrepintió nunca.

P.-¿Cómo se vivieron en casa los capítulos históricos: firmar un contrato de más de 100 kilos (de los 80), la NBA, la plata olímpica, los 10 millones que pagó el Madrid al 'Estu'...?

P. H.- No, no, fueron 12.

A. M.- Ah, no tenía ni idea. Todo era muy rápido. Desde que el profe del colegio, técnico del 'Estu', le convence para dejar el balonmano...

P. H.- Y eso que estaba por allí Juan de Dios Román que lo quería.

P.-¿Fernando tendría presente?

A. M.- Sería actual, como una música que no muere, una canción que es de los 70, de los 80, pero yo creo que sonaría perfecto en el baloncesto de ahora. Delibasic era la leche, pero hoy le volarían la cabeza.

P. H.- Hubiese adquirido estrategias, tácticas, para hacerse un hueco en la selección de nuestro tiempo.

A. M.- Ahora hay un jugador, Velickovic, que me llama la atención por la versatilidad. Y Fernando era un poco así. Aguantaría por cabeza y por físico, que no es sólo músculo. Cuando la gente ve a Navarro en chanclas, dirá: "Vaya mierdecilla". Pero los pies de ese chico, su sistema nervioso, lo hacen imparable.

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Madrid visto por Leopoldo Alas –Clarín-

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Leopoldo Alas Clarin

Leopoldo Alas “Clarín” fue un ilustre escritor que nació en Zamora en 1852 y que falleció a los 49 en Oviedo en 1901. Acababa de asomarse al siglo XX. Una lástima porque habría disfrutado más en aquel Madrid que se vislumbraba con la Generación del 98. Vivió en Madrid entre 1871 y 1882, once años, donde habría de fundar una tertulia con su amigo Armando Palacio Valdés en la Cervecería Inglesa de la Carrera de San Jerónimo. A finales de 1885, Clarín regresó a Madrid. Habían transcurrido tres años desde su larga estancia. Las impresiones las plasmó en un relato (Viaje a Madrid, 1886) en el que aflora la vida monótona y tediosa de la ciudad, con los mismos cafés y los mismos clientes que dejan pasar los días sin saber qué hacer. Acaso sea aquella una visión pesimista o despectiva de la vida madrileña, pero era lo que primaba desde su punto de vista. 

Voy muy pocas veces a Madrid

Hay un relato en el que Clarín mostró las que sin duda fueron sus últimas impresiones acerca de Madrid, una ciudad que aunque abandonó pronto con ánimo de no regresar, no cabe duda que añoraba en lo más hondo. Fueron años de esplendor joven y de grandes éxitos periodísticos que tanta fama le reportaron, además de serios disgustos y contratiempos.

“Voy muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo al clima. Después de tantos años de ausencia, he perdido ya en la corte la ciudadanía... climatológica (si vale hablar así, que lo dudo), bien ganada, illo tempore, en la alegre y descuidada juventud. Además... ¿por qué negarlo? La presencia de Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la melancolía del célebre non bis in idem. No; no se es joven dos veces. Y Madrid era para mí la juventud; y ahora me parece otro... que ha variado muy poco, pero que ha envejecido bastante. Marcos Zapata, ausente de Madrid también muchos años, al volver hizo ya la observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad: todo está igual... pero más viejo. Apolo y Fornos pueden ser símbolos de esta impresión que quiero expresar. Están lo mismo que entonces; pero, ¡qué ahumados!... Hay una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje, infeliz burgués vulgar, que no hace más que sentarse a la misma mesa de un café años y años, deja pasar así la vida, siempre igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos espejos... y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No pasó nada más... que el tiempo. Madrid tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego reconozco que en esto habrá mucho de subjetivo...

Una de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los antiguos amigos. Han muerto algunos, pero no muchos; otros están ausentes; pero, los más, en Madrid residen. ¿Por qué no se los ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en la plaza y que interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que discuten a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se encierra el Madrid espiritual propiamente dicho. Algunos son personajes políticos, y tienen que darse cierto tono; otros se han refugiado en el hogar, desengañados de la Agora... Ello es que no los veo por ningún lado. Y los antiguos maestros, aquellas lumbreras en que nuestra juventud creía, porque entonces no se había inventado esta división absurda y grosera de jóvenes y viejos; los grandes poetas, los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos, ¿dónde están? Olvidados del gobierno del mundo y sus monarquías; calentando el cuerpo achacoso al calor de buena chimenea: rodeados de cien precauciones higiénicas: haciendo la vida monástica en un despacho, a que la edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz del viejo que no haya aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto! Sí; casi todos los maestros son ya viejos; salen poco... ¡Qué tristeza! Una de las mayores. Mas, para mí, un consuelo visitarlos.”

 Leopoldo Alas, Clarín

Un viaje a Madrid, 1886

“Canta, musa, las emociones de un exmadrileño, hoy humilde provinciano, que vuelve a la patria de su espíritu después de tres años de ausencia. Amarrado, no a la concha de Venus, como el poeta, sino al imperioso deber de la residencia en una cátedra, como conviene a un prosista, había sentido pasar muchos meses y algunos años y no pocas glorias tan falsas como efímeras, sin ver por mis ojos las maravillas que de la corte contaban los papeles. Y al fin entraba en Madrid por la Puerta de San Vicente, que de par en par se me abría, metido, en compañía de una sombrerera, un paraguas, una manta, un baúl maleta y, valga la verdad, unos chanclos, en el mísero espacio que contiene un coche de punto.

Fue mi observación primera puramente analítica y propia de un escritor naturalista al por menor; noté que los simones parecían nuevos, los caballos algo mejores que los de años atrás, y que los gallegos o faetontes, como se dijo en tiempos más felices, usaban una especie de librea, que daba un aire pseudoaristocrático al vulgo de los alquilones peseteros. La segunda observación, también analítica, se refirió á la Cuesta de San Vicente, que se había convertido en calle empedrada de guijarros puntiagudos. Lo demás, todo era lo mismo que otras veces: á la derecha el palacio real, donde se me antojaba leer sobre las más altas cornisas un inmenso letrero que decía: «Viuda é hijos de Alfonso XII.»

La mañana estaba triste; la lluvia flotaba en el aire en forma de polvo húmedo; todo era gris, del gris de que han de ser los pollinos, según el diccionario; el palacio real me parecía una elegía verdadera, no de las que escriben los poetas falsos cuando se mueren los reyes. Obreros y lavanderas subían y bajaban silenciosos a paso largo; nadie miraba á nadie; todos parecían preocupados con una idea. Se me antojaba que aquellos mismos hombres y mujeres los había visto yo subir y bajar, así, silenciosos, cabizbajos, por aquella cuesta, años atrás, muchas veces, al entrar yo en Madrid como ahora entraba.

