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Leopoldo Alas “Clarín” fue un ilustre escritor que nació en Zamora en 1852 y que falleció a los 49 en Oviedo en 1901. Acababa de asomarse al siglo XX. Una lástima porque habría disfrutado más en aquel Madrid que se vislumbraba con la Generación del 98. Vivió en Madrid entre 1871 y 1882, once años, donde habría de fundar una tertulia con su amigo Armando Palacio Valdés en la Cervecería Inglesa de la Carrera de San Jerónimo. A finales de 1885, Clarín regresó a Madrid. Habían transcurrido tres años desde su larga estancia. Las impresiones las plasmó en un relato (Viaje a Madrid, 1886) en el que aflora la vida monótona y tediosa de la ciudad, con los mismos cafés y los mismos clientes que dejan pasar los días sin saber qué hacer. Acaso sea aquella una visión pesimista o despectiva de la vida madrileña, pero era lo que primaba desde su punto de vista.
Voy muy pocas veces a Madrid
Hay un relato en el que Clarín mostró las que sin duda fueron sus últimas impresiones acerca de Madrid, una ciudad que aunque abandonó pronto con ánimo de no regresar, no cabe duda que añoraba en lo más hondo. Fueron años de esplendor joven y de grandes éxitos periodísticos que tanta fama le reportaron, además de serios disgustos y contratiempos.
“Voy muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo al clima. Después de tantos años de ausencia, he perdido ya en la corte la ciudadanía... climatológica (si vale hablar así, que lo dudo), bien ganada, illo tempore, en la alegre y descuidada juventud. Además... ¿por qué negarlo? La presencia de Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la melancolía del célebre non bis in idem. No; no se es joven dos veces. Y Madrid era para mí la juventud; y ahora me parece otro... que ha variado muy poco, pero que ha envejecido bastante. Marcos Zapata, ausente de Madrid también muchos años, al volver hizo ya la observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad: todo está igual... pero más viejo. Apolo y Fornos pueden ser símbolos de esta impresión que quiero expresar. Están lo mismo que entonces; pero, ¡qué ahumados!... Hay una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje, infeliz burgués vulgar, que no hace más que sentarse a la misma mesa de un café años y años, deja pasar así la vida, siempre igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos espejos... y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No pasó nada más... que el tiempo. Madrid tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego reconozco que en esto habrá mucho de subjetivo...
Una de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los antiguos amigos. Han muerto algunos, pero no muchos; otros están ausentes; pero, los más, en Madrid residen. ¿Por qué no se los ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en la plaza y que interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que discuten a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se encierra el Madrid espiritual propiamente dicho. Algunos son personajes políticos, y tienen que darse cierto tono; otros se han refugiado en el hogar, desengañados de la Agora... Ello es que no los veo por ningún lado. Y los antiguos maestros, aquellas lumbreras en que nuestra juventud creía, porque entonces no se había inventado esta división absurda y grosera de jóvenes y viejos; los grandes poetas, los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos, ¿dónde están? Olvidados del gobierno del mundo y sus monarquías; calentando el cuerpo achacoso al calor de buena chimenea: rodeados de cien precauciones higiénicas: haciendo la vida monástica en un despacho, a que la edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz del viejo que no haya aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto! Sí; casi todos los maestros son ya viejos; salen poco... ¡Qué tristeza! Una de las mayores. Mas, para mí, un consuelo visitarlos.”
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Un viaje a Madrid, 1886
“Canta, musa, las emociones de un exmadrileño, hoy humilde provinciano, que vuelve a la patria de su espíritu después de tres años de ausencia. Amarrado, no a la concha de Venus, como el poeta, sino al imperioso deber de la residencia en una cátedra, como conviene a un prosista, había sentido pasar muchos meses y algunos años y no pocas glorias tan falsas como efímeras, sin ver por mis ojos las maravillas que de la corte contaban los papeles. Y al fin entraba en Madrid por la Puerta de San Vicente, que de par en par se me abría, metido, en compañía de una sombrerera, un paraguas, una manta, un baúl maleta y, valga la verdad, unos chanclos, en el mísero espacio que contiene un coche de punto.
