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Ramón Chíes: el impresionante mausoleo en Madrid

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Mausoleo de Ramón Chíes

El libre-pensamiento se caracteriza por rasgos del todo opuestos. Al terror sustituye el amor: al recelo la confianza

Ramón Chíes y Gómez de Riofranco (Burgos 1846-Madrid 1893) fue un personaje polifacético, muy propio de la España de hace más de un siglo, a la vez que tremendamente polémico por su radicalismo casi visceral. Su tarjeta oficial de presentación resaltaba a todas horas y en cualquier ámbito lo de librepensador, muy en boga entonces, un modo de ver las cosas que es de suponer que tenía que asustar a muchos. Chíes, furibundo enemigo de todo lo que oliera a iglesia, se vio envuelto en situaciones embarazosas, que habrían de llevarlo incluso a prisión, amén de un largo expediente de excomuniones, récord que no superó nadie en España. Solía firmar con su nombre, pero también con el pseudónimo de Eduardo de Riofranco. En 1882 fundó en Madrid, juntamente con Fernando Lozano Montes (Demófilo), el periódico ultrarradical Las Dominicales del Libre Pensamiento (1883-1909), dirigido por ambos. Aquí lo recuerdo por la impresión que me causó toparme con su original mausoleo, costeado por la gente, que puede admirarse en la Necrópolis Civil de Este, ese lugar abandonado donde descansan personajes como Pablo Iglesias Posse, Pí y Margall, Nicolás Salmerón, F.Largo Caballero, Julián Besteiro, Pío Baroja, y un largo etcétera.

Ramon Chies (1)
Las Dominicales del Libre Pensamiento
Madrid, domingo 9 de diciembre de 1883

Ramón Chíes: “Hay períodos de indeterminada duración en que las naciones parecen descansar de su trabajo intelectual, viviendo holgada y pacíficamente un ideal, un pensamiento completo de vida, que regulando todos los actos, parece acomodarse a todas las necesidades. Estos períodos son peligrosos, si combinada la acción a la pereza, ésta ataca al pensamiento, y éste se adormece en la comodidad de la holganza satisfecha: un envejecimiento prematuro y rápido es el inevitable resultado que se halla por bajo del falso brillo de épocas de esta naturaleza. Ningún pueblo del mundo presenta ejemplo más elocuente de lo que decimos que nuestra España. Tras fatigosas luchas del brazo y de la inteligencia, acopló su vida entera a un ideal, a un pensamiento; la nación en masa fue católica y monárquica.

Desde el rey hasta el último ciudadano, el sabio y el ignorante, el rico y el pobre, el pacífico y el arrebatado, todos sin excepción, cerradas las puertas del alma a toda duda, el oído a toda clase de sugestiones, tenían el mismo, idéntico pensamiento sobre la vida terrena y el destino final humano. ¡Pasmosa maravilla la de un pueblo grande y numeroso, en que todos sus individuos parecen tallados en una sola pieza de la misma roca! El teatro clásico que retrata aquellos hombres, los pintores clásicos que trazaron aquellas costumbres, admiran porque supieron traducir las infinitas manifestaciones parciales de aquel pensamiento único de todos, que en todos producía los mismos vicios y las mismas virtudes. España aparece entonces como una arpa maravillosa, por arte mágica templada de tal modo, que toda mano que en ella se posara y la agitase, sólo podía arrancarle, siempre y en todas ocasiones, la misma melodía.”

RAMÓN CHÍES UN LIBREPENSADOR BURGALÉS DEL SIGLO XIX  por Francisco Blanco

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Una vez conseguida la restauración de la monarquía, en la persona de Alfonso XII, el hijo de la destronada Isabel II, D. Antonio Cánovas del Castillo, el artífice de la hazaña, aunque contó con la ayuda no solicitada de los generales Pavía y Martínez Campos, se dedicó a diseñar una nueva Constitución, la de 1876, que sustituyera la democrática de 1869, para ello, en mayo de 1875 convocó la “Asamblea de Notables”, integrada en su mayoría por monárquicos moderados y presidida por  el jurista burgalés D. Manuel Alonso Martínez. Estaba compuesta por 39 miembros, que finalmente quedaron reducidos a nueve. El objetivo principal de la nueva Constitución era  blindar y dejar bien protegidos los privilegios del Antiguo Régimen, tal como el mismo Cánovas se encargó de definirla: “Preténdese restaurar no en el sentido riguroso de restablecer un antiguo régimen, sino en el de concertar ciertos principios políticos tradicionales y las innovaciones reclamadas por los tiempos, con la pretensión de salvar el dualismo abierto por el reciente movimiento revolucionario”. Cánovas, siguiendo el modelo inglés, trata de imponer el bipartidismo como base fundamental para conseguir la estabilidad política, aunque en su Artículo 18 concede una importancia decisiva a la figura del rey: “La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey”.

