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25 años de la muerte de Fernando Martín el 10

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Fernando Martín Espina (1962-1989)

“El baloncesto no es fundamental en mi vida.

Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido”

(Fernando Martín Espina 1962-1989)

Fernando Martín el 10 descansa en una sobria sepultura familiar del Cementerio de la Almudena desde hace 25 años, que se cumplen este 3 de diciembre del 2014. Hoy tendría 52 años. Falleció con 27 en 1989. Su desaparición fue lo más duro, triste y trágico que pudo haberle pasado al equipo de baloncesto del Real Madrid en toda su historia. Desde entonces, el recuerdo de Martín no ha cesado de estar presente a lo largo de todos estos años. Se le echa de menos, se le sigue admirando, y en círculos deportivos, cuando sale su nombre a relucir, no deja un instante de general emoción, nostalgia y tristeza. No es para menos en una persona excepcional en lo humano y en lo deportivo. Lo que sigue es mi modesto homenaje recopilatorio, que traerá recuerdos a algunos.

Un domingo 3 de diciembre de 1989, cuando eran las tres y cuarto de la tarde, Fernando Martín, de 27 años, se estrelló con su coche, un Lancia Thema, a la salida de la curva 4A que enlaza la A2 con la M30 de Madrid. Cruzó diagonalmente cuatro carriles, saltó la mediana, invadió la dirección contraria y volcó, momento en que fue embestido violentamente por la puerta delantera derecha por otro vehículo, cuyo conductor sufrió heridas muy graves. La curva es muy cerrada y aunque relativamente ancha no está hecha para tomarla sin alto riesgo a más de 80 por hora, su límite legal establecido. Riesgo casi seguro de salida de la calzada y vuelco consiguiente. La velocidad en la curva a la que circulaba Martín se supuso entonces que era muy superior, pero de haber sido así habría perdido el control del coche antes de entrar en la M30. Además era una curva que muchas veces tuvo que tomar, puesto que vivía en una zona cercana. Nunca se sabrá qué pasó, aunque es probable que Martín, por causas desconocidas, acelerase tremendamente unos metros antes de incorporarse a la M30.

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Pero al cabo de 25 años de aquello, ya no importa. Pasó como pasó. Lo que importa en esta fecha es recordar a Fernando Martín a través de quienes lo conocieron y trataron, porque cómo dudarlo, la figura de aquel hombre fue especial por su cualidad de liderazgo absoluto en el deporte español, pero al margen de las impresiones a cerca de cómo era como deportista, se desvela claramente que en lo personal era una persona excepcional que atraía y convencía. Un líder nato. Sin embargo, con esa capacidad para mostrarse sin quererlo por encima de los demás, Martín encerraba el halo de la tristeza. Lo observó inteligentemente quien fue su entrenador durante años, Lolo Sáinz: "Le faltaba siempre un punto de felicidad para ser feliz. La vida parecía perseguirle". Pero la profunda observación no pasó de ahí, y nadie supo realmente descifrar lo que el propio Martín dijo una vez: “Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido.”

Fernando Romay: “Fernando Martín, cuando estábamos hundidos, se ponía el equipo a la espalda".

Pau Gasol:“Era un gran jugador y una persona increíble. Todo el mundo lo recuerda y aprecia su legado. Está en nuestras manos que las nuevas generaciones lo conozcan. Fue, y siempre lo será, un icono del baloncesto español.”

Juanma Iturriaga: “Pasan los años y la figura de Fernando, lo que fue y significó, sigue intacta en la memoria de muchos. No me extraña, por lo particular del personaje, su impacto deportivo y social, sus logros e indudable carisma. Me sigo preguntando de vez en cuando qué hubiese sido de él si aquel desgraciado accidente no hubiese tenido lugar. ¿Cómo habría terminado su carrera? ¿A qué se habría dedicado? ¿Seguiríamos viéndonos? Fue grande y lo sigue siendo.” 

Iñigo Muñoyerro: “Volvió cambiado (de Estados Unidos). Le costó reactivarse en una liga menor. Había arriesgado y había perdido. Además los dolores de espalda comenzaban a ser un calvario.”

Pepu Hernández.-“Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse. Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.”

Joaquín Yebra: “Fernando no parecía ser un jugador que pudiera ser un Pívot puro, o al menos serlo determinante, sobre todo por la altura, ya que medía 2,05 metros (y siendo generosos), pero su gran fortaleza física, una incansable capacidad de lucha y sacrificio por el bien del equipo, una tremenda agresividad y también astucia, técnica y talento, le hicieron no desentonar en absoluto en la lucha en las zonas, sino más bien imponerse a jugadores más grandes. Sin duda, uno de sus movimientos preferidos era el semi gancho, un recurso que fue perfeccionando hasta tal extremo que se convirtió en un jugador prácticamente indefendible, ya que era tremendamente efectivo.”

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Mensajes y comentarios anónimos en las redes sociales

“El tipo que más ha llenado una cancha de baloncesto. Parecía invencible. Un líder, un carisma inigualable, un tipo duro. Fortísimo. Era tremendo lo que imponía. Cuando se fue, todos nos dimos cuenta del vacío tan grande que dejó.”

“Era un líder dentro del campo, muy serio fuera, quizás demasiado. Sus duelos con Audie Norris, inolvidables. Ha sido uno de los más grandes del baloncesto y eso teniendo en cuenta su muerte tan prematura.”

“Su familia y sus amigos pueden estar muy orgullosos de que un hombre como él haya dejado semejante legado a la juventud. A la gente como Fernando hay que recordarla y honrarla siempre.”

“Jugar al límite, el esfuerzo máximo, la intensidad, luchar ante la adversidad física, eran algunas de sus marcas de identidad. Fernando todavía sigue con nosotros porque no lo hemos olvidado y no lo vamos a olvidar.”

“A nadie se le escapa que era un espíritu libre, de los que ya no quedan.”

“Inconformista por naturaleza. Permanecerá siempre en el recuerdo. Fue un pionero que demostró al mundo que los sueños, a veces, se hacen realidad.”

“Murió un icono del deporte, uno de los jugadores más carismáticos en la historia del baloncesto español.”

“Fernando Martín era una de esas promesas salidas de la cantera del Estudiantes, que se llevó el Real Madrid.

“Era una estrella. Martín era indestructible, una fuerza de la naturaleza, un talento descomunal y el mejor pívot de Europa.”

“Tenía el carácter fuerte de los que se auto exigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Empezó a jugar muy tarde por lo que técnicamente era muy flojo aunque físicamente era descomunal.”

“Podíamos estar horas y horas glosando la figura de Fernando Martín. Un ejemplo para la mayoría. Un pionero, un incomprendido, un arrogante, un privilegiado. Todo vale para definirlo. Que su carácter dejaba mucho que desear. Que no era un buen relaciones públicas de sí mismo.”

“Fernando era de esos tipos ganadores que hubieran triunfado en cualquier ámbito de la vida, y de una personalidad abrumadora.”

“El jugador madrileño era un gran deportista. Sus padres le trasmitieron el amor por el deporte. Fue cinco veces campeón de natación, y tuvo un buen nivel en judo, tenis de mesa y balonmano.”

“Un jugador de raza y carácter que ayudó a encumbrar el baloncesto en España.”

“Se inició en el baloncesto a eso de los 15 años, un deporte donde encajó muy bien gracias a su altura y su esplendoroso físico, digno de un culturista.”

“No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Fernando Martín apenas jugó once años al baloncesto, suficientes para llegar a lo más alto a lo que podía llegar un jugador español entonces.”

“Fue todo un personaje, rebelde, donjuán, estirado y reñido con la prensa. Tenía el carácter fuerte de los que se autoexigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Era un tipo duro, atlético, tímido de carácter, agresivo en la cancha, que muchos admirábamos.

”Estamos ante uno de los mas grandes jugadores de baloncesto españoles de todos los tiempos, e indudablemente ante el pionero que consiguió que el baloncesto diese el salto de calidad que necesitaba para que generaciones posteriores cogieran su testigo y nos llevaran al nivel que disfrutamos actualmente.”

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Los que mejor lo conocieron

Lo más profundo y revelador que se escribió de Fernando Martín Espina corresponde a Juan Antonio Corbalán, su compañero en el Real Madrid, en un artículo en Marca que tituló Fernando, sencillez sublime.

«Él asumió desde muy pronto que la vida no era estabilidad. Era un hombre lleno de pasión y un profesional, más humano que profesional, con una frialdad y madurez impropias de su edad, que eran su equipaje cuando yo le conocí, allá por el verano de 1981. Desde entonces supe que no era un jugador normal y que teníamos en el equipo a un jugador superior y una persona de calado, de las que no pasan desapercibidas.

Una mente joven y madura en un cuerpo grande lleno de fuerza, con la que podía suplir cualquier carencia. El equipo se transformó sin que apenas notáramos el proceso. Era como si hubiera estado siempre allí, a nuestro lado. Como si nuestras almas hubieran estado siempre en conexión. Sin embargo, el equipo se había colocado en otra órbita. De repente, era como si tuviéramos todo por ganar, a pesar de haberlo ganado todo. Era Fernando. Él necesitaba triunfar y, con él, todos sentimos un instinto ganador recuperado. Detrás de aquel ganador había un hombre tranquilo que no renunciaba a sus sueños. Era su forma de ser feliz. Pegado a las cosas y a las gentes normales. Era un nostálgico que estaba ahorrando capital para añorar.

Lejos de su gente, su vida no debió ser fácil. Necesitaba querer y ser querido. Querido y reconocido. Creo que no tuvo ninguna de las dos cosas y probó el sabor del desencanto. Desengaño, más el emocional que deportivo, origen de su vuelta. Fue la vuelta de un explorador no de un conquistador, y no volvió el mismo que se fue. Ilusiones convertidas en rutinas. Su papel había cambiado, el líder guerrero, convertido en líder maestro. Volvió y jugó, pero no como había jugado. Amó como él añoraba, con pasión, y mientras colocaba nuevamente su vida, ésta le abandonó en una tarde de invierno. Todos perdimos con su marcha para siempre. La muerte, fría, se aprovechó de esa pasión. De su último calor.»

Fernando Martín

 

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FERNANDO MARTIN por Ramón Trecet: “Un portento de la naturaleza. Técnicamente no he visto a nadie como él, transformarse partido a partido en un huracán que saltaba todas las barreras. La mirada directa y concentrada. Emanaba un carisma excepcional. Guapo, fuerte, seguro, entregado hasta la extenuación, líder absoluto del equipo desde el minuto 1 de la temporada... En el Madrid tardó veinte segundos en meterse en el bolsillo a los Iturriaga y compañía y convertirse en el dueño de sus almas. Había un fuego interior allí dentro al que nadie podía acceder; un inconformismo. Ganar era lo más normal y por lo tanto lo recibía con tranquilidad y frialdad casi.

Uno miraba los números, el peso, la estatura, la estampa de aquel Apolo llamado Audie Norris y luego los de aquel Aquiles llamado Fernando Martín y parecía que no había nada que hacer. Norris era demasiado potente. Lo que pasa es que el enfrentamiento no se planteó en esos términos nunca. Norris creyó que era deportivo y contra un jugador de baloncesto y se equivocó. El enfrentamiento era por la supervivencia física y Fernando estaba dispuesto a morir. Así, sencillamente. A dejarse la piel en el intento. Así, por primera vez tuvimos la oportunidad de entrever ese lado oscuro de Fernando, sus demonios interiores, su nula capacidad para admitir derrota como opción. Creo firmemente que sólo una persona entendió la muy compleja vida interior de Fernando Martín y esa persona fue su madre, Carmela. Sin Fernando Martín, Norris no sería la leyenda que es en el baloncesto español y sin Norris, Fernando no habría crecido tanto como para plantearse ir a la NBA.

El siguiente momento de contacto intenso que tengo con Fernando transcurre en el tiempo de su vuelta y reincorporación al Real Madrid. Son larguísimas conversaciones telefónicas con él y con su hermano Antonio, a la sazón en la Universidad de Pepperdine. Fernando quiere hablar con alguien que conozca cómo funciona aquello. Veréis, Fernando está en una situación terrible. Ha vuelto cambiado, muy cambiado. Desprecia lo que han hecho con él en la NBA, pero al mismo tiempo ha visto como funcionan algunas cosas y de vuelta a Madrid se da cuenta de que aquí todo está muy atrasado. Está en mitad de un puente entre lo que puede ser y lo que no ha sido. Su inquietud interna es grande, muy grande. Creo que incluso podemos hablar de dolor, más que de inquietud. Hay una parte de él que no está aquí. Como si una parte de su cabeza no hubiese vuelto a Madrid. Por un lado, es como uno de esos prisioneros de guerra que después de años vuelven a casa y sus familiares más cercanos no les reconocen, al tiempo que constatan lo poco que el de ahora tiene que ver con el que se fue.”

Antonio Martín, su hermano:“¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Fernando había traspasado la barrera de ser jugador de baloncesto. Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social. Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche. Llevaba dentro competir. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte.”

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¡Feliz acampada, Fernando! por Martín Tello en AS, diciembre de 1989.

Un día en el cielo me narraste tu vida. Fue un largo viaje en avión en el que hubo tiempo para todo: lo deportivo y lo humano! Yo te creía como un niño rico orgulloso, pero me quedé boquiabierto pensando,cuando me descubriste al auténtico Fernando, con tu enorme y arrolladora personalidad. -¿Lo qué más me gusta de la vida?- Muy fácil,perderme en la montaña,en la naturaleza. Acampar bajo las estrellas,con la única compañía de algunos íntimos.Conversar, meditar, relajarme…Luego, con el paso del tiempo,pude constatar que no eras simplemente un NÚMERO UNO en el deporte, si no en la vida real. Arisco, incluso receloso,pero tremendamente sincero y auténtico. La popularidad te desagradaba y protegías ferozmente tu intimidad. Jamás te prestaste al juego de meterte en el escaparate de vender tu vida privada. Te ofrecieron ofertas millonarias para fotografiarte junto a tu compañera, tu hijo, tu familia… Las despreciaste todas!-¡Pedidme lo que queráis sobre temas deportivos. Para lo demás, no contéis conmigo!- Lo tenías todo: salud,dinero y amor. Tenías además, una familia a la que puede aplicarse el lema de los tres mosqueteros: TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS! Tu madre, Carmela, es el eje y tú eras la gema, el brillante más valioso, el ejemplo de tenacidad, el líder para los hermanos… Tu futuro era diáfano. Estaba asegurado en lo material y también en lo sentimental. Jamás te faltaría un duro ni el cariño de tu familia. Ni la compañía de una dulce compañera

Podrías colgar las botas y vivir de rentas en plena juventud. El destino a querido que,a partir de hoy,acampes en solitario por las montañas del cielo.Tu futuro ha llegado demasiado pronto y, será muy distinto del que todos imaginábamos. Quizás seas tú el único que, allá arriba, conserve esa calma. Con esa entereza que te caracterizaba,te habrás adueñado de la trágica situación,incluso controlarla. Tenderás una mano hacía tu madre,la más necesitada de consuelo y,tratarás de animarla: -Tranquila gitanilla,no pasa nada!- Pero nosotros no somos tan fuertes como tú, FERNANDO. Tardaremos en asumir  tu pérdida. Mientras cicatriza la herida, asumimos lo increíble… Te deseo feliz acampada, Fernando!… Ahora entendemos de verdad, lo valioso que eras!”

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El último viaje estudiantil de Fernando Martín por Gonzalo A. Gómez Valcárcel, diciembre 2012

“Esta semana, me ha “marcado”. Esta semana, comenzó con el vigésimo tercer aniversario de la muerte de un hombre de, tan sólo, veintisiete años de edad (3 de diciembre, lunes). Cuando lleguemos a veintisiete, seguiremos acordándonos de él. Yo lo recordaré siempre. No puedo olvidar su etapa en Estudiantes. Su último viaje con el club; su último campeonato de España en su club de origen y lo que sucedió para que se marchara “al eterno rival”. El bueno de don Antonio Díaz-Miguel le había convocado, por primera vez, como seleccionado, de cara al Eurobasket de 1981, en Checoslovaquia. Fernando había sido, nada menos, subcampeón de liga con Estudiantes Mudespa. El jugador, comenzó la concentración y el gran Antonio les dio unos días clave de descanso, después de entrenar un tiempo. El club Estudiantes aprovechó la coyuntura para conseguir que su jugador, todavía de 19 años de edad, acudiera al campeonato de España de clubes, que se iba a disputar en Valladolid.

Fue una gran gestión, pues el jugador pudo acudir con su generación, la del 62, al citado campeonato. Fernando tenía un gran aprecio por el equipo de su edad y le encantaba jugar con ellos. Jamás decía que no, y tampoco su entrenador, Chus Codina (d.e.p.), ponía ningún problema, a pesar de que ya era del “cinco titular” de Estudiantes e imprescindible para haber conseguido el citado subcampeonato. Al Estudiantes, le pusieron varias condiciones; la más agobiante era que no debía volver con el equipo, una vez acabado el campeonato, pues Díaz-Miguel se enfadaría. Y, don Antonio, tenía mucho carácter y mucha capacidad de mando. Estudiantes entró en semifinales y le tocó jugar con el “coco” del Cotonificio catalán de Andrés Jiménez. El entrenador de Estudiantes, Gómez Carra, sabía que era mejor evitarlo, quedando segundo de grupo, para jugar contra el Madrid, pero, antes, en baloncesto, no se les pasaba por la cabeza eso de “quedar segundos” de nada. Cotonificio-Estudiantes y Real Madrid-Barcelona fueron los partidos de semifinales. El Madrid ganó al Barcelona y el “Coto” al Estudiantes. Andrés Jiménez hizo un partidazo y, lo que no sabe casi nadie, es que Fernando Martín acudía a Valladolid tras una lesión de tobillo, muy bien curada por el “fisio” de la selección, al que apodaban “El brujo”. Fernando, NO lo dio todo, porque era la primera ocasión en que le llamaban para la “absoluta” y fue comprensible que no estuviera con la cabeza “puesta” en Valladolid. El cuarto puesto conseguido por el Estu, partido perdido ante el Barcelona (31 puntos de Fernando), es, históricamente, el último partido de Fernando Martín con la camiseta del club de la calle de Serrano. Jamás volvería a jugar con Estudiantes.

imagesUna vez acabado el campeonato de España, en Valladolid, había que llevar a Fernando, rápidamente, a Madrid. El entrenador, junto con su mujer y sus dos hijos mayores, de 12 y 11 años de edad, respectivamente, salió hacia la capital. En el coche del entrenador, que era un Renault 12 familiar de color beige, viajaron desde bastantes horas antes de que partiera el autocar del equipo. Fernando viajaba en la parte de atrás del automóvil. El hijo mayor (José Antonio) ocupaba la plaza más cercana a la ventana izquierda y el más pequeño de todos (Guillermo) iba al lado de la estrella del club. “Ni una palabra”, eso me contaban mis hermanos sobre la experiencia. Decían que el entrenador y su mujer eran los que le “sacaban” las palabras, “con sacacorchos”, a Fernando. Hicieron una parada, solamente, en Ávila y le aconsejaron, a Fernando, que llevara unas yemas de Ávila a sus padres. Fernando accedió y las compró. La introversión del jugador, durante el viaje, no se les olvidará, a mis hermanos, jamás. Dos chavales adolescentes esperaban un ser más simpático y abierto. Al fin y al cabo, se le estaba haciendo un favor, para que acudiera con la selección lo antes posible. La llegada tuvo lugar en el parque del Conde de Orgaz de Madrid. Allí, vivía Fernando, muy cerca de su colegio, el San José del Parque. Nadie, ni el propio Fernando, sabía que ya no tendría que ir, jamás, a entrenarse al Ramiro. Esa misma noche, se incorporó al hotel de la selección (espero que se acordara de darle las yemas a sus padres) y Fernando viajó a Checoslovaquia, fichó por el Real Madrid después y Estudiantes se quedó sin él para siempre, un verano de 1981.

Sólo jugaría, por desgracia, algo más de ocho años… Los demás, entre ellos las personas que le entrenaron y le enseñaron BALONCESTO en el club, a base de fundamentos (ese gancho dominador, ese tiro en suspensión, ese bloqueo de rebote…), fueron Pablo Casado, Mariano Parra, Chus Codina y Gómez Carra; le querrán mucho para siempre. Fernando se hacía querer y su muerte fue una puñalada en el ánimo del basket español. Se fue, simplemente, el ¡¡¡MEJOR!!! Eso sí: que nadie olvide que fue el pionero, de la formación de la cantera del Estu, para el provecho, tantas veces ejecutado y a veces de manera ilegal, del “imperio” llamado Real Madrid. Hoy, en el partido Estudiantes-Real Madrid, me he acordado mucho de él y, por ello, escribo estas anécdotas, contadas por su último entrenador de Estudiantes… Para siempre, Fernando Martín Espina.”

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Fernando Martín: 20 años no son nada por José Antonio Jiménez

“Es ya toda una tradición recordar cada tres de diciembre la desaparición del más grande jugador que ha dado nuestro baloncesto, alguien que se fue para siempre un domingo tan frío como desgraciado, que no habría dejado de ser eso, un domingo más si un terrible accidente de tráfico no se hubiera cruzado en el camino de Fernando Martín Espina. No quiero que mis palabras sirvan para glosar la corta pero intensa carrera deportiva de un inconformista, que prefirió calentar el banquillo de los Portland Trail Blazers durante nueve meses antes que ganar todo el dinero del mundo en el baloncesto europeo. Pero siempre es oportuno y necesario repasar alguno de los capítulos de la trayectoria profesional de un hombre que dejó huella en mi generación, un grupo de chavales que comenzamos a amar el deporte de la canasta por su culpa.

A nadie se le escapa que Fernando era un espíritu libre, de los que ya no quedan. Ahora es muy fácil echarle flores a Pau Gasol, convertido por obra y gracia de la mediocridad que recorre las canchas de la NBA en el mejor jugador de su equipo, superando a los Duncan, Odom, Garnett o Wallace de turno (que nadie malinterprete lo que digo sobre uno de los principales culpables del oro logrado por España en tierras asiáticas). A finales de la lejana década de los 80 había que tenerlos muy bien puestos para estar en el 'roster' de uno de los mejores equipos del mundo. Y Martín bien que los tenía. Recuerdo su debut ante los Sonics como si se hubiera producido anteayer, cuando tan cerca están de cumplirse dos décadas de lo ocurrido en el estado de Oregón. Cómo pasa el tiempo, dirán algunos. No porque tuviera la oportunidad de verlo en directo. Desgraciadamente, por aquel entonces no existían ni las plataformas digitales, ni las televisiones privadas habían hecho acto de presencia. Si no por despertarme a las tantas de la madrugada y escuchar por la radio que Mike Schuler apenas le había dado unos míseros segundos (122 para ser exactos) cuando el partido estaba sentenciado, ese espacio de tiempo que tan bien manejan determinados jugadores para maquillar sus estadísticas. Fueran muchos o pocos, uno de los nuestros ya estaba entre los más grandes. Con el valor que eso tenía a finales de la ya algo lejana década de los 80 del siglo pasado.

La de su debut, fue la tónica de toda la temporada. Muchos minutos para los veteranos y migajas para los más jóvenes. Walter Berry, compañero suyo aquel año, no se lo pensó dos veces y se marchó antes de ser presa de un técnico conservador, que no engañaba a nadie con sus planteamientos tan rácanos como respetables. El capitalino lo sabía, pero nunca arrojó la toalla. Pensaba que tenía condiciones suficientes para triunfar, te tarde o temprano le llegaría la oportunidad, por mucho que su rol fuera el de animar a los suyos desde el banquillo. Como la paciencia de un ganador también tiene un límite, regresó a casa días después de que Houston eliminase en primera ronda a su equipo. Fue el punto final a su estancia en Estados Unidos.

Si discreta fue su aventura americana, exitosa se debe calificar su carrera en la selección española, a la que llevó a lo más alto en 1984. Y eso que no pudo jugar al cien por cien el torneo olímpico celebrado en latitudes californianas. Daba igual, pues suplía con garra todo lo que su maltrecha espalda le impedía rendir sobre el parket del desaparecido Forum de Ingelwood. La plata de Los Ángeles, en gran medida, se la debemos a un jugador que también tuvo mucho que ver en la presea conseguida en el europeo de Nantes. Sus ganchos, rebotes, tapones y bloqueos sirvieron para que España se convirtiera en una potencia tras años de dura travesía por el desierto de la mediocridad.

Éxitos con España y triunfos con el Madrid, equipo que pagó 6.000 euros en los albores de los 80 para fichar a un 2.05 por el que se desvivía el Joventut y el Barcelona. Como merengue lo ganó todo. Ligas, Copas, Recopas... Un currículum brillante, cargado de logros y alegrías. También de fracasos, como cuando la Cibona de Zagreb impidió que las vitrinas de la calle Concha Espina guardasen una nueva Copa de Europa. Un tal Drazen Petrovic lo impidió. O aquella Copa del Rey perdida sobre la bocina tras un triple imposible de Nacho Solozábal. Por cierto, merece la pena recordar el día que anotó 50 puntos con el Madrid, cuando apenas llevaba unas semanas a las órdenes de Lolo Sainz. Fue en nuestras antípodas, pero los ecos de aquel hito no tardaron en recorrer nuestra piel de toro.

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Galardones y relaciones de amor-odio con sus entrenadores, compañeros o rivales. No entendía al desaparecido Antonio Díaz-Miguel, pero respetaba sus planteamientos. Con Norris se las tuvo en un sinfín de ocasiones, aunque siempre que se le preguntaba por el ‘center" blaugrana comentaba que ‘pegarse’ con un ganador era un verdadero privilegio. O qué decir de su amistad con Drazen Petrovic, que primero fue enemigo, para ser años más tarde compañero de fatigas. Martín lo ‘tragaba’, pero nunca le perdonó que anotara 63 puntos en la Final de la Recopa del 89, en una actuación tan destacada como individualista. Esa sobredosis de egoísmo le sentó tan mal como si el Snaidero Caserta hubiera superado a su equipo en tierras atenienses.

Tan vivo tengo en la memoria sus numerosas exhibiciones, como la única vez que tuve la oportunidad de verlo en directo. Por mucho que fuera un vulgar bolo estival, mis retinas siempre guardarán sus poco más de una decena de puntos y sus escasos cinco rebotes sobre el humedecido por las altas temperaturas de la capital hispalense parket del vetusto pabellón de San Pablo. Aquello poco o nada tuvo que ver en el triunfo del Madrid sobre el Caja San Fernando, equipo ACB de nuevo cuño en 1989.

Eso sucedió tres meses antes de su inesperada muerte cuando iba camino de la calle Goya para poner su granito de arena, estaba lesionado, desde el banco en el complicado compromiso de sus compañeros ante un CAI que vivía días de vinos y rosas. Su Lancia no le permitió llegar al destino deseado, ni tampoco volver a jugar al baloncesto. Su adiós propició el principio del fin de una sección que sueña con ver la luz tras numerosas años de fracasos continuados. Seguro que desde el cielo intentará que las huestes de Joan Plaza vuelvan a ser las que fueron no hace demasiado tiempo. Y que su hijo, Jan Martín, pueda ganarse un puesto en la primera plantilla merengue (complicado, para que nos vamos a engañar). De conseguirlo, sería su enésima victoria. Ésta desde un lugar en el que sólo tienen cabida los mejores, los más grandes. Y el ‘10’ por antonomasia de nuestro deporte lo era.”

Juan Antonio Casanova, La Vanguardia del 4 de diciembre de 1989. “El rasgo que más me había impresionado siempre de Fernando Martín era que, siendo como era un gran jugador, aparentemente no se divertía jugando. Se le veía en tensión continua, reclamando un pase, exigiendo una falta del rival o protestando por una que le hubieran señalado a él. Esa era la imagen que daba reiteradamente en la cancha, de puertas afuera. Pero sería injusto quedarnos sólo con eso. Fernando Martín era, por encima de los rasgos más controvertidos de su fuerte carácter, un grandísimo jugador de baloncesto. Un líder, un campeón al que casi todos sus rivales respetaban y admiraban. Audie Norris, cuyos duelos con el pivot madridista han jalonado los partidos más importantes de las últimas ediciones de la Liga ACB, le definía ayer como un caballero y calificaba su muerte de un desastre.”

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A los 20 años de la muerte de Fernando Martín. Pepu Hernández y Antonio Martín Espina recuerdan al jugador. Diciembre 2009 

Antonio Martín.-¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social.

Pepu Hernández.- Me acuerdo de la última vez que lo vi. Fui con Belén [su mujer, entonces novia] al Café Belén, y allí estaba... ¿Quién iba a pensarlo? Y no le hemos olvidado.

A. M.- Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años.

P. H.- Recuerdo su llegada al Ramiro. Pensé: "¡Qué pájaro, qué tío, cómo progresa!". Un día, el 'Estu' jugaba entre semana con un equipo de segunda. Vicente Gil y los demás pensaban que era perder el tiempo, Fernando quería superarse... Había dos equipos: Fernando y el resto.

A. M.- Le recuerdo así desde niño. No te dejaba relajarte ni harto de vino. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche.

P. H.- Esa dualidad de ternura...

A. M.- Y brutalidad... Llevaba dentro competir. ¿No sé si la gente lo sabe? Fernando y yo tuvimos de niño, a la vez, reuma en el corazón. Entonces llegó un médico y dijo: "Deben hacer mucho deporte". Y Carmela, mi madre, teniente O'Neil, nos puso firmes. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte. Meneghin llamaba la atención porque era alto y corría a toda la velocidad, una excepción. Fernando fue la excepción española.

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Pregunta.-¿Qué jugador actual le recuerda a Fernando Martín?

A. M.- Reyes, por ese instinto y lucha por el rebote. Aunque Fernando tenía un carácter incomparable.

P. H.- Y un tío así no es gracioso.

A. M.- No era cómodo, no. Por forma de ser, el más parecido ha sido Sabonis, un tío sólido que no va a cambiar ni pide nada. Y, como Fernando, son gente que matan por un amigo. Luego son herméticos, sí. Fernando tenía amigos periodistas, pero no entendía que se metiesen en la vida de su hijo o en la suya. Y no era la época de ahora de seguir a los famosos... Prefiero no hablar de eso y quedarme con todo lo que se cuida su recuerdo, y eso no es común en mi país, que es lo que más quiero.

P. H.- Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse.

A. M.-¡Si se cambiaron las normas para que no pudiese volver a la selección por apostar por la NBA! Por eso yo no pude estar en los Juegos de Seúl con mi hermano, que ha sido lo más doloroso de mi carrera.

P. H.- Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.

A. M.- Se ha dicho que se vendió por querer competir y vivir una experiencia nueva. Quiso probarse y, como él decía, yo ya he tocado a Julius Erving, le he defendido... Por eso fue castigado, duramente castigado.

P. H.- Sí, muy duramente.

A. M.- A la vuelta de la NBA ya no jugaba igual y... No quito mérito a los de ahora y menos con el nivel que tienen Gasol, Rudy, Calderón..., pero hace 20 años pensar que alguien podía jugar en la NBA sin pasar por la universidad americana es como si dices que Pepu y yo nos vamos mañana a la Luna. Impensable. Podía tener todo aquí, fama, dinero y... No tenía un pelo de tonto y sabía el riesgo que entrañaba, pero te aseguro que no se arrepintió nunca.

P.-¿Cómo se vivieron en casa los capítulos históricos: firmar un contrato de más de 100 kilos (de los 80), la NBA, la plata olímpica, los 10 millones que pagó el Madrid al 'Estu'...?

P. H.- No, no, fueron 12.

A. M.- Ah, no tenía ni idea. Todo era muy rápido. Desde que el profe del colegio, técnico del 'Estu', le convence para dejar el balonmano...

P. H.- Y eso que estaba por allí Juan de Dios Román que lo quería.

P.-¿Fernando tendría presente?

A. M.- Sería actual, como una música que no muere, una canción que es de los 70, de los 80, pero yo creo que sonaría perfecto en el baloncesto de ahora. Delibasic era la leche, pero hoy le volarían la cabeza.