Fue mi observación primera puramente analítica y propia de un escritor naturalista al por menor; noté que los simones parecían nuevos, los caballos algo mejores que los de años atrás, y que los gallegos o faetontes, como se dijo en tiempos más felices, usaban una especie de librea, que daba un aire pseudoaristocrático al vulgo de los alquilones peseteros. La segunda observación, también analítica, se refirió á la Cuesta de San Vicente, que se había convertido en calle empedrada de guijarros puntiagudos. Lo demás, todo era lo mismo que otras veces: á la derecha el palacio real, donde se me antojaba leer sobre las más altas cornisas un inmenso letrero que decía: «Viuda é hijos de Alfonso XII.»
La mañana estaba triste; la lluvia flotaba en el aire en forma de polvo húmedo; todo era gris, del gris de que han de ser los pollinos, según el diccionario; el palacio real me parecía una elegía verdadera, no de las que escriben los poetas falsos cuando se mueren los reyes. Obreros y lavanderas subían y bajaban silenciosos a paso largo; nadie miraba á nadie; todos parecían preocupados con una idea. Se me antojaba que aquellos mismos hombres y mujeres los había visto yo subir y bajar, así, silenciosos, cabizbajos, por aquella cuesta, años atrás, muchas veces, al entrar yo en Madrid como ahora entraba.
Esta primera impresión glacial de un pueblo grande que se vuelve a ver después de una ausencia, es de las que más contribuyen a que la fantasía dé argumentos a la razón para negar el albedrio, para inclinarse a creer por lo menos que la vida social es cosa de maquinaria, y que los hombres damos vueltas alrededor de unos cuantos deseos, como los peces que en una pecera trazan círculos sin fin. Pocas horas más tarde, cuando después de lavarme, vestirme y almorzar entraba en la Cervecería Inglesa, la misma impresión de fatalidad volvió a sugerirme la fantasía: alrededor de unas cuantas mesas de mármol los grupos negros de siempre; periodistas políticos, literatos, bolsistas, vagos y gente indefinible, vestidos todos casi lo mismo, afeitados todos, sin salir de tres o cuatro tipos de corte de la barba, todos con ideas parecidas, con anhelos iguales ; lo mismo, lo mismo que años atrás, lo mismo que siempre.
Casi todos aquellos señores tan pulcros, tan semejantes, tan fáciles de olvidar, querían ser diputados. Se hablaba de Sagasta, de D. Venancio, de Homero, de Cánovas, se repetían cinco o seis ideas de valor parecido al de esos nombres... y vuelta a empezar; el hecho era este: que todos querían ser diputados. Y sorbían el café sin saber lo que hacían. Casi todos estaban pálidos , con una palidez digna de unos amores de Eomeo. ¡Y pensar que aquel espectáculo era diario, y se venía repitiendo años y años, y se repetirá sabe Dios hasta cuándo! Sí, porque llegaría un día en que el establecimiento se cerrase, ó por cesación de industria, ó por causa de derribo, etc., etc., pero ¿y qué? los grupos negros se irían á otra parte á hablar de lo mismo, á pensar lo mismo, á repetir aquellas veinte palabras del repertorio. Tal vez entonces no se hablaría ya de Romero, ni de Cánovas, ni de Sagasta, pero ¿qué importa? se hablaría de otros, y se continuaría queriendo lo mismo: ser diputado. Las generaciones sucedían á las generaciones en este afán inútil, y las unas, desengañadas, al cabo, dispersas, maltrechas, no avisaban á las otras de la vanidad de los esfuerzos, de la ironía de la suerte, de la monotonía del juego. Como los granos del molino resbalan empujándose unos á otros y caen por el fatal agujero para que los aplaste la muela, hombres y hombres, anónimos y anónimos, unos de hoy, otros de mañana, todos muy bien vestidos, todos afeitados, como sí valiese la pena, se atropellaban, se amontonaban, gastaban la vida en aquel afán inconsciente; caían por el agujero, iban á formar parte, en la sombra del olvido, de la plasta general en el subsuelo; y otros venían, en flujo inacabable, á ocupar supuesto, á rodear de negro y de ruido las blancas mesas de mármol, servidos por imperturbables camareros, usureros de la propina, pálidos también, gallegos que cuentan los minutos que aún ha de atormentarlos la nostalgia, no con granos de arena, sino por perros chicos...