En su Artículo 13 la nueva constitución consagraba la libertad de prensa, reconociendo a los españoles el derecho a “emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante, sin sujeción a la censura previa”.Sin embargo, la realidad estaba muy lejos de que este derecho se pudiera ejecutar con tanta facilidad como preconizaba la ley. Toda publicación, antes de salir a la luz, debía pasar por el filtro del Fiscal de Imprenta, que era el que tenía la última palabra. Este sistema se montó con la Ley de Prensa de enero de 1879, obra del ministro de la Gobernación, D. Francisco Romero Robledo, paisano, amigo y correligionario del Sr. Cánovas. En virtud de esta Ley, el Fiscal de Imprenta, que funcionaba en todas las capitales de provincia, podía bloquear y llevar a los Tribunales “cualquier información que pudiera haber incurrido en delito de imprenta por atacar directamente o ridiculizar los dogmas de la Religión del Estado, el culto, sus ministros o la moral cristiana”.Ya se sabe: hecha la ley, hecha la trampa. Contra la libertad de prensa, tribunales especiales de vigilancia y control.

Esta situación mejorará sustancialmente en 1883, con el liberal Sagasta como Presidente del Consejo de Ministros, con la publicación el 26 de julio de la “Ley de Policía de Imprenta”, también conocida como “Ley Gullón”, por ser su autor el ministro de la Gobernación D. Pío Gullón (1), que dejaba sin efecto las actuaciones de los Tribunales especiales de Romero Robledo. Unos meses antes, el domingo 4 de febrero, en Madrid había salido a la calle el primer número de “Las Dominicales del Libre Pensamiento”,Administración: Corredera Baja, nº 59-2º dcha. Madrid.  Se definía como periódico semanal abierto a cualquiera de los movimientos libre-pensadores que corrían por Europa en esos momentos, al mismo tiempo que rechazaba todo tipo de dogmatismo, considerando librepensador a “cuantos con recto criterio de libre indagación racional, rechazando todo dogmatismo, llegan a conclusiones tan opuestas en el orden de la filosofía como el ateísmo y el espiritismo”. El  libre examen y la libertad de conciencia son los dos pilares que sostienen la ideología del semanario, que pronto contará con un buen número de lectores. En 1902, el enorme prestigio adquirido le convierte en portavoz de la“Federación Internacional de Libre Pensamiento  en España, Portugal e Hispano-América”.

El principal promotor del periódico semanal fue el republicano federal D. Ramón Chíes (2), un burgalés nacido en Medina de Pomar el año 1846, que también fue su director hasta su fallecimiento en 1893. Este burgalés, ilustrado y racionalista, desarrolló una intensa actividad periodística, siempre en defensa de los valores democráticos y del laicismo. Organizó logias masónicas, círculos republicanos, asociaciones de obreros y hasta escuelas laicas. Poco después de su temprana muerte, en 1894, por suscripción popular se le levantó un mausoleo  en el Cementerio Civil del Este de Madrid y en el pueblo vizcaíno de Portugalete se creó en su honor la Logia “Hijos de Chíes nº 152”.  

Para Ramón Chíes“El libre-pensamiento se caracteriza por rasgos del todo opuestos. Al terror sustituye el amor: al recelo la confianza. El amor le es indispensable, porque su fin es persuadir al hombre a la verdad, no imponerle la verdad: llamarle a reflexión para que él mismo se cree esta verdad, mostrándole que no puede hallarla fuera de su conciencia, fuente única de certidumbre. La confianza es igualmente fundamental característica de la nueva fórmula social; porque sin confianza en la bondad congénita de la humana naturaleza, habría que ir a buscar el bien fuera de ella, como hacen los católicos, que la creen presa del mal”.  También sobre la pluralidad religiosa, uno de los temas más debatidos de aquellos años, el nuevo semanario deja muy clara su postura desde el principio, pues considera librepensadores a “todos cuantos con recto criterio de libre indagación racional, rechazando todo dogmatismo, llegan a conclusiones tan opuestas en el orden de la filosofía como el ateísmo y el espiritismo”. Consecuentemente, en política se declara abiertamente republicano, ya que “resulta imposibleseparar la libertad religiosa de la libertad política y la libertad de pensamiento de la República”.

