“Aquí estoy en este mundo todavía, viejo y cansado, esperando a que me llamen. Estoy esperando con el mismo traje viejo de ayer, haciendo recuentos y memoria, haciendo examen de conciencia, escudriñando agudamente mi vida.”
(León Felipe)
Felipe Camino Galicia de la Rosa es una infrecuente combinación de nombre y apellidos, por lo que no tiene nada de extraño que aquel personaje decidiese llamarse en el mundo poético León Felipe, nacido en Tábara, Zamora, en 1884, y muerto en Ciudad de México en 1968.
León Felipe, estatua, escultura asentada en el Parque Norte que linda con la Av. de Monforte de Lemos y con la ciudad sanitaria La Paz, lleva más años en Madrid en bronce que lo que vivió en España. Con él en el parque, distanciados entre sí, están también tres próceres hispanoamericanos. En uno de sus versos dijo que “había echado el ancla”, pero ignoraba que fuese para convertirse en la estancia más prolongada, encaramado en un pedestal con semblante pueblerino con boina, bastón y un libro abierto en una mano. Es como lo ha querido plasmar el escultor Gabriel Ponzanelli desde el día en que Juan Barranco, a la sazón alcalde de Madrid, inauguró la escultura.
El poeta en un rincón del parque parece resignado por haber refrenado su espíritu indómito y su afán por permanecer lejos de España. Es lo que se desprende de su biografía. No estaba en Madrid cuando la proclamación de la segunda república, pero tuvo la ocurrencia de venirse a Madrid en 1934 cuando todo presagiaba que el gran proyecto político se iba a pique a pasos agigantados.
En Madrid anduvo en plena guerra en compañía de Rafael Alberti y María Teresa León. Extraña asociación, acaso porque vivían entonces en la misma casa de la calle Marqués de Urquijo, esquina al Paseo del Pintor Rosales. Juntos los dos poetas acudieron una mañana de noviembre de 1936 a convencer a Antonio Machado de que debía marcharse de Madrid por la cercanía de las tropas de Franco. Aceptó al fin muy a disgusto y fue un error garrafal, al igual que el que cometió García Lorca partiendo para Granada. León Felipe, casi a contracorriente y con una actitud de lo más insólito en él, aguantó en Madrid hasta 1938 cuando, habiéndose puesto las cosas muy negras, partió hacia Valencia, al igual que el gobierno republicano. Salió de España y ya no regresó jamás. Murió en México en 1968.
Aquel poeta tardío que ejerció un tiempo de boticario en un pueblo alcarreño no podía permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Había en él un afán de ir de un lado para otro, alejándose peligrosamente de la realidad, de la historia española y, sobre todo, de las corrientes y movimientos literarios que desdeñó en todo momento. Su individualismo y espíritu anárquico fue su ruina como poeta en todas las antologías.
Su vida, confesaba, era como un canto pequeño y ligero, un guijarro, que iba rodando por carreteras y veredas, y por ello se lamentaba de no haber llegado a ser piedra de palacio o iglesia. Un sillar grande y pesado, incrustado en un muro. La vida errante, su vida, vuelven a reflejarla los versos: ”¡Qué lástima que yo no tenga una patria. Qué lástima que yo no tenga comarca, patria chica y tierra provinciana. Ya no he vuelto a echar el ancla, y ninguna de estas tierras me levanta ni me exalta para poder cantar siempre en la misma tonada al mismo río que pasa rodando las mismas aguas, al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.”

iQué lástima
que yo no pueda cantar a la usanza
de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan!
iQué lástima
que yo no pueda entonar con una voz engolada
esas brillantes romanzas a las glorias de la patria!
iQué lástima que yo no tenga una patria!
Sé que la historia es la misma, la misma siempre que pasa
desde una tierra a otra tierra, desde una raza
a otra raza,
como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca. iQué lástima
que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!
Debí nacer en la entraña de la tierra castellana
Y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada,
pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,
y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.
Después... ya no he vuelto a echar el ancla,
y ninguna de estas tierras me levanta
ni me exalta
para poder cantar siempre en la misma tonada
al mismo río que pasa
rodando las mismas aguas,
al mismo cielo, al mismo campo y a la misma casa
iQué lástima
que yo no tenga una casa!
Paulatinamente, el poeta se va despojando de todo, de la patria, de la casa, del abuelo, hasta llegar a preguntar angustiado:
¿Qué voy a cantar, si soy un paria
que solo tiene una capa?