Esta primera impresión glacial de un pueblo grande que se vuelve a ver después de una ausencia, es de las que más contribuyen a que la fantasía dé argumentos a la razón para negar el albedrio, para inclinarse a creer por lo menos que la vida social es cosa de maquinaria, y que los hombres damos vueltas alrededor de unos cuantos deseos, como los peces que en una pecera trazan círculos sin fin. Pocas horas más tarde, cuando después de lavarme, vestirme y almorzar entraba en la Cervecería Inglesa, la misma impresión de fatalidad volvió a sugerirme la fantasía: alrededor de unas cuantas mesas de mármol los grupos negros de siempre; periodistas políticos, literatos, bolsistas, vagos y gente indefinible, vestidos todos casi lo mismo, afeitados todos, sin salir de tres o cuatro tipos de corte de la barba, todos con ideas parecidas, con anhelos iguales ; lo mismo, lo mismo que años atrás, lo mismo que siempre.

Casi todos aquellos señores tan pulcros, tan semejantes, tan fáciles de olvidar, querían ser diputados. Se hablaba de Sagasta, de D. Venancio, de Homero, de Cánovas, se repetían cinco o seis ideas de valor parecido al de esos nombres... y vuelta a empezar; el hecho era este: que todos querían ser diputados. Y sorbían el café sin saber lo que hacían. Casi todos estaban pálidos , con una palidez digna de unos amores de Eomeo. ¡Y pensar que aquel espectáculo era diario, y se venía repitiendo años y años, y se repetirá sabe Dios hasta cuándo! Sí, porque llegaría un día en que el establecimiento se cerrase, ó por cesación de industria, ó por causa de derribo, etc., etc., pero ¿y qué? los grupos negros se irían á otra parte á hablar de lo mismo, á pensar lo mismo, á repetir aquellas veinte palabras del repertorio. Tal vez entonces no se hablaría ya de Romero, ni de Cánovas, ni de Sagasta, pero ¿qué importa? se hablaría de otros, y se continuaría queriendo lo mismo: ser diputado. Las generaciones sucedían á las generaciones en este afán inútil, y las unas, desengañadas, al cabo, dispersas, maltrechas, no avisaban á las otras de la vanidad de los esfuerzos, de la ironía de la suerte, de la monotonía del juego. Como los granos del molino resbalan empujándose unos á otros y caen por el fatal agujero para que los aplaste la muela, hombres y hombres, anónimos y anónimos, unos de hoy, otros de mañana, todos muy bien vestidos, todos afeitados, como sí valiese la pena, se atropellaban, se amontonaban, gastaban la vida en aquel afán inconsciente; caían por el agujero, iban á formar parte, en la sombra del olvido, de la plasta general en el subsuelo; y otros venían, en flujo inacabable, á ocupar supuesto, á rodear de negro y de ruido las blancas mesas de mármol, servidos por imperturbables camareros, usureros de la propina, pálidos también, gallegos que cuentan los minutos que aún ha de atormentarlos la nostalgia, no con granos de arena, sino por perros chicos...

Esta clase de ideas y representaciones fantásticas acaban por dar náuseas y jaqueca... «¡Oh! me dije saliendo á la calle, este ascetismo á lo Kempis es una especie de pelo de la dehesa, que se deja uno crecer por allá, y sólo se echa de ver cuando se vuelve a Madrid. En la soledad —y soledad es cierta vida de provincia— el yo crece, crece á sus anchas, y cuando se viene á poblado no cabe en ninguna parte donde hay gente. Así se explica la impresión dolorosa que causa la multitud al solitario. Es que aquí le estrujan y le pisan á uno el egoísmo.» Sin embargo, sea lo que quiera de mis aprensiones nerviosas, es evidente que en Madrid se vive demasiado en el café y que ahora hay demasiados candidatos para los pocos cientos de distritos que puede ofrecer el Gobierno. 

He notado que en nuestra alegre capital, la moda es voluble cuando se trata de usos buenos, y que los vicios arraigan de modo que no hay quien los arranque. Todas sus malas costumbres las atribuye el madrileño al carácter nacional y las conserva por patriotismo. Cuando yo me marché de Madrid hace tres años predominaba, si no en el arte, donde debiera estar el arte, el género flamenco: en los carteles de los teatros se leía: ¡Eh, eh, á la plaza! Torear por lo fino y cosas así, todo asunto de cuernos, chulos y cante; vengo ahora y me encuentro con cante, chulos y cuernos; los carteles dicen: ¡Viva el toreo! ¡Ole tu mare! y gracias por el estilo. Hace tres años los madrileños pasaban seis horas en el café, tres por la tarde y tres por la noche y ahora sucede lo mismo. Hace tres años todos hablaban del libro nuevo sin haberlo leído, y ahora siguen el mismo procedimiento para juzgar las obras ajenas; hace tres años nadie hablaba más que de los asuntos del día, según los exponían y comentaban los periódicos populares, todos esperaban el pan del espíritu de la prensa de la mañana; hoy no pasa otra cosa. La vida de la mayor parte de los madrileños es de una monotonía viciosa que les horrorizaría á ellos mismos si pudieran verla en un espejo.

Todos esos parroquianos del Suizo, las dos cervecerías, Levante, etcétera, etc., me recuerdan á aquel Mr. Parent que Guy de Maupassant nos pinta envejeciendo en un café, sin conocerlo; un día se mira en el espejo, delante del cual se sienta desde hace veinte años y ve que el cristal le devuelve una imagen de la muerte próxima, un rostro descompuesto, un pellejo arrugado, de color de pergamino, una cabeza nevada... ¿qué ha hecho él para envejecer así? Nada, dejar que pase el tiempo entre el ajenjo de la mañana y el ajenjo de la noche... ¡Y cuántos viven así! Entre tanto se inventa el vapor, el telégrafo, el teléfono, la luz eléctrica, la sinceridad electoral, mil maravillas; todo progresa menos el hombre, menos el español, menos el madrileño que ayer se envenenaba noche tras noche con las emanaciones del quinqué apestoso, y ahora palidece y toma aires de cómico bajo la acción del gas, y ya empieza á quedarse ciego gracias a la luz eléctrica... El mundo marcha, es indudable; pero en los cafés hay más ociosos cada día; más ociosos y más candidatos... Por salir de este círculo vicioso de reflexiones, me traslado al día siguiente de mi llegada. Bajo al comedor de la fonda en que vivo y allí veo...”

Azorín, Valle-Inclán y Baroja, solitarios por Madrid

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De los componentes más relevantes de la llamada Generación del 98, se conocen únicamente tres fotos de ellos caminando por Madrid. La de Azorín, la de Valle-Inclán y la de Baroja. Los tres captados en sus paseos por oportunos fotógrafos. Son fotos de extraordinaria expresividad, que no obstante destilan el final de la existencia de los personajes, en un Madrid que quedaba muy lejos del suyo; aquel Madrid de cafés y tertulias de la Puerta del Sol y la calle Alcalá, en las que ellos dominaban plenamente a todas horas, cortejados por una nube de periodistas y escritores, que los ensalzaban y admiraban.