Con estos principios no tardó en granjearse la enemistad de la jerarquía eclesiástica, que le calificó de prensa sin decoro, impía, inmoral, necia”,comparándole con “El Motín”, otra publicación anticlerical de la época. En realidad, Las Dominicales acusaban a los dirigentes de la Iglesia de ser los principales responsables del fanático oscurantismo en que vive sumido la mayoría del pueblo español,  al que le sobraba fanatismo y le faltaba espiritualidad; afirmando, además, que una parte importante de los católicos españoles viven al margen de la religión oficial, limitándose a cumplir con los preceptos externos más indispensables. Llovieron las críticas al semanario desde pastorales, púlpitos y confesionarios, llegando algunos obispos, como los de Tuy y Orense, a amenazar con la excomunión para aquellos fieles que osaran leer sus páginas. En realidad, el periódico trata de hacer llegar a sus cada vez más numerosos lectores, el mensaje de que es posible luchar contra todo lo que se opone a la modernización y el progreso de España, llámese clericalismo, caciquismo o corrupción política.

Sus principales redactores son el mencionado burgalés Ramón Chíes Gómez, que utiliza el seudónimo de Eduardo de Riofranco y era su director; Fernando Lozano Montes, que firma como Demófilo (3); José Francos Rodríguez, que firmaba sus artículos como “Juan Palomo”; Odón de Buen (4), Rosario de Acuña y Villanueva (5) y Antonio García Vao (6). Junto a sus artículos aparecen un sinfín de cartas de lectores de muy diverso origen y condición, que aportan sus opiniones y sus noticias, siempre en defensa de la libertad de pensamiento, de expresión  y de conciencia. A pesar de las numerosas denuncias y ataques que sufrió por parte de la Iglesia y del Gobierno, el periódico salió a la calle normalmente cada semana hasta el verano de 1900, muerto ya su director Ramón Chíes. En el número 939 del domingo 15 de julio, publica un editorial titulado “Nuestro Calvario”, en el queexplica a sus lectores las causas por las que ya se había dejado de publicar durante  las tres semanas anteriores:

Los cinco últimos números de Las Dominicales han sido secuestrados; cuatro de ellos por denuncia; el último por equivocación, puesto que no ha sido denunciado. Amén de ello, el gobernador de Madrid nos ha multado pretextando una nimiedad, el haberse enviado o no a tiempo los números que se entregan en el gobierno civil. Era inútil, por tanto, imprimir el periódico en esas condiciones, dado que serían contados los lectores que lo recibieran. Si hoy nos decidimos a publicar este número es para responder a las muchas preguntas que nos llegan de fuera, y después de expurgarlo cuidadosamente para que no se encuentre en él sombra de cosa denunciable. Suman muchos miles de duros los daños y perjuicios que estos abusos del poder llevan producidos a nuestro periódico. Del centenar de procesos que se nos habrá formado, sólo de ocho años acá, no han prosperado más que dos o tres. En los demás, los gobiernos han procedido injustamente; pero nadie nos ha indemnizado de los daños causados por las injustas denuncias, acompañadas casi siempre de secuestro. Recuérdese aquel período de tres años, en que todas las semanas era el número denunciado a instancia de los Padres de familia, árbitros de los Tribunales. Vinieron después las furiosas persecuciones de los tres años de guerra. Y terminóse aquel Calvario con la pesadumbre de los siete meses de censura militar. Júzguese ahora de la fuerza de resistencia moral y material, de que ha ofrecido ejemplo Las Dominicales. ¿Quién no se aburre de ir todos los días a los juzgados y, frecuentemente, a sentarse en el banquillo de acusados?”

En febrero de 1901, después de cubrir una suscripción de acciones de 50 pesetas nominales cada una y la aportación voluntaria de cinco céntimos semanales, por parte de sus lectores durante seis meses, vuelve salir a la calle con el nombre de “Los Dominicales. Semanario Librepensador”, esta vez con Fernando Lozano “Demófilo” como director; en 1902 se le añade el subtítulo de “Órgano de la Federación Internacional de España, Portugal y América íbera”. Dejó de publicarse en 1909.

NOTAS

(1)   Pío Gullón (1835-1917) Político, escritor y periodista leonés, amigo y colaborador de Sagasta.

(2)   Ramón Chíes Gómez, Medina de Pomar (Burgos) 1846-Madrid, 1893. Estudió Ciencias Exactas, Filosofía y Derecho, dedicándose activamente a la política y el periodismo. Fue Gobernador Civil de Valencia y concejal del Ayuntamiento de Madrid. Fue uno de los fundadores del Partido Republicano Federal, del que fue militante activo; trabajó en “El voto Nacional” y fundó, junto con Fernando Lozano, “Las Dominicales del Libre Pensamiento”, que dirigió hasta su muerte.