P. H.- Hubiese adquirido estrategias, tácticas, para hacerse un hueco en la selección de nuestro tiempo.

A. M.- Ahora hay un jugador, Velickovic, que me llama la atención por la versatilidad. Y Fernando era un poco así. Aguantaría por cabeza y por físico, que no es sólo músculo. Cuando la gente ve a Navarro en chanclas, dirá: "Vaya mierdecilla". Pero los pies de ese chico, su sistema nervioso, lo hacen imparable.

martin89

 

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Pasión y muerte del Conde de Villamediana. Discurso de Luis Rosales de ingreso en la RAE, 1964

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Muerte del Conde Villamediana en el zaguán del Palacio de Oñate, calle Mayor de Madrid

Juan de Tassis y Peralta, II Conde de Villamedia, poeta adscrito al barroco, nació en Lisboa en 1582 y murió asesinado en la calle Mayor de Madrid el 21 de agosto de 1622. Trasladada la Corte a Valladolid, donde permaneció cinco años, contrajo matrimonio en 1601 con Doña Ana de Mendoza, descendiente del famoso Marqués de Santillana, de la que tuvo varios hijos, todos malogrados. Al morir su padre, en 1607, asumió el título y el cargo de correo mayor del reino. Pero por su talante agresivo, temerario y mujeriego adquirió pronto una reputación de libertino, amante del lujo, de las piedras preciosas, los naipes y los caballos, y llevó una vida desordenada de jugador, alcanzando una reputación de adversario temible sobre el tapete por su gran inteligencia. Sin embargo, estos excesos le valieron dos destierros, aparte de por haber arruinado a varios caballeros importantes, también por sus fortísimas sátiras, en las que zahería sin piedad alguna las miserias de casi todos los Grandes de España, ya que como perteneciente al mismo estamento que ellos conocía bien sus defectos y flaquezas, y sabía por dónde atacarlos y hacer daño.

El primero de sus destierros le llevó a Italia, donde estuvo entre 1611 y 1617 con el conde de Lemos, nombrado virrey de Nápoles. Ya vuelto a España, atacó en varias sátiras la corrupción alcanzada bajo el valimiento del duque de Lerma y Rodrigo Calderón de Aranda durante los últimos años del reinado de Felipe III, de forma que estos lograron del rey que le desterrara otra vez de la corte en 1618, aunque esta vez a Andalucía, de donde regresó al poco al fallecer el rey, favorecido como fue por el nuevo valido, el Conde Duque de Olivares.

Tuvo numerosas amantes, con las cuales llegó a veces a las manos públicamente, como en una ocasión durante el estreno de una comedia, y no se paró ante amoríos peligrosos como con una de las cortesanas del rey, una tal Marfisa, quizá doña Francisca de Tavara, bellísima joven portuguesa, dama de la reina y amante del rey. La leyenda afirma también que incendió premeditadamente el coliseo de Aranjuez mientras, durante las fiestas de celebración del aniversario del rey Felipe IV, se estrenaba ante la reina, el 8 de abril de 1622, una obra suya, La gloria de Niquea, inspirada en un episodio del Amadís de Grecia, para poder salvarla en brazos, ya que estaba enamorado de ella y aun tocarla siquiera estaba penado con la muerte. Existe también la leyenda de que se presentó a un baile con una capa cubierta de reales de oro, con lo que aludía a su suerte en el juego, y con la leyenda "Son mis amores reales", lo que era un triple sentido con la palabra reales muy peligroso para la época; con este título y sobre este episodio escribirá en el siglo XX un drama Joaquín Dicenta. Otra leyenda es la del origen de la expresión "Picar muy alto", que se cree se debió a las habilidades como picador del conde que, al ser alabadas por la reina, el rey respondió: "Pica bien, pero pica muy alto", con evidente doble sentido, debido a sus escarceos con la reina. Narciso Alonso Cortés, además, descubrió en el Archivo de Simancas un memorial que implicaba a Villamediana en un célebre proceso por sodomía concluido el 5 de diciembre de 1622 con la muerte en la hoguera de cinco mozos, justicia que, según las Noticias de Madrid, «hizo mucho ruido en la corte»,2 atribuyendo a esta causa la muerte del conde, que otros explican por sus sátiras, por el despilfarro de la fortuna familiar o por lances amorosos y adulterios, en los que hubiera podido verse involucrado el mismo monarca. Consciente de su carácter temerario y atrevido, un sombrío pesimismo aparece en la mayoría de las composiciones del conde, quien escribió aquellos versos celebérrimos:

Sépase, pues ya no puedo
levantarme ni caer
que al menos puedo tener
perdido a Fortuna el miedo

Los autores del crimen nunca fueron hallados; el momento escogido fue cuando iba en un coche con el conde de Haro por la calle Mayor de Madrid; el móvil fue, quizá, evitar el escándalo del proceso por el pecado nefando, por lo que el crimen habría quedado impune y se mandó guardar silencio sobre él. Pero el hecho causó sensación, y todos los poetas famosos se aprestaron a escribir epicedios en verso sobre el conde, empezando por su amigo Luis de Góngora, quien atribuyó al rey la orden, continuando por Juan Ruiz de Alarcón, que lo acusó de maldiciente, y terminando por Francisco de Quevedo, quien, pese a ser enemigo suyo, escribió "que pide venganza cierta / una salvación en duda". El proceso por el pecado nefando abierto por el Consejo de Castilla no se ha localizado. Por las Noticias de Madrid consta la muerte en la hoguera de un bufón llamado Mendocilla, al que siguieron un mozo de cámara del conde de Villamediana y otro criado del conde, un esclavillo mulato y «don Gaspar de Ferraras», paje del duque de Alba.3Algunos otros, según la documentación aportada por Alonso Cortés, huyeron, entre ellos un Silvestre Nata Adorno, correo de a caballo de su Majestad, que había marchado a Nápoles con el duque de Alba, que el 20 de septiembre de 1623 solicitaba se le diese traslado «de su culpa y sentencia» en el citado pleito. La respuesta de su instructor es la que implica directamente a Villamediana. En ella el licenciado Fernando Ramírez Fariña solicitaba nuevas instrucciones al Consejo al que advertía que la culpa de Silvestre Adorno y [...] los indicios que contra él ay nacen de lo que está provado contra el Conde de Villamediana, y Su M.d le mandó por ser ya el Conde Muerto y no ynfamarle guardasse secreto de lo que huviese contra él en el proceso, y si da la culpa deste es fuerça que benga en ella mucha de la del Conde.4

El poeta y dramaturgo Don Antonio Hurtado de Mendoza pintó su carácter en un romance a su muerte:

Ya sabéis que era Don Juan / dado al juego y los placeres; / amábanle las mujeres / por discreto y por galán. / Valiente como Roldán / y más mordaz que valiente... / más pulido que Medoro / y en el vestir sin segundo, / causaban asombro al mundo / sus trajes bordados de oro... / Muy diestro en rejonear, / muy amigo de reñir, / muy ganoso de servir, / muy desprendido en el dar. / Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que no le adorara, / hombre que no le temiera

El asesinato inspiró en el XIX varios romances históricos del duque de Rivas y también algún drama romántico, como También los muertos se vengan de Patricio de la Escosura(1838), la novela de Ceferino Suárez BravoEl cetro y el puñal (1851) y algunos relatos breves así como un cuadro de historia de Manuel Castellano en 1868, ahora en el Museo del Prado. En el siglo XX, cabe señalar el drama en verso de Joaquín Dicenta AlonsoSon mis amores reales (1925), que obtuvo el premio de la Real Academia Española, y varias novelas: Decidnos: ¿quién mató al Conde? de Nestor Luján, Capa y espada de Fernando Fernán Gómez (2001) y El pintor de Flandes de Rosa Ribas (2006) (Datos de Wikipedia)

Discurso de ingreso de Luis Rosales en la Real Academia Española el el 19 de abril de 1964 (Extracto)

Preliminares: “En el arranque de su libro sobre la muerte del Conde de Villa, mediana dice Narciso Alonso Cortés : "Si alguna vez ha sentido un escritor grave perplejidad antes de acometer su tarea, puedo afirmar que esta es una de las más apuradas y penosas. Es aún más que perplejidad. Es la honda preocupación de quien tiene que decir cosas de extrema delicadeza y no sabe si atreverse a decirlas, ni supuesto que se atreva, sabe como las ha de decir." En esta misma situación de ánimo —entre perplejo e indeciso- - me encuentro ahora ante vosotros. La investigación histórica puso al desnudo ciertos turbios aspectos de la vida del Conde de Villamediana. Por el carácter escandaloso de estos descubrimientos, la muerte del poeta tal vez pueda juzgarse tema impropio de un discurso académico. Aumenta mi perplejidad el hecho de no saber si encontraré en cada momento la palabra adecuada para declarar mi pensamiento sin herir vuestra sensibilidad. Sin embargo, he elegido este tema : Pasión y muerte del Conde de Villamediana para hacer mi discurso de ingreso (discurso que en frase muy de nuestros días, podría decirse que es un discurso tolerado únicamente para mayores), por una razón que al pa r que me da ánimo aumenta mi temor. Ha sido justamente en esta sala donde se hizo por vez primera la crónica escandalosa de la muerte del Conde.

El día 17 de marzo de 1860 (hace por consiguiente más de un siglo), en su contestación al discurso de ingreso de don Francisco Cutanda, el diligente, admirable y alígero investigador don Juan Eugenio Hartzenbusch sentó las bases para una nueva interpretación de este suceso. Desde entonces la tradición académica del tema no se ha interrumpido. Don Cayetano Alberto de la Barrera, don Emilio Cotarelo Mori, don Narciso Alonso Cortés y últimamente el doctor Marañón, el inolvidable doctor Marañen, en su libro titulado "Don Juan" , dedicaron al tema estudios sumamente interesantes y pormenorizados. La aportación de pruebas documentales que hicieron Hartzenbusch, Cotarelo y Alonso Cortés era exhaustiva y convincente, y fue imponiendo su vigencia de una manera abrumadora. Hoy por hoy, nadie pone en duda —al menos dentro de los campos de la investigación y de la cátedra— que la homosexualidad fue la causa de su muerte. Se aventó como el tamo en el aire, la romántica historia que aureolaba la figura del Conde. La historia se convirtió en leyenda, y la aureola de gallardía se convirtió en depravación. Pues bien, si me decido a arrostrar las dificultades, de toda índole, inherentes al tema, es ante todo y sobre todo, para reivindicar la memoria del Conde de Villamediana, en la misma audiencia y ante el mismo tribunal donde fue condenado en primera instancia; donde fue condenado injustamente, según trataré de probar”.

Conde de Villamediana

“El día 23 de agosto, escribe Góngora a Cristóbal de Heredia: "Mi desgracia ha llegado a lo sumo con la desdichada muerte de nuestro Conde de Villamediana, de que doy a Vuestra merced el pésame por lo amigo que era de Vuestra Merced y las veces que preguntaba por el caballo del Palio. Sucedió el domingo pasado, a primera noche, 21 de este, viniendo de Palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpió; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el Conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejándole tal batería que aún en u n toro diera horror.

El Conde al punto, sin abrir el estribo, se echó por encima de él y puso mano a la espada, mas viendo que no podía gobernarla, dijo: —"Esto es hecho; confesión, señores", y cayó. Llegó a este punto un clérigo que lo absolvió, porque dio señas dos o tres veces de contrición, apretando la mano al clérigo que le pedía estas señas; y llevándolo a su casa antes que expirara, hubo lugar de darle la unción y absolverlo otra vez, por las señas que dio de abajar la cabeza dos veces. El matador,,, acometido de dos lacayos y del caballerizo de don Luis, que iba en una haca, escapó porque favorecido de tres hombres que salieron de los mismos portales, que asombraron haca y lacayos a cintarazos, se pusieron en cobro sin haber entendido quien fuesen. Háblase con recato en la causa; y la Justicia va procediendo con exterioridades, mas tenga Dios en el Cielo al desdichado, que dudo procedan a más averiguación. Estoy igualmente condolido que desengañado de lo que es pompa y vanidad en la vida, pues habiendo disipado tanto este caballero, le enterraron aquella noche en un ataúd de ahorcados que trajeron de San Ginés, por la priesa que dio el Duque del Infantado, sin dar lugar a que le hiciesen una caja. Mire Vuestra merced si tengo razón de huir de mi, cuanto más de este lugar donde a hierro  he perdido dos amigos. Vuestra merced me haga lugar allá, que por ahora basta de Madrid y de carta."

En sus "Grandes anales de quince días", escribe don Francisco de Quevedo: "Habiendo el confesor de don Baltasar de Zúniga, como intérprete del ángel de la guarda del Conde de Villamediana, don Juan de Tasis, advertídole que mirase por sí, que tenía peligro su vida, le respondió la obstinación del Conde que sonaban las razones más de estafa que de advertimiento, con lo cual el religioso se volvió sentido más de su confianza que de su desenvoltura, pues sólo venía a granjear prevención para su alma y recato para su vida. (Recato para su vida íy lo iban a matar aquella misma tarde!) El Conde, gozoso de haber logrado una malicia en el religioso, se divirtió de suerte que habiéndose paseado todo el día en su coche y viniendo al anochecer con don Luis de Haro, hermano del Marqués del Carpió, a la mano izquierda, en la testera, descubierto al estribo del coche, antes de llegar a su casa en la calle Mayor, salió un hombre del portal de los Pellejeros, mandó parar el coche, llegóse al Conde y reconocido, le dio tal herida que le partió el corazón. El Conde animosamente, asistiendo antes a la venganza que a la piedad, y diciendo: "Esto es hecho", empezando a sacar la espada y quitando el estribo, se arrojó en la calle, donde expiró luego entre la fiereza de este ademán y las pocas palabras referidas. Corrió al arroyo toda su sangre, y luego, arrebatadamente, fue llevado al portal de su casa, donde concurrió toda la Corte a ver la herida, que cuando a pocos dio compasión, a muchos fue espantosa; auto que la conjetura atribuía a instrumento, no a brazo. Su familia estaba atónita; el pueblo suspenso y con verle sin vida y en el alma pocas señales de remedio, despedida sin diligencia exterior suya ni de la Iglesia, tuvo su fin más aplauso que misericordia. Y tanto valieron los distraimientos de su pluma, las malicias de su lengua, pues vivió de manera que los que aguardaban su fin —si más acompañado menos honroso— tuvieron por bien intencionado el cuchillo ! Y hubo personas tan descaminadas en este suceso, que nombraron los cómplices y culparon al Príncipe, osando decir que le introdujeron el enojo para lograr su venganza; que su orden fue que lo hiriesen, y los que la daban la crecieron en muerte abominando el engaño tanto como el delito.

Otros decían que pudiendo y debiendo morir de otra manera por justicia, había sucedido violentamente, porque ni en su vida ni en su muerte hubiese cosa sin pecado. Solicitar uno su herida y fue desdicha con todas sus coyunturas, y el castigo con todo su cuerpo y no prevenirse, fue decir: —"Ni la justicia, ni el odio han de poder hacer en mi mayor castigo que yo propio". Y todo lo que vivió fue por culpar a la justicia en su remisión y a la venganza en su honra ; y cada día que vivía y cada noche que se acostaba era oprobio de los jueces y de los agraviados; diferentemente en su muerte y en las causas de ella. La justicia hizo diligencias para averiguar lo que hizo otro a falta suya; y sólo así se halló por culpada de haber dado lugar a que fuese exceso, lo que pudo ser sentencia. Esperanza tengo de que Dios miraría por su alma entre el desacuerdo y la desdicha del Conde, pues su misericordia, por desmedida, cabe en menos de lo que comprenden nuestros sentidos".

Luis Rosales

No caben dos opiniones más diferentes; tan diferentes que no parece que se refieran a un mismo hecho. Sin embargo, ambas comentan la muerte de Villamediana. ¡No parece posible! No coinciden los datos; no coinciden las interpretaciones, no coinciden las actitudes vitales ante el muerto. Góngora hace una descripción; Quevedo hace un enjuiciamiento. Góngora escribe como amigo; Quevedo como fiscal. Los dos poetas fueron testigos de los sucesos. Los dos tienen autoridad y sus palabras pudieron influir considerablemente sobre las opiniones de sus contemporáneos; pueden también influir sobre la nuestra. Al comenzar a escribir estas líneas nos encontramos indecisos: no sabemos qué partido tomar. Ambas descripciones son tan precisas, tan pormenorizadas, tan convencidas y, sin embargo, ¡tan contrarias! A lo largo del tiempo, ambas encabezaron una larga corriente de opinión con nombres ilustrísimos en uno y otro bando. Forman las dos orillas de un mismo río: el río que hizo en la calle Mayor la sangre de Villamediana: son la orilla diestra y la orilla siniestra de este río. Le han dado cauce histórico. Para aceptar una cualquiera de estas opiniones, es preciso feorrar la contraria, pero el prestigio personal de uno y otro escritor nos impiden hacerlo. Par a orientarnos, veamos, pues, en qué medida confirman sus contemporáneos una y otra opinióa. Ante todo vayamos a los hechos. Son muy pocos los que sabemos con exactitud.

El día 21 de agosto de 1622, murió el Conde de Villamediana. He aquí el certificado oficial de su muerte: "Yo Manuel de Pernia, escribano del Rey nuestro señor, de los que residen en su Corte, certifico y doy fe que hoy, día de la fecha desta, a la hora de las nueve de la noche, poco más o menos, fui en casa de don Juan de Tasis, Conde de Villamediana, correo mayor de estos reinos, al cual doy fe que conozco, y le vi tendido en una cama, muerto naturalmente, que dijeron haberle muerto de una estocada en la calle Mayor, cerca de la callejuela de San. Ginés. Y para que de ello conste, de petición de la parte del Conde de Oñate, en Madrid a 21 de agosto de 1622. Y en fe dello lo signé en testimonio de Verdad —Manuel de Pernia". El cadáver fue trasladado a Valladolid y sepultado en la iglesia del convento de San Agustín, donde tenía la familia su enterramiento. Muchos años después hallaron incorrupto su cadáver, lo cual se atribuyó a la sangre derramada" escribe Cotarelo. "La capilla mayor —dice Antolínez de Burgos—, el cuerpo de la iglesia y la portada es de lo más insigne de Valladolid; la capilla mayor es de los Condes de Villamediana desde el año de 1606 [en ] que don Juan de Tasis, correo mayor de España y primero Conde de Villamediana, la dotó y la hizo entierro suyo, y de los que sucediesen de su casa y estado. Tomó la posesión de ella por su muerte, don Felipe de Tasis, su hermano, que a la sazón era arzobispo de Granada" .

Vayamos ahora a la opinión de sus contemporáneos, advirtiendo de antemano a nuestros oyentes, para que nos perdonen, que los testimonios son numerosos. Durante los siglos XVI y XVII no hubo ninguna muerte que despertara tanta resonancia como ésta, ni siquiera la de don Rodrigo Calderón, Marqués de Siete Iglesias, muerto en cadalso. Muchas de las informaciones conocidas son anónimas. Esta es la más repetida: "Este año de 1622, a 18 de agosto (fue el 21), mataron al Correo Mayor, a boca de noche, en la calle Mayor, junto a la de los Boteros, yendo en su coche un hijo del Marqués del Carpio, y dicen que le mataron con un arma como ballesta a uso de Valencia y que se callase se mandó". En una carta que desde Madrid escribieron a un caballero de Sevilla, se dice: "El día 22 de agosto [fue el 21 ], a las ocho en punto de la noche, yendo el Conde de Villamediana con don Luis de Haro, hijo del Marqués del Carpió y menino de la Reina, en un coche, al llegar a la calle de los Boteros y callejuela angosta que se dirigía a San Ginés, se acercó al estribo un hombre que con un arma blanca hirió al Conde rompiéndole dos costillas. Un brazo cuentan que podía caber por la herida. Cayó muerto del estribo abajo sin decir "Jesús " ni dar muestras de contrición. Aunque hicieron todos los alcaldes de la Corte muchas averiguaciones, no pudieron descubrir al matador" .

Estos testimonios no nos declaran nada nuevo. Ambos se muestran disconformes en uno de los puntos principales que conviene aclarar. El primero afirma que se mandó caUar sobre la muerte del Conde (sigue la opinión de Góngora); el segundo afirma que la justicia hizo numerosas e inútiles averiguaciones (sigue la opinión de Quevedo). En este último testimonio se denuncia que Villamediana al morir, no demostró contrición; es decir, religiosidad. Como recordarán nuestros oyentes, éste era otro de los puntos que dividían las opiniones de Góngora y de Quevedo. Repitamos las palabras textuales del corresponsal: "cayó muerto del estribo abajo sin decir "Jesús'' ni dar muestras de contrición. Ahora bien, si Villamediana cayó muerto del estribo, no pudo dar muestras de contrición ni siquiera a quien le mató, que era el único que podía ver su rostro en ese instante. {Don Luis de Haro iba del otro lado del coche). Así, pues, las palabras: sin dar muestras de contrición, no solamente nos parecen innecesarias sino ilógicas; no vienen a cuento y están en desacuerdo lógico dentro de la frase y en desacuerdo lógico con el sentido de la situación. Son un absurdo, un añadido. Sobran. Están de más. En fin, valgan por lo que valgan, confirman la opinión de Quevedo en dos puntos interesantes. Démosle tiempo al tiempo y sigamos viendo cómo se van formando las márgenes que orillan esta muerte.

Un noticiero de la época nos habla de este modo: "Este año mataron en Madrid a don Juan de Tasis, Conde de Villamediana, caballero de singular ingenio y partes muy lucidas, correo mayor de España y Nápoles. Entró en Palacio un día, muy acompañado de criados; más que otras veces. Instó a don Luis de Haro, hijo y heredero del Marqués del Carpió y menino de la Reina, a que fuese a pasear en su coche, y aunque don Luis lo excusó mucho, no pudo resistir a la porfía del Conde. Iba don Juan bien descuidado de su caso. Llegando a la puerta de Guadalajara, don Luis quísose apear para entrar en su coche y tomar otra derrota ; el Conde no le dejó salir del suyo; pasó a otra calle más adelante (ya era la oración); llegóse un hombre al estribo donde iba recostado el Conde y le tiró un solo golpe, mas tan grande que, quebrándole el brazo, penetró el pecho y corazón, y fue a salir por las espaldas, y le echó fuera las entrañas, con que a la primera voz que dio, vomitó el alma. Don Luis saltó del coche, aunque sin armas, mas el agresor,acompañado de otros siete que le guardaban, se fueron sin ser conocidos. Juzgaron todos haber sido arma artificiosa y a propósito para despedazar cualquier defensa. Decíase que hacía veintidós [meses] que traía im jaco y otras armas defensivas, de cuyo peso y humedad había enfermado, y que sólo aquel día se las había quitado; ¡tanto cuidado se hacía con sus acciones, pues, esta, con ser tan secreta, no la ignoraron! No se averiguó este delito y se quedó en silencio. Unos dijeron que pasiones que había tenido le hacían tan recatado; otros de libertad de su ingenio, que cualquiera de estas dos causas le precipitaron a este mal fin. "

Véanse otros testimonios. Sea el primero el de Andrés Almansa y Mendoza, mulato, amigo de Góngora y correveidile de las Musas: "Fueron lastimosas las muertes de don Fernando Pimentel, hijo del Conde de Benavente, y la del Conde de Villamediana, correo mayor, ambas violentas y cogiéndoles descuidados y desapercibidos. Del de Villamediana no se ha sabido ni el matador ni la causa". "Mataron alevosamente al Conde de Villamediana en la encrucijada de la calle de San Ginés y los Boteros: no se ha podido averiguar esta muerte". "Mataron a este Conde de Villamediana a traición, desastradamente". Miguel de Soria en su "Libro de las cosas memorables que han sucedido desde el año de mil quinientos noventa y nueve" escribe:
"Y dicen lo mataron con un arma como ballesta a uso de Valencia y que se callase se mandó. Murió una muerte harto desastrada y sin confesión. Había sido gran decidor y satírico contra todos los Grandes y hubo contra él grandes sátiras. Fue gran lástima. Haya Dios misericordia de su alma".

"El 21, a boca de noche, que serían las 8, iba el Conde de Villamediana, con don Luis Méndez de Haro. en un coche, por la calle Mayor, y enfrente de la callejuela que iba a San Ginés, se Degó un hombre embozado, y dio tal herida al Conde, con un arma como ballesta, que le rompió dos costillas y el brazo y le abrió el pecho; cayó luego muerto diciendo: esto es hecho. Depositáronle aquella noche en San Felipe el Real, de donde le llevaron al convento de San Agustín de Valladolid, de donde es patrón, y está enterrado en la bóveda de la capilla mayor, casi entero su cuerpo por la mucha sangre que le salió de la herida. Hiciéronse, por orden del Rey nuestro señor grandes diligencias y nunca se pudo saber el matador. Causó gran lástima tan desgraciada muerte porque era el caballero más amable y liberal de toda la Corte." Todos estos testimonios coinciden en sus aspectos esenciales. No hay entre ellos desarmonía. Afirman que se mandó callar sobre esta muerte, o bien silencian este punto. En el último de ellos se encarece la acción de la justicia, afirmando que se hicieron grandes diligencias y que fueron inútiles. Dato curioso: todos los testimonios demuestran simpatía o compasión por el Conde. Sigamos adelante. Las dos opiniones finales que vamos a incluir en esta primera encuesta no son anónimas precisamente: pertenecen a dos de los historiadores más destacados de aquel período. Dice León Pinelo en sus "Anales de Madrid": "Domingo 21 de agosto, en la calle Mayor, yendo en su coche don Juan de Tasis, Conde de Villamediana, aún casi de día, se llegó al estribo un hombre, y con alguna arma fuerte y que hería de golpe, por si llevaba defensa, se le dio tan cruel, que rompiéndole las costillas no le dio lugar más que para decir: Jesús, esto es hecho, y luego murió. Los juicios que se hicieron fueron varios como advierte don Gonzalo de Céspedes en su Historia."

¿Cuáles son estas opiniones de Céspedes a las cuales se adhiere León Pinelo? Veámoslas: "El caso segundo, igual a este en lo impensado de su fin, sucedió el mismo mes de agosto: mas mucho antes estaba prevenido. Don Juan de Tasis, caballero de ingenio y partes muy lucidas, correo mayor de España y Nápoles y Conde de Villamediana, aunque por medios más ocultos, corrió la misma adversidad. A 21 entró en Palacio, más rodeado de criados de lo que nunca acostumbraba, y estuvo en él un corto término, saliendo a tiempo que volvía Su Majestad de las Descalzas y se apeaba don Luis de Haro, hijo heredero de el [Marqués] del Carpio, y su menino de la Reina, al cual con ruegos y porfías, metió en su coche y le pidió que se viniese a pasear: y aunque don Luis se escudó mucho, el le apretó con tal instancia, que por fatal destino suyo parece que le quiso traer para testigo de su muerte. Iba don Juan bien descuidado y hablando con su compañero cosas de gusto y diversión: caballos, música y poesía —pasión de que perdidamente era prendado por su mal— y de que nada se [le] hacía ni encaminaba a su propósito, fundando azares y aún agüeros hasta en las pérdidas del juego. Así llegaron a la Puerta de Guadalajara, en quien don Luis, queriéndose apear para tomar otra derrota, volviendo a ser importunado pasó a otra caUe más arriba, donde sacando la cabeza para llamar a sus criados, al propio instante, yendo el Conde al otro estribo recostado, le embistió un hombre y le tiró un solo golpe mas tan grande, que arrebatándole la manga y carne del brazo hasta los huesos, penetró el pecho y corazón y fue a salir a las espaldas. A la voz triste que dio el Conde, atropellado de dolor, volvió don Luis y conociendo el mal recaudo sucedido, aunque iba sin armas, saltó luego para emprender al homicida, y consiguientemente el Conde, puesta la mano en la espada, fue con tan ciego desatino, que tropezando uno sobre otro, por bien que se desenvolvió, el asesino iba zafándose con priesa y resguardado por otros dos, y en tanto el Conde, revolviéndose, vomitó el alma por la herida, de cuyas bocas, por disformes, juzgaron muchos haber sido hecha con arma artificiosa para despedazar cualquier defensa. Aqueste fue su infausto fin, mas de sus causas, aunque siempre se discurrió con variedad, nunca se supo cierto autor. Unos han dicho se produjo de tiernos yerros amorosos que le trujeron recatado toda la resta de su vida, porque él sin duda era de aquellos que comprehenden en sus ánimos cuanto les brinda la fortuna; y otros, de partos de su ingenio que abrieron puertas a su ruina."

El valor de este testimonio es extraordinario. Don Gonzalo de Céspedes era el cronista de Su Majestad y estas palabras pertenecen a su Historia del Rey Felipe IV, publicada en Lisboa. Su versión puede considerarse la versión oficial del suceso. Cuando la escribe, ya ha pasado la tensión de los primeros instantes; la tensión de peligro que, como hemos visto, congelaba las palabras de los primeros informadores. Ahora, a los nueve años de la muerte, se pueden dar los detalles exactos. Pongamos de relieve aquellos puntos de su declaración que nos parecen más interesantes. Afirma, de manera taxativa, que, aunque la muerte del Conde de Villamediana sucedió el 21 de agosto estaba prevenida desde mucho antes. Ahora bien, ¿cómo es que conociéndose en la corte este proyecto de asesinato, no se evitó? ¿Cómo se explica esta complicidad? Pero no adelantemos los acontecimientos. Vayamos paso a paso que no nos corre ningún toro. Las palabras de Céspedes son muy sugeridoras. Aluden claramente a un punto importantísimo. ¿Desde cuándo podía estar prevenida la muerte del Conde de Villamediana? Ya hemos visto que en la primavera del año 1622 gozaba nuestro héroe del favor real. No hubiera dicho en aquel tiempo a don Luis de Haro que nada le salía bien ni hubiera hablado de su mala fortuna. Su situación era inmejorable. En los noticieros de la época le vemos frecuentemente en público acompañando a Su Majestad: "El sábado 30 de octubre de 1621 años, a las tres de la tarde, entró Su Majestad el rey Felipe IV, que Dios guarde muchos años, con todos sus Grandes, corriendo la posta de El Escorial a esta Corte, y entró por el parque juntamente con el Señor Infante don Carlos, y estaba la Reina, Madama Isabela, a las ventanas aguardándole. Pareció muy bien. Y vino haciendo oficio de Correo Mayor don Juan de Tasis, Correo Mayor, Conde de Villamediana, el cual venía muy lucido". He aquí el arranque de su ascensión política. En otro noticiario leemos que "el 6 de diciembre, viniendo el Rey de Aranjuez, entró por la puente Segoviana y el Parque a Palacio, también con el Infante don Carlos y Villamediana haciendo de Correo Mayor". Y dice Almansa y Mendoza: "S. M. antes de entrar este año fue al Pardo dos veces y a El Escorial y quiso hacer la vuelta a la posta con muchas galas; ocasiones en que lució bastantemente la liberalidad y gallardía del Conde de Villamediana, Correo Mayor". Se nos dirá, y es cierto, que en los casos citados la cercanía del Rey obedecía no sólo a su influencia personal, sino a su cargo. Tanto monta, monta tanto, porque, como hemos visto, ya en estas fechas sirve al Rey de espolique y se convierte en el cronista oficial de alguno de sus galanteos, demostrando tener no ya sólo influencia sino intimidad con el Monarca.

Hay un pormenor interesantísimo sobre esta intimidad que nadie ha subrayado todavía, siendo, por otra parte, bien conocido. En la descripción del teatro que monta al aire libre en Aranjuez el Capitán Fontana, escribe Hurtado de Mendoza, que "en el tablado había dos figuras de gran proporción —las de Mercurio y Marte— que servían de gigantes fantásticos y de correspondencia con la fachada". Estas son sus palabras: Tenga en cuenta el oyente sus colosales proporciones. El detalle olvidado, no puede ser más importante, pues estas gigantescas fìguras que presiden el teatro de Aranjuez, nada menos que ante toda la familia real y ante la corte, eran las de Mercurio y Marte: es decir, las del Conde de Villamediana y Felipe IV. Ni más, ni menos. Volveremos a su debido tiempo sobre el asunto. Por el momento sólo nos interesa subrayar que es indudable que Villamediana en esta época —15 de mayo de 1622— tenía un extraordinario y público ascendiente sobre el Rey. Si las hablillas de su pasión por Madama Isabela, hubieran trascendido en este tiempo, es indudable que no se le habría encargado escribir la comedia que la misma Isabel de Borbón iba a representar. Esto no son suposiciones: son evidencias. Villamediana pierde el favor real a partir de las fiestas de Aranjuez. Recordemos que muere el 21 de agosto de este año; exactamente tres meses después de la representación de La Gloria de Niquea. Por consiguiente, estos tres meses son el plazo durante el cual pudo estar prevenida la muerte del Conde. En modo alguno antes.