José Martínez Ruiz -Azorín- caminando por la calle Marqués de Casa Riera en dirección a su casa de la calle Zorrilla

José Martínez Ruiz –Azorín- hacia 1950, caminando por la calle Marqués de Casa Riera en dirección a su casa en la cercana calle Zorrilla

La primera de las tres fotos es la de Azorín. Detrás se distingue la iglesia de San José en la calle Alcalá. Azorín camina bastón en mano, abrigo, bufanda y sombrero por la acera de la calle Marqués de Casa Riera. Debe de ser invierno o acaso una fría tarde otoñal. La dirección del sol en la acera delata que es por la tarde. La soledad del escritor es patente en su rostro, lo propio de un hombre que por entonces había perdido a todos sus compañeros de generación y que nada tenía que contar. El escritor seguramente vendría de ver alguna película en un cine de la Gran Vía, tanto como le gustaba desde que regresó de exilio al término de la guerra civil. Iba casi a diario, y de películas escribía en la prensa, que además comentaba a las amistades que venían a verlo a su casa.

Azorín vivía cerca del lugar de la foto: en la calle Zorrilla, donde falleció. Tenía que seguir una treintena de pasos más para desembocar en la calle de los Madrazo, donde torciendo a la izquierda salía a la del Marqués de Cubas, la calle del Turco del atentado a tiros que sufrió Juan Prim una noche de diciembre. Caminando por ella, Azorín salía a la de Zorrilla a mano derecha.

Ramón del Valle-Inclán por el Paseo de Recoletos en direccción a su casa de la calle General Oraa

Ramón del Valle-Inclán hacia 1930 por el Paseo de Recoletos, camino de su casa en calle General Oráa

La segunda de las grandes fotos de los escritores más ilustres de la Generación del 98 es la de Ramón de Valle-Inclán. A saber de dónde venía, aunque sí parece seguro que caminaba en dirección a su casa de la calle General Oráa, número 9, donde vivía con su mujer y sus hijos. No tenía más que recorrer una distancia de poco más de dos kilómetros o de veinte minutos. La bohemia quedaba lejos. Valle-Inclán ya no acudía como antaño a los cafés de la Puerta del Sol, su lugar preferido. El ámbito bohemio lo había enterrado allá por 1910. Atrás dejaba la vida mísera en buhardillas destartaladas, como aquella de que habló Pío Baroja: “Fuimos a la calle Calvo Asensio, donde vivía Valle-Inclán. Don Ramón vivía en un cuartucho pequeño con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche. Tenía en la pared tres o cuatro clavos, en donde estaba colgada toda su ropa. Era un hombre tan fantástico que a pesar de vivir en aquella miseria negra, nos habló seriamente de la servidumbre que tenía.”

Valle-Inclán camina por el Paseo de Recoletos entre árboles, bancos y setos hacia la Plaza de Colón. La mano derecha a la espalda parece la clásica pose, y nada menos real, manco de su brazo izquierdo. La foto fue hecha en 1930 por Alfonso Sánchez García (1880-1953) – el gran Alfonso-, a unos pasos del lugar donde se alza desde 1973 la única estatua pública del escritor en Madrid. Tenía don Ramón 64 años. Seis más tarde falleció de larga enfermedad en un sanatorio de Santiago de Compostela. Fue el único que no murió en su querido Madrid.Y el único de los tres que reposa en la capital es Baroja.   

Pío Baroja pasea por el pinar de El Retiro, muy cerca de su última casa

Pío Baroja en 1950 en uno de sus paseos por El Retiro

Y la tercera foto antológica corresponde a Pío Baroja, ya con muchos años años encima y trastornos de salud, paseando por el Parque de El Retiro a media mañana. Solía acudir a menudo, siempre solo. Distaba el parque unos 500 metros de su última casa en Madrid en la calle Ruiz de Alarcón, número 12, cuarto piso, en la que vivió de 1940 a 1956, hoy Edificio Baroja, próximo a la iglesia de San Jerónimo el Real y de la Real Academia de la Lengua, y aún más cerca, al Salón de Reinos y al Casón del Buen Retiro, supervivientes del palacio de Felipe IV.  A Ruiz de Alarcón hubieron de trasladarse los Baroja tras ser bombardeada a finales de 1936 la casa de tres plantas que tenían en la calle Álvarez de Mendizábal, en el barrio de Argüelles.

La foto de El Retiro fue tomada en 1950 por el prestigioso fotógrafo húngaro Nicolas Muller (1913-2000), instalado en Madrid en 1947. Era otoño o invierno, o por lo menos hacía frío, lo que se desprende de su atuendo, aunque por otras imágenes en su casa y por las impresiones de su sobrino Julio Caro Baroja, el escritor siempre se quejaba de que tenía frío, hasta el punto de escribir pluma en mano con abrigo, bufanda y boina. Antaño, siempre hacía frío en casi todas las casas. Baroja solía acudir a ese extremo de El Retiro, aislado y solitario, presidido por esbeltos y enhiestos pinos, que entonces como hoy cabe encontrar entre la Fuente del Ángel Caído y las calles Alfonso XII y Claudio Moyano.

“Don Pío, colóquese ahí, un poco a la derecha, donde le dé el sol…”, le diría Muller. Él obedeció de buena gana, satisfecho de que aún lo reconociesen en la calle en aquella España de posguerra. Sin duda es la mejor fotografía del escritor en la etapa postrera de su existencia. Hay otras en la casa, pero esta guarda el mejor y más auténtico espíritu andariego del escritor, que lo llevó a descubrir y plasmar las barriadas más míseras de la ribera del Manzanares a finales de siglo XIX.

Escultores catalanes en Madrid

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La Gloria y los Pegasos de Agustín Querol. Réplicas en bronce de Juan de Ávalos. Ministerio de Fomento. Madrid 

Madrid, como cualquier otra capital o ciudad, cuenta con muchas esculturas y monumentos públicos en calles, plazas, parques y fachadas de edificios, cuyos autores son de todas las procedencias españolas, aunque en esta ocasión lo que interesa resaltar aquí es la nutrida representación escultórica de artistas venidos de Cataluña, algunos solo un tiempo corto en la capital para ultimar sus obras, mientras que otros se quedaron años e incluso toda la vida. 