(3)   Fernando Lozano Montes (1844-1935) Militar, político, pedagogo y periodista, en 1883 fundó el semanario “Las Dominicales del Libre Pensamiento”, junto con Ramón Chíes. “Demófilo” era el nombre de guerra de la Logia Masónica a la que pertenecía y también el de uno de sus hijos. Este seudónimo también fue utilizado por el folclorista D. Antonio Machado Álvarez, padre de los poetas D. Manuel y D. Antonio Machado Ruiz.

(4)   Odón de Buen (1863-1945) Científico y Oceanógrafo aragonés, autor del “Anuario Científico Español”. Estaba casado con Rafaela Lozano, hija del periodista Fernando Lozano. Murió exilado en México.

(5)   Rosario de Acuña y Villanueva (1850-1923) Escritora feminista, librepensadora y republicana, colaboró en “El Imparcial” y “El Liberal” y escribió varias obras de teatro que se representaron con notable éxito en su época.

(6)   Antonio Rodríguez García-Vao (1862-1886) Estudió Derecho y Filosofía y Letras. Escritor, poeta y periodista librepensador y masón, colaboró en “El Criterio Científico”, ”La Ilustración Española”, “El Globo”, “La Saeta”, “El Librecambista” y “El Comercio Ibérico” y dirigió la revista teatral “La Escena”; también compuso algunas obras teatrales en colaboración con su amigo, el escritor y periodista José Francos Rodríguez. Fue asesinado el 18 de diciembre de 1886 a la puerta de un colegio de la madrileña Glorieta de Bilbao, en el que daba clases de francés. Su entierro fue presidido por Salmerón y le fue erigido un mausoleo en el Cementerio Civil del Este por suscripción popular.

 DESDE EL PUEBLO NATAL

Medina de Pomar 25 de Agosto de 1888

Ramón Chíes: “Señorita doña J.G. Mi buena y distinguida amiga: Le escribo á usted en el mismo pueblo, en la propia casa y en la sala misma en que vi la luz del mundo, porque quiero consagrar estos lugares, santificados por las virtudes de mi madre, con un recuerdo á la pura, grande y antigua amistad que la profeso; quiero qué á tantas cartas, fechadas en opulentas ciudades, adonde me llevaron los devaneos de mi pensamiento, junte usted esta, que fecho en la humilde villa adonde me han traído las ansias de mi corazón. Treinta años, día por día, hace que me ausenté de esta casa en los robustos brazos de mi padre querido, derramando lágrimas que enjugaban los besos de mi madre adorada... ¡y he vuelto solo!

     Aquellos brazos que me sostenían, aquellos labios que me acariciaban, ¿dónde están? ¿Qué fue de aquellas indomables energías con que él me alentaba en los combates de la vida? ¿Qué de aquellas ternuras inagotables con que ella consolaba mis tristezas? ¡Oh miseria humana! Todo, á pesar del amor inefable que lo consagraba, lo redujo á polvo el mismo vil gusano que en el silencio de la noche siento que roe y convierte en polvo también el que fue su lecho conyugal, que me espera entreabierto, lecho en que tomé vida de su vida y atroné luego con mis gritos de recién nacido. ¡Murieron, ay de mi! llevándose las alegrías de mi juventud á una tumba, abierta muy lejos de este nido, tumba que mi corazón tiene convertida en un altar, sobre el cual mi inteligencia se ha largos años en vano torturado por descifrar el problema insoluble!

     Evocado por cuanto me rodea, que excita mi memoria á reconstruir una infancia inundada de luz y rebosante de amores, ese problema surge de nuevo, amiga mía, en mi mente, que no pudiendo darle solución satisfactoria, salta por cima de él afirmando resueltamente, en la plenitud de una conciencia sin mancilla que, si yo soy algo, que si mi amor es algo, algo mi devoción, algo el culto de mi alma á la virtud, ni mi padre ni mi madre concluyeron al morir, puesto que viven en lo intimo de mi memoria, en lo hondo de mi corazón, en lo más delicado de mi sentimiento, diluidos en todo mi ser por la sangre que tomé de sus entrañas y siento latir atropellada en mis pulsos. No hay duda; serían ellos inmortales, si yo mismo fuese inmortal. ¿Pero qué digo? ¿Inmortal yo? —Salí de aquí casi un niño y he vuelto casi un viejo; salí acompañado y he vuelto solo; apreciando con tanta claridad como amargura en este instante, que el tiempo pasado ha sido un soplo; que los treinta años lejos de aquí, en mil afanes consumidos, fueron no más que un relámpago. —Como ellos cayeron, caeré yo. Con solo alzar mis ojos, veo mi cuna; con solo avanzar un breve espacio mi pensamiento, diviso mi sepulcro — ¡Mi sepulcro! ¿Qué piedra le señala? ¿Qué humilde hierbecilla le indica en esos vastísimos campos que ha recorrido mi planta? ¿Qué ignoto lugar le guarda? ¡Oh, befa de la inmortalidad! Ni aun nuestra tumba conocemos, conociendo que hemos de morir.