El segundo de los puntos interesantes de la declaración de Céspedes, que conviene destacar, es la simpatía que demuestra por el Conde de Villamediana, caballero de ingenio y partes muy lucidas. Leyendo estas palabras no salimos de nuestro asombro. Pero, ¿no se había procesado al Conde por el Consejo de Estado en los días que siguieron a su muerte? ¿No se había descubierto en este proceso su culpabilidad por sodomía? ¿Cómo es posible que Gonzalo de Céspedes, siendo cronista de Su Majestad, le elogié de este modo, en la versión oficial que da en su Historia de la muerte del Conde? Se nos dirá, y es cierto, que este punto de su declaración demuestra la clemencia real, la clemencia del Rey Felipe IV que no quería infamar al Conde después de muerto, como afirman las cédulas de Fariñas que ya conocen nuestros oyentes. Ahora bien, la declaración de Céspedes es mucho más explícita que todo eso. En ella afirma claramente que la muerte del Conde estuvo motivada por distraimientos de su pluma y por tiernos yerros amorosos que le trujeron recatado toda la resta de su vida, por que él {el Conde) era sin duda de aquellos que comprehenden en sus ánimos cuanto les brinda la Fortuna. Esto es algo mucho más importante que no infamar su memoria : es elogiarle sin rebozo, y, además, darnos las causas inequívocas de su muerte. Los tiernos yerros amorosos del Conde no son la sodomía, al menos en la declaración del cronista de Su Majestad. Y su elogio al decir que Villamediana era uno de aquellos amantes que se atreven a todo y comprehenden en sus ánimos cuanto les brinda la Fortuna, era declarar, abiertamente, ante la historia, que había puesto sus ojos en la Reina. Repito que esto no son suposiciones, sino  evidencias. La clemencia real se demuestra en la declaración de Céspedes, puesto que la permite, pero la permite, naturalmente, en descargo de su conciencia. Para confirmar cuanto llevamos dicho, añadiremos que algunos comentaristas no entendieron el sentido de estas palabras de Céspedes: de tiernos yerros amorosos que le trujeron recatado toda la resta de su vida. Pues bien: son más claras que el agua. La resta de su vida son los meses que vivió Villamediana a partir del instante en que su muerte, según Céspedes, estaba prevenida. Su sentencia era inexorable, y una vez que fue dictada, solo vivió Villamediana la resta de su vida. Tremenda, inexorable y orientadora declaración, que vuelve a situamos ante las fiestas de Aranjuez y la representación de La Gloria de Niquea.

LA ADULACIÓN GANA UN TESTIGO FALSO

A la luz de estos testimonios podemos ahora recordar la versión de la muerte del Conde de Villamediana que dio Quevedo en sus Grandes Anales de quince días. Merece comentario detenido. Incurre, por de pronto, en notorias contradicciones. Si nada menos que el confesor de don Baltasar de Zúñiga —don Baltasar de Zúñiga compartía con el Conde de Olivares el valimiento de Su Majestad— notificó a Villamediana que mirase por su vida pues estaba en peligro, es indudable que la sentencia de muerte del Conde estaba dictada y era conocida en Palacio. Tan grave advertimiento sólo podía estar motivado por el deseo de que el Conde previniera su alma, es decir, para que no muriera sin confesión. Mucho han cambiado las cosas. Durante el siglo XVII pesaba más el hecho de condenar un alma que el de matar a un hombre. Por ello insiste Quevedo sobre el descreimiento de Villamediana al referimos que el Conde, al ser herido, sacó animosamente la espada, asistiendo antes a la venganza que a la piedad. Pero debemos convenir en que este gesto tenía carácter defensivo y era absolutamente natural. Llamar venganza a la defensa propia no es un enjuiciamiento, es una difamación. Quevedo incurrió en ella porque le interesaba denunciar le falta de religiosidad del Conde, que, probablemente era cierta, pero que nada tenía que ver con el hecho de que desenvainase la espada cuando le agredieron. Quevedo hubiera hecho lo mismo. Don Luis de Haro, que acompañaba a Villamediana en el momento de su muerte, también lo hizo, pues acudió a detener al asesino antes de ir a llamar al confesor y nadie le criticó por ello. Para comprender la actitud de Quevedo debe tenerse en cuenta que la principal acusación que se hacía a los instigadores del asesinato era que el Conde hubiese muerto sin confesión. Así pues la imputación que hace Quevedo a Villamediana sólo obedece al deseo de descargar de esta responsabilidad a los instigadores del crimen, acusando de descreimiento al Conde, sin tener en cuenta que sólo pudo decir: "Jesús", cuando arrojaba el alma por la boca. Añadiremos que don Luis de Haro no era hermano del Marqués del Carpio, como se dice,} se repite, en todas las versiones manuscritas y publicadas hasta la fecha de los Grandes Anales de quince días: era hijo del Marqués del Carpio y sobrino del Conde Duque de Olivares. Así se escribe la historia. Añade Quevedo que la muerte del Conde dio a pocos compasión y encontró más aplauso que misericordia. Aunque así hubiera sido, convengamos en que la afirmación es despiadada, pero como todos los testimonios la desmienten, no sólo es despiadada sino calumniosa.

Miel sobre hojuelas, cabría decir. El chistecito de que la muerte de Villamediana fue cuanto más acompañada menos honrosa supongo que lo habrán reído en los infiernos. Para aclarar su sentido, que es inequívoco y oscuro, recordaremos a nuestros oyentes que la muerte aconteció un domingo de Agosto, de anochecida y en la calle Mayor, y, por lo tanto, Quevedo alude al gentío que la presenció aterrorizado como si hubiera sido el acompañamiento del cadáver en un entierro. Añade don Francisco que hubo personas tan descaminadas en este suceso que nombraron los cómplices y culparon al Príncipe. Luego con frase eficacísima y bien acuñada, que por su extraordinaria fuerza expresiva se ha repetido innumerables veces, insinúa la sodomía del Conde diciendo que solicitó el castigo con todo su cuerpo, para continuar su pliego de cargos, equiparando al asesino y a la víctima con la siguiente ingeniosidad: Villamediana murió violentamente, para que ni en su vida ni en su muerte hubiese cosa sin pecado. Esto lo escribe un moralista, y luego afirma a boca llena, que tiene por bien intencionado al cuchillo que lo mató, para terminar su descripción del lance con estas encarnizadas palabras: Y todo lo que vivió fue por culpar a la justicia en su remisión y a la venganza en su honra, y cada día que vivía y cada noche que se acostaba era oprobio de los jueces y de los agraviados. Es decir, acusaba a los jueces de pereza y a los agraviados por el Conde, de cobardía, porque no le hubieran matado antes. No está mal. Añadiremos, finalmente, que en estas palabritas o palabrísímas finales, se equiparan en su acción a la justicia y a la venganza como si tuvieran igual valor. Y aquí termina nuestro comentario. No quisiera dar énfasis a mis palabras, pero debo decir que no creo que exista en la literatura española ninguna página tan vil como la que acabamos de comentar. Va demasiado lejos el odio de Quevedo para ser sincero: se ve que lo exagera, que lo agranda: quiere hacer méritos con él. Esto es lo malo. Quevedo no escribió estas palabras increíbles por odio al Conde de Villamediana; al fin y al cabo esta motivación hubiera sido una atenuante; todo esto lo escribió, como después veremos, para adular al Conde Duque.

Se hizo justicia histórica de su actitud por sus contemporáneos. Sabido es que los Grandes Anales de quince días no se publicaron en vida de Quevedo y circularon en copias manuscritas. Pues bien: he podido encontrar en varias de ellas, de las cuales doy referencia puntual, un dato curiosísimo. Al llegar a uno de los pasajes que hemos citado anteriormente, los copistas lo enmiendan, lo rectifican, desmienten al autor, transcribiéndolo de este modo: Y hubo personas tan encaminadas en este suceso que nombraron los cómplices y culparon al Príncipe. Este ha sido el verdadero Tribunal de la justa venganza. Téngase en cuenta que los copistas sólo cambian una palabra : donde Quevedo escribió descaminadas, corrigen: encaminadas. Ni más ni menos. Quienes así lo hicieron—conozco varias enmiendas; probablemente fueron muchas—eran admiradores fervorosos de Quevedo, pues copiaban con sus pulgares y para su solaz una larga obra suya escrita en prosa. Pues bien, no protestaban airadamente, ni llenaban de apostillas el margen. Al llegar a este punto, rectificaban la opinión del autor, deshacían su calumnia, sencillamente, denunciando a Quevedo como testigo falso. Igual me ocurre a mi y nadie es más admirador que yo.”

Asalto al Cuartel de la Montaña por Arturo Barea

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El Cuartel de la Montaña

Arturo BareaArturo Barea (1897-1957) en “La forja de un rebelde, tomo III, La Llama”, describió a su modo el asalto al Cuartel de la Montaña los dramáticos 19 y 20 de julio de 1936, ocupado por tropas y grupos falangistas, a la espera de consumar el golpe para la toma del Madrid republicano. Al mando estaba el general Joaquín Fanjul Goñi, que acabó condenado a muerte. Todo acabó, como se sabe, en el asalto de fuerzas de seguridad y gente de la calle, con el apoyo además de ataques aéreos. Nadie acudió a unirse a los sublevados. Se quedaron solos y aislados. La tragedia era inminente. El resultado fueron más de 300 acuartelados muertos. Hechos todavía envueltos en una nebulosa y sin visos de aclaración nunca, pues nunca se sabrá por qué parte de los amotinados sacaron banderas blancas por las ventanas y por qué al entrar la gente en el recinto, otros que no habrían aceptado la rendición, aprovecharon para disparar. Aquí, en el relato de Barea, se cuenta un punto de vista más desde la perspectiva de los asaltantes, que naturalmente puede aproximarse a la verdad o ser víctima de errores, interpretaciones falsas o pura leyenda agrandada de unos a otros. Sea como sea, el relato demuestra la magnitud de aquellos hechos… Y ya hoy, cómo ha cambiado el solar que dejó el cuartel tras su derribo total tras la guerra, convertido en un parque que preside el Templo de Debod, donde se concentran la mayoría de los turistas de Madrid.

 General Joaquín Fanjul Goñi, al mando del cuartel rebeldeEl relato de Arturo Barea

“-¿A dónde vais? -Al cuartel de la Montaña. La cosa se está poniendo seria allí. -Me voy con vosotros. En la plaza de España los guardias de Asalto detuvieron el coche. Me fui andando hacia la calle de Ferraz. El cuartel, en realidad tres diferentes cuarteles, forma un edificio inmenso en la cima de un cerro bajo. En su frente hay un ancho glacis en el cual tiene cabida para ejercicios conjuntos un regimiento. Esta terraza se une a la calle de Ferraz por una pendiente rápida en uno de sus extremos y en el opuesto se corta bruscamente sobre la estación del ferrocarril del Norte. Un grueso parapeto de piedra corre a todo lo largo de una pared vertical de cinco o seis metros, sobre una explanada inferior que separa el cuartel de los jardines de la calle de Ferraz. Por la parte posterior el edificio domina la ancha avenida del paseo de Rosales y los campos que rodean la ciudad al suroeste y al norte. El cuartel de la Montaña es una fortaleza. De la dirección del cuartel llegaba un crepitar de disparos de
fusil. En la esquina de la plaza de España y la calle de Ferraz  un grupo de guardias de Asalto estaba cargando sus carabinas al abrigo de una pared. Entre los árboles y los bancos del jardín había una multitud de gente tumbada o en cuclillas. Surgía de ellos una oleada furiosa de tiros y gritos que se extendían a lo lejos, hacia el cuartel, por otros a quienes yo no podía ver. Debía haber un círculo de millares alrededor del edificio. La acera opuesta a los jardines, batida por las ventanas del cuartel, estaba desierta. Un aeroplano, volando a gran altura, venía hacia el cuartel.

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La gente gritaba: -¡Es uno de los nuestros! El día antes, el domingo -aquel domingo en que muchos nos hemos ido al campo, pensando disipada la tormenta-, grupos de oficiales en los dos aeródromos cercanos a Madrid habían intentado sublevarse, pero habían sido sometidos por fuerzas leales. La máquina voló en una curva amplia y comenzó a descender hasta que me fue imposible verla más. Unos momentos después temblaba la tierra y el aire. Después de dejar caer sus bombas el avión se alejó. La multitud se volvió loca de júbilo; muchos de los que estaban en los jardines se enderezaron manoteando y tirando al aire las gorras. Un hombre estaba haciendo una pirueta cuando se desplomó. El cuartel disparaba, y el tableteo de las ametralladoras se impuso sobre todos los ruidos. Un grupo compacto, chillando y gritando, apareció en el otro extremo de la plaza de España. Cuando el grupo llegó a nuestra esquina vi que en medio de él llegaba un camión con un cañón de 75 milímetros. Un oficial de Asalto comenzó a dar órdenes para descargar el cañón. La gente no escuchó. Cientos de personas se lanzaron sobre el camión como si fueran a devorarlo y lo hicieron desaparecer bajo su masa, como desaparece un trozo de carne podrida bajo un enjambre de moscas. Y en un momento el cañón estaba en tierra sostenido a pulso por brazos y hombros. Se enderezó el oficial en lo alto y gritó, pidiendo silencio: -Ahora, tan pronto como yo haya disparado, tenéis que arrastrar el cañón tan de prisa como podáis, y ponerlo allí. -Señalaba el otro extremo de los jardines-.

Pero no os vayáis a matar vosotros mismos... Tenemos que hacerles creer que disponemos de muchos cañones. Y los que no vayan a ayudar que se quiten de en medio. Disparó el cañón, y antes de que hubiera terminado su retroceso la masa de gente lo hacía rodar con estrépito doscientos metros  más allá. Volvió a estallar el cañón, y a recomenzar su rodar loco sobre el empedrado, dejando tras él un reguero de hombres brincando sobre un pie y gritando de dolor: las ruedas pasaban sobre los pies de los hombres. Una rociada de ametralladora se estrelló inmediata a nosotros. Me refugié en los jardines y me dejé caer dentro de un grueso tronco de árbol, justamente al lado de dos obreros tumbados en el césped. ¿Por qué diablos estaba yo allí y qué pintaba sin una mala arma en mis manos? Uno de los hombres delante de mí se enderezó sobre sus hombros. Tenía empuñado con ambas manos un revólver y apoyaba el cañón contra el tronco del árbol. Era un revólver antiguo y enorme, con cañón niquelado y un punto de mira como una espuela. El tambor con los cartuchos era un bulto deforme sobre las dos manos agarrotadas en la culata. El hombre arrimó peligrosamente la cara al arma y tiró trabajosamente del gatillo. Le sacudió una explosión violenta, y una oleada de humo espeso y agrio hizo un halo sobre su cabeza. Su compañero le sacudió un hombro: -Ahora déjame tirar un tiro. La explosión casi me hizo saltar sobre mis pies. Estábamos a doscientos metros del cuartel, y el frente del edificio estaba oculto por la masa de árboles del jardín. ¿A quién creían estar tirando aquellos dos locos?

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El que había disparado se volvió: -No me da la gana. El revólver es mío. El otro blasfemó: -¡Déjame tirar un tiro, por tu madre! -No me da la gana. Ya te lo he dicho. Si me matan, el revólver es tuyo. Si no, te conformas con mirar. Se volvió el otro. Tenía una navaja en la mano, la hoja casi tan grande como un machete, y la levantó sobre el trasero de su amigo: -¡Déjame el revólver o te pincho! -Y comenzó a clavar la punta del arma en las carnes del otro. El hombre saltó y chilló. -¡Tú, que me has pinchado de verdad! -¡Para que veas! O me dejas el revólver o te hago un agujero.  -Toma, aquí lo tienes. Pero sujétalo bien, porque da coces. -¿Te crees que soy un idiota? Como si estuviera siguiendo un rito, el hombre se levantó sobre sus codos y engarfió la culata con ambas manos, tan ceremoniosa y deliberadamente que casi parecía una plegaria. El cañón niquelado se elevaba lentamente. -Bueno, ¡acaba ya! -gritó el propietario del revólver. El otro volvió la cabeza: -Ahora te esperas; es mi turno. Les tengo que enseñar yo a estos hijos de mala madre. Otra vez nos sacudió la explosión, y otra vez nos hizo carraspear el humo acre que se pegaba a la tierra a nuestro alrededor. Las explosiones de los morteros y el tableteo de las ametralladoras seguían en el cuartel. De cuando en cuando el cañón rugía a espaldas nuestras, una bala hacía zumbar el aire y la explosión resonaba en la distancia. Miré al reloj: las diez. ¡Era imposible! Se hizo un silencio, seguido por una explosión de alaridos. A través de la confusa batahola se iban formando las palabras: -¡Se rinden! ¡Bandera blanca! Los hombres se iban incorporando. Por vez primera me fijé que había muchas mujeres también. Todos echaron a correr en dirección al cuartel. Me arrastraban y corrí con ellos.

Podía ver ahora la doble escalera de piedras en el centro del parapeto. Era una doble masa negra de gentes vociferando que se empujaban unos a otros hacia lo alto. En la explanada superior otra masa densa de seres humanos bloqueaba la escalera. Un furioso tableteo de ametralladora cortó el aire. Con un grito sobrehumano, la multitud trató de dispersarse. El cuartel vomitaba metralla por todas sus ventanas. Volvieron a sonar los morteros, ahora más cercanos, con trallazos secos. Duró unos breves minutos, entre la ola de gritos más horrible que nunca. ¿Quién dio la orden de ataque? Una masa sólida y viva de cuerpos se movió hacia adelante como una catapulta, hacia el cuartel, hacia la cuesta de entrada de  la calle de Ferraz, hacia la escalera de piedra en la pared, hacia la pared misma. La multitud era ahora un solo grito. Las ametralladoras funcionaban sin cesar. Y así, en un instante, todos supimos, sin verlo, sin que nadie nos lo dijera, que el cuartel había sido asaltado. La ola de gritos y de disparos sonaba ahora dentro del edificio. Las figuras de las ventanas desaparecían en un instante y otras se veían repasar como relámpagos. En una de las ventanas apareció un miliciano, que levantó un fusil en alto y lo lanzó sobre la multitud, que respondió con un rugido de alegría salvaje. Me encontraba sumergido en una parte de la masa que me llevaba hacia el cuartel. La explanada estaba sembrada de cuerpos, muchos de ellos retorciéndose y arrastrándose en su propia sangre. Me encontré de pronto en el patio del cuartel. Las tres hileras de galerías que se abren sobre el patio cuadrado estaban llenas de figuras que corrían, gritaban y gesticulaban, agitando fusiles en lo alto y llamando con voces inaudibles a sus amigos abajo. Un grupo perseguía a un soldado que corría alocado de terror, pero sacudiendo de su lado a todo el que se cruzaba en su camino. Tropezó y cayó. El grupo se cerró sobre él.

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Cuando se disolvió, no se veía nada desde donde yo estaba. En la galería más alta apareció un hombre gigantesco, llevando en las manos, sostenido en alto, un soldado que agitaba el aire con las piernas. El gigante gritó: -¡Allá va eso! Y lanzó el soldado al espacio. Cayó dando vueltas en el aire como una muñeca de trapo y se estrelló en las piedras con un golpe sordo. El gigante levantó los brazos: -¡Voy por otro! -aulló. A la puerta del almacén se había formado el grupo mayor. Los fusiles estaban allí. Uno tras otro surgían los milicianos, con su fusil en alto, casi danzando de entusiasmo. De pronto hubo un nuevo empujón hacia la puerta del almacén: -¡Pistolas! ¡Pistolas! El almacén comenzó a vomitar cajas negras que pasaban de mano en mano por encima de las cabezas. Cada caja contenía una pistola Máuser reglamentaria -Astra calibre 9-, un cargador de repuesto, una baqueta y un destornillador. En unos momentos la piedras del patio estaban salpicadas de manchones blanco y negro -porque el interior de las cajas era blanco- y de papeles pringosos de grasa. La puerta del almacén seguía escupiendo pistolas. Se dijo que en el Cuartel de la Montaña había cinco mil pistolas Astra. No lo sé. Lo que sí sé es que aquel día las cajas vacías, blanco y negro, salpicaban todas las calles de Madrid. Lo que no se encontró, sin embargo, fueron municiones para las pistolas. Los guardias de asalto habían logrado apoderarse de ellas. Salí del cuartel. Cuando había sido soldado -un recluta destinado a Marruecos- había estado algunas semanas en aquel mismo cuartel. Hacía dieciséis años. Eché una ojeada al salir al Cuarto de Banderas, abierto de par en par. Estaba lleno de oficiales, todos muertos, yaciendo en una confusión bárbara, unos con los brazos caídos sobre la mesa, otros sobre el suelo, algunos sobre el cerco de las ventanas. Algunos de ellos eran muchachos, casi niños. Fuera, en la explanada, bajo un sol deslumbrante, yacían cientos de cadáveres. En los jardines todo estaba quieto.”

 

5c7gCuartel de la MontañacuartelmontaadestruidoLa gente parapetándose ante la Casa Gallardo poco antes del asalto al cuartelLos muertos en medio del patio del cuartelmontana-2montana-3Muertos en los patiosp_sXX-Calle_Ferraz_Museo_Municipal

 

El Parque de la Montaña hoy día

Lo que era el cuartel, hoy un bello parque (Foto propia)Parque de la Montaña (Foto propia)Potente impacto de proyectil en la fachada del Museo Cerralbo, muy próximo al Cuartel de la Montaña (Foto propia)Recuerdo del asalto al cuartel por Joaquín Vaquero Turcios (Foto propia)

Los bombardeos de Madrid desde la Telefónica por Arturo Barea

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La bomba aérea que estalló más cercana a Telefónica

Arturo Barea, autor de La Forja de un Rebelde, en su tomo III, La Llama, narra la situación de terror que se vivía en toda la ciudad de Madrid, y muy especialmente en la Gran Vía, la “calle de los obuses”, desde la Oficina de Prensa Extranjera de Madrid, que dirigía desde los sótanos del edificio de Telefónica, donde emitía con el pseudónimo «La voz desconocida de Madrid». En el capítulo II, titulado En la Telefónica, Barea describe una serie de escenas de la ciudad sitiada con gran realismo desde una perspectiva directa y personal.

Arturo Barea en los micrófonos de la BBC

EN LA TELEFÓNICA

“Cuando se corre peligro de muerte se tiene miedo: antes, en el momento o después. También, en el momento crítico de peligro, se sufre el fenómeno que yo llamaré de «visibilidad». La percepción de todos los sentidos y de todos los instintos se aguza hasta un límite que permite «ver» -es decir, profundizar- en lo más hondo de la propia vida. Pero cuando el peligro de muerte adquiere caracteres permanentes por un largo período de tiempo y no es personalmente aislado, sino colectivo, o se cae en la bravura insensata o en el embrutecimiento pasivo; o la visibilidad subsiste y se aguza más y más aún, como si fuera a romper las fronteras entre la vida y la muerte. Aquellos días del mes de noviembre de 1936 todos y cada uno de los habitantes de Madrid estaban en constante peligro de muerte. El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. Sobre sus tejados se paseaban los aviones impunes y dejaban caer su carga mortífera. Estábamos en guerra y en una plaza sitiada. Pero la guerra era una guerra civil, y la plaza sitiada, una plaza que tenía enemigos dentro. Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora. Los víveres no se sabía qué mañana habrían dejado de existir.

La atmósfera entera de la ciudad estaba cargada de tensión, de desasosiego, de desconfianza, de miedo físico, tanto como de desafío y de voluntad irrazonada y amarga de seguir luchando. Se caminaba con la muerte al lado. Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia. La granada que mató a la vendedora de periódicos de la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo. Noviembre recogió aquella pierna, la refregó con sus barros y la convirtió de pierna de mujer en un pingajo sucio de mendigo. Los incendios chorreaban hollín diluido en humedad: un líquido negro, seboso, que se adhería a las suelas, trepaba a las manos, a la cara, al cuello de la camisa, y se instalaba allí persistente. Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido años hacía y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas. Por los cristales rotos de las casas en pie de los vivos entraba la niebla algodonosa y fría. Tal vez os habéis asomado en la noche al brocal de uno de esos viejos pozos en el fondo de los cuales dormita el agua. Dentro está todo negro y en silencio y es imposible ver el fondo. Tienen un silencio opaco que sube de la tierra, de lo profundo, oliendo a moho. Si habláis, os responde un eco bronco que surge de lo hondo. Si persistís en mirar y en escuchar acabaréis por oír el andar aterciopelado de las alimañas por sus paredes. Una cae de súbito al agua, y entonces el agua recoge una chispa de luz de alguna parte y os ciega con un destello fugaz, lívido, metálico; un destello de cuchillo desnudo. Os retiráis del brocal con un escalofrío. Era esta misma la impresión que se recibía al mirar a la calle desde las ventanas altas de la Telefónica.A veces se desgarraba el silencio de ciudad muerta lleno de estos ruidos pavorosos: el pozo estallaba en alaridos, ráfagas de luz cruzaban las calles, acompañando el aullido de las sirenas montadas sobre las motocicletas, y el bordoneo de los aviones llenaba el cielo.

Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio, en sus raíces; tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados. Los cristales caían en cascadas y daban una nota musical casi alegre al estrellarse en los adoquines. Estaba en el límite de la fatiga. Había establecido una cama de campaña en el cuarto de censura de la Telefónica y dormía a trozos en el día o en la noche, despertado constantemente por 200 consultas o por alarmas y bombardeos. Me sostenía a fuerza de café negro, espeso, y coñac. Estaba borracho de fatiga, café, coñac y preocupación. Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del Ministerio en Valencia, de la Junta de Defensa o del Comisariado de Guerra; corto de personal, incapaz de hablar inglés, bajo una avalancha de periodistas excitados por una labor de frente de batalla y trabajando en un edificio que era el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre la ciudad. Miraba los despachos de los periodistas tratando de descubrir lo que querían decir, cazando palabras a través de diccionarios pedantes, para descifrar el significado de sus frases de doble sentido, sintiendo y resintiendo la impaciencia y la hostilidad de sus autores. No los veía como seres humanos, sino como muñecos gesticulantes y chillones, manchones borrosos que surgían de la penumbra, vociferaban y desaparecían. Hacia la medianoche sonó el alerta y salimos al pasillo que en un rincón, al lado de la puerta, ofrecía un resguardo contra los vidrios proyectados por las explosiones. Continuamos allí terminando de censurar unos despachos a la luz de nuestras lámparas de bolsillo. Por el extremo opuesto del pasillo vino hacia nosotros un grupo de personas. -¿Es que no pueden parar estos periodistas ni en los alertas? -regruñó alguien. Era una partida de periodistas que acababa de llegar de Valencia. Alguno de ellos ya había estado en Madrid hasta la mañana del 7. Nos saludamos en la penumbra. Entre ellos venía una mujer.

Parapetos protectores de Telefónica

El alerta pasó pronto, y entramos en el despacho. La lámpara, envuelta en papel morado, me impedía ver bien las caras, y entre esto y la llegada de otros periodistas con despachos urgentes sobre el bombardeo tenía una impresión confusa de quiénes habían venido. La mujer se sentó frente a mí al otro lado de la mesa: una cara redonda, con ojos grandes, una nariz roma, una frente ancha, una masa de cabellos oscuros, casi negros, alrededor de la cara, y unos hombros anchos, tal vez demasiado anchos, embutidos en un gabán de lana verde, o gris, o de algún color que la luz violada hacía indefinido. Ya había pasado de los treinta y no era ninguna belleza. ¿Para qué demonios me mandaban a mí una mujer de Valencia? Ya era bastante complicado con los hombres. Mis sentimientos, todos, se rebelaban contra ella. Tenía que consultar frecuentemente el diccionario, no sólo por mi escaso inglés, sino también por el «slang» o jerga periodística y las palabras nuevas que creaba la guerra a cada momento con su armamento jamás usado. La mujer me miraba curiosa. De pronto cogió uno de los despachos del montón y dijo en francés: -¿Quieres que te ayude, camarada? Le alargué silenciosamente una página llena de una cantidad de «camelos». Me malhumoró y me hizo sospechar ligeramente al ver la rapidez y facilidad con la que recorría las líneas con sus ojos, pero tenía que quitarme de encima un montón enorme de despachos y la consulté varias veces. Cuando nos quedamos solos le pregunté: -¿Por qué me has llamado «camarada»? Me miró con gran asombro: -¿Por qué te he llamado «camarada»? -No creo que lo diga por los periodistas. Algunos de ellos son fascistas declarados. -Yo he venido aquí como una socialista y no como corresponsal de un periódico. -Bueno -dije displicente-, entonces, camaradas. -Lo dije de mala gana; aquella mujer iba a crear complicaciones. Comprobé y respaldé sus documentos; la mandé alojada al Gran Vía, el hotel exactamente enfrente de la Telefónica, y pedí a Luis, el ordenanza, que la acompañara a cruzar la oscura calle. Se marchó a lo largo del pasillo, tiesa y terriblemente seria, embutida en su severo gabán. Pero andaba bien. Una voz detrás de mí dijo: «¡Ahí va un guardia de Asalto ! » Cuando volvió Luis, exclamó: -¡Eso es una mujer para usted! -¡Caray! ¿Le ha gustado, Luis? -pregunté asombrado. -Es una gran mujer, don Arturo. Tal vez demasiado buena para un hombre. Y vaya una idea. ¡Venir a Madrid precisamente ahora! No sabe ni cinco palabras de español, pero si la dejan sola por la calle no se pierde, no. Ya tiene reaños esa mujer.

Al día siguiente vino a la censura a que le diera un salvoconducto, y tuvimos una larga conversación en nuestro francés convencional. Habló francamente de ella misma, ignorando o tal vez no enterándose de mi antagonismo: era una socialista austriaca con dieciocho años de lucha política detrás de ella; había tomado parte en la revolución de los trabajadores de Viena en febrero de 1934 y en el movimiento liberal que siguió; después había escapado a Checoslovaquia y vivido allí con su marido como una escritora política. Había decidido venir a España cuando estalló la guerra. ¿Por qué? Bueno, a ella le parecía que era la cosa más importante para los socialistas que ocurría en el mundo, y quería ayudar. Había seguido los acontecimientos en España a través de los periódicos socialistas españoles, los cuales descifraba con la ayuda de sus conocimientos del francés, del latín y del italiano. Tenía un grado universitario como economista y socióloga, pero por muchos años se había dedicado sólo a trabajo de educación y propaganda en el movimiento obrero. ¡Buena pieza me había caído en suerte! ¡Revolucionaria, intelectual y sabihonda!, pensé para mis adentros. Y desde el momento que había decidido venir a España, pues aquí estaba. Dios sabía cómo: con dinero prestado, bajo la excusa de que algunos periódicos de la izquierda, en Checoslovaquia y en Noruega, le habían prometido tomarle los artículos para informaciones telefónicas nada más que unas cuantas cartas que mandara, pero sin darle un sueldo, ni menos aún dinero de presentación. La Embajada en París la había mandado al Departamento de Prensa, y éste había decidido pagarle los gastos de estancia. Rubio Hidalgo se la había llevado a Valencia con su convoy, pero, puesto que Madrid no había caído, ella se había empeñado en que al menos tenía que haber un periodista de izquierda en Madrid, y exigió volver. Escribiría sus artículos y serviría como una especie de secretaria-mecanógrafa a unos periodistas franceses e ingleses que estaban dispuestos a pagarle bien. Así que todo lo tenía arreglado. Se había puesto a la disposición del Departamento de Prensa y Propaganda y se consideraba ella misma como bajo nuestra disciplina. Un discurso bonito. No sabía qué hacer con ella: o sabía demasiado o estaba loca como una cabra. Su historia, a pesar de todas sus cartas de presentación, me parecía un poco fantástica. Entró en el cuarto un periodista danés, regordete y alegre, que había venido con ella desde Valencia. Quería que le censurara un largo artículo para Politiken. Lo sentía mucho; yo no podía censurar nada en danés; tendría que someterme un texto en francés o en inglés. Se puso a hablar con la mujer, y ésta recorrió con la mirada las cuartillas escritas a máquina y se volvió a mí: -Es un artículo sobre los bombardeos de Madrid. Déjeme que lo lea por usted. Ya he censurado otros artículos de él en danés cuando estaba en Valencia. Sería muy difícil para él y para su periódico si tuviera que traducirlo al inglés o al francés y después retraducirlo allí. -Pero yo no puedo pasar un idioma que no entiendo. -Llame a Valencia a Rubio Hidalgo y ya verá cómo me deja hacerlo. Al fin y al cabo es en nuestro propio interés. Luego volveré y ya me dirá lo que Rubio le ha dicho.