Generalmente, la gente conoce y admira esas obras de arte en Madrid, pero son pocos los que prestan atención a los autores y mucho menos a su procedencia. Hubo en Madrid escultores de todas las regiones, pero cabría asegurar que los más relevantes y tal vez mayoritarios fueron los catalanes. Eso llama poderosamente la atención. No puede asegurarse que estén todos aquí, pero sí los principales, ni tampoco todas sus obras, en tanto algunas figuran en museos, palacios e instituciones. Es este, pues, un homenaje a aquellos hombres que tanto hicieron por Madrid. (Todas las fotografías aquí mostradas son propias)

 Joan Vancell Puigcercós

(1848-1900)

Miguel de Cervantes por Joan Vancell. Biblioteca Nacional

Arias Montano por  Joan Vancell. Biblioteca Nacional--------------------------------- 

Pedro Carbonell Huguet

Sarriá, 1850- Barcelona, 1927

Luis Vives por Pedro Carbonell. BNE

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Julio Antonio Julio Antonio Rodríguez Hernández

Mora de Ebro, Tarragona, 1889- Madrid, 1919

Ruperto Chapí por Julio Antonio. El Retiro

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Juan Figueras

Joan Figueras Vila

Gerona, 1829- Madrid, 1881

Pedro Calderón de la Barca por Joan Figueras Vila. Plaza Santa Ana

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Luciano y Miquel Oslé

Miquel Oslé y Sáenz de Medrano

Barcelona, 1879- Barcelona, 1960

Jacinto Verdaguer por Miquel Oslé. El Retiro

Grupo la Estrella por Miquel Oslé y Luciano Oslé. Gran Vía  -----------------------

Jerónimo Suñol

Jerónimo Suñol Pujol

Barcelona, 1840- Madrid, 1902

Cristóbal Colón por Jerónimo Suñol. Madrid

 Reloj Banco de España por Suñol. Madrid

Escudo Banco de España. Jerónimo Suñol

 Escudo Palacio de Linares por Jerónimo Suñol

 Marques de Salamanca por Jerónimo Suñol

Leopoldo 0'Donnell por Jerónimo Suñol  -----------------------------

Manuel Fuxá Manuel Fuxá y Leal

Barcelona 1850- Barcelona, 1927

Las Ciencias de Manuel Fuxá. El Retiro

Lope de Vega por Manuel Fuxá Leal. BNE

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Agustín Querol

Agustín Querol Subirats

Tortosa, 1860- Madrid, 1909

FRancisco de Quevedo por Agustín Querol. Madrid  Frontón BNE por Agustín Querol

 Mausoleo Antonio Cánovas del Castillo por  Agustín Querol

 Claudio Moyano por Agustín Querol

 La Gloria por Agustín Querol. Madrid

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Miquel_Blay_Fabregas Miguel Blay Fábregas

Olot, Girona, 1866- Madrid, 1936

Relieve de Alfonso XII. El Retiro por Miguel Blay 

El Abrazo por Miguel Blay. El Retiro 

Ángel Pulido por Miguel Blay. El Retiro

 Federico Rubio y Galí por Miguel Blay

 Monumento a Mesonero Romanos por Miguel Blay

 Matrona del Vitalicio. Calle Alcalá por Miguel Blay

 Monumento a Cuba. Matrona por Miguel Blay

 Al Doctor Cortezo. El Retiro

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Josep_Monserrat Josep Montserrat Portella

Barcelona, 1860- Barcelona, 1923

El Ejército. Monumento a Alfonso XII. Retiro

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Manuel Oms Canet

Barcelona, 1842- Barcelona, 1889

 Monumento a Isabel la Católica. Paseo Castellana

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Josep Clará Josep Clará Ayats

Olot, 1878- Barcelona, 1958

La Industria. El Retiro. Josep Clará

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Antonio Alsina Antonio Alsina Amils

Tárrega, Lérida, 1864- Barcelona, 1948

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

Teresa de Jesús por Antonio Alsina. BNE

 Tirso  Molina por Antonio Alsina. BNE

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antonio coll pi Antonio Coll Pi

Barcelona, 1857- Santiago de Chile, 1942

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

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Antonio Parera Antonio Parera Saurini

Barcelona, 1868- Barcelona, 1946

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

Amorcillos Fuente Cibeles. Izq, escultor Miguel Ángel Trilles. Der Antonio PareraAmorcillo de la Fuente de Cibeles, de pie con caracola, obra de Antonio Parera

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Antonio Sola Antonio Solá Llansas

Barcelona, 1780- Roma, 1861

  Capitanes Daoiz y Velarde

 

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José María Subirachs Josep María Subirachs Sitjar

Barcelona, 1927- Barcelona, 2014

 

Al otro lado del muro por Subirachs. Madrid

 Iris. Plaza de Colón. Madrid

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Pedro Estany Capella

Castelló de Ampurias, Gerona, 1865- Madrid, 1923

 Mausoleo Antonio Ríos Rosas. Madrid

 Ave Fénix. Metrópolis. Madrid

 Federico Chueca. El Retiro--------------------------

Andrés Aleu Teixidó Andrés Aleu Teixidó

Tarragona, 1832- Barcelona, 1901

 

3909814474_b7822ee274_o ------------------

Pablo Gibert Roig

Tarragona, 1853- ?

 General Baldomero Espartero. Madrid

Relieve monumento a Marqués del Duero. Paseo Castellana

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José Alcoverro Josep Alcoverro Amorós

Tivenys, Tarragona 1835- Madrid, 1908

 

San Isidoro de Sevilla. BNE

 Alfonso X el Sabio. BNE

 Cariátide Ministerio de Fomento

 Alonso Berruguete por Alcoverro. Madrid

 Francisco Piquer Rudilla. Madrid

 Agustín Argüelles. Madrid

 Portada edificio Banco Hispano Americano. Pl. Canalejas. Madrid

 Portada Banco Hispano Americano. Pl. Canalejas. Madrid

Monumento a Alfonso XII. El Retiro-----------------------------------

Frederic Marés Frederic Marés Deulovol

Portbou, Gerona, 1893- Barcelona, 1991

Monumento a Eugenio d'0rs. Paseo del Prado

 Relieve La Industria. Calle Alcalá. Madrid

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La Puerta del Sol con el paso del tiempo

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 Puerta del Sol en la actualidad (Foto propia)

Puerta del Sol de Madrid hoy en la actualidad (Foto propia)

De la Puerta del Sol se conservan cientos de fotos antiguas, buena parte de las cuales fueron efectuadas por fotógrafos afincados en la ciudad. Sol es el lugar más conocido de Madrid, muy por encima de otros entornos como la calle Alcalá o la Plaza de Cibeles. Esta selección de fotografías antiguas procura atenerse a una ordenación aproximada cronológica, pero dadas las frecuentes imprecisiones con respecto a años concretos, no niego que haya errores por mi parte. Pero no importa tanto como observar de golpe y seguido una selecta muestra de lo que fue la vida de la Puerta del Sol, siempre entrañable… y triste también viendo a tanta gente anónima, desaparecida, paseando por la plaza. 

1-1854

La foto más antigua es de1854, hecha desde c/Mayor. Las casas de Sol todavía se ven casi alineadas con las de la calle Alcalá. Seguía en pie la iglesia del Buen Suceso, con el reloj que luego pasó a la Real Casa de Correos.

 

1857 La gran reforma aún no había comenzado. Una sola farola para la única de toda la plaza. En primer plano, la iglesia del Buen Suceso, ya escombros. Su reloj acababa de ser instalado en el pequeño torreón.