     ¡Oh, hijo mío, muy amado! Que como mis padres viven en este momento en mí, recibiendo el culto de mi amor junto á mi cuna, yo con tu madre amadísima vivamos en tu corazón largos años después que á ella y á mí nos hayas cerrado los vidriosos ojos con tus labios humedecidos de piadosas lágrimas: he aquí el voto que hace tu padre en este lugar de su nacimiento ; la súplica fervorosa que dirige al Dios-Naturaleza, que me enlaza á ti en lo porvenir con los mismos amorosos lazos que atan mi corazón á un pasado que revive á mi presencia en esta casa. Dispénseme usted, amiga mía, mi naturalísima desviación del que debiera ser asunto de la carta, caso de no ser esta, como tantas otras que le he descrito, la tierra natal: yo sé que no huelga al dirigirme á usted, recomendar á mi hijo que ame el recuerdo de sus padres, haciendo de él la base de su religión; porque espero que usted, que le ha visto nacer y que tanto le quiere, sabría, si fuere preciso, recordarle estos consejos.

     Recordará usted, entrando en la materia de mi viaje, que en muchas ocasiones, cuando hemos admirado juntos un hermoso paisaje de la Montaña, ó recreado la vista dilatándola por aquellas vastas llanuras de la tierra de Campos, la he dicho a usted: también mi país es un hermoso país; también mi pueblo natal se halla bellamente situado; y que cuando hemos discurrido sobre los caracteres y cualidades de las gentes, la he alabado el noble carácter y las sólidas virtudes de estas gentes castellanas, entre quienes me tocó en suerte nacer. No extrañaría que hubiese usted creído exageradas mis palabras, y que en mí hablaba más el medinés que el hombre. Yo mismo lo creía así. En mis recuerdos aparecían este pueblo y este país embellecidos por el transcurso de muchos años, en que siempre me aguijó el deseo de recorrer nuevamente los campos en que de niño había donde había aprendido á andar, visitar la escuela en que me enseñaron á leer, subir al fortísimo castillo feudal de gallardas torres almenadas que es la joya arquitectónica de esta comarca, y arrodillarme en la iglesia donde mi buen abuelo, con la más sana intención del mundo, enseñándome su religión católica me hizo aprender, como la tengo á usted dicho, á ser librepensador, descuido felicísimo de aquel excelente viejo, que nunca le agradeceré bastante. Y, sabiendo de experiencia cuanto el recuerdo apasionado engaña, y reconociéndome yo apasionado en favor de este país y de estas gentes, temía al llegar aquí sufrir un desencanto, hallando la realidad muy por bajo de mi recuerdo de ella.

     No ha sido así, por fortuna. Trayendo como traigo en los ojos los hermosísimos paisajes de las Provincias Vascongadas, de los Pirineos y de las llanuras de Francia, he encontrado bellísimo el desfiladero de Oña, á cuya entrada, sobre el pueblo de este nombre, está situado una especie de nido de buitres, el Colegio de los Jesuítas, que es en lo que ha venido á parar el convento que el famoso Sancho García levantó para encerrar á su infame madre. Como usted ve, hay lugares predestinados á cobijar las almas negras y fomentar las meditaciones tenebrosas. Nada más abrupto, intrincado y fragoso que este larguísimo y estrechísimo desfiladero, por donde el río Oca, dejando apenas espacio á la carretera admirablemente conservada, marcha, venciendo mil obstáculos y á veces literalmente encajonado entre peñas de sombríos y bizarros contornos á buscar al Ebro, que baja incierto desde Reinosa, y acaba de atravesar otra garganta, no menos terrible que esta de Oña, llamada los Hocinos. Pasado el desfiladero, que recuerda aquellas descripciones pasmosas de lugares fragosos que hizo Homero, se halla un país llano, despejado, fresco, surcado por dos ríos de limpias aguas y pedregoso cauce, sombreado de altos chopos y corpulentos olmos, rico en sabrosas frutas, abundante en cereales, literalmente sembrado de pueblecillos ó aldeas.

     Ese país, amiga mía, es mi país, y el pueblo que hace en él cabeza por su importancia y vecindario, aunque la injusticia de hombres incapaces le tienen en el orden administrativo postergado, es mi pueblo natal, es Medina de Pomar, cuyo nombre le dice á usted bastante claro, que hasta allí llegó la ola árabe al desbordarse el Islam, para chocar y deshacerse en el granito ibérico-romano. Al salir á esta tierra despejada sentí una viva emoción, y creyendo que pronto se divisaría Medina, subí á la delantera del carruaje, para buscar en el horizonte las características torres que me la habían de anunciar, y la conversación del mayoral que me había de ilustrar de los nombres de los lugares que recorríamos.