Telefónica desde el templete del metro

No me hizo mucha gracia su insistencia, pero le di cuenta a Rubio Hidalgo, en el curso de la conferencia que teníamos siempre a mediodía. Me encontré con que no sabía pronunciar el nombre de la mujer, pero no había otra mujer periodista en Madrid. Y con la mayor sorpresa por mi parte, Rubio Hidalgo dio inmediatamente su conformidad, y preguntó: -¿Y qué está haciendo Ilsa? -No lo sé exactamente. Va a escribir unos artículos, dice, y parece que va a escribir los despachos de Delmer y Delaprée, para sacar algún dinero. -Ofrézcale un puesto en la censura. La paga corriente: trescientas pesetas al mes, más el hotel. Puede sernos muy útil. Conoce muchos idiomas, y es muy inteligente. Sólo que es un poco impulsiva y confiada, Propóngaselo hoy mismo. Cuando la invité a que se convirtiera en un censor, dudó por unos momentos. Después dijo: -Sí. No es bueno para nuestra propaganda que ninguno de vosotros pueda hablar con los periodistas en su lenguaje profesional. Acepto. Comenzó aquella misma noche. Trabajamos juntos, uno enfrente del otro, sentados a cada lado de la amplia mesa. La sombra de la pantalla caía sobre nuestros perfiles y sólo cuando nos inclinábamos sobre los papeles nos veíamos uno al otro la punta de la nariz y la barbilla, distorsionadas y planas, por el contraste del cono de luz contra las sombras. Trabajaba rapidísimamente. Podía ver que los periodistas estaban encantados y se enzarzaban en rápidas conversaciones con ella como si fuera uno de los suyos. La situación me molestaba. Una vez, dejé el lápiz y me quedé mirándola, absorta en lo que leía. Debía ser una cosa divertida,porque la boca se curvaba en una sonrisa suave. «Pero... tiene una boca deliciosa», me dije a mí mismo. Y me asaltó de pronto una curiosidad irresistible por verla en detalle. Aquella noche charlamos por largo rato sobre los métodos de propaganda del Gobierno republicano, tal como los veíamos a través de las reglas de la censura, que le había explicado, y tal como ella había visto el resultado en el extranjero. Las dificultades terribles que atravesábamos, sus causas y sus efectos tenían que suprimirse en las informaciones de prensa. Su punto de vista era que aquello era una equivocación catastrófica, porque así se convertían nuestras derrotas y nuestras querellas internas en algo inexplicable; nuestros éxitos perdían su importancia, y nuestros comunicados sonaban a ridículo, dando así a los fascistas una victoria fácil en su propaganda. Me fascinaba el sujeto. Por mi experiencia personal con propaganda escrita, aunque esta experiencia nunca había sido más que desde un ángulo puramente comercial, creía también que nuestro método era completamente ineficaz. Tratábamos de conservar un prestigio que no poseíamos y estábamos perdiendo la posibilidad y la ocasión de una propaganda efectiva. Los dos, ella y yo, veíamos con asombro que ambos queríamos la misma cosa, aunque nuestras fórmulas fueran diferentes y sus raíces de origen absolutamente distintas. Acordamos que trataríamos de convencer a nuestros superiores que cambiaran sus tácticas, ya que para ello estábamos en una posición clave en la censura de prensa del Madrid sitiado. Ilsa no se marchó a dormir al hotel. Confesó que la noche antes, cuando los Junkers habían sembrado sus bombas incendiarias, la había disgustado encontrarse sola en el cuarto del hotel, aislada e inútil. Le ofrecí la tercera cama de campaña que teníamos en la habitación, y me alegré que aceptara.

Desde aquel momento comenzó a dormir a ratos y censurar a ratos, lo mismo que hacía yo, mientras Luis roncaba suavemente en su rincón. Al día siguiente trabajamos sin cesar, charlando en cada rato que teníamos libre. Rafael me preguntó qué era lo que podía hablar con ella sin cansarme. Manolo me dijo que su conversación debía ser fascinante, porque me tenía atontado. Luis movía la cabeza afirmativamente, con el aspecto de quien posee un secreto. Cuando se marchó, para escribir sus propios artículos, en compañía de algunos periodistas ingleses, me quedé inquieto e impaciente. Las noticias del frente eran malas. El ruido de las trincheras había golpeado los cristales de nuestras ventanas todo el día. A medianoche me eché en la cama de campaña bajo la ventana, e Ilsa se hizo cargo de la censura de los despachos de madrugada. No podía dormir. No sólo porque no dejara de entrar y salir gente, sino porque estaba en ese estado de- agotamiento nervioso que le hace a uno girar en un círculo vicioso, sin descanso posible, mental y físicamente. Durante las noches pasadas no había dormido por los bombardeos, y hasta me había tocado hacer de bombero cuando comenzaron a caer bombas incendiarias en uno de los patios de la Telefónica. Ahora estaba repleto de café puro y coñac. El no dormir me provocaba una irritación sorda que iba en aumento. Ilsa se levantó de la mesa y se dejó caer en la otra cama puesta a lo largo de la pared de enfrente, y se durmió casi inmediatamente. Era la hora más quieta, entre las tres y las cinco. A las cinco vendría uno de los corresponsales de las agencias con su crónica interminable de cada mañana. Me sumergí en un estupor semilúcido. A través de mis sueños comencé a oír un ronroneo tenue y muy lejano, que se acercaba rápidamente. Así que, ¿tampoco iba a dormir aquella noche porque venían los aviones? A través de la penumbra púrpura del cuarto vi que Ilsa abría los ojos. Los dos nos incorporamos, la cabeza descansando sobre una mano, medio tumbados, medio sentados, frente a frente. -Al principio me creía que era el ascensor -dijo. Los grandes ascensores habían estado zumbando sin cesar al otro lado del pasillo. Los aeroplanos estaban trazando círculos sobre nosotros y el sonido se aproximaba más y más. Descendían, bajo y deliberadamente, trazando una espiral alrededor del rascacielos que era el edificio. Escuchaba estúpidamente el doble zumbido de sus hélices, una nota alta y una baja: «Dor-mir-dor-mir-dor-mir.....». Ilsa preguntó: -¿Qué hacemos? «¿Qué hacemos?» Así, con la VOZ fría. ¿Es que esta mujer se cree que esto es una broma? La cabeza me seguía martilleando con la estúpida frase, acompasada a los motores: «...dor-mir-dor-mir...». Y ahora la pregunta idiota: «¿Qué hacemos?» ¿Se iría a arreglar la cara esta mujer? Había abierto su bolsillo y había abierto una polvera. Contesté bruscamente: -¡Nada! Seguimos escuchando el ruido de los motores girando sobre nosotros, inexorable. Aparte de esto había un silencio profundo. Los ordenanzas debían haberse ido al refugio de los sótanos; todo el mundo debía haberse ido al refugio. ¿Qué hacíamos allí nosotros, escuchando y esperando? La explosión me levantó al menos dos centímetros sobre el colchón. Por un momento quedé suspendido en el aire. Las cortinas negras de las ventanas ondearon furiosas hacia el interior de la habitación y dejaron caer de entre sus pliegues una cascada de vidrios rotos sobre la cama.

Mirando el cielo de los bombardeos desde Telefónica

El edificio, que yo no había sentido vibrar, parecía ahora enderezarse lentamente. De la calle subía una algarabía de gritos y cristales rotos. Se oyó caer blandamente una pared, y se adivinaba en su ¡plof! sordo la oleada de polvo invadiendo la calle. Ilsa se levantó y se sentó en el borde de mi cama. Comenzamos a hablar, no recuerdo de qué. De algo. Necesitábamos hablar, sentir la sensación de refugio de animales amedrentados. Por las ventanas entraba a bocanadas la niebla húmeda oliendo a yeso. Sentía el deseo furioso de poseer allí mismo a aquella mujer. Nos envolvimos en los gabanes. El ruido de los aviones había cesado y se oían algunas explosiones muy lejos. Luis asomó a la puerta su cara asustada: -Pero ¿se han quedado ustedes aquí, los dos solos? ¡Qué locura, don Arturo! Yo me marché a los sótanos y después me sacaron de allí con un grupo para recoger gente cuando aún estaban cayendo las bombas. Así que tal vez han estado ustedes acertados en quedarse aquí. Pero yo no creía que les dejaba solos; creía que, como todos, también ustedes venían abajo; naturalmente que... Seguía y seguía con su charla nerviosa y espasmódica. Entró uno de los corresponsales de las agencias con el primer despacho sobre el bombardeo. Comunicaba en él que una casa de la calle de Hortaleza, a veinte metros de la Telefónica, había quedado totalmente destruida. Ilsa se sentó inmediatamente a la mesa para censurar la noticia, y su cara quedó iluminada por el débil fulgor que pasaba a través del papel carbón gris-púrpura que envolvía la bombilla. El papel se requemaba lentamente y olía a cera, con el olor de una iglesia donde acababan de apagarse las velas del altar mayor. Me fui con el periodista al piso doce, para ver los fuegos verdosos que rodeaban la Telefónica. Amanecía una mañana de sol, y nos asomamos a las ventanas. La calle de Hortaleza estaba cerrada por milicianos en el trozo bajo nuestras ventanas. Los bomberos estaban removiendo los escombros. Los balcones se llenaban de gentes que enrollaban las persianas y corrían las cortinas. Los balcones y el cerco de las ventanas estaban llenos de vidrios rotos. Alguien comenzó a barrer un montón brillante hacia la calle, y los cristales cayeron en una cascada de campanitas. De pronto en cada balcón y en cada ventana aparecieron las figuras de un hombre y de una mujer, adormilados y armados de una escoba, y los cristales rotos comenzaron a llover sobre ambas aceras. El espectáculo era irresistiblemente cómico. Me recordaba la famosa escena de Sous les tois de Paris, cuando en cada ventana aparece una figura humana y se incorpora al coro. Los cristales tintineaban alegres sobre las baldosas y las gentes que barrían cambiaban bromas con los milicianos en la calle, que se refugiaban en los portales. Contemplaba aquello como algo lejano a mí. Mi mal humor seguía aumentando. Tendría ahora que encontrar otra habitación para oficina, porque no había ni que pensar en tener nuevos cristales para las ventanas. A las diez de la mañana llegó Aurelia, determinada a convencerme de que me fuera un rato con ella a casa; no había ido por allí al menos en una semana. Ella lo había arreglado ya para que los chicos se quedaran con los abuelos y nosotros estuviéramos solos en la casa. Por dos meses, o más, no habíamos estado solos. Me repelió la proposición, y nuestras palabras se volvieron agrias. Sacudió la cabeza en dirección a Ilsa, y dijo: -Claro, ¡como estás en buena compañía!... Le dije que lo que tenía que hacer era marcharse con los niños fuera de Madrid. Me contestó que lo que yo quería era deshacerme de ella. Y en verdad, a pesar de la preocupación seria que me causaban los niños dentro de los múltiples peligros de la ciudad, sabía que no se engañaba mucho. Traté de prometerle que iría a verla al día siguiente.

A mediodía nos habíamos instalado en el piso cuarto, en una enorme sala del consejo. Disponía de una mesa inmensa en medio del cuarto y de cuatro mesas de oficina, una al lado de cada ventana. Alineamos nuestras camas de campaña a lo largo de la pared del fondo y una cuarta en un rincón. Las ventanas se abrían a la calle de Valverde, frente a frente al campo de batalla. La mesa de consejo tenía la cicatriz de un «shrapnel»; la casa enfrente de nosotros había perdido una esquina de un cañonazo; el tejado de la siguiente estaba roído por el incendio; estábamos en el ala de la Telefónica más expuesta al fuego de artillería, desde los cerros azules de la Casa de Campo. Reemplazamos con cartones algunos cristales rotos y colgamos colchones en las ventanas, delante de las mesas en las que íbamos a hacer la censura. Los colchones podrían absorber la metralla, pero nada de aquello detendría una bala de cañón. Estábamos alegres mientras hacíamos nuestros preparativos. La gran sala era amplia y clara comparada con el cuarto que habíamos abandonado. Decidimos que iba a ser nuestra oficina permanente. Ilsa y yo nos fuimos juntos a almorzar en uno de los restaurantes que aún funcionaban en la Carrera de San Jerónimo; estaba cansado de la comida de la cantina y no tenía ganas de sentarme con periodistas en el comedor del Gran Vía para escuchar una conversación en inglés que no entendía. Mientras pasábamos el cráter profundo que había dejado una bomba que voló la cañería central del gas y la estación del Metro, Ilsa se colgó de mi brazo. Cruzábamos la anchura de la Puerta del Sol cuando alguien me tiró del brazo libre: -¿Puedes hacer el favor, un momento? A mi lado estaba María, con la cara descompuesta. Rogué a Ilsa que me aguardara, y me separé unos pasos con María, que inmediatamente estalló: -¿Quién es esa mujer? -Una extranjera que está trabajando con nosotros en la censura. -No me cuentes historias. Esa es tu querida. Y si no lo es, ¿por qué se cuelga del brazo? Y mientras, a mí me dejas sola, ¡como un trapo viejo que se tira a la basura! Mientras trataba de explicarle que para un extranjero el cogerse del brazo no significaba nada se desató en un torrente de insultos y se echó a llorar; y así, llorando, se marchó calle de Carretas arriba. Cuando volví a reunirme con Ilsa tuve que explicarle la situación: le conté brevemente mi fracaso en mi matrimonio, mi estado mental entre las dos mujeres y mi huida de ambas. No hizo comentario alguno, pero vi en sus ojos el mismo asombro y disgusto que había sorprendido en ellos aquella mañana durante mi bronca con mi mujer. Durante la comida me sentí dispuesto a provocarla y enfadarla, queriendo romper la corteza de su calma; después tuve que cerciorarme de que no había destruido la franqueza con que nos hablábamos, y hablé sobre todo de la tortura de ser un español y no poder hacer nada para ayudar a su propio pueblo. A medianoche, después de una tarde en la que habíamos tenido que soportar el peso mayor de la censura, con muy poca ayuda de los otros censores, nuestra fatiga se hizo intolerable. Decidí que desde el día siguiente la censura se cerraría entre la una de la madrugada y las ocho de la mañana, salvo para casos urgentes e imprevistos. Era una liberación el pensar que no tendríamos más que leer a través de largas y fútiles informaciones estratégicas a las cinco de la mañana. Era imposible seguir trabajando dieciocho horas al día. Mientras uno de los otros censores cabeceaba sobre su mesa, Ilsa y yo tratamos de dormir en nuestras camas de campaña. A través de las ventanas llegaban en oleadas los trallazos de los disparos de fusil y el tableteo de las ametralladoras del frente. Era frío y húmedo y era muy difícil escapar del pensamiento de que estábamos en la línea de tiro de los cañones. Charlamos y charlamos bajito, como si nos quisiéramos sostener el uno al otro. Así me quedé dormido por unas pocas horas. No recuerdo mucho del día siguiente: estaba atontado por falta de sueño, por exceso de café y coñac, y por desesperación. Me movía en una semilucidez de los sentidos y del cerebro. No hubo bombardeo, y las noticias del frente eran malas; Ilsa y yo trabajamos juntos, charlamos juntos e hicimos juntos grandes silencios. Es lo único que recuerdo. A medianoche Luis hizo las tres camas y zascandileó alrededor del cuarto. Había escogido para él la cama del rincón; colgó en una silla al lado su chaqueta galoneada, se quitó las botas y se envolvió en las mantas. Ilsa y yo nos tumbamos en nuestras camas, a medio metro una de otra, y comenzamos a charlar bajito.

Telefónica, vista aérea

De vez en cuando miraba al censor de turno, un perfil pálido bajo el cono de luz. Hablábamos de lo que había pasado en nuestras mentes, a ella durante los largos años de lucha revolucionaria y derrota; a mí, en los cortos pero interminables meses de nuestra guerra. Cuando el censor se marchó, a la una, eché el cerrojo a la puerta y apagué las luces, con excepción de la de la mesa del censor con su pantalla de papel carbón. Luis roncaba pacíficamente. Me metí en la cama. Fuera del círculo de luz gris-púrpura sobre la mesa y de la diminuta isla roja que marcaba frente a ella nuestra única estufa eléctrica, el cuarto estaba en la oscuridad. La niebla se filtraba por las ventanas, mezclada con los ruidos del frente, y formaba un halo malva alrededor de la lámpara. Me levanté y arrimé mi cama a la de ella. Después era la cosa más natural del mundo que se entrelazaran nuestras manos. Me desperté al amanecer. El frente estaba silencioso y la habitación quieta. La niebla se había espesado y el halo de la lámpara sobre la mesa se había convertido en un globo gris-púrpura traslúcido y encendido. Podía ver las siluetas de los muebles. Cuidadosamente retiré el brazo y envolví a Ilsa en sus mantas. Después retiré la cama a su sitio. Una de sus patas de hierro rechinó sobre el entarimado, dado de cera, y me quedé en suspenso. Luis continuaba respirando rítmicamente, apenas sin un ronquido. Rehaciéndome de mi susto, me enrollé bien ceñido en mis mantas y me volví a dormir. En la mañana, la parte más extraordinaria de mi experiencia fue su naturalidad. No tenía el sentimiento de haber conocido por primera vez a una mujer, sino de haberla conocido de siempre. «De siempre», no en el curso de mi vida, sino en el sentido absoluto, antes y fuera de esta vida mía. Era una sensación semejante a la que sentimos algunas veces cuando paseamos las calles de una vieja ciudad: llegamos a una placita silenciosa y de golpe sabemos; sabemos que hemos vivido allí, que lo hemos conocido siempre, que lo único que ha pasado es que ha vuelto a nuestra vida real, y nos sentimos tan familiarizados con las baldosas llenas de musgo como ellas lo están con nosotros. Sabía lo que ella iba a hacer y cómo sería su cara, igual que conocemos algo que es parte de nuestra propia vida, algo que hemos visto sin necesidad de mirarlo. Volvió del lavabo de las muchachas telefonistas con la cara fresca, un poco de polvo adherido a la piel húmeda, y cuando Luis se marchó en busca de nuestro desayuno nos besamos alegremente, como un matrimonio feliz. Tenía una sensación inmensa de liberación y me parecía ver las gentes y las cosas con ojos distintos, en una luz diferente, iluminados por dentro. Habían desaparecido mi cansancio y mi disgusto. Era una sensación etérea, como si estuviera bebiendo champán y riendo con la boca llena de burbujas que estallaran con cosquilleos y se escaparan traviesas a través de mis labios. Vi que ella había perdido su seriedad y severidad defensivas. Sus ojos verde-gris tenían una luz alegre luciendo en lo más hondo. Cuando Luis puso el desayuno sobre una de las mesas, se detuvo y la miró. En la seguridad de que no entendía español, me dijo: -Hoy está bonita de ver. Se dio cuenta de que hablaba de ella: -¿Qué dice Luis de mí? -Que hoy estás más bonita. -Se ruborizó y se echó a reír.

Luis nos miró al uno y al otro, y cuando nos quedamos solos me dijo: -¡Que sea enhorabuena, don Arturo! Lo dijo sin ironía y sin malicia. En su mente simple, Luis había visto claramente lo que yo aún no conocía con mi cerebro: que ella y yo nos pertenecíamos el uno al otro. Con toda su devoción profunda hacia mí, a quien consideraba el salvador de su vida, se decidió simple y claramente a convertirse en el ángel guardián de nuestros amores. Pero no dijo una palabra más como comentario. Era verdad que en aquel momento yo no sabía lo que él había visto instantáneamente. Mientras todos mis sentidos e instintos habían visto y sentido que aquélla era «mi mujer», toda mi razón se rebelaba contra ello. A medida que el día avanzaba, me enredaba más y más en uno de esos diálogos mentales, cuidadosamente formulados, que se originan en una batalla razonada contra los propios instintos: «Bueno, ya te has metido de lleno... Ya te has liado con otra mujer... Tanto querer escaparte de tu propia mujer y de una querida de años que sabes te quiere, para meterte de cabeza con la primera mujer que se te cruza, a quien hace cinco días que conoces y que no sabes quién es. Ni aun tan siquiera habla tu idioma. Ahora te vas a encontrar con ella todo el día, sin escape posible. ¿Qué vas a hacer? Eh, ¿qué vas a hacer? Porque desde luego no vas a decir que estás enamorado de ella. En tu vida te has enamorado de nadie.» Me quedé frente a frente de Ilsa, la miré a la cara y exclamé con la voz de duda con la que uno se plantea los problemas que no puede resolver: -Mais je ne t'aime pas! Se sonrió, y dijo con la voz con que se apacigua a los niños: -Claro que no, querido. Aquello me enfadó. Por aquellos días comenzaron a visitar a Ilsa y a tener largas conversaciones con ella miembros de la Brigada Internacional que la habían conocido en su vida anterior o que habían oído hablar de ella. Un día vino Gustav Regler, un alemán con una cara llena de arrugas y pastosa como la de un cómico, con altas botas, una pelliza pesada forrada por dentro con piel de carnero y un cuerpo vibrante de puros nervios. Ilsa se había echado encima de su cama para descansar un rato, y yo estaba censurando en mi mesa. Regler se sentó al pie de la cama y comenzó a hablar. Yo los miraba. La cara de ella se animaba, llena de amistad hacia el hombre. Mientras hablaba, él puso una mano sobre el hombro de ella; después la dejó descansar sobre una de sus rodillas. Me estaban entrando unas ganas locas de liarme a patadas con él. Cuando se marchó, con una inclinación de cabeza completamente casual en mi dirección, me levanté y me fui a ella: -Ese quiere acostarse contigo -dije. -No, exactamente. Mira: la Columna Internacional está metida de lleno en ello, y él no es un soldado. Trata de escaparse de sus nervios pretendiendo que lo que él necesita es una mujer; y, claro, yo estoy aquí. -Eres libre de hacer lo que te dé la gana -dije rudamente, y me senté en el borde de la cama. Por un momento puse mi frente sobre su hombro; después me enderecé y dije furiosamente-: Pero yo no estoy enamorado de ti. -No. Ya lo sé. Deja que me levante. Yo me haré cargo del turno; ahora me siento descansada. Tú échate un rato y duerme. Durante la noche escuchábamos el anillo de explosiones de los morteros. En los amaneceres grises y sucios nos asomábamos a la ventana y escuchábamos cómo el horizonte de ruidos se apagaba. Uno de los hombres del Control Obrero vino y me mostró un fusil mejicano: Méjico había mandado miles de fusiles. Los aviones de caza que volaban sobre nuestras cabezas procedían de Rusia.

En la Casa de Campo estaban luchando camaradas franceses y alemanes y se dejaban matar por nosotros. En el Parque del Oeste se estaba atrincherando el batallón vasco. Hacía mucho frío y los cristales de nuestras ventanas estaban salpicados de agujeros diminutos. Los periodistas extranjeros comunicaban los avances lentos, pequeños y costosísimos de las fuerzas de Madrid, y los avances de los sitiadores, también pequeños y comprados a alto precio. Pero dentro de nosotros había una esperanza alegre, por debajo y por encima del miedo, de la amenaza, de la suciedad y de la cobardía mísera que nos acompañaban inevitablemente. Estábamos juntos en el miedo, en la amenaza y en la lucha. Y las gentes eran mucho más sencillas y mucho más llenas de cariño los unos para los otros. No valía la pena presumir, porque había muy pocas cosas que realmente importaran. Estas noches de batalla, estos días de trabajo machacón y aburrido, nos estaban enseñando -por un tiempo muy corto, desgraciadamente- a marchar alegremente, lado a lado con la muerte, y a creer que a través de ello resucitaríamos a una vida nueva. Habían transcurrido veinte días del sitio y defensa de Madrid.

EL SITIO

Se había terminado el ataque y había comenzado el sitio. Una escalera estrecha llevaba desde el último piso de la Telefónica a la azotea de su torre cuadrada. Desde allí la ciudad se alejaba, el aire se hacía más transparente, los sonidos se percibían más claros. En los días de calma soplaba una brisa suave, y en los días de viento estar allí semejaba estar en el puente de un barco barrido por una galerna. La torre tenía una galería cuyos cuatro lados hacían frente a los cuatro puntos del compás, y desde allí se podía mirar, apoyado sobre la balaustrada de cemento. Al Norte aparecían las crestas agudas del Guadarrama, una muralla que cambiaba sus colores con la marcha del sol, de un azul profundo hasta un negro opaco. Cuando sus rocas reflejaban los rayos del sol se llenaba de luz; a la caída de la tarde se inundaba de cobres e índigos; y cuando la ciudad, ya en tinieblas, encendía su luz eléctrica, los picos más altos brillaban aún incandescentes. El frente comenzaba allí y seguía en curvas, invisibles, rodeando simas y barrancos perdidos en la lejanía. Después se torcía hacia el Oeste, siguiendo los valles y doblándose hacia la ciudad. Se veía primero desde el ángulo de la galería entre su lado norte y su lado oeste; no era más que unas pequeñas vedijas de humo y unas chispas de las granadas que explotaban, que no parecían más que chupadas de un cigarro. Después, el frente se iba acercando a lo largo del arco brillante del Manzanares que lo conducía más hacia el Sur, hasta los pies de la ciudad misma. Desde la altura de la torre el río aparecía sólido y quieto, mientras la tierra a ambos lados se sacudía en convulsiones. Se la veía y se la oía moverse. Nacían en ella vibraciones que llegaban subterráneas hasta el rascacielos, y allí trepaban las vigas de acero y subían, amplificadas, hasta vuestros pies con el tremor de trenes que pasaran lejanos. Los sonidos nos llegaban a través del aire, desnudos y directos, zumbidos y explosiones, tableteo de ametralladora, restallar seco de fusiles. Se veían las llamaradas en la boca de los cañones y se veían oscilar los árboles de la Casa de Campo, como si hubiera monstruos que se rascaran contra sus ramas.

Bombs en la Gran Vía muy cerca de Telefónica

Se veían figurillas diminutas como hormigas que moteaban las arenas del río. Después surgían ráfagas de silencio que os obligaban a mirar el paisaje, tratando de adivinar el secreto de aquella quietud súbita, hasta que la tierra y el aire temblaban en espasmos y la quietud brillante del río se rompía en arrugas de luz temblona. Desde la torreta, el frente parecía mucho más cercano que la calle al pie del edificio. Cuando os inclinabais sobre el parapeto para mirar a la Gran Vía la calle era un cañón profundo y estrecho, y desde su fondo profundo el vértigo tiraba de vosotros. Pero cuando mirabais recto, frente a vosotros, todo era paisaje y la guerra dentro de él se extendía delante de vuestros ojos como sobre el tablero de una mesa, como si pudierais alcanzarla y tocarla. Era desconcertante ver el frente tan cerca, dentro de la ciudad, mientras la ciudad en sí permanecía intangible y sola bajo su caparazón de tejados y torres, gris, roja y blanca, cuarteada por el laberinto de grietas que eran sus calles. A veces los cerros al otro lado del río escupían nubecillas blancas, y el mosaico de tejados se abría en cascadas de humo, de polvo y de tejas, cuando aún resonaba en vuestros oídos el ulular de las balas cruzando sobre vuestra cabeza. Porque todas parecían pasar por encima de la torre de la Telefónica. Entonces, el paisaje con sus bosques oscuros, con sus campos verdes, con su río brillante y los manchones amarillos de sus arenas, se fundía con las tejas rojas, con las torres grises, con el blancor de las azoteas, con la calle a vuestros pies, y os encontrabais sumergidos en el corazón de la batalla. Los pisos encima del piso octavo estaban abandonados. El ascensor, cuando subía al piso trece, lo hacía generalmente vacío; allí no había nadie más que unos pocos artilleros que mantenían un puesto de observación. Las botas de los hombres resonaban en el entarimado de los grandes salones con un ruido hueco. Un obús había atravesado dos pisos, y el agujero era el brocal de un pozo hondo, de paredes erizadas de varillas y vigas retorcidas y rotas, que colgaban paralíticas. La muchacha que manejaba el ascensor, sentada en una banqueta como un pájaro, era guapa y alegre.

-No me gusta subir hasta aquí -me decía-. Está tan solo, que siempre creo que el ascensor va a seguir subiendo y se va a disparar al aire en lo alto. Desde allí se dejaba uno caer en Madrid como una piedra entre las paredes del hueco del ascensor, que se estrechaban rápidas sobre uno, envuelto en el encierro de las puertas metálicas, en el olor de grasa, de metal caliente y de pintura al duco. La ciudad estaba tensa y viva, palpitando como una herida profunda de navaja de la que surge la sangre a borbotones y en cuyos labios los músculos se retuercen con dolor y con todo el vigor de la vida. Bombardeaban el centro de Madrid, y este centro desbordaba de gentes que hablaban, chillaban, se empujaban y se mostraban uno a otro que estaban aún vivos. Grupos de milicianos -ya comenzábamos a llamarlos soldados- venían del frente o marchaban al frente, vitoreados y vitoreando. Algunas veces la multitud rompía en un himno o una canción que inundaba las calles. A veces chirriaba y campaneaba el acero sobre las piedras cuando pasaba un tanque con su torreta abierta y una figura pequeña surgiendo de la abertura, las manos puestas sobre la tapa, como un muñeco de caja de sorpresa, escapando de un puchero gigante. A veces pasaba uno de los grandes cañones y se paraba en la esquina de la calle para que las gentes pudieran tocar con sus dedos su pintura gris y se convencieran de que era real. A veces era una ambulancia, un gran camión, pródigo de cruces rojas sobre círculos de leche, que pasaba y dejaba detrás de sí un surco lleno de silencios; hasta que la motocicleta que tejía su camino entre coches y gente y explosiones desgarraba el silencio. Alguien gritaba: «¡Vas a llegar tarde!», y el tumulto de la multitud estallaba de nuevo. Todo era centelleante como una película sobre la pantalla, centelleante y espasmódico. La gente hablaba a gritos y reía a carcajadas. Bebían a tragos sonoros con gran estrépito de vasos. Los pasos en la calle resonaban fuertes, firmes y rápidos. A la luz del día todo el mundo era un amigo; por la noche cada uno podía ser un enemigo. Toda amistad tenía un tinte de borrachera. La ciudad había intentado lo imposible y había surgido del intento triunfante y en un trance. ¡Oh, sí! El enemigo estaba allí, a las puertas, a dos kilómetros de este rincón de la Gran Vía, A veces una bala perdida de fusil hacía un orificio estrellado en el cristal de un escaparate. Bueno, ¿qué? Si no habían entrado el 7 de noviembre, ¿cómo iban a poder entrar ahora? Cuando las granadas caían en la Gran Vía y en la calle de Alcalá, comenzando en el extremo más cercano al frente y trazando la «Avenida de los Obuses», hasta la estatua de la diosa Cibeles, las gentes se refugiaban en los portales de la acera que consideraban más segura y contemplaban las explosiones a veinte metros de distancia. Había quienes venían de los barrios lejanos a ver de cerca cómo era -un bombardeo, y se marchaban contentos y orgullosos con trozos de metralla, todavía calientes, que conservaban como un recuerdo. La miseria de todo ello no se exhibía.