Esta clase de ideas y representaciones fantásticas acaban por dar náuseas y jaqueca... «¡Oh! me dije saliendo á la calle, este ascetismo á lo Kempis es una especie de pelo de la dehesa, que se deja uno crecer por allá, y sólo se echa de ver cuando se vuelve a Madrid. En la soledad —y soledad es cierta vida de provincia— el yo crece, crece á sus anchas, y cuando se viene á poblado no cabe en ninguna parte donde hay gente. Así se explica la impresión dolorosa que causa la multitud al solitario. Es que aquí le estrujan y le pisan á uno el egoísmo.» Sin embargo, sea lo que quiera de mis aprensiones nerviosas, es evidente que en Madrid se vive demasiado en el café y que ahora hay demasiados candidatos para los pocos cientos de distritos que puede ofrecer el Gobierno.
He notado que en nuestra alegre capital, la moda es voluble cuando se trata de usos buenos, y que los vicios arraigan de modo que no hay quien los arranque. Todas sus malas costumbres las atribuye el madrileño al carácter nacional y las conserva por patriotismo. Cuando yo me marché de Madrid hace tres años predominaba, si no en el arte, donde debiera estar el arte, el género flamenco: en los carteles de los teatros se leía: ¡Eh, eh, á la plaza! Torear por lo fino y cosas así, todo asunto de cuernos, chulos y cante; vengo ahora y me encuentro con cante, chulos y cuernos; los carteles dicen: ¡Viva el toreo! ¡Ole tu mare! y gracias por el estilo. Hace tres años los madrileños pasaban seis horas en el café, tres por la tarde y tres por la noche y ahora sucede lo mismo. Hace tres años todos hablaban del libro nuevo sin haberlo leído, y ahora siguen el mismo procedimiento para juzgar las obras ajenas; hace tres años nadie hablaba más que de los asuntos del día, según los exponían y comentaban los periódicos populares, todos esperaban el pan del espíritu de la prensa de la mañana; hoy no pasa otra cosa. La vida de la mayor parte de los madrileños es de una monotonía viciosa que les horrorizaría á ellos mismos si pudieran verla en un espejo.
Todos esos parroquianos del Suizo, las dos cervecerías, Levante, etcétera, etc., me recuerdan á aquel Mr. Parent que Guy de Maupassant nos pinta envejeciendo en un café, sin conocerlo; un día se mira en el espejo, delante del cual se sienta desde hace veinte años y ve que el cristal le devuelve una imagen de la muerte próxima, un rostro descompuesto, un pellejo arrugado, de color de pergamino, una cabeza nevada... ¿qué ha hecho él para envejecer así? Nada, dejar que pase el tiempo entre el ajenjo de la mañana y el ajenjo de la noche... ¡Y cuántos viven así! Entre tanto se inventa el vapor, el telégrafo, el teléfono, la luz eléctrica, la sinceridad electoral, mil maravillas; todo progresa menos el hombre, menos el español, menos el madrileño que ayer se envenenaba noche tras noche con las emanaciones del quinqué apestoso, y ahora palidece y toma aires de cómico bajo la acción del gas, y ya empieza á quedarse ciego gracias a la luz eléctrica... El mundo marcha, es indudable; pero en los cafés hay más ociosos cada día; más ociosos y más candidatos... Por salir de este círculo vicioso de reflexiones, me traslado al día siguiente de mi llegada. Bajo al comedor de la fonda en que vivo y allí veo...”