1858 Se distingue bien la casa anterior a La Mallorquina entre las calles Mayor y Arenal. Todavía estaba en pie el Palacio de Oñate en c/Mayor. Las obras de ampliación y derribos seguían sin empezar. El entorno no era más que una calle algo más ancha.

Puerta del Sol de Madrid

El nuevo aspecto de Sol tras la gran reforma. Donde la iglesia del Buen Suceso está ahora el edificio que se hizo famoso como Hotel de París, con el Café de la Montaña en sus bajos, hoy tienda Apple. El reloj de la iglesia todavía en el tosco torreón. La fuente del surtidor, justo en medio, se halla hoy arrumbada en la entrada de la Casa de Campo. También estuvo en Cuatro Caminos.

 

La fuente en medio de la Puerta del Sol, vista desde el comienzo de la calle Carretas.

 

Convivencia entre tranvías eléctricos y de tracción animal. En primer plano, una diligencia de viajes, cuya terminal estaba al comienzo de la calle Alcalá. La fuente aún aguantaba. Al fondo, el torreón de La Equitativa. La proliferación de toldos en las tiendas y cafés no dejaba un solo hueco, sin duda lo más antiestético entonces.

 

La Puerta del Sol se muestra aquí en un ámbito de tránsito histórico. Los viejos tranvías de tracción animal iban cediendo el puesto a los primeros eléctricos. No se veía todavía ni un solo automóvil. Tampoco había llegado el Metro, pues falta el templete de Palacios Ramilo. La fuente del chorro,la pobre, había sido desmantelada, seguramente para ganar espacio.

 

 Aquí ya parece que los tranvías de animales no se ven. Sigue sin haber automóviles, pero sí carruajes de paseo y de carga. La gente cruzaba la plaza por donde le venía en gana.

 

Las múltiples vías de los tranvías, hacia una calle y otra, tenían que ser hasta cierto punto casi laberínticas, lo que evidencia la concentración excesiva de líneas. Unos y otros tenían que ceder el paso a simple vista, y como siempre. la gente siempre por medio.

 

Se distingue bien el templete del Metro entre coches de caballos y tranvías. Al fondo, el torreón de la Casa Allende. Entre esas personas, muchas como siempre en Sol, bien podían estar Pío Baroja o Valle-Inclán.

  En la acera de la izquierda, justo al lado de la entrada a la calle Carretas, se hallaba la Librería San Martín, donde en 1912 asesinaron de dos tiros a José Canalejas.

 

 Edificio central de la Puerta del Sol, que ocupó desde siempre el Gran Hotel de la Paix, entre las calles Preciados y Carmen, el único con el antiguo de Gobernación, al que se puede dar la vuelta completa.

En esta foto ya se ve el nuevo y definitivo torreón del reloj de la Casa de Correos, ya entonces Ministerio de Gobernación. A la derecha del reloj, la torre de la central distribuidora de líneas telefónicas.

En el centro, el templete del Metro rodeado de tranvías hacia las calles Carretas y Alcalá. Predominaban los coches de caballos particulares y algún vehículo de motor.

La torre del reloj tenía aquí el mismo aspecto de hoy día. 

 

 Sobre ese edificio se alza hoy el letrero luminoso del Tío Pepe. Era el hotel de la Paix.

El templete lo siguen admirando muchos hoy, pero tampoco era gran cosa. Mejor el de la Red de San Luis, también Palacio Ramilo.

A unos pasos del templete se sitúa hoy la estatua ecuestre de Carlos III. Los gruesos postes blanquecinos del tendido eléctrico de los tranvías, semejaban farolas descabezadas.

Ese exceso de postes tranviarios, aunque inevitable, era de efectos antiestéticos, como hoy las señales de la circulación. A la iz. sobre las Casas de Cordero, todavía intacto el torreón de teléfonos.

 Los primeros automóviles a motor ya empiezan a verse por Madrid, lo que no sería hasta 1905 en que se circulaba por la izquierda. Sol parecía una plaza peatonal, y fue todo lo contrario.

 

 

 

Predominio de vehículos motorizados y algunos tranvías que anunciaban Coca-Cola. Un ciclista, el primero que se ve en Sol.

 

En medio de la plaza la gran isleta del templete. La circulación era ya por la derecha. Al fondo, las cuadrigas del Banco Bilbao.

 

Ya se veían semáforos. Al fondo, el hotel París y más lejos, el torreón de la Casa Allende en la Plaza de Canalejas. Las farolas, una maravilla; alguna se ve por El Retiro.

Esos autobuses urbanos eran eléctricos, con su trole encima. Ni rastro de los antiguos raíles. El primero se disponía a coger la Carrera de San Jerónimo y el otro iría o a Arenal o Mayor.

 Primera reforma de la Puerta del Sol en torno a 1950 con las isletas de fuentes y jardines del arquitecto Manuel Herrero Palacios, que no habrían de durar. Ya circulaban los autobuses de motor de dos pisos. El torreón de la Casa de Cordero se ve con su aspecto actual.

 

El oso y el madroño ya se había colocado. Debía ser el año 1965. Los jardines centrales no tenían trazas de que fuesen a permanecer mucho tiempo.

 

  El viejo edificio de Correos hacía unos cuantos años en que se había transformado en DGS de triste recuerdo para tanta gente perseguida.

Y la Puerta del Sol seguía siendo el corazón de Madrid. Lo sigue siendo. Las reformas no se detuvieron nunca y hoy vuelve a hablarse nuevos cambios.


A Felipe III y a Felipe IV

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Felipe III. Plaza Mayor (Foto propia)

Poema al rey Felipe III por Francisco de Quevedo

Escondida debajo de tu armada,
Gime la mar, la vela llama al viento,
Y a las Lunas del Turco el firmamento
Eclipse les promete en tu jornada.
Quiere en las venas del Inglés tu espada
Matar la sed al Español sediento,
Y en tus armas el Sol desde su asiento
Mira su lumbre en rayos aumentada.
Por ventura la Tierra de envidiosa
Contra ti arma ejércitos triunfantes,
En sus monstruos soberbios poderosa;
Que viendo armar de rayos fulminantes,
O Júpiter, tu diestra valerosa,
Pienso que han vuelto al mundo los Gigantes.

 

Felipe IV. Plaza de Oriente (Foto propia)

Poema al rey Felipe IV por Pedro Calderón de la Barca

¡Oh tú, temprano sol que en el oriente
de tus primeros años has nacido
coronado de luz resplandeciente,

salve! Y en tanto que a tu grato oído
de mi voz, por cantarte, los acentos
labios son de metal contra el olvido,

con presagios de ilustres vencimientos
escucha el fin que a tu principio encierra,
rendidos a tus pies los elementos.

La tierra te consagra el que a la tierra
sujetó, cuando, próvida en su celo,
los líquidos tesoros desencierra,

y, lloviendo al revés, salpicó el cielo,
desangrando a Neptuno en rica fuente
por venas de cristal sangre de hielo.