La miseria estaba escondida en cuevas y sótanos, en los refugios improvisados del Metro, en los hospitales sin instrumentos y sin medicinas para enfrentarse con un flujo constante e interminable de heridos. Las casas frágiles de los distritos obreros se derrumbaban como casas de naipes al soplo furioso de las explosiones; como las destruidas, donde se amontonaban las gentes. Miles de refugiados de los pueblos y de los suburbios eran empaquetados cada día en edificios vacíos, cada día miles de mujeres y niños salían en camiones, evacuados en convoy a la costa levantina. La tenaza del sitio se cerraba más y más; y más batallones de las Brigadas Internacionales, que ya eran dos, se volcaban en las brechas. A pesar de todo, el entusiasmo que nos había arrastrado, por encima de nuestros miedos y de nuestras dudas, no falló nunca. Éramos Madrid. En nuestro nuevo cuarto de la censura la vida se iba normalizando poco a poco. Nos mirábamos y nos veíamos ojerosos, flacos, sucios, pero sólidos y humanos. Los periodistas recién llegados trataban a los que estaban allí como veteranos, e Ilsa, la única mujer, se había convertido en una heroína. Los guardas de la Telefónica habían cambiado su nota: algunos de los extranjeros se habían cambiado en camaradas de la noche a la mañana. Otros estaban aún bajo sospecha, como el americano enorme, que un día desapareció del cuadro silenciosamente y fue sustituido por un hombre de un calibre diferente, que inspiraba confianza y respeto. A Ilsa se le concedía el derecho de ciudadana de la Telefónica por la mayoría de los hombres y se la rodeaba de un murmullo hostil por la mayoría de las mujeres. Yo la había dejado definitivamente entendérselas con los periodistas de habla inglesa, no sólo porque sus energías estaban frescas y yo estaba agotado, sino también porque tenía que admitir que ella estaba haciendo lo que yo nunca podría hacer: manejando la censura con mucha imaginación y criterio: mejoró las relaciones con los corresponsales extranjeros e influyó en su manera de informar. Algunos de los empleados de la censura resintieron esto y tuve que apoyarla con toda mi autoridad, hasta que a través de Luxana, en el Comisariado de Guerra, vino una aprobación oficial del Estado Mayor por el que pasaban las copias de los despachos antes de ser enviadas a Valencia. Pronto el método de Ilsa tuvo que sufrir una dura prueba. La Alemania nacionalsocialista había reconocido oficialmente al general Franco y había enviado al general Von Paupel como enviado especial a Burgos. La mayoría de los ciudadanos alemanes habían sido evacuados por su Embajada, y ésta se había cerrado en Madrid. Pero no había declaración de guerra; sólo una intervención alemana a guisa de apoyo técnico y estratégico de los rebeldes. En un día gris de noviembre, nuestra Policía registró la Embajada alemana en Madrid y confiscó armas y papeles allí existentes. Técnicamente, era una violación del derecho de extraterritorialidad, pero los corresponsales extranjeros que habían sido testigos del registro sometieron despachos detallando con extrema veracidad v detalle los vínculos entre la Embajada y el cuartel general de la quinta columna.

Sólo que, de acuerdo con las órdenes estrictas, teníamos que suprimir estos despachos y toda referencia a la investigación policíaca, a no ser que Valencia publicara un comunicado oficial. Los corresponsales estaban furiosos y nos acribillaban con preguntas y consultas. Se iba haciendo tarde y tenían miedo de no alcanzar el cierre de sus periódicos. Llamé al Comisariado de Guerra, pero allí estaba sólo Michael Kolzov, y me dijo que me esperara a que se diera una declaración oficial. Ilsa estaba furiosa y mucho más disgustada que los periodistas. Cuando se pasó otra hora de espera, me cogió aparte y me pidió que le dejara pasar los despachos en el orden que habían sido presentados. Los firmaría con sus iniciales para que la responsabilidad cayera sobre ella, y estaba preparada a enfrentarse con la situación que se presentara por haber desobedecido una orden concreta, y que no podía por menos de ser una grave responsabilidad. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a consentir que la buena voluntad de los corresponsales se trocara en antagonismo, ni a dejar que los alemanes monopolizaran la prensa del mundo con su versión. Un poco melodramática, exclamó: -Yo no soy responsable ante los burócratas de vuestra oficina de Valencia, sino ante la causa de los trabajadores; y no estoy dispuesta a permitir, si de mí depende, que se cometan errores como éste. Me negué a que tomara sola la responsabilidad, y entre los dos dimos curso a los despachos sobre el registro de la Embajada. Ya tarde en la noche me llamó Kolzov al teléfono y se desató furiosamente, amenazándonos a Ilsa y a mí con un consejo de guerra. Pero en la mañana siguiente volvió a llamar y retiró todo lo dicho: sus propios superiores -que no sé quiénes eranestaban encantados con los resultados de nuestra insubordinación. Rubio, hablando desde Valencia, tomó la misma actitud, aunque haciendo hincapié en la seriedad de la decisión de Ilsa, tomada en «su manera impulsiva», como él lo llamaba. Por lo tanto, ella se había salido con la suya, y, consciente del hecho, estaba dispuesta a sacar ventaja de ello en el futuro. Después de la primera semana de bombardeo de Madrid, cuando sus incidentes era aún nuevos, los corresponsales comenzaron a irritarse bajo las restricciones impuestas a sus informaciones del frente. Ilsa mantenía que debíamos proporcionarles nuevo material, siguiendo el principio de que hay que alimentar a los animales que se tiene en la jaula; pero, con excepción de nuestra oficina, nadie tenía contacto con ellos. De los militares no podía esperarse que dejaran pasar más que lo que hacían. Los periodistas, por otra parte, buscaban la noticia sensacional, y no les interesaba el aspecto social de nuestra lucha; o si les interesaba, lo convertían en propaganda cruda de izquierdas para lectores ya convencidos, o en propaganda de derechas, en fantasmas amenazadores que asustaran a sus burgueses lectores. No podíamos sugerirles temas determinados, pero deberíamos facilitarles el poder escribir algo de la historia de Madrid. Era nuestra oportunidad, ya que éramos nosotros los que estábamos en el sitio más indicado para ello. Un día que Gustav Regler vino del frente con botas altas de cuero, muy flamante en su nuevo cargo de comisario político en la XII Brigada -la primera de las brigadas internacionales-. se lanzó en un apasionado discurso en alemán con Ilsa como auditorio. Ilsa le escuchó atentamente y después se volvió hacia mí: -Tiene razón. La Brigada Internacional es la cosa más importante que ha pasado durante años en el movimiento obrero y sería una inspiración tremenda para los trabajadores de todas partes, si supieran bastante sobre ello. Piensa en esto: mientras sus gobiernos están organizando la no intervención... Gustavo está dispuesto a llevar a los periodistas a su cuartel general y a hacer que el general Kleber los reciba. Pero no sirve de nada, si después nosotros no dejamos pasar sus historias. Yo estoy dispuesta a hacerlo.

Era otro paso audaz y tuvo también un éxito inmediato. Los corresponsales, comenzando por Delmer, del Daily Express de Londres, y Louis Delaprée, de Paris-Soir, regresaron con impresiones de lo mejor que existía en las brigadas internacionales genuinamente impresionados y llenos de historias y de noticias que llenarían las primeras planas. Habíamos echado a rodar la bola. Si embargo, después de una semana o cosa así resultó que sólo las brigadas aparecían en los despachos de prensa, como si ellos solos fueran los salvadores de Madrid. Ilsa comenzaba a tener sus dudas; el éxito de su idea amenazaba destruir su finalidad. Yo estaba furioso, porque me parecía injusto que se olvidara al pueblo de Madrid, a los soldados improvisados de los frentes de Carabanchel, del Parque del Oeste y de Guadarrama, simplemente porque no existía una propaganda organizada que los mostrara al mundo. Aun antes de recibir instrucciones del Estado Mayor en Madrid y del Departamento de Prensa de Valencia, comenzamos Ilsa y yo a restringir los despachos sobre las brigadas. A mí me produjo el incidente un sentimiento amargo de aislamiento entre nosotros, los españoles, y el resto del mundo. En estos días Regler me pidió, como el único español con quien tenía contacto, que escribiera algo para publicarlo en el periódico del frente de su Brigada. Escribí una mezcolanza de alabanzas convencionales e impresiones personales. Di rienda suelta al miedo instintivo que había tenido al principio, de que las unidades internacionales fueran algo semejante al Tercio, desesperados dispuestos a jugarse la vida, sí, pero al mismo tiempo bárbaros y brutales, y a mi alegría al comprobar que en ellas existían hombres a los que sólo movía una fe política limpia y el afán de un mundo sin matanzas como la nuestra. Aunque aún conversábamos en francés, Ilsa comenzaba a leer español con facilidad y se encargó de traducir al alemán lo que había escrito. Se metió de lleno a dar una versión de ello y de pronto exclamó: -¿Sabes que tú podrías escribir? Bueno, es decir, si suprimes todas las frases pomposas, que me recuerdan el barroco de las iglesias de los jesuitas, y escribes en tu propio estilo. Hay aquí cosas muy malas y cosas muy buenas. Yo le dije: -Pero, ¡yo siempre había querido ser un escritor! -tartamudeando como un colegial, encantado con ella y con su juicio. Nunca se publicó el artículo, porque no era lo que el Comisario Político quería, pero el incidente tuvo para mí una importancia doble: desenterrar mi vieja ambición y, admitiendo mi resentimiento suprimido contra los extranjeros, sentirme liberado de él. Aquel día se me puso esto mismo claramente de relieve a través de una caricatura: El líder socialista austriaco, Julio Deutsch, a quien se había hecho general por el Ejército republicano español, en honor de las milicias de trabajadores de Viena que él había ayudado a organizar y que habían sostenido la primera batalla en Europa contra el fascismo, vino a visitar a Ilsa. Estaba recorriendo la zona con su intérprete Rolf y le había dado, no sólo un coche, sino también la escolta de un capitán de las milicias como comisario político y guía. Mientras los dos primeros hablaban con Ilsa, tratando -como estaba viendo con furia- de convencerla que abandonara Madrid y sus peligros, el guía español comenzó a charlar conmigo y lo primero que el hombre me dijo fue que «aquellos dos eran espías, porque siempre estaban hablando en su galimatías en lugar de hablar como cristianos». El hombre estaba realmente preocupado y excitado: -Ahora dime tú, compañero; ¿qué se les ha perdido a éstos en España? No puede ser nada bueno. Te digo que son espías. Y la mujer esa, seguro que lo es también. El hombre me hizo estallar de risa, y traté de explicarle un poco las cosas pero mientras le estaba hablando, me encontré yo mismo contemplándome en un espejo: yo también era uno de esos españoles como él. Delante de mí estaba Ángel en el uniforme típico de los milicianos, un mono azul encima de varias capas de jerseys llenos de rotos, un gorro con orejeras en cuyo frente estaba clavada una estrella roja de cinco puntas, un fusil en la mano y un enorme cuchillo envainado en la cintura; todo ello, y él también, lleno de barro seco, menos la cara alegre, partida en dos por una sonrisa de oreja a oreja: -¡La madre de Dios! Ya creía yo que no iba a encontrarle nunca en este laberinto. Sí, señor, aquí estoy yo y no me he muerto, ni me han matado, ni nada. Y más fuerte que un roble. -Angelillo, ¿de dónde sales tú? -De por ahí, de alguna parte de un agujero. -Señaló por encima del hombro con el pulgar en una dirección indefinida-. Me estaba aburriendo en la clínica y como las cosas se estaban poniendo serias, pues me marché. Ahora soy un miliciano, pero de los de verdad, ¿eh? A mediados de octubre, Ángel había sido destinado como ayudante a la farmacia de uno de los primeros hospitales de guerra.

El 6 de noviembre desapareció de allí y nunca había vuelto a oír de él. La verdad es que creía que lo habían matado aquella noche. -Sí, señor. En la tarde del 6 de noviembre me marché al Puente de Segovia y, ¿para qué contarle?, la paliza que les dimos, ellos a nosotros, los moros, los legionarios, los tanques y la repanocha. El fin del mundo. Por poco nos matan a todos y yo me creí varias veces que ya me habían matado. -Bueno, pero te han dejado. -Sí. Bueno..., no lo sé, porque la verdad es que no estoy muy seguro. Sólo ahora comienzo a darme cuenta. Alguien vino ayer y me dijo: «Angelillo, te van a hacer cabo». Y le dije: «Arrea, ¿por qué?» Y el otro dice: «Yo qué sé; te han hecho cabo y nada más». Yo estaba pensando que se había colado o que era una broma, porque que yo supiera no estábamos en el cuartel, sino en un agujero en la tierra, cavando como locos para convertirlo en trinchera. Y entonces empecé a darme cuenta de las cosas. El Tercio y la Guardia Civil estaban dos casas más allá, mirándonos por las troneras y asándonos a tiros y allí estaba yo. No me había muerto. Y le digo a un camarada, bueno, un vecino de la misma calle, que se llama Juanillo: «Oye, tú, ¿qué día es hoy?» Se me pone a contar con los dedos y a rascarse la cabeza y me dice: «Pues, chico, no lo sé. ¿Y para qué te hace falta saberlo?» -Angelillo, me parece que estás un poco curda. -¡Ca, no lo creas, no estoy borracho! Lo que pasa es que tengo miedo. No he bebido más que tres o cuatro vasos con los amigos y luego me he dicho: «Me voy a ver a don Arturo; bueno, si no lo han matado». Su señora me dijo que no salía usted de aquí, y aquí me he venido. Pero esto no quiere decir que no me gustaría beberme un vaso con usted o los que se tercien... Bueno, más tarde. Y como decía antes, no tengo nada que contar. Nada. Explosiones y explosiones desde el seis, hasta hoy que hemos terminado la trinchera; y no es que se hayan callado, ca, siguen tirando, pero ahora es diferente. Antes nos cazaban a la espera, como a conejos en medio de la calle, detrás de la esquina y hasta dentro de las casas. Pero ahora tenemos un hotel, palabra. -Pero, ¿dónde estás ahora? -Al otro lado del puente de Segovia, y en un par de días en Navalcarnero; ya lo verá. Y a usted, ¿cómo le va? Tan difícil era para mí como para él, el contar lo que había pasado. El tiempo había perdido su significado. El 7 de noviembre me parecía una fecha muy remota y al mismo tiempo me parecía que había sido el día antes. Cosas vistas y hechas se me aparecían en destellos, pero sin guardar relación alguna con el orden cronológico de los acontecimientos. No podíamos contar las cosas que habíamos vivido, ni Ángel ni yo, sólo podíamos recordar incidentes. Ángel había pasado todos esos días matando, sumergido en un mundo de explosiones y blasfemias, de hombres muertos y abandonados, de casas derrumbándose. No recordaba nada más que el caos y unos pocos momentos lúcidos en los cuales algo impresionaba su memoria. -La guerra es una cosa estúpida -dijo-, en la que no sabe uno lo que está pasando. Claro que algunas cosas se saben. Por ejemplo, una mañana un guardia civil asomó la cabeza detrás de una tapia y traté de cargármelo. No me estaba mirando a mí, sino a algo o alguien que había a mi derecha. Se arrodilló fuera de la pared y se echó el fusil a la cara; yo disparé y el hombre cavó como un saco con los brazos abiertos, y yo dije: «Toma, por cerdo».

En este momento alguien al lado mío dijo: «Vaya un ojo que tengo... ¿eh?» Y yo le contesté: «Me parece que te has colado esta vez». Bueno, pues, por si lo había matado él o yo, terminamos a bofetadas allí mismo. Desde entonces vamos siempre juntos y tiramos por turno; le llevo tres de ventaja. Pero hablando de otras cosas, doña Aurelia me ha contado un montón de historias, que ella no puede seguir así, que usted se ha liado aquí con una extranjera, que va a hacer una barbaridad un día... ¡Ya sabe usted cómo son las mujeres! Presenté Ángel a Ilsa. Se entusiasmó de golpe, me guiñó los ojos dos o tres veces y se lanzó a contarle historias sin fin en su más rápido y castizo madrileño. No entendía ella mucho, unas palabras aquí y allí, pero le escuchaba con la mayor apariencia de interés, hasta que me harté de la comedia y me lo llevé al bar de la Gran Vía al otro lado de la calle. Estábamos bebiendo «Tío Pepe», cuando comenzaron a caer obuses. -¿Les da esto muy a menudo? -Todos los días y a cualquier hora. -¡Caray, me vuelvo a mi trinchera! Allí tenemos mejores modales. No me hace maldita la gracia venir con permiso y que me hagan piltrafas aquí... Y hablando de la guerra, ¿qué dicen las gentes aquí sobre ello? Aunque de todas maneras esto se acaba en unos días. Con la ayuda de Rusia, no dura ni dos meses. Se están portando. ¿Ha visto usted los cazas? En cuanto tengamos unos pocos más de ellos, se les acabó el cuento a los alemanes amigos de Franco. Esta es una de las cosas que yo no puedo entender. ¡Por qué tienen que mezclarse estos italianos y alemanes en nuestras cuestiones, si a ellos no les hemos hecho nada ? -Yo creo que están defendiendo su propio lado. ¿O no te has enterado aún que esto es una guerra contra el fascismo? -Anda, ¿que no me he enterado? Y por si se me olvida, me lo están recordando a morterazos a cada minuto. No crea usted que soy tan estúpido como todo eso. Naturalmente que entiendo que todos los generalotes del otro lado se dan la lengua con los generalotes alemanes e italianos, porque son lobos de la misma camada. Pero lo que no entiendo es por qué los otros países se quedan tan quietos, mirando los toros desde la barrera. Bueno, sí, lo puedo entender en los de arriba que son los mismos en todas partes, alemanes o italianos, ingleses o franceses. Pero hay millones de trabajadores en el mundo y en Francia tienen un gobierno de Frente Popular, y... bueno, ¿qué es lo que están haciendo? -Mira, Angelillo, confieso que yo tampoco lo entiendo. No me hizo caso y siguió. -Yo no digo que nos tienen que mandar el ejército francés, somos bastantes para terminar con todos estos hijos de mala madre. Pero al menos nos debían dejar comprar armas. De esto usted no sabe nada, porque está aquí, pero donde nosotros estamos, nos estamos peleando a puros puñetazos y esto es la pura verdad. A lo primero, no teníamos apenas un fusil y teníamos que guardar cola para coger el fusil del primero que mataran. Después, los mejicanos -y Dios los bendiga-, nos mandaron unos fusiles, pero luego resultó que nuestros cartuchos eran un poco grandes para ellos y se atascaron. Después se nos dieron granadas de mano, o al menos las llamaban así. Eran unos canecos como cantimploras para llevar agua en una excursión y las llamaban bombas Lafitte; había que sacarles un alambre como una horquilla de mujer, tirarlas y salir corriendo, porque le explotaban a uno en las narices.

Después nos dieron cachos de cañería llenos de dinamita que había que encenderlos con la colilla del cigarro; y así todo. Y mientras, en el otro lado, nos asan a morterazos que ni Dios se entera cuándo le caen a uno encima. ¿Ha visto usted un mortero de los suyos? Es como un tubo de chimenea con un punzón en el fondo. Ponen el tubo en un ángulo y dejan caer dentro una bomba pequeñita que tiene alas para que vuele bien. El punzón les agujerea el trasero y salen tubo arriba como un cohete y te caen encima de la cabeza. Y no se puede hacer nada como no se pase uno el día mirando a lo alto, porque le caen a uno encima sin hacer ningún ruido. Lo único que se puede hacer es cavar la trinchera en ángulos y meterse en los rincones. Matan a uno, pero no la hilera de todos, como hacían al principio. -Bueno, calla un poco y descansa. Parece que te han dado cuerda como a un reloj. -Es que cuando se lía uno a hablar de estas cosas, se le enciende la sangre. Yo no digo que los franceses no hayan hecho nada, porque nos han mandado algunas ametralladoras y la gente dice que unos cuantos aeroplanos viejos también, pero la cuestión es que no tienen riñones para hacer las cosas cara a cara, como Dios manda. Si Hitler le manda aviones a Franco, ¿por qué no nos los pueden mandar ellos a nosotros y con más derecho? Después de todo, les estamos defendiendo a ellos tanto como nos defendemos nosotros mismos. Verdaderamente yo presentía las mismas cosas y podía decir lo mismo, aún mejor, pero le recordé que teníamos a Rusia y a la Brigada Internacional. -Bueno, sí. No los echo en saco roto, pero la Rusia soviética tiene la obligación de ayudarnos más que nadie. Estaría bueno que Rusia se encogiera de hombros y dijera: «Allá cuidados, a mí no me importa nada». -Los rusos podían haberlo dicho. Al fin y al cabo están muy lejos de nosotros y no creo que tengan malditas las ganas de meterse en una guerra con Alemania. -A mí no me cuente historias que usted mismo no cree, don Arturo. Rusia es un país socialista y tiene la obligación de ayudarnos, porque para eso somos socialistas -comunistas, si usted quiere, da igual-. Y en cuanto a que Alemania le declara la guerra, Hitler es un perro ladrador que se le pega un cascotazo en las narices y sale corriendo con el rabo entre las piernas... Y ahora me tengo que marchar. Ya me he acostumbrado a los morterazos, pero esto de los cañonazos aquí no me gusta. Sobre todo en mitad de la calle, que le matan a uno como a un cochino. ¡Salud! Se había formado un convoy de coches para llevarse a Valencia a las familias de los empleados del Ministerio de Estado. Aurelia y los chicos se iban con ellos y fui a despedirlos. Aquello era mejor. Los chicos estarían seguros. Aurelia quería que me fuera con ellos a toda costa y los últimos días habían sido una batalla constante llena de discusiones tontas. Desde el principio ella estaba convencida de que la «mujer de los ojos verdes» -como ella llamaba a Ilsa-, era la causa de mi actitud; pero aún tenía mucho menos miedo de la extranjera, que a su manera de ver no era más que una aventura pasajera, que de María, que en cuanto se quedara sola conmigo en Madrid se haría el ama de la situación. Se empeñó en que debería llevar a ella y a los chicos a los sótanos de la Telefónica que se habían convertido en refugio de cientos sin domicilio. La había llevado a que viera aquella miseria, ruidosa y mal oliente, y le había explicado por qué no quería meter los chicos allí; pero aunque desistió de la idea, siguió con su empeño de que yo tenía que irme a Valencia con ellos como habían hecho los demás empleados del Ministerio. Para ella yo quería quedarme solo en Madrid para estar más libre en mis juergas. Cuando me estaba despidiendo de los niños, me lo repitió una vez más. Me volví a la Telefónica. En la estrecha calle de Valverde había una cola interminable de mujeres y chiquillos, empapados por la llovizna fría de la madrugada, pataleando para entrar en calor, abrazados a paquetes deformes.

Cuatro camiones de evacuación, con unas tablas atravesadas de lado a lado por asiento, esperaban para llevárselos. Pero no, éstos esperaban entrar en la Telefónica. Precisamente cuando yo entraba en el edificio, surgía de él la fila de evacuados, mujeres, niños, viejos con las caras verdosas, con las ropas arrugadas oliendo a churre de ovejas, con los mismos bultos y paquetes que las gentes que esperaban fuera, con los mismos chiquillos asombrados, con los mismos chillidos y gritos y blasfemias y bromas. Gatearon a los camiones y se acomodaron como pudieron en una masa compacta de cuerpos miserables, mientras los choferes ponían en marcha los motores fríos y catarrosos. Ahora comenzaban a entrar las mujeres de la cola entre los centinelas de la puerta, una a una, vergonzosas y chillonas. La fuerza de la corriente me arrastró, pasado el control obrero, escaleras abajo hacia los sótanos, a través del laberinto de pasillos llenos de cables. Delante y detrás de mí se empujaban las madres, peleándose por apoderarse de un sitio libre. Voces chillonas gritaban: «¡Madre, aquí, aquí!» Se abrían los paquetes de ropa y vomitaban ropas de cama sucia en un rincón milagrosamente libre, mientras los ocupantes de los jergones a uno y otro lado blasfemaban furiosos de la invasión. Inmediatamente, las ropas mojadas de la llovizna, bajo la calefacción del sótano, comenzaban a humear y el aire agrio y denso se hacía más agrio, más denso, más sofocante. «¿Cuándo comemos, madre?», gritaban docenas de chiquillos alrededor de mí. Porque los refugiados tenían hambre. A codazos me abrí camino escaleras arriba y volví al cuarto frío, gris, enorme, donde Ilsa estaba sentada en su cama de campaña, oyendo las quejas de tres personas a la vez, discutiendo y respondiendo con una paciencia que no podía comprender. Me volví hacia los ordenanzas y estaban renegando como yo. Rubio me llamó desde Valencia y me dijo que tenía que incorporarme a la oficina allí. Le dije que no. Estaba bajo las órdenes de la Junta de Madrid. Se conformó y me dio una larga lista de instrucciones. Media hora más tarde llamaba Kolzov y me daba otra larga lista de instrucciones. Comencé a gritar furioso en el teléfono: ¿qué órdenes eran las que tenía que obedecer? Ellos decían una cosa. Valencia otra. Ninguno de ellos, ni Valencia ni Madrid, dieron una solución. Era yo el que tenía que resolver en contra de uno de ellos. En la desesperada cogí a Delmer, el único corresponsal inglés con quien me había encariñado y me lo llevé a ver a dos amigos míos, dos clowns, Pompoff y Teddy, que actuaban en el Teatro Calderón. El sacó un artículo de la visita, yo un alivio de mis desesperaciones. Después hablé durante horas con Delaprée sobre literatura francesa y sobre la estupidez de la violencia como argumento. No me ayudó mucho. Seguía irritándome el ver a Ilsa aconsejando y ayudando a un recién llegado después de quince horas de trabajo, gastando su última onza de energía en una conversación idiota, volviéndose después a mí con la cara caída de cansancio y desesperación y sumiéndose en un silencio interminable. No dormí. A las cuatro de la mañana, sin saber qué hacer, fascinado por las visiones de la mañana, bajé al segundo sótano, dormido bajo la luz de unas pocas bombillas y bajo la vigilancia de unos guardias. El silencio estaba lleno de ronquidos, gruñidos, toses y palabras de pesadilla. Los hombres de la guardia jugaban a las cartas. Me dieron un vaso de coñac; estaba caliente y olía a sueño. Los pasillos estaban llenos del olor de carne humana cociéndose en sus propios sudores, del olor de una gallina clueca; y el coñac olía a eso, y tenía el mismo calor. Me quedé después un largo rato asomado a la ventana, lavando mis pulmones con aire frío. No podía dormir, estaba embrujado. Quería gritar a los generales que se llamaban ellos mismos «salvadores del país» y a los diplomáticos que se llamaban a sí mismos «salvadores del mundo» que vinieran. Yo los cogería y los encerraría en los sótanos de la Telefónica.

Los pondría allí en los jergones de esparto, húmedos de nieblas de noviembre, los arroparía en mantas de soldados, pocas, y los haría vivir y dormir en dos metros cuadrados de pasillo, sobre un piso de cemento, entre mujeres hambrientas y trastornadas de histeria que habían perdido su hogar y que aún escuchaban explotar las bombas y retemblar la tierra profunda que rodeaba el cemento, pugnando por romperle. Los dejaría allí un día, dos días, muchos, que se empaparan en miseria, que se impregnaran de sudor y de piojos de pueblo, y que aprendieran historia, historia viva, la historia de esta guerra miserable y puerca, la guerra de cobardías, de los sombreros de copa brillantes bajo los candelabros de Ginebra, la guerra de generales traidores asesinando a su propio pueblo fríamente y cobardemente. ¡Ah! Arrancarles a tirones sus bandas militares, las levitas y los sombreros de copa de las recepciones, arrancarles a tirones sus cascos de pluma, sus espadas, sus bastones con puño de oro. Vestirlos de pana tiesa, de dril azul o blanco, como los campesinos o los mineros o los albañiles, y luego, bien churretosos de miseria, tirarlos en medio de las calles del mundo con barba de tres días, con ojos pitarrosos de sueño... No podía pensar en matarlos o en destruirlos. Matar es monstruoso y estúpido. Aplastar un insecto bajo la suela del zapato es repugnante: tiene un casquito y un churretón de vida que hace vomitar. Un insecto vivo es una maravilla que se puede contemplar horas y horas. Todo a mi alrededor era destrucción, repugnante y asquerosa como una araña pisada; y era la destrucción de un pueblo; la destrucción bárbara de un rebaño de gentes, azotadas por el hambre, por la ignorancia y por el miedo de ser, sin saber por qué, espachurradas, destruidas. Me ahogaba el sentimiento de impotencia personal frente a la tragedia. Era amargo pensar que yo era un entusiasta de la paz, amargo pronunciar la palabra pacifismo. Me había convertido en un beligerante. No podía cerrar los ojos y cruzarme de brazos mientras se asesinaba impunemente a mi propio país, sin más finalidad que el de que unos pocos se hicieran los amos y esclavizaran a los supervivientes. Sabía que había fascistas de buena fe, admiradores del pasado glorioso, soñadores de imperios que desaparecieron para siempre, conquistadores que se creían en una cruzada; pero no eran más que la carne de cañón del fascismo. Los otros, los otros, los herederos de la casta que habían regido España durante siglos, los que yo había conocido manejando la guerra en Marruecos, con su corrupción estupenda, con sus glorias retiradas, cebándose en latas de sardinas podridas, en sacos de judías llenos de gusanos: esto era lo que había que combatir. No era una cuestión de teorías políticas, sino de vida o muerte. Había que luchar contra los enterradores; los Franco, los Sanjurjo, los Mola, los Millán Astray, que ahora coronaban su hoja de servicios cañoneando su propio país para hacerse amos de esclavos y a la vez convertirse para ello en esclavos de otros amos. Oh, ¿cómo un general puede tener tan poca vergüenza de sí mismo? Teníamos que combatirlos. Para ello tendríamos que bombardear Burgos y sus torres, Córdoba y sus jardines, Sevilla y sus patios llenos de flores. Teníamos que matar para ganar el derecho de vivir. Quería llorar a gritos. Un obús había matado a la vendedora de periódicos en la puerta de la Telefónica. Ahora estaba allí su chiquita, una niña aún pequeñita y morena que zascandileaba saltando como un gorrión entre las mesas del Bar Miami y del Café Gran Vía, vendiendo cigarrillos y cerillas.

Apareció en el bar con un trajecillo negro de satén: -¿Qué haces? -Nada. Desde que mataron a mamá, pues vengo aquí... Ya estaba acostumbrada desde chiquitita. -¿Te has quedado sola? -No. Estoy con la abuelita. Nos dan vales de comida en el Comité y ahora nos van a llevar a Valencia. -Se empinó hacia un soldado altote de las Brigadas-: ¡Viva Rusia! -La voz era aguda y clara. No. No podía pensar en términos políticos, en términos de partido o de revolución. No podía escapar al pensamiento de que era un crimen el lanzar granadas contra carne humana y de la necesidad mía, mía, del pacifista, del enamorado de San Francisco, de ayudar a la tarea de terminar con esta cría de Caín. Luchar es como sembrar; sembrar para crear una España en la cual el artículo de la Constitución de la República que decía: «España renuncia a la guerra», fuera verdad real. Lo otro -perdonar-, lo pudo decir Cristo. San Pedro sacó la espada. Más allá, el frente estaba vivo y nos mandaba el eco de sus explosiones. Había allí miles de hombres que pensaban vagamente como yo, que luchaban v que confiaban de buena fe en la victoria; ingenuos, bárbaros, rascándose piojos en las trincheras, matando y muriendo, soñando: soñando en un futuro sin hambre, con escuelas y limpieza, sin señores y sin casas de préstamos, un mundo lleno de sol. Yo estaba con ellos. Pero no podía dormir. ¡Qué difícil es dormir! Cuando en el propio cerebro se amontonan todas las visiones y emociones, pensamientos y contra-pensamientos; cuando día y noche las bombas sacuden las paredes, y el frente se acerca más y más; cuando el sueño es escaso y el trabajo largo, difícil y lleno de contradicciones, la mente se refugia en la fatiga del cuerpo. Yo no trabajaba bien. Sólo era claro y seguro cuando estaba con Ilsa, pero en cuanto me quedaba sólo me sentía inseguro hasta de ella. Ella no sufría la guerra civil en su propia sangre como yo; ella pertenecía a los otros, a los que van a lo largo del camino fácil de la acción política.

En las tardes bebía vino y coñac para azotar mi cansancio. Contaba historias a gritos hasta que desahogaba mi propia excitación. Regañaba con los periodistas que me parecía trataban a los españoles mucho más como «nativos» que los demás lo hacían. Cada día pedía instrucciones concretas para nuestro trabajo a Valencia y al Comisariado de Guerra; cada vez me contestaban, Rubio Hidalgo que estaba en Madrid en contra de sus órdenes, Zolzov y sus amigos que no hiciera caso y que eran ellos los que mandaban. Cuando llamó María, le contesté furioso; después me la llevé de paseo, porque había tanto dolor por todas partes que yo no quería causar un dolor más. Ilsa me miraba con sus ojos quietos llenos de reproche, pero no me preguntaba nada sobre mi vida privada. Yo hubiera querido que me preguntara, hubiera querido estallar. Mantenía el trabajo de la oficina con manos firmes y yo estaba lleno de dudas. Así llegó el día en que Rubio Hidalgo me dijo por teléfono que tenía que comprender que estaba bajo la autoridad del Ministerio y no de la Junta de Defensa. En el Comisariado de Guerra me dijeron lo contrario. Llamé a Rubio Hidalgo otra vez. Me dio órdenes estrictas de incorporarme a Valencia. Yo sabía que me odiaba y que no quería más que una oportunidad para destituirme del trabajo que yo le había usurpado, pero estaba cansado. Terriblemente cansado. Iría a Valencia y se terminaría aquello, cara a cara. En el fondo de mi mente estaba también el deseo de terminar con esta situación ambigua. La Junta se negó a darme el salvoconducto para ir a Valencia, porque mi trabajo era en Madrid y Valencia no tenía nada que ver con ello. Rubio Hidalgo no tenía poderes para darme un salvoconducto. Estaba en un callejón sin salida. Y así, una tarde, me encontré con mi amigo Fuñi-Fuñi, el anarquista, entonces uno de los responsables del Sindicato de Transportes. Me ofreció un salvoconducto y un sitio en un coche para ir a Valencia al día siguiente. Lo acepté. Ilsa apenas comentó. Aquel mismo día ella había rechazado una nueva invitación de Rubio Hidalgo para ir a Valencia. El 6 de diciembre abandoné Madrid, sintiéndome como un desertor dispuesto a lanzarme en una batalla peor aún.”

