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El cesto y el gancho de la trapera por Mariano José de Larra

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“Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor” (Mariano José de Larra)

Artículo de Larra, con el seudónimo de Fígaro, en la Revista Mensajero de junio 1835, en el que pinta el que sin duda hay que considerar el primer escrito sobre el papel social de traperos y traperas de Madrid, un cometido infravalorado desde hace 150 años por lo menos, que también había llamado la atención de Pío Baroja y Vicente Blasco Ibáñez.

“Pero entre todos los modos de vivir, ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme llamar así a los portales de Madrid, siquiera por figura retórica y en atención a que otros hacen peores figuras que las debieran hacer mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita; repáresela de noche: indudablemente ve como las aves nocturnas; registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella; su gancho es parte integrante de su persona; es, en realidad, su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera, por tanto, con otra educación sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.

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En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente; alargar el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales alternativamente, parece que viene a llamar a todas las puertas, precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita a la meditación, a la contemplación de la muerte, de que es viva imagen. Bajo otros puntos de vista se puede comparar a la trapera con la muerte; en ella vienen a nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro, Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda; allí se reúnen por única vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A***; allí se codean Calderón y S***; allá van juntos Moratín y B***. La trapera, como la muerte, equo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden contra el ilustre; ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera! ¡De cuántos banderos la segunda!

El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto. El Boletín de Comercio y La Estrella, La Revista yLa Abeja, las metáforas de Martínez de la Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera. Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja; éstos son los dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca para el caballo, la mujer para el hombre y el escribano para todo el mundo, así crió en sus altos juicios a la trapera para el perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladran, se enganchan y se venden.

Ese ser, con todo, ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera, por lo regular (antes por supuesto de serlo), ha sido joven, y aun bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea, hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera recurrido al trabajo, y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó a naranjera. El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un caballerete fue de parecer de que no eran naranjas lo que debía vender, y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí a algún tiempo, queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente a una modista; nuestra heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la mano, el fichú en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo, pasó a ser prima de un procurador (de la curia), que como pariente la alhajó un cuarto; poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una plaza de corista en el teatro; ésta fue la época de su apogeo y de su gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez por fin vino a sorprenderla entre las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace hermosa!

Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera. Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros su cesto! ¡Pero tesoros impagables! Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas de la noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él: ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando... algún... nada. Pero ni una contestación de su letra a sus repetidas cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por un harapo de su señora.

¡Ah!, ¡mundo de dolor y trastrueques! La trapera es más feliz. ¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo! El amante la maldice; durante su estancia no puede subir la escalera; por fin sale, y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato! Esa que desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola! Y acaso el borrador de algún billete escrito a otro amante. Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu amada. Nada. El amante sigue pidiendo a suspiros y gemidos las tiernas prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse. ¡Cuántas veces pasa así nuestra felicidad a nuestro lado sin que nosotros la veamos! Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.”

El carro de la trapera

 


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