     Pero el camino es largo y avanza por un terreno relativamente bajo, quedando oculta Medina hasta que, tomando altura la carretera, se extiende en recta perfectísima en demanda de esta villa. No necesité que nadie me dijese, ¡mírala!— Yo mismo, arrasados los ojos en lágrimas, grité, sin poderme contener, ¡allí está! ¡allí está!— Y, en efecto, hacia el centro de la comarca, que rodean á todos vientos montañas altísimas, sobre una loma entre los dos ríes, Trueba y Nela, bordeada de choperas, cortando la línea azul del cielo con sus fortísimas torres almenadas y los tejados sumamente rojos de sus casas y la mísera montera de zinc de su campanario, destacábase Medina, atrayendo mis miradas como si fuera un diamante deslumbrador y levantando en mi memoria un torbellino de recuerdos. Como he dicho á usted de la tierra, que la he encontrado hermosa, aun viniendo de donde vengo, digo á usted de la villa, aun visto lo que he visto. ¡Qué bonita es he exclamado muchas veces, como sorprendido de que la realidad sufriera la comparación con el recuerdo infantil, embellecido en el transcurso de treinta años de ausencia con todos los primores que finge un amor bien fundado.

     Nada había dicho á nadie de mi venida, de modo que solo con P. he entrado en mi pueblo como yo deseaba hacerlo, sin que nadie me conociera ni guiara adonde yo quisiera ir, para probarme á mí mismo, por medio de la memoria de estos lugares, la fuerza indeleble de las primeras impresiones de la vida. —He quedado satisfechísimo de esta prueba.— Esa es la casa de mi abuelo, he dicho al pasar por la calle Mayor, reconociendo hasta la huella de los pies del honrado anciano en la piedra arenisca que le sirve de dintel. —Esa la casa en que nací, al llegar frente á ésta en la calle del Condestable. —Aquella la calleja por donde subíamos por entre murallas de nieve á la iglesia y á la escuela en invierno. —He aquí la plaza donde los domingos bailaban mozos y mozas al son del tamboril que tocaba M. apoyado en aquella columna de la Casa Consistorial.— Y al entrar en la iglesia desierta, he reconocido la cruz azul que los chicos llevábamos los domingos á misa, formados de dos en dos á las órdenes del bonísimo D. Bernardo: creo honradamente, he dicho á P. que ese clavo de que cuelga es el mismo que la sustentaba hace treinta años. He reconocido la sepultura de mis abuelos, ó lo que llaman aquí sepultura, que es el lugar de la iglesia donde se consumen gruesos hachones de cera en honra del muerto, y se le entregan al cura vivo que dice los responsos relucientes tortas de álaga y roñosas monedas de cobre. No me se ha despintado ni la Santa Lucía que lleva los o]os en un pisto, ni el San Miguel con gorro frigio que, puesto el pie en las tripas del cornudo arcángel, se las hace salir enroscadas por parte excusada. Ahí me hicieron cristiano y católico, sin consultarme, he exclamado ante la reja de madera que cierra la pila bautismal: ahí, señalando el archivo, se guarda el libro parroquial de donde han sacado tantas copias de la partida mía, para testimonio en las cien causas que me han formado por defender la libertad y la justicia.

     De la iglesia he ido sin equivocar un paso del camino al convento de monjas de Santa Clara, fundación de los duques de Frías, cuyos cuerpos yacen incrustados en las paredes, destacándose entre ellos el del famoso literato D. Bernardino. Allá en el precioso coro unas sombras marmeaban sus oraciones en macarrónico latín, con el mismo tono atiplado y gangoso que hace treinta años. Al oírlas he pensado en el jesuitilla aquel, aprovechadísimo paisano de usted, que embaucando á estas desdichadas, atrapó una preciosísima copa de oro, que anda pleiteada todavía en París, regalo soberbio de un sultán de Constantinopla, adorador de Mahoma, que sirvió aquí muchos años para la alta alquimia teológica de convertir el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo, y he pensado también en el día de la República, que será el de la libertad de estas infelices, el de la expulsión de aquellos picaros y de la transformación de este convento en Instituto, si los medineses responden al alto concepto que de ellos tengo formado y al mucho amor que les profeso y á la vehemencia con que se lo encarga uno de los suyos.