Los incendios de las iglesias de Lavapiés por Arturo Barea

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Ruinas de las Escuelas Pías de San Fernando en calle Mesón de Paredes (Foto propia)

En La Llama, tercer tomo de La Forja de un Rebelde, Arturo Barea constata el incendio intencionado y bárbaro de tres iglesias del barrio de Lavapiés: San Cayetano, en la calle Embajadores, San Lorenzo en calle del Salitre y el convento e iglesia de las Escuelas Pías de San Fernando, entre las calles Mesón de Paredes y Sombrerete, que ponen de manifiesto cómo estaba de “alterada” la mentalidad popular de los años treinta del siglo XX. Es un testimonio vivo que merece ser conocido por lo que tiene de realista, pero poco más, salvo la indignación que siguen provocando estos y otros tristes hechos que dieron paso a la guerra civil de 1936.

“-¡Arturo, Arturo! ¡Esto es terrible! ¿Qué va a pasar aquí? Han quemado San Nicolás y todas las otras iglesias de Madrid: San Cayetano, San Lorenzo, San Andrés, la Escuela Pía... -¡Bah! No te apures -interrumpió un parroquiano con pistola a la cintura y un pañuelo rojo y negro liado al cuello-. Sobran tantas cucarachas... El nombre de la Escuela Pía me había impresionado: mi vieja escuela estaba ardiendo. Me fui rápidamente, calle del Ave María abajo, y me encontré a Aurelia y los chicos en la calle, mezclados con los vecinos. Me recibieron a gritos: -¿Dónde has estado? -Trabajando todo el día. ¿Qué es lo que pasa aquí? Veinte vecinos comenzaron a la vez a darme explicaciones: los fascistas habían disparado sobre las gentes desde las torres de las iglesias, y las gente las habían asaltado. Todo estaba ardiendo... El barrio entero olía a quemado y caía una lluvia finísima de cenizas. Quería verlo yo mismo.

Escuelas Pias San Fernando antes del incendio

La iglesia de San Cayetano era una masa de llamas. Cientos de personas vecinas de las casas adyacentes habían sacado a la calle sus muebles y los habían amontonado lejos del incendio que amenazaba sus hogares. Guardaban sus propiedades y contemplaban silenciosas el incendio. Una de las torres gemelas comenzó a oscilar. La multitud gritó: si la torre caía sobre sus casas sería el fin. El bloque de piedra y ladrillo se estrelló en mitad de la calle. Enfrente de la iglesia de San Lorenzo una multitud frenética aullaba y danzaba casi en las mismas llamas. La Escuela Pía estaba ardiendo por dentro. Parecía como si hubiera sido sacudida por un terremoto. La larga fachada de la calle del Sombrerete, con sus cien ventanas correspondientes a las clases y a las celdas de los padres, estaba lamida por las lenguas de fuego que surgían a través de las rejas. La fachada principal estaba derruida; una de las torres, caída; el atrio de la iglesia, demolido. Por una puertecilla lateral -la entrada de los chicos pobres- bomberos y milicianos entraban y salían sin cesar.

El resplandor del fuego interno en el enorme edificio brillaba a través de cada orificio. Un grupo de milicianos y de guardias de asalto surgió sosteniendo una camilla improvisada -unas tablas sobre una escalera de mano-, y sobre las tablas, envuelta en mantas, una figurilla de la que sólo era visible la cara de cera y el mechón de pelo blanco. Un viejecillo miserable, temblón, los ojos llenos de terror: mi antiguo maestro, el padre Fulgencio. La multitud abrió paso en silencio, y los hombres le metieron en una ambulancia. Debía tener entonces más de ochenta años. Una mujeruca gorda dijo detrás de mí: -Lo siento por el pobre padre Fulgencio. Lo he conocido desde que era una chiquilla. ¡Y pensar que ahora el pobre tiene que pasar por todo esto! Valía más que se hubiera muerto. El pobre hombre hace ya muchos años que estaba paralítico.

Algunas veces le subían al coro en una silla para que pudiera tocar el órgano, porque las manos las tenía bien, pero de la cintura para abajo estaba ya muerto. No sentía ni aunque le pincharan con alfileres. Y, ¿ sabe usted ?, todo esto ha pasado porque los jesuitas se hicieron amos de la escuela. Porque antes -y créame a mí, que las sotanas me hacen vomitar- todos aquí en el barrio queríamos a los padres. -El padre Fulgencio fue mi maestro de química -le dije. -Entonces usted sabe lo que quiero decir, porque eso debe hacer ya mucho tiempo. Bueno, no quiero decir que es usted un viejo. Pero debe hacer sus buenos veinte años. -Veintiséis. -Ve usted; no estaba tan equivocada. Bueno, como le iba diciendo, hace algunos años, no me acuerdo bien si fue antes o después de la República, la escuela cambió que no la conocía nadie. -El fuego seguía crepitando dentro de la iglesia. El edificio no era más que una cáscara agrietada. La mujer seguía entusiasmada y verbosa-: Los escolapios, ¿sabe usted?, eran buena prefecto venía a la plaza de Lavapiés y nos daba perras, y hasta gente, y -ya le digo que no me gustan las sotanas; pero fueron y se juntaron a una de esas asociaciones de las escuelas católicas, o algo que lo llamaban así, que todo estaba manejado por los jesuitas. Usted se acordará cómo era cuando el padre mi madre iba y le besaba la mano. Pero todo esto se acabó cuando vinieron los jesuitas. ¡Empezaron eso que llaman la Adoración de Dios ! Se ponían a hacer la instrucción en el patio con fusiles, que todos los veíamos desde los balcones. Y luego, aunque no lo crea, esta mañana empezaron con una ametralladora en la torre  ésa que han tirado, y se oía en todo el barrio. -¿Y han herido a alguien? -pregunté.  A cuatro o cinco aquí en Mesón de Paredes y en la calle de Embajadores. Uno se quedó muerto en la acera y a los otros se los llevaron en seguida.

Iglesia de San Cayetano en calle Embajadores (Foto propia)

Me fui a casa profundamente emocionado. Sentía un peso en la boca del estómago, como si quisiera llorar sin poder. Surgían visiones de mi infancia, y tenía la sensación de sentir y de oler cosas que había querido y cosas que había odiado. Me senté en el balcón de casa sin ver la gente que pasaba por la calle o que se enracimaba en grupos, hablando a gritos. Traté de aclarar el conflicto dentro de mí. Me era imposible aplaudir la violencia. Estaba convencido de que la Iglesia en España era un daño que había que corregir, pero a la vez me rebelaba contra esta destrucción estúpida. ¿Qué habría ocurrido a la biblioteca del colegio, con sus viejos libros iluminados, con sus manuscritos únicos? ¿Qué habría ocurrido a las salas de física y de historia natural, tan espléndidas, tan escasas en España? ¡Y toda la riqueza destruida en material de enseñanza!

¿Era posible que estos curas y estos señoritos de la Falange hubieran sido realmente tan estúpidos como para creer que el colegio iba a ser una fortaleza contra un pueblo enfurecido? Había visto demasiado de sus preparaciones para no creer que habían usado las iglesias y los conventos como almacenes de guerra. Pero, a pesar de ello, odiaba la destrucción, tanto como odiaba a los que habían llevado al pueblo a ella. Por un momento pensé dónde estaría el padre Ayala y si le satisfacía el resultado de su silencioso trabajo. ¿Qué hubiera ocurrido si nuestro antiguo padre prefecto hubiera abierto de par en par las puertas de la iglesia y del colegio y se hubiera quedado él allí, bajo el dintel, frente a frente al populacho, erguido, con su cabeza alta, con sus cabellos de plata azotados al viento? ¡Oh!, no le hubieran atacado; estaba seguro.

Más tarde aprendí que esta ilusión mía no era vana: el cura párroco de la iglesia de la Paloma -la más popular de todo Madrid- había puesto las llaves de la iglesia en manos de las milicias, y su iglesia y las obras de arte que encerraba fueron salvadas y respetadas, aunque demolieron los santos de cartón de piedra y se llevaran los candeleros de latón para hacer cartuchos. Y lo mismo pasó con San Sebastián, con San Ginés y con docenas de otras iglesias que se habían mantenido intactas, algunas de ellas en espera de las bombas que iban a caer.  Pero aquella tarde me sentía agobiado. La lucha estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me sentía repelido y frío hasta el tuétano. Rafael me llevó al puesto de Antonio en la verbena. Aún seguía viniendo gente y muchos de los recreos funcionaban. Antonio estaba excitadísimo y a punto de retirar el tenderete.”

Iglesia de San Lorenzo de Lavapiés (Foto propia)

El cesto y el gancho de la trapera por Mariano José de Larra

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“Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor” (Mariano José de Larra)

Artículo de Larra, con el seudónimo de Fígaro, en la Revista Mensajero de junio 1835, en el que pinta el que sin duda hay que considerar el primer escrito sobre el papel social de traperos y traperas de Madrid, un cometido infravalorado desde hace 150 años por lo menos, que también había llamado la atención de Pío Baroja y Vicente Blasco Ibáñez.

“Pero entre todos los modos de vivir, ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme llamar así a los portales de Madrid, siquiera por figura retórica y en atención a que otros hacen peores figuras que las debieran hacer mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita; repáresela de noche: indudablemente ve como las aves nocturnas; registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella; su gancho es parte integrante de su persona; es, en realidad, su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera, por tanto, con otra educación sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.

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En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente; alargar el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales alternativamente, parece que viene a llamar a todas las puertas, precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita a la meditación, a la contemplación de la muerte, de que es viva imagen. Bajo otros puntos de vista se puede comparar a la trapera con la muerte; en ella vienen a nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro, Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda; allí se reúnen por única vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A***; allí se codean Calderón y S***; allá van juntos Moratín y B***. La trapera, como la muerte, equo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden contra el ilustre; ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera! ¡De cuántos banderos la segunda!

El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto. El Boletín de Comercio y La Estrella, La Revista yLa Abeja, las metáforas de Martínez de la Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera. Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja; éstos son los dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca para el caballo, la mujer para el hombre y el escribano para todo el mundo, así crió en sus altos juicios a la trapera para el perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladran, se enganchan y se venden.

Ese ser, con todo, ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera, por lo regular (antes por supuesto de serlo), ha sido joven, y aun bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea, hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera recurrido al trabajo, y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó a naranjera. El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un caballerete fue de parecer de que no eran naranjas lo que debía vender, y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí a algún tiempo, queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente a una modista; nuestra heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la mano, el fichú en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo, pasó a ser prima de un procurador (de la curia), que como pariente la alhajó un cuarto; poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una plaza de corista en el teatro; ésta fue la época de su apogeo y de su gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez por fin vino a sorprenderla entre las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace hermosa!

Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera. Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros su cesto! ¡Pero tesoros impagables! Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas de la noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él: ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando... algún... nada. Pero ni una contestación de su letra a sus repetidas cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por un harapo de su señora.

¡Ah!, ¡mundo de dolor y trastrueques! La trapera es más feliz. ¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo! El amante la maldice; durante su estancia no puede subir la escalera; por fin sale, y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato! Esa que desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola! Y acaso el borrador de algún billete escrito a otro amante. Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu amada. Nada. El amante sigue pidiendo a suspiros y gemidos las tiernas prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse. ¡Cuántas veces pasa así nuestra felicidad a nuestro lado sin que nosotros la veamos! Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.”

El carro de la trapera

 

La Plaza de Carlos Cambronero por Moncho Alpuente

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“Bastó con derribar una manzana para dar cabida en el plano de la ciudad a don Carlos Cambronero, ilustrado cronista de la Villa, sucesor de Mesonero Romanos” (Moncho Alpuente, El País, nov 1996) 

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Ramón Alpuente Mas, conocido por Moncho Alpuente, fue un polifacético personaje madrileño (1949-2015), que destacó en la música, la escritura y el periodismo. Muchas fueron sus brillantes crónicas de prensa acerca de calles, plazas y personajes de Madrid. Aquí hemos seleccionado lo que escribió de la recoleta plazuela de Carlos Cambronero, aledaña a la calle del Pez, con referencias también al vecino convento de San Plácido.

“Bastó con derribar una manzana para dar cabida en el plano de la ciudad a don Carlos Cambronero, ilustrado cronista de la Villa, sucesor de Mesonero Romanos al frente de la Biblioteca Municipal, hombre erudito y discreto como su plaza, que es un aliviadero, el único, del estrecho cauce de la calle del Pez, una parcela de reducidas dimensiones y pronunciada pendiente al estar situada en las primeras estribaciones de la abrupta calle del Molino de Viento, molino que, un día coronase la cima de una, de las colinas de Madrid que, según ciertos cronistas, son siete, para no ser su ciudad, menos que Roma, ni ellos menos que sus colegas romanos. Los árboles oblicuos de la plazuela se inclinan lacios y mustios sobre el suelo, resignados a su perra suerte. Esta plaza sólo tiene un rincón: el vértice de la L que forman dos vetustos caserones. Sólo una tienda de restauración y antigüedades abre su modesta portada en estos bajos despoblados. Pero la cara que da a la calle del Pez es mucho más animada y no precisamente por el anuncio luminoso de una caja de ahorros esquinera, sino por el colorido visual que le prestan un quiosco de periódicos y revistas profusamente ilustradas y un puesto de claveles que atienden dos gitanas a todo color. Justo al lado del Palentino, un bar que es algo más que un bar sin dejar de ser un bar dé la esquina, un foro multicolor y multiétnico de la opinión y de la vida del barrio, aunque ya no circulen por allí los periodistas del Informaciones, que tenía su redacción en la vecina calle de San Roque.

Moncho Alpuente

Sobre los locales de la caja de ahorros, se asoman a los árboles de la plaza los artísticos balcones de la Casa de León, que forman parte de uno de los edificios más notables de la calle por la cuidada y copiosa ornamentación de su fachada. Durante muchos años, todos los domingos por la tarde los efluvios de la música que amenizaba los bailes del centro regional sé diluían en el aire inmóvil de las calles cercanas y desdobladas para teñir aún más de melancolía los crepúsculos dominicales. Entonces, en esos balcones se apiñaban, estrujando sus mejores galas, rubicundas afincadas en la capital, que daban la espalda a la sala del Pez de baile y esperaban a la fresca, fingiendo indiferencia, ser solicitadas por sus fieros paisanos, restallantes dentro de sus trajes de domingo y sus camisas blancas, congestionados sus rostros por la presión del nudo de la corbata. Cenicientas y príncipes de barrio, de un barrio que era entonces discretamente próspero, con sus talleres artesanos, donde se practicaban oficios ya perdidos, y sus pequeños comercios federados para hacer frente a los grandes consorcios que acabaron con ellos.

Convento de San Plácido

Del otro lado de la calle del Pez cierra la plaza una de las alas del convento de San Plácido, nada del otro mundo visto desde aquí, aunque su templo guardado a cal y canto sea una de las más misteriosas joyas del patrimonio artístico madrileño, no sólo arquitectónico sino también pictórico y escultórico. Es posible que las monjas de San Plácido guarden tantas reservas sobre su tesoro para desanimar a los curiosos impertinentes que podrían visitarlo para satisfacer heréticas y esotéricas aficiones o simplemente llevados por el morboso atractivo de las historias y leyendas que entre sus muros, no siempre venerables, se forjaron o se urdieron. Historia y leyenda en la que se dan cita novicias endemoniadas y confesores diabólicos, un gran inquisidor, un rey y un papa, más el polimorfo diablo enredador de unos episodios que, incluso sin los aditamentos de piadosas leyendas posteriores, se configuran como un paradigma de la novela gótica, un laberinto romántico de pasiones y posesiones en un escenario de celdas y claustros.

Cuatro años después de su fundación, una monja de la congregación comenzó a dar síntomas de furiosa y maniática exaltación y a echar espumarajos por la boca, incluso a la hora de las comidas en el refectorio. Su confesor, el benedictino Juan Francisco García Calderón, "varón, cuya ciencia y virtud eran admiradas", dice el cronista Pedro de Répide, estuvo a la altura de la ocasión y diagnosticó inmediatamente que aquella desgraciada era "energúmena, posesa del enemigo malo", y le recetó unas sesiones de exorcismo que él mismo se encargaría de impartirle. No se sabe a ciencia cierta si fue la fama de las bondades del tratamiento, o bien la presencia de un tipo de posesión especialmente contagioso, mas el caso es que, a los pocos días, ya eran 26 las monjas posesas y al esforzado exorcista se le acumulaba el trabajo. Unos meses después, el Santo Oficio vendría a liberarle de su carga y se llevaría con él a la cárcel inquisitorial de Toledo, aunque se supone que pernoctarían en celdas separadas, a todas las monjas endemoniadas y a la madre superiora que parecía estar al cabo de la calle.

Al santo varón le cayó reclusión perpetua, ayuno a pan y agua tres días a la semana y "dos disciplinas circulares". La superiora, que contaba con poderosas influencias, no tardó en ser repuesta en su cargo. Hoy, en los muros de San Plácido que dan a Pez, figuran varios grafitos realizados a considerable altura. Sus autores tuvieron que trepar para realizarlos sobre los locales de los languidecientes bajos comerciales, estuvieron quizá muy cerca de las celdas monacales, pero sin duda estaban pensando en otra cosa.”

Convento de San Plácido desde Plaza Carlos Cambronero (Foto propia)

Construcción de la Telefónica por Pedro Navascués

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Telefónica de la Gran Vía (Foto propia)

Estudio y análisis en profundidad de la construcción del edificio de Telefónica en la Gran Vía

Pedro Navascués Palacio, nacido en Madrid el 28 de junio de 1942, cursó la carrera de Filosofía y Letras (especialidad de Historia) en la Universidad de Madrid obteniendo Premio Extraordinario en su Tesis de Licenciatura (1965), dirigida por el historiador don Julio González, y posteriormente, en 1972, el grado de Doctor con la calificación de sobresaliente "cum laude", con una tesis sobre "La arquitectura madrileña del siglo XIX", dirigida por el arquitecto don Fernando Chueca Goitia.

Desde 1964 simultaneó la enseñanza en la Facultad de Filosofía y Letras, en la que obtuvo por oposición las plazas de "Profesor adjunto de Historia del Arte", de "Historia del Arte Moderno y Contemporáneo" y posteriormente la Primera Agregación de "Historia del Arte", con la enseñanza en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura, donde ganó por oposición la Adjuntía de "Historia de la Arquitectura y del Urbanismo, jardinería y paisaje", obteniendo la cátedra de "Historia del Arte" en 1978. Tiene reconocidos seis tramos de actividad investigadora y nueve quinquenios de actividad docente. Desde 2012 es Profesor Emérito de la Universidad Politécnica de Madrid. En la Escuela Técnica Superior de Arquitectura ha desempeñado los cargos de Secretario, Subdirector de Investigación, Subdirector Jefe de Estudios y Subdirector de Doctorado. Es miembro de las más prestigiosas instituciones académicas de España, como la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y reconocido por otras internacionales como la Hispanic Society of America de New York, de la que es miembro desde 1985, y Doctor "Honoris Causa" por la Universidad de Coímbra, en Portugal (2003). Está considerado como uno de los principales historiadores de la arquitectura española y máximo experto en siglo XIX, siendo autor de más de dos centenares de artículos y libros referidos a la historia de nuestro patrimonio arquitectónico. (Archivo Digital UPM)

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“El interés del edificio de la Telefónica arranca desde la propia historia del solar, ya que su configuración fue el resultado de la remodelación general que sufrió este segundo tramo de la Gran Vía, cuyo primer nombre fue el de Avenida de Pi y Margall, si bien comenzó todo ello siendo una «Reforma de la prolongación de la calle de Preciados y enlace de la Plaza del Callao con la calle de Alcalá», como ya se dijo anteriormente. El nuevo solar resultaba de la expropiación de varias manzanas a las que había que sumar «los terrenos procedentes de las calles del Desengaño, Leones y Travesía del Desengaño ... , que desde tiempo inmemorial, o sea, desde hace varios siglos y sin interrupción, se hallaban destinados a vía pública», según se recoge en el acta de subrogación que el Ayuntamiento hizo de este solar a favor de Martín Albert Silber. Es aquí donde dicho solar se identifica aún más con el proceso de la Gran Vía, ya que como sabemos fue Martín Albert el concesionario de las obras de apertura de este nuevo eje urbano, después de que quedaran varias veces desiertas las subastas de adjudicación. A él habían acudido en repetidas ocasiones el alcalde conde de Peñalver y el arquitecto José López Sallaberry, que era el Inspector Facultativo Municipal de las obras de la Gran Vía, para animarle a invertir en esta importante operación urbanística e inmobiliaria. Albert, banquero francés con intereses en Londres, fue el único licitador en 1909, adjudicándosele a él la obra tras los fracasos de otros inversores como Hans Edward Hughes y Williams Cía., y Rafael Picavea. El solar comprado por Albert, en diciembre de 1918, sumaba viejas manzanas del Madrid de Felipe II, justamente las primeras que surgieron más allá de la cerca de l 566, inmediata a la concurrida Puerta de San Luis, hoy Red del mismo nombre, y al camino - luego calle- de Fuencarral, todo tal y como puede verse en el conocido plano de Texeira de 1656.

Entre los propietarios que figuraban como tales, cuando el Ayuntamiento expropió los solares que compondrían el ocupado hoy por la Telefónica y que llevaba el número dos de la manzana F, se encuentran algunos nombres conocidos y curiosos como el de Antonio Goya, Guillermo Escrivá de Romaní y condesa de la Vega del Pozo, entre otros. Dicho solar, dentro de la que sería definitivamente manzana número trescientos cuarenta y cuatro de la división territorial de Madrid, linda al Mediodía con la Gran Vía, que en toda la documentación inicial aparece con el nombre de «Boulevard», en un frente de cuarenta y seis metros noventa y un centímetros; al Este, con la calle de Fuencarral, en una línea de treinta y seis metros veintinueve centímetros, y al Oeste, con la calle de Valverde, cuyo frente suman cincuenta y dos metros ochenta y seis centímetros. Dejando ahora la línea quebrada que dibuja la ·medianería norte, entre Fuencarral y Valverde, con el resto de la manzana, diremos que el solar dibuja en planta un polígono irregular de seis lados, cuyo área plana encierra una superficie de dos mil doscientos ochenta metros y tres mil trescientos ochenta milímetros cuadrados. Por este solar llegó a pagar Martín Albert al Ayuntamiento 1.433.468 pesetas con 99 céntimos, haciéndolo efectivo en «billetes del Banco de España y monedas de plata y cobre», si bien él la debió de subrogar en favor de una sociedad, que probablemente el propio Albert controlaba, registrada con el nombre de Propiedades y Construcciones, S. A. Ésta, a su vez, se disolvió en 1921, y el citado solar pasó a la Compañía Sociedad Española de Grandes Almacenes Victoria, en «virtud de adjudicación en pago de su haber, como tenedora de la totalidad de las acciones que integraban y representaban el capital social» de Propiedades y Construcciones, S. A. 3. El hecho es que fue aquella firma de Grandes Almacenes Victoria la que vendió en 1925 el solar a la Compañía Telefónica Nacional de España, la cual pagó 3.260.140 pesetas con 15 céntimos, con lo que doblaba ampliamente la inversión que hacía escasamente siete años había hecho Martín Albert.

Pero esta cantidad se vio de hecho fuertemente incrementada, ya que la Telefónica hubo de pagar una alta cifra como indemnización a la obligación contraída en su día por Propiedades y Construcciones, S. A., con don Emilio Hess, con quien se había contratado una ejecución de obra, probablemente la construcción de los almacenes que ahora veremos. Aquella cantidad suplementaria, 850.000 pesetas, arrojaban una suma que sobrepasaba ampliamente los cuatro millones de pesetas, por el solar que Martín Albert Silber había abonado unos años antes al Ayuntamiento, poco más de un millón cuatrocientas mil pesetas. Es, como puede verse, un caso ejemplar de la especulación que se produjo con motivo de las obras de la Gran Vía. Interesa decir algo de aquella Sociedad Española de Grandes Almacenes Victoria, porque en 1922 había presentado en el Ayuntamiento una licencia de obras para levantar, donde hoy se halla la Telefónica, un magnífico edificio de clara organización parisiense, aunque al exterior acusara galas «Monterrey». Dicha sociedad tenía como objeto, según el artículo segundo de sus Estatutos, «la creación en Madrid de grandes almacenes para explotar el comercio al por mayor y menor en todas las mercancías, cuya venta se hace actualmente o pueda hacerse posteriormente en los almacenes de novedades y en los grandes bazares» de forma análoga a «los establecidos en las grandes capitales de Europa y América y, naturalmente, adaptándose a los gustos y usos comerciales de España».

Construyendo la Telefónica

Para este, fin aquella sociedad mercantil encargó al arquitecto Juncosa el proyecto de un edificio que tiene una clara relación con los grandes almacenes de París, y no en vano se cita los de «Au Printemps» en la memoria que acompaña los planos. Éstos dejan ver un edificio que recuerda en algo a la primera arquitectura de Antonio Palacios (huecos en fachada, escudos, galería adintelada, mezcla de modernidad y tradición), a la que se sobreponen elementos neo-renacientes. El mayor interés, a nuestro juicio, reside en la organización del interior, en la que un espectacular hall vaciado en el centro alcanza la altura total de ocho plantas. En lo alto una montera de hierro y vidrio aseguraba la iluminación cenital de todo este ámbito, que cuenta con la presencia inexcusable de una encaracolada escalera de honor, todo tal y como puede verse en tantos almacenes de París, por lo que no sería extraño que el proyecto viniese de Francia «adaptándolo» arquitectónicamente nuestro Juncosa «a los gustos y usos comerciales de España». Intuyo, aunque no puedo demostrarlo, que tras los mencionados Almacenes Victoria se encuentra el propio Martín Silber.

El proyecto data de 1922 y su memoria de 1923. Por entonces se tramitó en el Ayuntamiento la licencia correspondiente para el vaciado del solar y comenzar las obras, si bien hubo unos problemas iniciales, puesto que el arquitecto municipal no veía la suficiente seguridad, para operarios y viandantes, en el proyecto de vaciado del solar. Ello demoró las obras y en 1924 el Ayuntamiento citó al mencionado Juncosa para que manifestase si se desistía por parte de la sociedad de construir el edificio comercial que hemos comentado, ya que una vez obtenida la licencia de vaciado y construcción, sólo se había realizado en parte la primera operación. Aquel cambio de ritmo en la obra de los Almacenes Victoria nos hace sospechar que la Compañía Telefónica debía estar, ya desde comienzos de 1924, en tratos para adquirir el solar antes de que se ejecutase la obra de cimentación prevista. La adquisición del solar la hicieron Valentín Ruiz Senén y Gumersindo Rico Gómez, designados ambos por el Comité Ejecutivo en el que, a su vez, delegaba el Consejo de Administración. Éste estaba compuesto por Ruiz Senén, Sosthenes Behn, Hermand Behn, Lewis J. Proctor, Álvarez García, marqués de Perijaa y Rico Gómez, es decir, parte del equipo presidencial de la International Telephone and Telegraph Corporation (l. T. T.) y destacados miembros de la recién creada Compañía Telefónica Nacional de España. El Comité acordó la compra del nuevo solar en la sesión celebrada el 29 de julio de 1925 y dos días más tarde se firmaba la escritura de compraventa. Dicha adquisición y el proyecto de un gran edificio central en Madrid se convertía así en el símbolo visible de la nueva etapa que conocería la telefonía en España, a raíz del contrato que de sus servicios hizo el Estado español con la poderosa International Telephone and Telegraph Corporation de Nueva York.

Ello había quedado plasmado en la filial Compañía Telefónica Nacional de España (1925), cuyo monopolio queda ya recogido en el artículo cuarto de sus Estatutos: «El objeto de esta Compañía es la instalación, refracción, mejora, adquisición y enajenación, explotación y administración de toda clase de redes, líneas y servicios de telefonía y de· cualquier otro procedimiento de telecomunicación, empleado en la actualidad o que pueda descubrirse en lo sucesivo; la prestación de otros servicios auxiliares de dichas telecomunicaciones, la adquisición, enajenación y gravamen de toda clase de bienes muebles, inmuebles y derechos y concesiones de fabricación, arreglo, compra, venta, negociación, importación y explotación de materiales adecuados, máquinas y utensilios, sin excepción alguna, que puedan ser útiles para la realización de dichos fines.» Importa señalar esto porque en aquella fecha la nueva Compañía buscaba una imagen en todos los terrenos, bien sea a través del magnífico edificio a construir, bien por medio de una soberbia Revista Telefónica Española, que se comienza a editar en enero de 1925, o incluso por la propaganda española que tiene lugar en las oficinas de la l. T. T. de Nueva York, a través de un curioso y activo Bureau de Información pro-España montado en el 41 de Broad Street, que contó con una selecta biblioteca, organizó exposiciones e invitaba a los neoyorquinos a conocer nuestro país. Así comenzaba la andadura de la Compañía al tiempo que se iniciaban los preparativos. de un concurso nunca celebrado para la nueva sede en Madrid. Presidía el Consejo de Administración de la Compañía don Estanislao de Urquijo, marqués de Urquijo, y transcurría entonces el segundo año de la Dictadura de Primo de Rivera.

Ya se ha señalado cómo Ignacio de Cárdenas, el que sería autor del edificio de la Telefónica en la Gran Vía, pertenecía a la llamada generación de 1925, de la que arranca nuestro «movimiento moderno» en arquitectura. Cárdenas había nacido en el crítico año de 1898 y en el no menos significativo de 1914 comienza sus estudios de arquitectura en la Escuela de Madrid. Allí obtuvo el título en 1924, siendo entonces director de la misma don Modesto López Otero, que era a su vez catedrático de la asignatura de Proyectos. Según declaración del propio Cárdenas: «Acababa yo de terminar en junio la carrera y por una serie de circunstancias me ofrecieron el cargo de arquitecto de la nueva Compañía. Se me informó que yo haría los proyectos de cuantos edificios levantase la Compañía, a excepción de tres: el de Madrid (cuyo anteproyecto saldría a concurso) y los de Barcelona y Sevilla, que por estar cercana la apertura de sus Exposiciones, se encargarían a arquitectos de estas ciudades. Todo ello buscando la mayor propaganda de la Compañía» Fue de aquel modo tan sencillo como Cárdenas entró a trabajar en la Compañía Telefónica, si bien no hemos podido conocer cuáles fueron las «circunstancias» que llevaron a aquélla a contratar a un arquitecto recién salido de la Escuela, sin experiencia alguna, para ocupar un cargo de tanta responsabilidad. Bien pudiera ser que la misma juventud de Cárdenas les interesara sobre la hipotética madurez de otro colega más experimentado, por cuanto que la Compañía buscó siempre una imagen que hoy diríamos joven y dinámica en . , aquellos momentos iniciales, más fácil contagiar a un recién graduado que a un hombre con determinada experiencia. Por otra parte, la presumible responsabilidad de Cárdenas, que más adelante parece que fue total en orden a las construcciones de la Compañía, en aquellos primeros momentos se diluía en una auténtica oficina técnica que se llamó Departamento de Edificios. Dicho departamento, como los demás que componían el organigrama de la Compañía, sean los de Ingeniería, Construcciones y Conservación, Compras, etc., estaban dirigidos por ingenieros extranjeros y personal vario de la I.T.T. como lo fueron Caldwell, Walker y Chair, por no citar sino los jefes de los departamentos mencionados. Del mismo modo el Departamento de Edificios contó con un director norteamericano llamado Aldrich Durant, con quien entró Cárdenas a trabajar. Ahora bien, este alto personal cualificado dejó nuestro país hacia 1927, enviados por la l. T. T. a otros lugares en los que se repitió la experiencia española.