El mar te rinde aquel cuyo tridente
tantas veces venció su orgullo fiero,
segunda vez a límite obediente,

aquel del mar Neptuno verdadero,
que en varias partes no se distinguía
cuándo segundo fue, cuándo primero.

Del dulce viento la región vacía
favorable te ofrece aquella ave
que en éxtasis de amor vientos bebía.

Ave amorosa, pues, que con suave
pluma llegó hasta el sol, en su sosiego
volando dulce y suspendiendo grave.

El fuego te asegura el que del fuego
nombre tomó, y el luminoso espacio
arrebatado vio, turbado y ciego.

Vive, ¡oh Felipe! en celestial palacio,
pues a tu admiración el cielo atento,
la tierra te da Isidro, el fuego Ignacio,
Francisco el mar, cuando Teresa el viento.

 

La culebra o el dragón de la Puerta Cerrada

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Dragón en un escudo de la Casa de la Villa. Madrid

Dragón en un escudo de la fachada de la Casa de la Villa. El más logrado de Madrid (Foto propia) 

Juan López de Hoyos: “Siendo yo de pocos años, me acuerdo que el vulgo llamaba a esta puerta Puerta de la Culebra, por tener un dragón labrado bien hondo”.

Todas las ciudades cuentan con mitos y leyendas en torno a sus fundaciones, en un intento por buscar unos orígenes donde no los hay. Unos perduraron amparados en cierta verosimilitud y otros en cambio intentaron progresar en la imaginación de algunos hasta disiparse con el tiempo o con la intercesión de estudios que tumbaron lo insostenible. Con respecto a Madrid, hay acuerdo unánime en que su origen fue un modesto enclave musulmán del siglo IX, ubicado en el entorno del actual palacio real, cuya existencia acabó en 1083 con la entrada victoriosa de Alfonso VI de Castilla. Desde entonces, el nuevo Madrid medieval y cristiano se constituyó en torno a la Plaza de la Paja, donde acabaron edificándose los palacetes más señoriales, como los de Vargas y Lasso de Castilla, entre otros. La ciudad había crecido considerablemente y hubo que cercarla con una muralla en la que se abrieron varias puertas. Una de las más utilizadas por la gente acabó popularizándose como Puerta Cerrada, y estaba situada donde hoy se alza la gran cruz de la plazuela del mismo nombre, uno de los lugares más genuinos de la villa y corte.

Aquella puerta alcanzó fama inusitada entre todas las demás por los riesgos que entrañaba para los transeúntes que salían o que entraban por el viejo camino de Atocha. La mala fama de aquella puerta no fue por otra causa que por una mala construcción del pasadizo que superaba el foso entre recodos y altos muros, circunstancia que fue aprovechada por gente desalmada dispuesta a asaltar a quien osase pasar en los momentos de peor luz. Se hicieron varias reformas para darle solución, pero siempre insuficientes, por lo que el problema seguía igual, hasta que finalmente hubo de ser clausurada definitivamente. No hay acuerdo unánime en el origen del nombre: en si era por lo cerrado del paso de la puerta o porque la cerraron las autoridades.

Cruz de Puerta Cerrada (Foto propia)

El propio Juan López de Hoyos, vecino de la plaza donde estaba la puerta y hoy la cruz de demarcación de 1783, la había descrito así: “Era angosta y recta al principio, haciendo luego dos revueltas, de suerte que ni los que salían podían ver a los que entraban, ni éstos a los de fuera.”Gerónimo de la Quintana, decano de los cronistas de Madrid, dijo más o menos lo mismo: “Se llama Puerta Cerrada porque como era tan cerrada y tenía tantas revueltas, se escondía allí de noche gente facinerosa, que robaba y capeaba a los que entraban y salían por ella, sucediendo muchas desgracias con ocasión de un peligroso paso que había para acceder a la cava, que era muy honda, de suerte que nadie se atrevía a entrar o salir por ella ni aun de día, y por ello se cerró, estándolo durante algún tiempo, hasta que poblándose de la otra parte, se tornó a abrir para la comunicación del arrabal y de la Villa.”

La puerta era la más concurrida de Madrid, puesto que enlazaba con el camino de Atocha. Una vez traspasada y salvado el foso, los caminantes se dirigían por la actual calle de la Colegiata a la Plaza de Tirso de Molina, para continuar por la de la Magdalena hasta salir al ensanche de Antón Martín donde se fundía al camino principal que descendía de la Plaza Mayor a la Virgen de Atocha, es decir, la actual calle Atocha al Paseo del Prado.

Pero el estado de la puerta fue independiente de la imaginación de Juan López de Hoyos (1511-1583) el día que determinó escribir en sus crónicas urbanas que en la parte superior figuraba grabada una culebra, que incluso dibujó, y que algún tiempo después, pareciéndole insuficiente, convirtió en un dragón, siempre más atrayente para sus intereses. Aquel personaje, humanista y clérigo de la parroquia de San Andrés, profesor además de Miguel de Cervantes en la Casa del Estudio de la Villa, muy cerca de la calle Mayor, escribió: “Entre las antigüedades que evidentemente declaran la grandeza y fundación antigua de este pueblo, ha sido una la que en este mes de junio de 1569 años, por desembarazar la puerta Cerrada, derribaron, y estaba en lo más alto de la Puerta, en el lienzo de la muralla labrado en piedra berroqueña, un espantable y fiero dragón, el cual traían los griegos por armas y las usaban en sus banderas.” Tal fue su poder de convicción, acentuado por la credulidad e ignorancia de las autoridades municipales, que el dragón acabó dos siglos y medio después en el escudo oficial de la villa. Es decir, desde 1822 hasta 1967, juntamente con el oso y el madroño. Así se definió con toda pomposidad: "Dragón alado de oro en manteledura sobre campo azul y una corona cívica sobre campo de oro en la punta concedida por las Cortes de 27 de diciembre de 1822 formado de trenzado de guirnalda de hojas de roble y banda carmesí".

Otros personajes como Tirso de Molina y Lope de Vega se refirieron a la Puerta Cerrada, pero no a culebras ni dragones, por lo que hay que entender que desconocían las fabulaciones del clérigo de San Andrés.

“Como Madrid está sin cerca,

a todo gusto da entrada.

Nombre hay de Puerta Cerrada,

mas pásala quien se acerca”.

(Tirso de Molina)

 

“¿Cuál esuna puerta que, cerrada,

entran y salen, sin cuento,

cuantos quieren cada día?”