     Del convento he pasado á una ermita que le cae cerca, donde se guarda un armatoste de madera, que llaman la virgen del Rosario, con la cara renegrida y el manto de terciopelo apolillado, que dicen hizo muchos milagros en otro tiempo, los cuales no le he tenido yo de apurar, pero que podía hacerse hoy á sí misma el servicio de apartar el río que se le viene encima y va socabándole los cimientos á la ermita que la guarda, obra de arquitectura muy antigua, que fuera compasión desapareciese por ocuparse la Virgen de negocios ajenos antes que de los propios. Al pozo del río que hay junto á esta ermita se arrojó un bueno y querido amigo mío, cuya familia usted conoce, á quien disgustos y sinsabores trastornaron la cabeza, sin que la madre de Dios, que con alargar el brazo le hubiera podido detener apartase de su mal propósito. ¡Pobre Federico! Al mirar las transparentes ondas que sofocaron en hora desesperada su vida me ha parecido divisar allá en el movible fondo su cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos esperando aún la restauración de la República, y le he dicho muy bajo: no esperarás muchos años descansa, infeliz amigo.

     Por la chopera de la orilla del río he subido después hasta el puente, con intención de rodear el pueblo todo. No me ha sido posible. Mirando el puente, que es una hermosa obra moderna, un adelanto, he sido reconocido por un grupo de leales y cariñosos amigos, y he dejado de pertenecerme. En su amable compañía, ya de noche, con una temperatura fresca como la de la orilla del mar, he vuelto á entrar en el pueblo y he sido conducido á esta casa, que fue mía, y cuyo dueño actual, unido á mi familia por los vínculos de una amistad intachable de medio siglo, ha puesto á mi disposición este cuarto en que la escribo, y, donde rendido de cansancio, voy á entregarme al sueño, imagen espantosa de la muerte, que con más viveza que en parte alguna me atrae en este lugar donde fluyó al mundo mi vida, con voces cariñosas, de mí las más conocidas y amadas, que me dicen al oído: no temas, sigue adelante; de haber algo más allá del sueño sin despertar, allí te esperarán, no las iracundias que explotan tus enemigos, sino las misericordias inagotables de un Amor, que lo es todo, si el Todo es algo. Voy á dormir, pues, sin temor á las excomuniones de esos malvados que prestan á Dios los furores y vilezas de su corazón miserable, y que por fortuna no han conseguido robarme, aunque lo pretendieron, el cariño de las honradas y discretas gentes entre quienes nací. Le siento á mi lado.

     26 de Agosto. —¡Oh, qué hermoso día, amiga mía, el que acaba de transcurrir! Pensaba yo que solo era posible en la florida juventud gozar con tan sencillas cosas como me han traído hoy constantemente con el pecho rebosando de alegría; pero me equivocaba: no acaba el goce hasta que envejece el corazón, y, afortunadamente, no pesan sobre el mío la mitad de los años que gravitan sobre mi cabeza. A las diez de la mañana, bajo un cielo azul sin una nube, donde lucía un sol espléndido, que parecía alardear su inefable belleza, he salido á caballo, acompañado de varios amigos, á caballo también, á dar una vuelta por el término de esta villa. A galope tendido á través de campos recién segados, saltando con brío zanjas y vallados, cruzando á escape los barbechos y dehesas donde pasta el ganado de este vecindario, bajando con precaución los bardales del río y volviéndolo a subir por la orilla opuesta sin recelos, hemos cruzado diez o doce aldeas, que en unión de Medina constituyen este municipio de las Merindades de Castilla, centro de esta hermosa y fecunda comarca, que más todavía la historia auténtica que conservan las piedras y las palabras, que la historia escrita, me hacen considerar el asiento de aquella originalísima república de Castilla, que regentearon Nuño Rasura y Laín Calvo, y donde echó raíces inmortales aquella nacionalidad castellana que llevó su glorioso nombre, su hermosa lengua, sus sabias leyes, sus austeras costumbres más allá, mucho más allá de los lindes en que clavaron sus águilas los romanos y los griegos sus estandartes.

    Oreados por una fresca brisa, que templaba los ardores del sol, hemos hecho alto en un lugarejo que lleva el significativo nombre popular de Balcón de Castilla. ¡Qué hermosísimo panorama el que desde allí se contempla! ¿Recuerda usted aquellas altaneras montañas estratificadas y sin vegetación, que se divisan, mirando al Sur desde la Atalaya de Santander? Pues aquellas mismas montañas, donde se abren los valles famosos de Pas y de Soba, son las que se ven desde aquí, mirando al Norte, como postrero término del horizonte Y girando desde ellas la vista á mano derecha, se descubren allá lejos las más altas cumbres de los montes qué cierran otro valle bien conocido en la callo de Postas de Madrid, el pobre valle do Mena, patria de tantos ricos. Después se ven mucho más cercanos unos montes rojizos, llenos de oloroso espliego, que llaman montes de Rosales. Allá al Oeste se vislumbran los peñascos del desfiladero de, Oña, y tapando con su enorme masa los Hocinos, parece tocarse con la mano la soberbia y altanera Tesla, que tiene a su pié el valle de Losa, parecido al inmortal valle de Tempe, y rico como él en caballos de fatiga, de cuya casta era el que yo montaba, que se comía materialmente los caminos más descuidados y peligrosos.