La Telefónica de GRan Vía

En ocasiones les sustituyeron aquí otros miembros de la empresa neoyorquina, pero también hubo ingenieros españoles entre los que reemplazaron a aquéllos. Así, en el Departamento de Edificios fue Cárdenas quien vino a sustituir a Durant. Este nombre sólo aparece en relación con el edificio de la Gran Vía cuando se estudia la composición de las tierras del solar recién adquirido a los Almacenes Victoria, conservándose un plano con referencias en inglés traducidas al castellano firmado en abril de 1926 por el mencionado Durant. En él se especifican los estudios previos ejecutados en aquel momento consistentes en la excavación de un pozo de un metro de diámetro, abierto a pico y sin entibar, en el centro del solar, hasta encontrar un nivel «con suficiente arcilla para dar color a las manos». El propio Durant vuelve a dar el visto bueno (6 de mayo de 1926) a un plano firmado por el arquitecto José Manuel de la Vega con detalles de la acometida de cables en relación con el edificio provisional que se construiría sobre la parte posterior del solar con acceso desde la calle de Fuencarral. Fue en aquellos primeros momentos cuando surge el nombre de Durant, momentos importantes puesto que había que resolver el planteamiento general de la cimentación que tenía como añadido el inconveniente de la presencia del túnel del metro por debajo de la calle de Fuencarral, así como las instalaciones del Canal de Isabel II sobre el propio solar.

La última referencia sobre Aldrich Durant que conozco la hace el propio Cárdenas en una larga nota que publicó la Revista Telefónica Española, sobre el Departamento de Edificios, con motivo de la Junta de directores de departamentos y de distrito que debió de celebrarse en julio de 1927, esto es, cuando Cárdenas había hecho ya el proyecto que aquí nos interesa y la obra en cuestión iba muy avanzada. A Cárdenas se le llama entonces «arquitecto jefe» y si bien aparece bajo la dirección del mencionado Durant, da la impresión de ser una dependencia burocrática y de orientación en relación con los intereses de la Compañía, pero excluyendo cualquier injerencia en el terreno proyectual. Por el interés del escrito de Cárdenas, para ver el funcionamiento y filosofía de aquel Departamento de Edificios, lo transcribimos en parte a continuación: «En la enorme labor que la Compañía realiza para dotar a España de un servicio telefónico modelo, es el edificio un factor importantísimo para la garantía del éxito que todos perseguíamos.» En negocios tan especiales como el de la Compañía, cuya propiedad y vida tanto han depender del favor público, es preciso satisfacer a éste por cuantos medios estén a nuestro alcance. Con las mejoras en las comunicaciones se crea un estado de opinión favorable a la Compañía, y en él influyen en gran manera que el edificio, al que el público acude para sus conferencias, le resulte cómodo y vea en él riqueza y suntuosidad.

Por eso la Compañía tiene decidido empeño en que sus casas, de la más importante a la más modesta, tengan un sello peculiar de obra bien hecha, en que sean cuidados esmeradamente todos los detalles de la moderna construcción, y que si cuestan dinero, éste sea invertido con un amplio criterio de economía que prevé la disminución en lo futuro de los gastos de conservación.» Es muy vasto el programa de la Compañía, y en nuestro trabajo como en los demás, todo ha tenido que crearse, por ser insuficientes y adolecer de grandes defectos los edificios (propios o alquilados) que existían para teléfonos al hacerse cargo aquélla del servicio. Hubo, por lo tanto, que empezar por organizar este departamento, que funciona hoy bajo la competente dirección de don Aldrich Durant. Cuenta el departamento con arquitectos, ingenieros, aparejadores y delineantes, además del señor encargado de los locales y contratos, y del personal administrativo necesario.» Difícil comparación tiene el edificio telefónico con otros destinados a fines parecidos, pues si es esencialmente un edificio de carácter industrial, es también como una embajada de la Compañía en las ciudades españolas, y ha de ser, como ella, popular, suntuoso, útil y rico. También es un anuncio. Sin el anuncio fracasan hoy en día todas las empresas que del público viven, y un buen anuncio ha de estar enclavado en el mejor lugar de la ciudad. Pero de nada serviría que estuviese inmejorablemente situado, en lo que a la circulación y vida ciudadana se refiere, si su situación obligase a una instalación difícil o costosa de las líneas urbanas e interurbanas. »Todo lo anteriormente indicado dará idea de la serie de datos que es preciso poseer antes de que se compre un solar, se mida, se investigue la naturaleza del terreno y llegue el momento de que uno de nosotros se siente ante un tablero, coja un lápiz y comience el proyecto. Y al comenzar este trabajo, debemos poseer datos de los diferentes departamentos, a fin de hacer una distribución lógica, cómoda y económica.

Las plantas o distribución interior son la parte más importante del proyecto, y esta distribución, en aquellos de nuestros edificios que han de alojar un equipo automático, está supeditada a que éste se monte en las mejores condiciones, sacrificando gustosos a menudo un mayor efecto decorativo, por ejemplo, en una escalera, e incluso obligando a modificar la fachada. Se piensa siempre en el porvenir, y en los cálculos de resistencia se prevé la posibilidad de añadir nuevos pisos o variar la distribución primera, montando más equipo en habitaciones destinadas transitoriamente a oficinas u otros fines.» No he de explicar el programa interior de nuestros edificios, aunque a nadie escapará la complejidad del conjunto de cada uno. Me permito reclamar la atención del lector sobre dos puntos, a los que prestamos especialísima importancia. Es el primero el que las obras todas son hechas por concurso, procurando de este modo escoger las proposiciones más ventajosas para la Compañía por la solvencia del contratista, tanto económica como técnicamente; además, en marcha ya la obra, ejercemos sobre ella tan estrecha vigilancia, que teóricamente resulta ésta en las mejores condiciones posibles. El segundo punto es la eficiencia de las instalaciones mecánicas: la electricidad, calefacción y servicios sanitarios. En edificios modernos, cuanto dinero se gaste en las instalaciones resulta remunerador más tarde, pues se ahorran infinitas reparaciones, aparte de que pasó la época de edificios hermosos, pero por dentro fríos, oscuros y antihigiénicos. La red de electricidad, bien estudiada, sabiamente montada y empotrando todos los conductos, evita la fealdad de las instalaciones baratas, averías continuas, y aleja la posibilidad de incendios, que, en edificios como los nuestros, inútil es decir lo desagradables que serían. Con la calefacción calculada científicamente, instalando calderas de capacidad suficiente y montando bien la instalación, se procura rodear al empleado del confort necesario, pero también se protege la vida de los delicados mecanismos del teléfono automático. Por último, un servicio completo, higiénico y lujoso de saneamiento, educa en cierto modo al personal, le hace más cuidadoso y evita innumerables, enojosas reparaciones. Y, por otra parte, cuando el público tenga ocasión de girar una visita a nuestras casas, ha de salir mejor impresionado cuando podamos con orgullo enseñarle hasta el último rincón.» Todos estos detalles, como las carpinterías bien cuidadas, los herrajes de la mejor calidad, las ventanas metálicas, los pavimentos más apropiados en cada local y una decoración sencilla y alegre, pero empleando buenos materiales, supone un gasto que no es superfluo, pues redunda en beneficio · de la obra, que resulta así incomparablemente mejor que una construcción corriente. Por lo tanto, al entregar un edificio confiamos en que se le cuide esmeradamente, evitando cuanto tienda a estropearlo o afearlo. Por último, me complazco en indicarles que en nuestras obras se emplea, siempre que es posible, el material español.

Hoy en día España, en esto como en todo, progresa, y ya puede afirmarse que podemos construir tan bien como en donde mejor se construya. »La ideal nacional de nuestra Compañía se afirmará en las fachadas de sus edificios, los cuales pretendemos siempre que armonicen con el carácter peculiar de cada población, y así se levantó en Santander la primera Central de un marcado estilo montañés. Los edificios de Barcelona, Zaragoza y Bilbao son sobrios, clásicos y fuertes. Alegres y luminosos, el de Valencia y la sucursal de El Grao. En el de Sevilla se empleará toda la riqueza decorativa del arte antiguo y moderno sevillano. En Las Arenas, en Vizcaya, haremos una Central que se asemejará a un pintoresco caserío vasco, y el de la Gran Vía, de Madrid, imponente, fuerte, majestuoso y muy español y madrileño, edificio que será el cerebro y el corazón de la vasta organización en que trabajamos ...» Éste, que puede considerarse como un auténtico manifiesto de la imagen en arquitectónica que la Compañía persigue, resume el espíritu de las obras emprendidas en estos años iniciales,· y aunque desborda el contenido estricto del presente trabajo, no estará de más recoger la actividad del Departamento de Edificios en el propio año en que Cárdenas redactó el anterior escrito, cuando su cargo en el mismo era el de arquitecto jefe y como tal firma otros muchos proyectos que muestran una actividad extraordinaria. En efecto, en el mismo año de 1926 iniciaron su construcción las centrales de Arenas, Clot y Plaza de Cataluña, en Barcelona; Delicias y Gran Vía, en Madrid; así como las centrales de Pamplona, Sevilla y Zaragoza. Al año siguiente, en 1927, ya estaban en marcha los edificios de Bilbao, Cádiz, Cartagena, Córdoba, Grao de Valencia, Las Arenas de Bilbao, Málaga, Oviedo, Reus, Valencia, Valladolid y Vigo, entre otros 12• Ignacio de Cárdenas proyectó muchos de ellos contando con la colaboración de otros colegas que actuaron a modo de arquitectos de zona, tal y como consta que sucedió en la central de Bilbao, cuyo proyecto aparece firmado por Cárdenas y Meana.

Telefónica en construccion

Este último dirigió además el edificio de Las Arenas y el de Oviedo. Las centrales catalanas fueron dirigidas por Clavero, al tiempo que los levantinos corrieron a cargo de Santiago Esteban de la Mora. Los arquitectos Hernández Rubio y Strachan hicieron, respectivamente, las centrales de Cádiz y Málaga. De este modo podríamos seguir este proceso de construcciones que llegaron a constituir una ciudad telefónica ideal. Deseamos insistir que en todo ello tuvo una participación decisiva Ignacio de Cárdenas, aunque éste se encontrara en el departamento dirigido por Durant. Hay un hecho importante y temprano que revela el protagonismo de Cárdenas en todo lo que se refiere a la arquitectura de los edificios de la Compañía, como fue su participación en el jurado que había de seleccionar los proyectos presentados al concurso del edificio central de Barcelona en la Plaza de Cataluña. Las bases de este concurso, publicadas en 1925, fijaban la composición del jurado que estaría integrado por un representante del Consejo de Administración de la Compañía (Valentín Ruiz Senén), un ingeniero jefe de la misma (Caldewell), por el Director de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid (Modesto López Otero), el arquitecto barcelonés Enrique Sagnier y un arquitecto de la Compañía que sería Cárdenas. Recuérdese que éste había terminado muy recientemente sus estudios y que se encontraba ahora juzgando unos proyectos con el que había sido su profesor en ese área, don Modesto López Otero, y con el prestigioso arquitecto Enrique Sagnier, autor del Palacio de Justicia de Barcelona.

Éstas ofrecen una peculiar mezcla de elementos tradicionales de estilo español con otros de origen rococó francés, buscando una integración con la arquitectura que, a mi juicio, no siempre se produce. Parte importante de este proyecto, que entrañaba una evidente complejidad dado el volumen y altura del edificio, fue todo lo referente a las instalaciones, especialmente calefacción e «inodoros», proyectadas por la firma norteamericana de Clark MacMullen and Riley, con oficinas en Nueva York y Cleveland. Este proyecto cuenta igualmente con un grupo importante y preciso de planos de dichas instalaciones, que por su carácter excesivamente técnico no se reproduce aquí, pero sí diremos que con él se relaciona el gran depósito de agua que alberga la torre de la Telefónica, alimentado por una bomba, ya que la presión del abastecimiento ordinario de agua no alcanzaba esta altura, desde la cual se asegura la alimentación de los servicios. Digamos para terminar que todos los planos de estructura del edificio estaban terminados en agosto de 1926, si bien durante el proceso, como ya se ha dicho, fueron revisados y modificados parcialmente algunos de ellos. En aquella fecha, naturalmente, se hallaban terminados los alzados y plantas del edificio, si bien los detalles de cantería se definirían entre enero y febrero de 1927. Durante el año 1928 se trabajó en el detalle de acabado del vestíbulo y despachos principales de la planta novena, no habiendo encontrado planos ni dibujos posteriores a esta fecha. El proceso constructivo Si bien y contra toda costumbre no se festejó el comienzo de las obras ni tampoco su terminación, el edificio de la Telefónica unió su efemérides inicial a la significativa fecha del 12 de octubre de 1926, y la terminación, a su vez, se hizo coincidir con el comienzo de un nuevo año, el 1 de enero de 1930. Pero si se tiene en cuenta que lo que se iniciaba en octubre de 1926 era la excavación del solar y que al comenzar el año 1930 el edificio llevaba prácticamente algún tiempo terminado, a falta de detalles en el interior, resultará que fueron Don Alfonso XIII visita el edificio de la Telefónica (1928) algo menos de tres años los que se emplearon para levantar este gigante de acero revestido de piedra, lo cual suponía un récord en la historia de la ciudad, convirtiéndose su construcción en un espectáculo en sí mismo análogo al que en su día fue, por ejemplo, la construcción de la estación de Atocha, donde también una nueva tecnología y grúas como jamás se habían visto en Madrid pusieron en pie un esqueleto metálico en un tiempo muy breve que representaba el inicio de una nueva etapa en la historia de la construcción. Debemos añadir además que si bien el edificio no se inauguró de un modo oficial, sí que paradójicamente se produjeron inauguraciones oficiales.”


Proyectos del siglo XIX para la reforma de la Puerta del Sol

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Puerta del Sol (Foto propia)
Hubo una puerta llamada del Sol, por lo menos desde el siglo XV. Su nombre bien pudiera deberse a que la puerta miraba a Oriente

Por PEDRO NAVASCUÉS PALACIO. El estudio más completo, detallado y profundo que se hizo sobre el origen de la Puerta del Sol de Madrid

LA PUERTA DEL SOL HASTA LA MUERTE DE FERNANDO VII (1833)

“Por paradoja la historia de la Puerta del Sol, es uno de los aspectos menos conocidos de la Villa de Madrid, corriendo muchas historietas sobre su origen, y abundantes confusiones sobre la génesis de la plaza hasta llegar a nosotros tal y como hoy podemos verla. Lo único que ha permanecido inalterable a través de los siglos es su nombre de «Puerta del Sol», que dice lo que la plaza actual fue en otro tiempo. En efecto, hubo una puerta llamada del Sol, por lo menos desde el siglo XV (2) Su nombre bien pudiera deberse a que la puerta miraba a Oriente, si bien, no han faltado hipótesis afirmando que viene del sol pintado sobre la puerta del Castillo de Madrid (3). Recordemos aquí que la Puerta del Sol de Toledo, ni lleva el sol pintado ni mira exactamente a Oriente, por lo que la duda queda sin resolver. En cuanto a la construcción de la puerta, hay que dejar a un lado, por lo menos hasta que. se demuestre documentalmente, la idea de que la Puerta del Sol se construyó en el siglo XIII, a modo de pequeño postigo abierto en la tapia que rodeaba a Madrid (4). Lo que sí se puede afirmar es que la Puerta del Sol existía ya en 1478 (2), y que hay que suponerla donde hoy se conserva su nombre. Por otro lado, Mesonero Romanos asegura que su construcción data de 1520 para defender a Madrid del bandidaje inmediato (3), si bien, no indica el origen de esta noticia. Más interés tiene el manuscrito que he encontrado en el Archivo de Villa, que data de 1539, y cuyo encabezamiento dice: «Las condiciones con qué y cómo se ha de hacer la obra de la Puerta del So1» (5). Se da a entender que se trata de una nueva construcción, quizás reemplazando a otra anterior demolida, sobre la que se levantaría la nueva con «un cimiento en todo lo ancho de la calle de tres pies de grueso y de media vara de alto». No se cita la calle, dato que sería interesantísimo, y sí el de los límites contiguos a la puerta, cuyos cimientos irían desde «el cantón de las casas de Miguel de Hita hasta otro corral de Francisco García, mesonero». La puerta, según las condiciones impuestas, había de ser de ladrillo y cal, especificando incluso la proporción de arena que ésta debía llevar, «a una espuerta de cal dos de arena». En la puerta persistía el carácter militar, puesto que tenía que llevar en lo alto una defensa de seis almenas. El manuscrito termina señalando las formas de pago a los «oficiales que dello sepan». La sencillez de exposición no hace pensar en una obra monumental, sino al contrario, en una obra modesta y de material barato La construcción se llevó a cabo, y tuvo poca vida de ser cierto lo que dice López de Hoyos sobre su derribo en 1570 «para ensanchar y desenfadar tan principal salida» (6).

Calles Preciados, Carmen y Montera en 1857

Otros cronistas como Campani y Montpalau dicen que el derribo tuvo lugar en 1636, sin indicar la procedencia de este dato (7). A raíz de este derribo, en la fecha que fuere, y coincidiendo con la toma de conciencia de la Villa de su nueva condición de Corte, la Puerta del Sol dejó de ser periférica, para ocupar en el siglo XVII el núcleo central de la población. El plano de Teixeira, de 1656, muestra la situación de la plazuela en una encrucijada de calles (8). De calles importantes, que, en una forma más o menos radial, ponía en comunicación las distintas y nuevas puertas de Madrid con el centro mismo de la Villa. Este centralismo riguroso, sería una de las causas que motivaron la reforma del siglo XIX, como se verá más adelante. En el siglo XVIII el suceso más importante que afectó a la fisonomía de la Puerta del Sol, fue la construcción de la Casa de Correos durante el reinado de Carlos III. El aspecto de la plaza cambió bruscamente (9), siendo desde entonces, 1768, el edificio más importante de aquel lugar. La iglesia del Buen Suceso, cuyo perfil y volumen iban muy a tono con el vecino caserío, pasó a jugar un papel secundario en la estrechísima plaza, si bien seguía gozando de la única perspectiva que podía ofrecer aquella encrucijada, por estar en el eje Este-Oeste, es decir, tal y como la recogió Luis Paret en su «Puerta del Sol», cuadro firmado en 1773 (Museo de La Habana). Por el contrario, la amplia fachada de la Casa de Correos, sólo podía ser vista frontalmente con una perspectiva máxima de 20 metros. El plano de Tomás López, de 1785, muestra el cambio producido en la Puerta del Sol, al desaparecer parte de las manzanas números 205 y 206 para dejar sitio al nuevo edificio de Correos (10). Este eliminó la salida a la plaza de la calle de La Paz, si bien intensificó el tránsito por la que desde entonces se llamó del Correo, de modo que a efectos de circulación la Puerta del Sol seguía recibiendo el mismo número de vehículos y peatones. Un último dato correspondiente a este mismo siglo XVIII viene a confundir todo lo referente a la plaza. Se trata de la Planimetría General de Madrid, donde se hace mención de la «Puerta del Sol Vieja», que correspondía a la manzana número 381, en el comienzo de la calle del Arenal (11). Ello parece indicar que hubo una puerta nueva y otra vieja, pertenecientes cada una de ellas a dos recintos distintos (?). No olvidemos que en Toledo se produce un hecho similar, pues hay dos puertas distintas con los nombres de Puerta de Bisagra Vieja y Puerta de Bisagra Nueva. Ni en el reinado de Carlos IV ni en el de Fernando VII, sufrió cambio alguno la Puerta del Sol. Los hechos más importantes en torno a la plaza fueron entonces fundamentalmente políticos, lo cual queda fuera del presente trabajo (12). La época fernandina, como toda etapa de postguerra, fue un período de restauración (Buen Retiro), y de arquitectura conmemorativa en honor a los héroes de la guerra (Obelisco del Dos de Mayo). Fernando VII no tuvo tiempo para reformas de envergadura, ni era tiempo apropiado para pensar en expropiaciones, ni hacer equilibrios con una economía nacional que arrojaba un déficit escalofriante. Era esta una etapa que había que atravesar forzosamente, sobre la cual se apoyará el paréntesis de paz que supone el reinado de Isabel II.

CAUSAS DETERMINANTES DE LA REFORMA DE LA PUERTA DEL SOL EN EL REINADO DE ISABEL II

En efecto, hay que esperar al reinado de Isabel II para que se produzca una renovación del país, promovida por los emigrados liberales, que regresan a España con mentalidad europeizante. En los años de Isabel II se inicia un modesto renacimiento urbano, de carácter «burgués y progresista», como dice Chueca (13), que tiene su mayor exponente en la reforma de la Puerta del Sol. Obra esta sumamente delicada, por tratarse no de un ensanche periférico, sino de una operación en el organismo más vivo de la ciudad. Antes de analizar los motivos que impulsaron al Gobierno a ejecutar este plan de reforma interior, conviene hacer algunas observaciones sobre el nuevo sentido que adquieren estas planificaciones, en relación con las de épocas anteriores. Si unos proyectos como los de Carlos III para el Salón del Prado, por ejemplo, están pensados para ornato de la Corte, la reforma de la Puerta del Sol está entendida sustancialmente como de necesidad y utilidad pública, siendo su belleza algo meramente adjetivo. En segundo lugar es interesante comprobar que mientras dicho Salón del Prado puede considerarse como un regio regalo a los madrileños, en cambio la reforma de la Puerta del Sol viene exigida con el apremio de una necesidad inmediata, y tercero, mientras los autores de las trazas del citado Salón, Ventura Rodríguez y José Hermosilla, eran sobre todo artistas, arquitectos, hombres estrechamente vinculados a la Academia, por el contrario, los autores del proyecto definitivo para la reforma de la Puerta del Sol fueron ingenieros, hombres fundamentalmente calculadores y prácticos, relacionados con la construcción de caminos y canales, como lo fueron Valle, Morer y Rivera. Finalmente, hay que señalar el papel mínimo jugado por la Academia de San Fernando en la reforma, para la cual dicha Corporación presentó también un proyecto, y su dictamen final sobre la solución a escoger no fue escuchado. Postergación de la Academia, ingenieros en lugar de arquitectos, primacía de lo útil sobre lo bello, he aquí tres síntomas de una nueva situación vital, a la cual pertenece nuestro siglo. En cuanto a las causas concretas de la reforma se pueden aducir en principio dos motivos distintos, según los cientos de cartas, expedientes e informes que guarda el Archivo de la Secretaría del Ayuntamiento Unos afirman que la reforma persigue un fin puramente estético, a lo que no podía sacrificarse el bienestar de la población afectada. La opinión contraria, apoya· da por la ley, argumenta la necesidad y utilidad pública de la reforma, hecho ante el que debían ceder los intereses particulares. La causa real que motivó la reforma tiene tanta actualidad que no merece la pena insistir en ello: el agobio creciente de la circulación. Hecho antieconómico y peligroso, que acaba neutralizando y obstaculizando las relaciones comerciales, administrativas o., simplemente humanas de la ciudad, perdiendo ésta sus condiciones de habitabilidad. En un agudo análisis hecho en el siglo pasado por Martín (14), tras estudiar la disposición de las arterias que confluyen en la Puerta del Sol, distingue una circulación de triple especie, que necesariamente había de utilizar aquel punto como paso obligado en su diario recorrido. En primer lugar la circulación de los productos de consumo y abastecimiento, procedente de las huertas y granjas cercanas, que por las distintas puertas entraban en Madrid hasta llegar a la Puerta del Sol.

Puerta del Sol en 1857

PRIMEROS INTENTOS DE REFORMA HASTA LA REVOLUCION DE JULIO DE 1854

Una de las primeras personas que pensó en la reforma interior de Madrid fue Mariano de Albo Coronel. Todas estas cifras, superadas hoy mil veces, hay que ponerlas en relación con la superficie indicada de la plaza, para que el problema cobre la magnitud que tuvo para el Madrid isabelino de los centros de mayor consumo y donde se procedía a la descarga de la mercancía para su reparto interior. La propia plaza actuaba de zoco, pues frutas y carnes se vendían junto al Buen Suceso (15). Estas mercancías se transportaban en lentas carretas, carros y pesadas galeras que marchaban al paso. Un segundo movimiento, más intenso y rápido que el anterior, es el que podría denominarse oficial y administrativo. El centralismo administrativo dentro de la propia ciudad, y que aún padecemos hoy y por lo tanto sus consecuencias, hizo que la zona comprendida entre el Palacio Real, calle del Arenal, Puerta del Sol. Alcalá, Paseo del Prado, Carrera de San Jerónimo, Carretas, Atocha, Plaza Mayor, Platerías y la Almudena, estuviesen localizados los siguientes organismos: residencia de la familia real, Oficinas de la Corte, Presidencia del Consejo de Ministros, Ministerios de Estado, Hacienda, Guerra, Gobernación, Fomento, Palacio del Congreso, Audiencia Territorial, Tribunales Supremos de Justicia y de Guerra y Marina, la Diputación Provincial, Casas Consistoríales, etc. Imaginemos por un momento las necesidades y servicios que pueden tener cada uno de estos organismos, durante un período en el que los ministerios llegaban a tener una duración de horas. En un tercer grupo habría que incluir todo el tráfico mercantil, de banca y de la naciente industria, que tenía su acción en la zona anteriormente limitada. A su vez hay que agregar el tránsito que llamaríamos de recreo u otras causas (teatros, paseo, iglesias) y el transo porte de viajeros. Todo este movimiento, con sus horas «punta», a circular por una superficie irregular de 5.069 metros cuadrados, a la que afluían once calles de distinto régimen y encontrada dirección, fue en definitiva lo que obligó a la Junta Consultiva de Policía Urbana a plantear la reforma al Gobierno. Unos interesantes datos publicados en 1857 por Carlos María Rivera, autor del proyecto de ensanche de Madrid, arrojan las siguientes cifras sobre el movimiento de la Puerta del Sol en un día de trabajo, desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la tarde (exceptuando la hora de una a dos de la tarde): Coches de todas clases ... 3.218. Ómnibus y diligencias .. . 38. Galeras, carros y carretas: 694.

De Infantería, ingeniero militar y arquitecto de la Real Academia de San Fernando, Albo era un emigrado liberal que volvió a España en 1834, tras la muerte de Fernando VII. De nuevo puede comprobarse cómo las ideas renovadoras en la España del siglo XIX, vienen encarnadas en un exilado político. El hecho es que Albo, que debía de conocer París, escribió unos artículos en el periódico El Clamor Público, en 1846 (16), exponiendo sus ideas sobre una posible-y disparatada-reforma de la Puerta del Sol. Su proyecto, resumido en una posterior publicación (17), concebía la Puerta del Sol como una gran plaza rectangular, cuyo lado sur lo formarían las casas de Mariátegui, Cordero, Correos y Lorencini. El lado norte, paralelo al anterior, llegaría hasta la iglesia del Carmen, con lo que resultaría una plaza muy amplia, excesivamente amplia, que exigiría la expropiación de cientos de casas. Esto y el plazo señalado para su ejecución, veinte años, hacía imposible su realización. Albo proponía además construir una gigantesca catedral en el solar de la iglesia del Carmen, un gran teatro en el de la iglesia del Buen Suceso, y un edificio de Bolsa, sin localización concreta. De este primer proyecto-totalmente desligado de la realidad político-social del momento-se desprenden dos notas, repetidas en la mayor parte de los proyectos posteriores. Una es la ubicación de la línea base de la reforma en la fachada del ya Ministerio de la Gobernación, y otra el deseo de incorporar a la futura plaza una iglesia-catedral, un teatro y el edificio definitivo para la Bolsa, organismo creado en 1831 para controlar el papel de la Deuda pública (18). Mientras que se pensaba en una solución real para la Puerta del Sol, fue aliviándose su aglomeración, trasladando la popular fuente de la Mariblanca, situada frente al Buen Suceso, a la plaza de las Descalzas Reales. Asimismo, en 1848, el Conde de Vista-Hermosa, Corregidor de Madrid, arregló y niveló la pavimentación de la plaza, con lo que ésta ganó mucho. Instaló el alcantarillado, ensanchó las aceras, colocando una gran farola de gas en el centro de la plaza. El nuevo asfalto-enlosada-de la Puerta del Sol costó entonces 30.000 reales (19). El Museo Municipal conserva una reproducción con la plaza en este estado (20). Hacia 1850 era ya bien patente la necesidad de la reforma, y en los periódicos de aquellos años pueden seguirse los continuos debates, en pro y en contra, de lo que comenzó siendo un rumor. Por fin, en 1853, debió de abrirse algún concurso oficial, al que se presentaron al menos tres proyectos. Uno de ellos pertenece a Isidoro Llanos, firmado en 2 de septiembre de 1853, y abarca no solo la Puerta del Sol, sino también la calle del Arenal hasta la plaza que lleva el nombre de la reina (21). La reforma proyectada por Llanos era muy tímida, y se limitaba a ganar unos metros sobre las fachadas que daban frente a Correos, para darle un aspecto más regular a, la plaza, conservando la iglesia del Buen Suceso.

Puerta del Sol en 1870

El segundo proyecto que conozco de este momento está sin firmar y se conserva en el Museo Municipal. Se trata de dos litografías con el plano (22) y la perspectiva de la plaza (23), dedicadas a Sartorius, Conde de San Luis, que era ministro de Gobernación en aquel año. Como novedad tenía en el centro de la plaza un monumento dedicado a Isabel II. Es asimismo interesante la galería de hierro y cristal que cierran el bajo y entresuelo de las nuevas casas. El último proyecto presentado aquel año está firmado en 19 de octubre por Pedro Gómez, en nombre de la Junta Consultiva de Policía Urbana (24). Este proyecto centraba la reforma sobre el eje de la fachada de Correos, de modo que quedaba en el centro. Desaparecían el Buen Suceso y gran número de casas del lado norte de la plaza, para lo cual era necesario expropiar más de 6.095 metros cuadrados. La superficie total de la plaza, cuya forma era curva por el norte, llegaría a tener 9.344 metros cuadrados. Este último proyecto fue informado favorablemente por Luis José Sartorius, y presentado a la reina. Isabel II lo aprobó por Real Decreto de 15 de febrero de 1854, publicándose la noticia en la Gaceta de Madrid (25). La descripción del proyecto de la Junta Consultiva fue publicada por el Alcalde, Conde de Quinto, en el Diario Oficial de Avisos de Madrid (26), dando un plaza de diez días para la presentación de reclamaciones. Ni que decir tiene que estas fueron muchísimas en cartas e instancias dirigidas a periódicos y organismos oficiales. Los afectados por las reformas encontraron un sólido apoyo, para hacer frente al proyecto del Gobierno, en la Ley de 17 de julio de 1836, sancionada por la reina María Cristina durante la minoría de edad de Isabel n. En ella se decía que para llevar a cabo una expropiación forzosa era necesario primero que se declarase solemnemente la necesidad y utilidad pública de dicha obra, y en segundo término pagar la correspondiente indemnización antes de efectuar la expropiación. Como el Gobierno en la Real Orden del 22 de abril de 1854, había calificado la obra como simple «proyecto de ensanche, alineación y ornato de la Puerta del Sol», los madrileños afectados creyeron tener ganada la partida. Pero el Gobierno tras la declaración solemne de dicha utilidad procedió al derribo sin más dilaciones. A todo esto se acercaba el verano de 1854 con la famosa revolución de julio (la Vicalvarada), en la que pesó entre otras cosas este problema de la Puerta del Sol, precipitando la caída de Sartorius, muy impopular en Madrid desde la aprobación del proyecto de la Junta Consultiva. El proyecto de reforma quedó suspendido entonces (27), y a juzgar por testimonios de este año 1854, no lo debieron de pasar muy bien aquellas personas relacionadas con la reforma. Así por ejemplo Francisco Fernández de los Ríos inició un expediente de reclamación, a través de Domingo Villasante, solicitando que se le declarase exento de toda responsabilidad, por haber concluido el derribo de las casas de la Puerta del Sol número 14 y sus anejas a la calle.del Carmen y Preciados (28).