  Responde la doncella Teodor:

“La misma que en ese pueblo

llaman Puerta Cerrada”

(Lope de Vega)

 

El dragón en el escudo oficial de Madrid

Jardines de Sabatini. Madrid

Escudo de Madrid en los Jardines de Sabatini (Foto propia)

 

El dragón fantástico que llegó al escudo de Madrid

Dragón del antiguo escudo de Madrid, en un lateral de La Fuentecilla de la calle Arganzuela (Foto propia) 

  Puerta Madrid del Retiro

El dragón en una puerta de El Retiro (Foto propia)

 

El más grande de los dragones de Madrid (Foto propia)

El dragón mayor de Madrid está en La Fuentecilla, calle Arganzuela (Foto propia)

 

Escudos de la Casa de la Villa (Foto proia)

Escudos antiguos de Madrid en la fachada de la Casa de la Villa (Foto propia)

 

Bolsa de Madrid (Foto propia)

 Escudo en la Bolsa de Madrid (Foto propia)

 

Calle de la Travesia del Reloj (Foto propia)

 Travesía del Reloj (Foto propia)

 

Casa de Fieras del Retiro (Foto propia)

 Entrada a la antigua Casa de Fieras del Retiro (Foto propia)

 

Casa de Socorro. Calle Navas de Tolosa (Foto propia)

   Casa de Socorro de la calle Navas de Tolosa (Foto propia)

 

Teatro Reina Victoria (Foto propia)

Teatro Reina Victoria en Carrera de San Jerónimo (Foto propia)

Amadeo I en Madrid

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Amadeo I de Saboya

“El 2 de enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya. En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Juan Prim, que le habían buscado y traído para felicidad de estos abatidos reinos”.

(Benito Pérez Galdós)

1868 fue año decisivo en España con la marcha al exilio de Isabel II. La gobernación del país pasó a manos de varios generales al mando de Serrano, que no tardaron en convocar Cortes Constituyentes que proclamaron la Constitución de 1869, que estableció la monarquía como régimen estatal, pero no borbónica, por lo que hubo de buscar un monarca en el extranjero, y entre los varios candidatos que se consideraron más idóneos se eligió finalmente al joven Duque de Aosta, Amadeo de Saboya, natural de Turín (1845-1890) e hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia.

El mandato del Congreso se aprestó a enviar una comisión parlamentaria a Italia; a Florencia, donde se hallaba Amadeo, quien aceptó la elección como rey constitucional de España. Aquello fue el 4 de diciembre de 1870, abandonando Italia hacia España por el puerto de La Spezia, de donde se embarcó con rumbo a Cartagena, adonde llegó el mismo 30 de diciembre, fecha dramática por haber sido asesinado en Madrid su principal valedor el general Juan Prim. De Cartagena se dirigió Amadeo en tren hacia Madrid, adonde llegó a la Estación de Atocha el 2 de enero de 1871, como bien indica el comienzo del relato de Pérez Galdós. Nada más pisar Madrid, Amadeo se dirigió a la basílica de la Virgen de Atocha, donde estaba expuesto el cadáver de Juan Prim. Acto seguido se desplazó por el Paseo del Prado a la Plaza de Cibeles, de donde pasó al Ministerio de la Guerra, donde dio el pésame a la viuda del general. Al principio todo fueron parabienes, pero la campaña de hostilidad hacia el nuevo monarca no cesaría hasta agotar su paciencia en menos de tres años y enviar a las Cortes su histórica carta de renuncia al trono. Su reinado se extendió de 1870 a 1873. Cómo fueron aquellas primeras horas en Madrid, lo relató con acierto y amenidad Pérez Galdós.   Amadeo parte para Cartagena del puerto de La Spezia

Benito Pérez Galdós: “El 2 de enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya, hijo del llamado re galantuomo, Víctor Manuel II, soberano de la nueva Italia. En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Juan Prim, que le habían buscado y traído para felicidad de estos abatidos reinos. Como los españoles no habíamos visto, en lo que iba de siglo, Rey ni Roque a la moderna, más arrimados a la libertad que al feo absolutismo, ardíamos en curiosidad por ver el cariz, el gesto, la prestancia del que nos mandaba Italia en reemplazo de los en buen hora despedidos Borbones.

Entró don Amadeo a caballo, con brillante escolta, y su persona despertó simpatías en el pueblo... Varios amigos, de quienes hablaré luego, nos situamos en la esquina de la calle del Turco, palacio de Valmediano, orilla baja del Congreso, y le vimos muy a gusto desde que apareció por el Paseo del Prado y embocó el repecho que llaman Plaza de las Cortes. Saludaba con graciosa novedad, extendiendo ceremoniosamente el brazo al quitarse el sombrero. Uno de los amigos que me acompañaban aseguró que aquel era el saludo masónico en su expresión castiza, y sólo por este detalle vio en el Rey entrante una esperanza de la Patria.

Amadeo llega a Madrid a AtochaA todos pareció don Amadeo gallardo, y animoso hasta la temeridad. Y que el hombre tenía los riñones bien puestos y un cuajo formidable, se demuestra con decir que de una monarquía juvenil le traían a reinar en una vieja monarquía, devastada por la feroz lucha secular entre dos familias coronadas. Verdad es que España se sacudió a entrambas como pudo; pero una y otra dejaron en los repliegues del suelo cantidad de huevecillos que el calor y las pasiones de los hombres cluecos, aquí tan abundantes, habrían de empollar más tarde o más temprano. Venía el buen príncipe de un país en que el pueblo y sus reyes recíprocamente se amaban, y entraba en este, recocido en el hervor de las opiniones, amante tan sólo de irisados ideales, o de vagas incógnitas que sólo podría despejar el tiempo.


Amadeo ante Prim

Y por si no estuviera bien probado el valor del chico de Saboya, la fatalidad le sometió a mayor prueba. Al llegar a Cartagena, diéronle, para hacer boca, la noticia del asesinato y muerte de Prim, que le había traído a reinar en este manicomio. Mostrose apenado y sereno el príncipe al recibir este jicarazo... Su arribo a España en momentos trágicos, no carecía de romana grandeza. La Historia, que aún no tenía nada que decir del nuevo Rey, señaló aquel primer paso, puesta la mano en el esforzado corazón del hijo de Víctor Manuel.

En el trayecto por ferrocarril desde Cartagena a Madrid no llegaron a don Amadeo calurosas demostraciones populares. Diéronle la bienvenida caciques inveterados en la adulación, y alcaldes de real orden que lo mismo habrían festejado al Moro Muza si el Gobierno se lo mandase. Llegó a Madrid la Majestad saboyana, y de la estación fue al santuario de Atocha, donde visitó a Prim muerto y amortajado de uniforme entre hachones; y cuando el Rey, con mudo estupor y recogimiento, contemplaba el embalsamado cadáver, este le dijo: «Aprende de mí la inseguridad de las grandezas humanas. Vienes a reinar en España traído por Prim. Pues aquí tienes a tu Prim... Ya no soy más que un nombre, un despojo mortuorio, un tema para que algún sabio cuente lo que hice y lo que no he podido hacer. Creíste encontrar un hombre, y sólo soy una leyenda... una ráfaga de gloria, un frío mármol quizás y una biografía... Arréglate como puedas, hijo. Consulta el corazón del pueblo, y al son de los latidos de este pon los del tuyo. Para poseer el arte de reinar, aprende bien antes la ciudadanía. El buen Rey sale del mejor ciudadano...».