     Consiéntame usted repetir la palabra que en aquel momento de efusión y gozo he dicho á mis amigos: Señores, podríamos estar orgullosos de haber nacido en este país, si supiéramos arrancarle con brío a las preocupaciones religiosas, á los absurdos económicos y á las indignidades monárquicas. El ser castellanos de esta verdadera cabeza de Castilla, cuna de la más antigua República, nos obliga á ser los más fieles y constantes de los republicanos españoles. ¡Que no muramos sin ver esta patria, regenerada por la libertad, devuelta á sus antiguos esplendores! Hemos empleado la tarde en visitar las Torres. Son ellas una antiquísima y robustísima fortaleza, que á través de los siglos conserva á plomo matemático sus altísimos paredones de cantos rodados, mezclados á un cemento indestructible y salino, que lame con ansia la cabra que ramonea en su recinto desamparado. Descuellan sobre el pueblo y sobre la comarca, denunciando la antigua importancia de esta villa y enseñando a muchos, que no quieren aprender, el lugar preciso de una plaza fuerte sobre la línea del Ebro superior. Los varios pisos de esta fortaleza cayeron no sé cuándo, y sus escombros embarazan el paso en el interior, desde donde se descubre un vasto cuadrilongo del cielo, que arroja allí sus tempestades de agua, nieve y granizo, entre la grosera indiferencia de unos propietarios inciertos y unos gobiernos sin noticias del país, ni del mérito de esta construcción, para mil usos modernos fácilmente aprovechable, y que revela su pasada opulencia en una preciosa cornisa de yeso, de estilo arabesco y leyendas góticas, que, ¡oh mudanza del tiempo! indica el desaparecido piso que hollaron los pies de soberbias castellanas, señoras de horca y cuchillo, cuyos descendientes, soldados en un regimiento de línea, dan acaso guardia, arma al brazo, á los hijos de algún maestro de escuela andaluz ó de cualquier chocolatero riojano, que ocupa por sus méritos personales aquellas transformadas condestablías, que neciamente consideraron vinculadas en su raza a título de perdurable herencia.

     Por la noche., una animada conversación de sobremesa, rodeado de jóvenes y viejos, en que por espacio de dos horas se ha recordado todo el pasado, se han ensalzado las virtudes de los muertos y se han fortificado las esperanzas en los vivos, ha completado este día de felicidad, que por los raros que ellos son en la vida, sin duda quedará para siempre grabado en mi memoria.

Agosto 27.-Celebro que el natural descuido de los días alegres me impidiese echar ayer al correo esta carta, porque le puede á usted llevar noticia de otro día de aquellos que señalaban los romanos con piedra blanca. Hoy hemos ido á Villarcayo, hermoso pueblo, aunque mucho más reducido que Medina, donde se halla la cabeza del partido judicial, y allí he encontrado antiguos y queridísimos amigos, que por obligarme á pasar en su compañía la noche, me han dado ocasión de ver el Ebro en su paso quizá más difícil, terrible y decisivo, cuando metiéndose por entre los retorcidos Hocinos, sin saber a qué mar llevar sus aguas, si al verde y profundo Atlántico ó al azul y rizado Mediterráneo, parece recoger todas sus energías, huir espantado del abismo tempestuoso y lanzarse horadando el monte al buscar undoso lago en que brinda Venus amores y lascivias, y ofrece Minerva los dulces placeres de la inteligencia luminosa. Agosto 28. —Ha llegado la hora de las despedidas. Un grupo me rodea, manos amigas estrechan mis manos, labios cariñosos me besan. Siento humedecidos mis ojos al mirar, ¡quién sabe si por última vez! este pueblo. ¡Adiós, amigos queridos; adiós, patria siempre amada! ¡Oh! si mis deseos fuesen ley, si mis votos se cumpliesen, sabed todos que la felicidad reinaría perpetuamente en vuestros hogares, y el nombre de Medina brillaría claro en el cielo estrellado de las ciudades españolas. Adiós también usted, amiga mía; hasta la vista. Esta noche llegará á Bilbao, donde recogeré impresiones que podrán entretener alguna velada de este invierno.


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