Amadeo da el pésame a la viuda de Juan PrimOído esto, o pensado (es un suponer), don Amadeo hizo su oficial entrada en la Villa y Corte con la arrogancia caballeresca que le captó la querencia y agrado de los madrileños. Después de jurar en las Cortes, siguió su camino, entre soldados y apretada muchedumbre, prodigando el quita y pon del tricornio, que mi amigo llamaba saludo masónico. Los que gozamos de aquel lindo espectáculo éramos cinco: Córdoba y López, federal exaltado y escritor valiente; Emigdio Santamaría, furioso propagandista republicano; Mateo Nuevo, otro que tal, revolucionario de acción, que a la idea consagraba toda su actividad y toda su pecunia: los dos restantes, inferiores sin duda en edad, saber y gobierno, nos habíamos conocido y tratado en una casa de huéspedes donde juntos hacíamos vida estudiantil.

Él era guanche y yo celtíbero, quiere decir que él nació en una isla de las que llaman adyacentes, yo en la falda de los Montes de Oca, tierra de los Pelendones; él despuntaba por la literatura; no sé si en aquellas calendas había dado al público algún libro; años adelante lanzó más de uno, de materia y finalidad patrióticas, contando guerras, disturbios y casos públicos y particulares que vienen a ser como toques o bosquejos fugaces del carácter nacional. A mí también me da el naipe, por las letras; pero carezco de la perseverancia que a mi amigo le sobra. Ambos, en la época que llamaré amadeísta, matábamos el tiempo y engañábamos las ilusiones haciendo periodismo, excelente aprendizaje para mayores empresas. Y no digo más por ahora, reservándome, con permiso del bondadoso lector, el nombre de mi amigo y el mío.

Amadeo-y-su-esposa-aclamado-en-las-callesVisto el paso del Rey, divagamos por las calles, recogiendo de las bocas y de las caras de la muchedumbre la impresión del suceso, y debo declarar honradamente que el príncipe italiano, traído a ocupar el trono vacío de los Borbones, había entrado en la capital del Reino con buena sombra. Las mujeres encomiaban al Rey forastero por su garbo y su valor sereno, y los hombres, en general, le veían como una esperanza engarzada en una novedad. Lo nuevo lleva siempre ventaja sobre lo gastado y caduco. La medicina desconocida consuela al enfermo, ya que no le cure, y el cambio de amo trae algún alivio a los que sufren miseria y esclavitud. Los amigos que desde la tribuna de periodistas del Congreso presenciaron la sesión solemnísima de las Constituyentes cuentan que el nuevo Rey, bien plantado, la derecha mano sobre el corazón, pronunció con voz entera el Sí juro, sanción elemental de su investidura y primer aliento de su reinado. Respondiole con fervientes aclamaciones la turbamulta que llenaba el salón, voces que fueron ¡ay!, el estertor de las Constituyentes, pues con aquel hálito expiraron y se desvanecieron en la Historia, dejando tras sí un rastro glorioso. En el propio instante feneció también la discreta Regencia ejercida por Serrano desde que la Democracia se hizo monárquica por el voto de los más, hasta que el Principio se hizo carne en la persona del hijo de Víctor Manuel...

Al salir del Congreso, el Rey alteró la carrera y ordenamiento de su marcha triunfal, volviendo al Prado para dirigirse a Buenavista. No quería entrar en su casa sin visitar a la viuda de Prim, Condesa de Reus y Marquesa de los Castillejos, doña Francisca Agüero. La visita fue breve y patética, según nos contó Ricardo Muñiz en la misma tarde del día 2. Don Amadeo besó la mano de la desolada señora y abrazó a los huérfanos. Ni él pudo hablar largo por su escaso dominio de la lengua castellana, ni la viuda tampoco, porque la intensidad de su dolor le entorpecía la palabra... De Buenavista subió el Rey por la calle de Alcalá, saludando y saludado con afectuosa cortesía.

Amadeo en las Cortes

Buenos observadores éramos para saber apreciar el momento político por el adorno de los balcones de la carrera. Las irreductibles formas de opinión hablaron aquel día claramente, aquí con las profusas percalinas, allá con la ausencia de toda clase de trapos manifestantes de una idea. Un amigo muy despierto, de filiación moderada, Juanito Valero de Tornos, nos hizo notar que los palacios de Medinaceli y Villahermosa en lo más bajo de la plaza de las Cortes, no habían colgado sus elegantes reposteros. También faltaban los tapices en la casa de Miraflores, Carrera de San Jerónimo, y en la de Oñate, calle Mayor. El veto del alfonsismo era, pues, terminante. Yo me permití decir a nuestro amigo que más significativo que aquel veto era el de los federales, bien manifiesto en innumerables balcones desnudos, y él respondió burlándose: «Poco significa la opinión de la cofradía sinalagmática, conmutativa, bilateral, que muerto Prim, ya no podéis tocar pito ni flauta». Uno de los nuestros le dijo: «Tocaremos lo que nos acomode, y vosotros el cuerno». Y el otro replicó: «Sí, sí, el cuerno de Hernani».

Revista La Fla. La situación española en tiempo de Amadeo I

12 caballos de Madrid

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Caballos por Madrid, en bronce y en piedra, todos con jinete salvo dos. No están todos, pero los doce seleccionados representan debidamente a tan bello animal y a los escultores que los plasmaron con su fortaleza y elegancia. Todas las fotos son propias.

 

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Francisco de Quevedo se burló del Manzanares

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Manzanares, Manzanares,
arroyo aprendiz de río,
practicante de Jarama,
buena pesca de maridos.

Muy hético de corriente,
muy angosto y muy roído,
con dos charcos por muletas,
en pie se levantó y dijo:

Tiéneme del sol la llama
tan chupado y tan sorbido,
que se me mueren de sed
las ranas y los mosquitos.

Yo soy el río avariento
que en estos infiernos frito,
una gota de agua sola
para remojarme pido.

Estos, pues, andrajos de
que en las arenas mendigo,
a poder de candelillas
con trabajo los orino.

Más agua trae en un jarro
cualquier cuartillo de vino
de la taberna, que lleva
con todo su argamandijo.

Pide a la fuente del Ángel,
como en el infierno el rico,
que con una gota de agua
a su rescoldo dé alivio.

Al revés de los gotosos
ya no se muere estantío,
pues de no gota es el mal
del que le vemos tullido.

Llorando está Manzanares,
al instante que lo digo,
por los ojos de ese puente,
pocas hebras, hilo a hilo.
Cuando por ojos de agujas
pudiera enhebrar lo mismo,
como arrojo vergonzante,
vocablo sin ejercicio.

El estado actual del Manzanares seguro que haría cambiar de opinión a Francisco de Quevedo

El río Manzanares hacia Puente Reina Victoria (Foto propia)

Manzanares por la Arganzuela (Foto propia)

Puente del Rey (Foto propia)

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