LOS PROYECTOS PRESENTADOS DURANTE EL BIENIO PROGRESISTA (1854-1856)

Concluidos los cambios políticos que provocó la Vicalvarada, abriendo el paso a los progresistas, se convocaron las Cortes Constituyentes. Estas ratificaron la necesidad de las obras de la Puerta del Sol en 21 de julio de 1855, si bien con arreglo a otros proyectos más ambiciosos que suponían nuevas expropiaciones. Tal decisión motivó la protesta de la opinión pública, que se lamentaba de tal acuerdo cuando aún estaban sin edificar los solares expropiados por el Conde de San Luis, por lo que el aspecto de la plaza era más desolador que nunca. El 19 de junio de 1855, Fernando Hamal, Conde de Hamal, y Eduardo Oliver Manby, Miembro del Instituto de Ingenieros Civiles de Londres, habían presentado al Gobierno una propuesta para llevar a cabo las obras de la Puerta del Sol (29). Consistía en una plaza rectangular de 172 pies de ancho por 621 de largo, siempre sobre la base de la fachada de Correos. Sobre el solar del Buen Suceso se levantaría un edificio de monumental fachada para alojar a la Bolsa, Tribunal y Junta de Comercio. En la fachada opuesta, entre Arenal y Mayor, otro edificio de análogos vuelos serviría de contrapunto al de la Bolsa. La plaza llevaría dos fuentes en el centro. Las plantas y alzados de los edificios se ejecutaron por los arquitectos Juan de Madraza y Aureliano Varona, que los remitieron a la Comisión de ornato el 20 de agosto del mismo año. No obstante, los únicos alzados que conozco del proyecto de Hamal y Manby, se deben a Domingo Inza y se guardan en el Museo Municipal (30). Como puede verse en el grabado es un dibujo correcto con el edificio de Bolsa al fondo. Su estilo es un tanto confuso, si bien muestra algunos matices neorrenacentistas en la fachada de la Carrera de San Jerónimo. Poco después y patrocinado también por Hamal y Manby, el arquitecto Pedro Tomé presentó más de una veintena de planos, sobre los que publicó una memoria explicativa (31). Pedro Tomé llegó a ser elegido circunstancialmente arquitecto-director de las obras, auxiliado por Madraza, Varona, Inza y Federico Incenga y Castellanos. Como respuesta a los proyectos presentados por Hamal y Manby, y con arreglo al concurso abierto por el Gobierno (32) para que, en el plaza máximo de veinte días, se remitiesen las correcciones o nuevas proposiciones, se presentaron hasta cinco proyectos más. A petición de los nuevos concursantes se concedió una prórroga para presentar los proyectos (33). Conozco además otro de gran interés, que por no ir firmado no se si puede corresponder a alguno de estos cinco, o si bien se trata de un sexto proyecto. Consiste éste en una planta rectangular, con el consabido edificio de Bolsa sobre el Buen Suceso, y tras él un magnífico teatro. En el grabado pueden verse los detalles incluso de la disposición interior de estos edificios (34). Los otros cinco proyectos fueron presentados respectivamente por José Antonio Font, Juan Sala y Sivilla, Marqués de Assereto. Eugenio Pascual Hidalgo y Compañía, y Carlos Bosch y Romaña, si bien los de Font y Assereto iball firmados por el arquitecto José del Acebo uno, y el otro por el ingeniero civil Arnaldo de Morichón. El Gobierno remitió a la Academia de San Fernando los seis proyectos con sus correspondientes memorias, para que los examinase y diera luego su aprobación al que la Corporación estimara más adecuado. Reunida la Sección de Arquitectura para analizarlos, sometió a la Academia, en junta general celebrada el 3 de octubre de 1855, la aprobación de dos condiciones preliminares antes de proceder a su estudio: primero, la Academia no se ocuparía de las condiciones económicas de los proyectos, sino tan solo de aquello que estuviera relacionado con la cuestión artística o facultativa; y segundo, la Academia no tomaría en consideración los proyectos cuyos planos no estuviesen autorizados con la firma de un arquitecto.

Esto eliminaba los proyectos de Juan Sala y Sivilla, Eugenio Pascual Hidalgo y del Marqués de Assereto, quien ofrecía concluir las obras en dos años y por una cantidad inferior «a la determinada por el ministerio Sartorius» (35). Este último proyecto, firmado por el ingeniero Morichón, presentaba una plaza rectangular, de 148 por 48 metros, incluyendo en la plaza la Bolsa. El proyecto de Carlos Bosch, que era arquitecto y profesor de arquitectura, fue igualmente eliminado por considerarlo la Academia muy superficial y poco elaborada. En estas circunstancias quedaron como finalistas los presentados por Hamal y Manby, y el de José Antonio Font. El triunfo en principio fue para los primeros, cuyo proyecto salió con 14 votos a favor y 4 en contra, si bien la Academia hizo algunas observaciones tales como la supresión del arco de entrada a la calle del Carmen, aumento de la superficie rectangular de la plaza que se fijaría en 6.864 metros cuadrados, y censura a las fachadas dibujadas por Madraza, porque hubiera sido deseable «que presentasen un carácter más grave y que el sistema adoptado para su ornamentación estuviese más en armonía con los del país y de la época». Al parecer, dentro de la Academia se produjeron nuevas discusiones sobre los dos proyectos, interviniendo entonces las Comisiones de Policía Urbana, que en un escrito dirigido al Ayuntamiento el 11 de octubre de 1855, pedía que informase favorablemente el proyecto de Font al Gobierno, puesto que no podía retrasarse más la obra, y no se trataba ya de adoptar uno u otro proyecto, sino el que tuviera posibilidad de más rápida ejecución, Esta era la ventaja del proyecto de Fant, cuya planta de 7.203 metros cuadrados era semejante a la de Ramal y Manby. y que además prolongaba la reforma a las calles adyacentes hasta llegar a la plaza de la Cebada, llamada entonces de Riego, con lo que requería un número mayor de jornaleros, que aliviaría el paro de aquellos años. Font, que era contratista de empedrados de la Villa, consiguió ver el 11 de octubre aprobado su proyecto por la reina, de acuerdo con el favorable informe de las Comisiones. El Consejo de Ministros dio un plazo de seis días para presentar posibles modificaciones al proyecto de Font. Transcurrido el plazo, se sacaron a subasta las obras el 30 de octubre de 1855, mas ésta no pudo celebrarse por falta absoluta de licitadores» (36), por lo que no pasó de ahí el proyecto Font. Pasados tres meses, el 16 de enero de 1856, se formó una nueva Comisión en el ministerio de Gobierno, a la que fue remitida toda la documentación existente hasta la fecha sobre la reforma, donde además de los proyectos comentados, aparecen otros muchos de gran interés- no localizados todavía-según un inventario conservado en el Archivo de Villa (37). Dicha Comisión intentando hallar una solución definitiva elaboró un proyecto de plaza rectangular con una superficie de 6,030 metros cuadrados, que seguía resultando pequeña. Tres días más tarde una Real Orden encarga, sin concurso alguno, los planos definitivos para el ensanche y embellecimiento de la Puerta del Sol, al arquitecto y académico Juan Bautista Peyronnet. EllO de marzo de 1856 estaba preparado el proyecto. Para realizarlo era necesario expropiar un extensión edificada de 20.175 metros cuadrados, lo que supondría sólo en este concepto un valor aproximado de 47.576.467 reales. No obstante, se llevó adelante el proyecto, aceptándose el pliego de condiciones económicas y facultativas. De nuevo se sacaron a pública subasta las obras y a pesar de haberse realizado, no pasó tampoco de aquí el Proyecto Peyronnet, pues el contratista que se adjudicó la obra pretextó los acontecimientos políticos de julio de 1856, que pusieron fin al gobierno de Espartero y O'Donnell. De haber permanecido algún tiempo más los progresistas en el poder, este último proyecto se hubiera concluido, pues la parte más difícil que era el sistema de amortizar la obra, había quedado ultimada hasta los más pequeños detalles. De esta forma queda aclarado el error que se ha venido repitiendo hasta las más recientes publicaciones, sobre que el autor de la actual Puerta del Sol era Peyronnet (38).

LA PUERTA DEL SOL HASTA SU TERMRNACION EN 1862 DURANTE LA UNION LIBERAL

Hacía más de dos años que los solares de las casas derribadas por el ministerio Sartorius continuaban sin edificarse, y no por falta de proyectos, de los cuales conocemos más de una veintena, sino por el carácter intermitente de la política española y el embarazado sistema de la administración que neutralizó el empeño del Ayuntamiento, Cortes. Academia y hasta el de la propia Isabel n. Durante la etapa moderada del ministerio Narváez (12 de octubre de 1856 a 15 de octubre de 1857), la reforma encuentra por fin el cauce que hará posible su ejecución. La maniobra fue sencilla y consistió en considerarla como asunto competente a obras públicas, ya que el kilómetro cero se encontraba en la plaza, partiendo de ella las líneas de comunicación de primer orden. El expediente pasó entonces del Ministerio de Gobernación al de Fomento. Este encargó a los ingenieros Lucio del Valle, Rivera y Morer, que por entonces trabajaban en la construcción del Canal de Isabel n, la elaboración de un nuevo proyecto, que fue presentado inmediatamente. En el se deja a un lado el edificio de Correos, y con un criterio mucho más práctico lleva el centro de la plaza al punto en que se encuentran las líneas más densas de circulación. A su vez el arco formado por el lado norte distanciaba la desembocadura de las calles, además de haber suprimido la salida de Carmen. Si algún defecto tiene el proyecto de Lucio del Valle, es la escasa superficie dada a la nueva plaza. Aprobado el proyecto por la Junta Consultiva de Caminos, Canales y Puertos. lo rechazó el Consejo de Ministros, si bien después de algunas modificaciones-aumento de superficie y planta rectangular lo aceptó llevándolo a las Cortes para presentar un proyecto de ley, que se promulgó el 28 de junio de 1857 (39). En ella se establecía la forma de obtención de fondos, creándose un Consejo para la gestión económica de la empresa. Se nombraba director de las obras a Lucio del Valle, y como perito de las mismas a Antonio Ruiz de Salces, que también trabajaba en el Canal de Isabel II. Los nuevos derribos comenzaron en octubre de 1857, coincidiendo con la formación de la Unión Liberal, pero esta vez no hubo interrupción y las obras siguieron adelante. En diciembre ya estaban colocadas las aceras provisionales y los faroles. En agosto de 1858 los derribos habían concluido. No faltaron entre tantos proyectos que hicieran competencia al de 28 de junio de 1857, tales como el de Juan Reus, y el más interesante, pero irrealizable, de la desplazada Junta Consultiva de Policía Urbana, conocido como proyecto segundo para diferenciarlo del presentado el 19 de octubre de 1853. La plaza, de forma ultrasemicircular, presentaba una fachada única desde la Carrera de San Jerónimo hasta la calle del Arenal, llevando las entradas de las calles por medio de pórticos que sobre sí imaginaban la continuación de las fachadas. En el centro del arco y a eje con el de la Casa de Correos, se había pensado en una iglesia de monumental pórtico. Una extensa zona verde ocuparía el centro de la plaza. Sus defectos saltan a la vista: nueva y excesiva expropiación, incomodidad de los pórticos que estrangulan la circulación, y falta de higiene al ser una plaza prácticamente cerrada en una zona tan falta de ventilación. Martí (14) ve en ella además un punto fácilmente defendible por unos posibles insurrectos, opinión que está impregnada de los acontecimientos callejeros, barricadas y demás, que caracterizaron la lucha de estrategia urbana durante el siglo XIX.

Las dificultades para enajenar los solares a edificar retrasaron un tanto la consecución de la reforma. Pasó el asunto del Congreso al Senado, donde el Duque de Rivas censuró duramente el proyecto de Lucio del Valle haciendo intervenir a la Academia de San Fernando por segunda vez. Esta presentó un proyecto nada acertado, que venía a complicar aún más la ya difícil encrucijada, al abrir una nueva calle que venía a la Puerta del Sol desde la plaza de la Misericordia. Todo ello sin necesidad alguna, motivado nada más que por un deseo absurdo de simetría. El proyecto de la Academia de San Fernando pasó a ]a Dirección facultativa de las obras de la Puerta del Sol, la cual volvió a la solución de Lucio del Valle, con ligeras modificaciones, reconociendo en él el más acertado. Este, aprobado definitivamente por el Gobierno, es el que dio su fisonomía actual a la Puerta del Sol. Ganó la solución del frente norte en arco, y desaparecían para siempre la calle de la Duda, de la Zaraza y el callejón de Cofreros, nombres estos del Madrid galdosiano (40). En el Museo Municipal se pueden ver las últimas fotos, de 1857, de estos rincones (41). Corno las obras comprendían el ensanche y a la vez el embellecimiento de la plaza, una vez aprobada la forma en que se iba a efectuar aquél, se debió de abrir un nuevo concurso para su ornato. Entre los proyectos presentados a este efecto, merece la pena destacar uno por su interés, si bien no se llegó a realizar. Se trata del proyecto firmado por un tal «M. de M. y C.», con fecha de 4 de febrero de 1858 (42), en el que se presenta una galería corrida. sin solución de continuidad sobre aceras y calzadas de hierro y cristales, que se llamaría «del Príncipe de Asturias don Alfonso». La ventaja de la galería que está a tono con el «passage» comercial francés, puesto de moda en el Madrid isabelino (43) , según el autor del proyecto es que tanto en invierno corno en verano protege el rigor del clima al transeúnte que visita el comercio, con beneficio de ambos. Con la galería se pretende también dar uniformidad a la plaza en su planta baja; dedicada al comercio, para que sus toldos, mercancías, etcétera no destruyan la armonía de la nueva Puerta del Sol. Las columnas que soportarían la cubierta serían de hierro fundido, y el costo de la obra, con un total de 150 arcos, se calculaba en 221.161 reales. El único proyecto para embellecimiento de la Puerta del Sol que se ejecutó, fue el de instalación de una monumental fuente en el centro de la plaza, de muy sencilla traza, en la que se intentaba ante todo un alarde ingenieril. El surtidor central lanzaría el agua sobrante que entraba en Madrid, procedente del río Lozoya, a más de treinta metros de altura. La publicación del proyecto data de 1860 (44), y su ejecución fue rápida, si bien por su condición de «provisional» muy pronto se trasladó a Cuatro Caminos. Fue inaugurada el 24 de junio de 1860. Las obras de la nueva construcción se llevaron a cabo con bastante rapidez, y así, en noviembre de 1862 se deshacía el Consejo de las obras de la Puerta del Sol, una vez terminadas éstas. Dicho Consejo, creado en julio de 1857, trabajó con denuedo durante cinco años hasta ver rematadas las obras. En el plano de Madrid de Ibáñez Ibero, aparece ya la Puerta del Sol con su nueva planta (45). Los alzados actuales de las fachadas, cuyas casas costeó al parecer Manzanedo, no sé a quién pertenecen, si bien siguen muy de cerca a los que conserva el Museo Municipal (46). Constan de cinco plantas y un ático. Tiene especial interés la forma de organizar la planta baja y entresuelo, pensadas para albergar el comercio, abriéndose ambas en un zócalo de piedra. Los huecos del entresuelo llevan arcos rebajados, muy característicos de los años 1850-1860. Balcones corridos o independientes, ligeramente volados, protegen los pisos superiores. Sobre la cornisa una balaustrada, que pone digno remate a las fachadas, acuitando en parte el ático que queda retranqueado.

LAS OBRAS. PROBLEMAS POLÍTICOS y SOCIOECONÓMICOS

Las obras de la Puerta del Sol estuvieron sometidas fundamentalmente a tres factores distintos, político social y económico, que explican su lento proceso, y que no es sino un hecho aislado y significativo entre los muchos que se produjeron en la España próxima al 98 Como se habrá podido comprobar, la falta de continuidad política durante el reinado de Isabel n, hizo fracasar uno tras otro todos los proyectos presentados y a punto de ejecutarse. Ahora bien, los cambios ministeriales no afectaron tanto al proyecto mismo, acertándolo o rechazándolo, como a la paralización burocrática y administrativa, que impedía la continuidad de expedientes y presupuestos. Si además se tiene en cuenta que todo lo relacionado con la reforma era competencia del Ministerio de Gobernación, sometido como ningún otro a la arritmia política del país, se comprenderá mejor aún la dificultad de ejecutar las obras. La prueba más evidente es que en cuanto el expediente de reforma pasó de Gobernación al Ministerio de Fomento, todo quedó arreglado en pocos meses. Esta relación preliminar del Ministerio de Gobernación con las obras de la Puerta del Sol, no descarta tampoco la posibilidad de que aparte de las causas señaladas, sin duda las más perentorias, hubo otras menos claras, pero que estuvieron en la mente de todos en su momento. Sería algo semejante, aunque con las naturales diferencias, de lo que se perseguía en París con el plan Haussmann. El problema de las barricadas callejeras había llegado a ser grave en París, hasta que Luis Napoleón decidió terminar con él (47). Durante el siglo XIX la barricada callejera fue el apoyo más firme de todas las revueltas populares. En Madrid, este procedimiento de cortar las calles, levantando barricadas, encerrarse en la Plaza Mayor o el asalto del Ministerio de Gobernación para conseguir armas, fue normal desde el famoso 2 de mayo de 1808. Las irregulares calles que afluían a la Puerta del Sol, en las que no podía moverse el ejército preparado para luchar en campo abierto, sus célebres cafés de tertulia política, el vecindario allí afincado de humilde condición, etcétera, constituían un germen revolucionario que con la reforma se estirpó para siempre. Recuérdese que Martí, en un artículo contemporáneo a la reforma (14), descartaba el segundo proyecto de la Junta Consultiva de Policía Urbana, por lo que tenía de plaza cerrada, propicia a las insurrecciones populares. El factor social fue igualmente decisivo, pues la reforma se iba a efectuar sobre uno de los núcleos más humildes de la población. No hay que olvidar que la reforma de la Puerta del Sol, abarcaba también la de todas las calles inmediatas, por lo que la zona afecta da era de consideración. El problema gravísimo de la expropiación forzosa motivó infinidad de cartas y protestas. Esta expropiación afectaba a tres sectores: clero y aristocracia, comerciantes e industriales, y simples vecinos en su mayor parte trabajadores asalariados.

Efectivamente, el primer edificio en desaparecer fue la iglesia del Buen Suceso si bien lejos de perder, ganó al trasladarse a la Montaña del Príncipe Pío, donde sin duela se le darían grandes facilidades para construir el moderno hospital e iglesia bajo la misma advocación. No conozco ninguna carta reclamando o protestando por la reforma, por parte del clero del Buen Suceso. En cambio, la protesta de la aristocracia madrileña estuvo representada por el Marqués de Montealegre, Conde de Oñate; a quien perjudicaba la reforma por quitarle las luces de la fachada lateral de su espléndido palacio barroco de la calle Mayor (48). Pero las protestas más fuertes y expuestas en términos más realistas, surgieron del pueblo y de los comerciantes. Estos se unieron entre sí llegando a publicar algunos folletos (49), en los que exigían al Gobierno una indemnización por la expropiación, distinta y más elevada que al resto del vecindario, puesto que su traslado a los nuevos barrios requería un tiempo para hacerse con nueva clientela. Dentro del comercio establecido en la Puerta del Sol, había algunos franceses que temiendo quedar sin su correspondiente indemnización, escribieron presurosos al Embajador de Francia en España, para que intercediera en su favor, cosa que hizo ante el Ministerio de Gobernación (50). Finalmente, el vecindario todo de la Puerta del Sol e inmediaciones, suscribió gran número de escritos dirigidos al Ayuntamiento y Ministerio de Gobernación, enarbolando la ya citada Ley de 17 de julio de 1836 sobre expropiaciones, y negando la utilidad pública de la obra (51). En el aspecto social hay otro hecho interesante de recoger, y que se refiere al personal y mano de obra que requería la realización de las obras. El Gobierno pensó en una ocasión aprobar, si bien el cambio ministerial lo impidió, el proyecto Font porque incluía además de la Puerta del Sol las obras de la plaza de la Cebada, lo que en conjunto necesitaba de un número mayor de jornaleros. El propio Font escribió, en 4 de diciembre de 1855, una nota a los periódicos La Nación, El Clamor Público, Las Novedades, y lógicamente el factor económico gravitó también en esta lenta y esforzada empresa. Había que resolver el espinoso problema de la obtención de fondos para proceder a la reforma. Se pensó en un principio en b emisión de billetes de lotería para amortizar las obras (5'2). Más tarde la Ley de 28 de junio de 1857, modificada luego en parte por el Congreso, autorizaba «al Gobierno a emitir acciones especiales con interés del 8 por l00 al año, por valor de 60 millones, a cuyos intereses y amortización se destinaría anualmente la cantidad correspondiente en el presupuesto del Estado)} (14). Ya se ha dicho antes algo de los presupuestos que acompaí1aban a los proyectos, resta hablar ahora de lo que costó en realidad el proyecto definitivo, para lo cual se recogen aquí las cifras dadas por Osario y Bernard (53): Soberanía Nacional, que decía: «Habiendo llegado a mis oídos que podría hacerse desmayar a la clase jornalera que espera su subsistencia de las obras proyectadas en la reforma de la Puerta del Sol, haciéndoles entender que las demás proposiciones presentadas en competencia con las tan dignas de los señores Manhv y Hamal, serían solo tal vez para entorpecer la pronta ejecución de las citadas obras, debo manifestar que como autor de una de las proposiciones presentadas a el Excmo. Ayuntamiento. con sus planos correspondientes, que si mi proposición y planos tuvieren la honra de ser preferidos, estoy dispuesto a emprender el trabajo desde el día siguiente al que quede solemnizado el contrato, no sólo en la Puerta del Sol, sí que también en la Plazuela de la Cebada ...

LA PUERTA DEL SOL HASTA 1968


A finales de siglo la plaza cumplía perfectamente su papel en el corazón de Madrid, si bien no faltaron detractores que tacharon la nueva plaza de irregular y pequeña, de modo que 1889 adolecía de nuevo del mismo defecto que a principios del siglo XIX (54). Pudiera ser muy bien verdad esto, y máxime cuando la traída de aguas a Madrid y la construcción de los ferrocarriles, además de otras causas de carácter más general, coincidió con la explosión demográfica de Madrid, que pasó de los 281.000 habitantes que tenía en 1850, al iniciar los proyectos de reforma, a 540.000 habitantes en el año 1900. No obstante, hoy, cuando la población cuenta con más de tres millones de habitantes, la Puerta del Sol bien o mal sigue dando de si, lo cual es una garantía del proyecto aprobado hace más de un siglo. Ahora bien, llegará un momento en que la plaza no podrá dar entrada y salida al creciente e intensísimo tráfico a que se le somete, por lo que será necesaria una solución pronta. Solución que nunca podrá consistir en el derribo de las fincas como proponía un reciente proyecto del que se hizo eco la Academia de la Historia (55), sino en algo de lo que Madrid se dolía ya en el pasado siglo: evitar el centralismo. Si hoy tuviéramos que examinar de nuevo las causas por las que el centro de Madrid tiene problemas de circulación e higiene, veríamos que son muy semejantes a las señaladas hace más de un siglo: centralismo comercial e industrial, administrativo, de recreo, etc. Pero como el problema de la descentralización tiene gravísimos inconvenientes, sí se debería hacer todo lo posible por que al menos no se fuera agravando la situación, no permitiendo el derribo de edificios para construir nuevos centros comerciales o administrativos de mayor volumen, como hoy ocurre en la zona centro. Y, entre tanto, lo que deberíamos hacer en beneficio de este punto tan importante llamado Puerta del Sol, sería controlar, o mejor. hacer desaparecer la actual propaganda de fachadas y tejados que afean la plaza. Proceder al revoco de aquéllas y pintar sus hierros, si bien en el interior se pueden hacer cuantas reformas se crean necesarias para modernizar el edificio, siempre y cuando se conserven las fachadas (56). Igualmente debería despejarse la plaza, suprimiendo los aparcamientos centrales, que solamente resuelven el problema a un número reducido de usuarios. Estas pequeñas reformas no cabe duda que mejorarían mucho el actual aspecto de la Puerta del Sol, tópico y símbolo de la capital de España.”

NOTAS


(1) Existen varias obras cuyo título hace relación a la Puerta del Sol, si bien se refieren a todo Madrid o incluso a la península entera: BEAUVOIR, ROGER DE. La Porte du Soleil. 4 vals. París, 1844. MOTA, F. y FERNANDEZ-RÚA, J. L. Biografía de la Puerta del Sol. Madrid, 1951. Ruiz BAZAGA, ROSENDO. La Puerta del Sol. Lo que, fue, lo que es y lo que será. Madrid, 1950. Más concreto que los anteriores es: Blein Zaragoza, Gaspar. «La Puerta del Saz", en Revista Trenes, núm. 45-1950-51. (2) Libro de acuerdos del Concejo madrileño de 1464 a 1600. T. 1. Edición, prólogo y notas de A. Millares y J. Artiles. Madrid, 1931, página 32. (3) MESONERO ROMANOS, RAMÓN DE. Manual histórico-topográfica-administrativo y artístico de Madrid. Madrid, 1844; pág. 231. (4) OSSORIO y BERNARD, M. Viaje crítico alrededor de la Puerta del Sol. Madrid, 1874; pág. 7. (5) Ms. del Arch. Secr. Ayuntamiento, 1-203-10. (6) CONDE DE CASAL «La Puerta del Sol», en Exposición del AnligtlO Madrid. Catálogo General Ilustrado. Madrid, 1926; pág. 161. (7) CAPMANI y MONTPALAU, ANTONIO. Origen histórico y etimológico de las calles de Madrid. Madrid, 1863; pág..d48. (8) TEIXEIRA. Plano de Madrid. 1656, hoja número 13. (9) NAVASCUÉS PALACIO, PEDRO. «Jaime Marquet y la antigua Casa de Correos de Madrid", en Villa de Madrid, año VI,. número 24. Madrid, 1968; pág. 67. (10) «Plano geométrico de Madrid dedicado y presentado al rey nuestro señor don Carlos III por mano del Excmo. señor Conde de Floridablanca..., su autor don Tomás López, geógrafo de S. M....» Madrid, 1785. (11) MOLINA CAMPUZANO, MIGUEL. Planos de Madrid de los siglos XVII y XVIII. Madrid, 1960; pág. 662, número 661. (12) En este sentido es importante la lectura de: MESONERO ROMANOS, RAMÓN DE. El Antiguo Madrid. T. II. Madrid, 1881; páginas 111-128.

PÉREZ GALDÓS, BENITO. Episodios Nacionales. Ed. Aguilar. Madrid, 1963 (7.' edición). GÓMEZ DE LA SERNA, RAMÓN. Toda la historia de la Puerta del Sol. Madrid, s. a. (13) CHUECA Goitia, FERNANDO. Arte de España. Madrid y Si:los Reales. Barcelona, 1958; pág. 63. (14) MARTÍ, V. «Reforma de la Puerta del Sol», en Revista de Obras Públicas. T. VII. Madrid, 1859. núms. 5, 7, 8, 11, 14, 16, 18, 20 (páginas 53, 77, 89, 125. 164, 185, 213, 237). (15) ROSÓN, EDUARDO. La Puerta del Sol. Madrid, s. a., págs. 53 y 54. (16) «El Clamor Público», periódico madrileño. Año 1846, números 722, 723, 727, 728. (17) ALBO, MARIANO DE. Observaciones sobre mejoras de Madrid y proyecto de ensanche de la Puerta del Sol. Madrid, 1857. (18) VlCENS VIVES, JAIME. Historia económica de Esparza. B::Ircelona, 1964 (3.a ed.); pág. 662. (19) MADOZ, PASCUAL. Diccionario geográfico-estadística-histórico de España. T. X. Madrid, 1847; págs. 688 y 693. (20) Museo Municipal, N." Invto 246'1. (21) Arch. Secr. Ayuntamiento, 10-204-11. (22) Museo Municipal, N.O Invto 2479. (23) Museo Municipal, N.O Invto 2471. (24) Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-1. (25) Gaceta de Madrid, núm. 414, sábado 18 de febrero de 1854. (26) Diario Oficial de Avisos de Madrid, núm. 124, sábado 4 de marzo de 1854. (27) FERNÁNDEZ DE LOS Ríos, A. Guía de Madrid. Madrid, 1876; página 160 y ss. (28) Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-30. (29) Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-3. (30) Museo Municipal, N.O Invto 2437. (31) TOMÉ, PEDRO. Obras de la Puerta del Sol. Madrid, 1855. (32) Gaceta de Madrid, núm. 942, miércoles 1 de agosto de 1855; y Diario Oficial de Avisos de Madrid, núm. 638, miércoles 1 de agosto de 1855.” (33) Gaceta de Madrid, núm. 968, lunes 27 de agosto de 1855 (se prorrogaba el plazo hasta el día 15 de septiembre del mismo). (3'1) Museo Municipal, número inventario 2.477. (35) «Exposición sobre el proyecto de reforma de la Puerta del Sol, que presenta el Excmo. Sr. Marqués de Assereto al Consejo municipal de la Villa de Madrid». Madrid, 10 de septiembre de 1855. Ms. del Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-3. (36) Arch. Seer. Ayuntamiento, 4-265-8. (37) «Inventario de diferentes papeles y documentos pertenecientes a las Obras dé la Puerta del Sol, que se remiten al Sr. Don José Antonio de Moratilla, Oficial del Ministerio de la Gobernación.» «Una cartera forrada en tafilete morado... que contiene di· diferentes planos referentes a la reforma de la Puerta del Sol, uno presentado por los SS. Hamal y Manby, firmado por don Pedro Tomé... Otro más pequeño, grabado, sobre dichas obras. Una relación de dieciocho planos firmados por el mismo arquitecto Tomé. Cinco planos con los números 3, 4, 5, 6 y 7, en que se determinan las plantas de un edificio de Bolsa y la fachada principal del mismo. Otro plano señalado con el número 8 manifiesta la fachada lateral. Otro, número 9, con tres fachadas: principal, lateral y posterior. Cinco planos referentes a un edificio de teatro, números 10, 11 y 12, demuestran las plantas de los pisos bajo, principal y segundo. El número 13, la fachada principal, y el número 14, el interior de dicho teatro. Otro plano, señalado con el número 15, demostrando las expropiaciones para llevar a efecto las obras. Otro ídem detalle de los solares que quedan después del ensanche de la plaza y calle. Otro, señalado con el número 18, firmado por don Aureliano Varona, proyecto de fachadas para la manzana número 207. Otro pequeño con.tintas de rosa y a la aguada, firmado por Armando de Morichon, de orden del señor marqués de Assereto, ~referente al proyecto de ensanche de la Puerta del Sol... Madrid, 18 de enero de 1856.» Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-8. (38) Así lo afirman, entre otros: Sainz de Robles (F. C.), Madrid, Madrid, 1962, pág. 360; Gaya NUÑO (J. A.), Arte del siglo XIX, Col. Ars Hispaniae, t. XIX, Madrid, 1966, pág. 159, y Cabezas (J. A.), Diccionario de Madrid, Madrid, 1968, pág. 391. (39)

En el Museo Municipal (número inventario 2.478) existe una modificación del proyecto de 28 de junio de 1857, que lleva el sello del Consejo de Administración de las Obras de la Puerta dd Sol. En esta variante se suprime la salida de la calle del Carmen a la plaza, quedándose como calle cortada muy cerca de la Puerta del Sol. (40) Pérez Galdós (Benito). Episodios Nacionales, Ed. Aguilar, tomo In. Madrid, 1965 (séptima ed.), pág. 86 y ss. (4]) Museo Municipal, números inventario 10.135, 10.136 y 10.137. (42) Arch. Secr. Ayuntamiento, 0'59-8-4. (Al proyecto acompaña una carta del autor.) (43) Bidagor (Pedro): «El siglo XIX», en Resumen Histórico del Urbanismo en España, por Garda y Bellido, Torres Balbás, Cervera, Chueca, Bidagor. Madrid, 1968 (segunda ed.), pág. 261. ('Í4) Revista de Obras Públicas, t. VIII, Madrid, ]860, páginas 144-145, lám. 29. (45) Plano de Madrid" por Ibáñez Ibero, 1874. (46) Museo Municipal, número inventario 2.476. (47) Benevolo (Leonardo): Historia de la arquitectura modema, Madrid, 1963, t. 1, pág. 113 y ss. (48) Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-3. (49) Martínez (Pablo): Memoria dirigida al Excmo. Sr. Ministro de Gobernación, por representante de los comerciantes e industriales a quienes afecta la reforma de la Puerta del Sol. Madrid, 1856. (50) La primera carta data del 28 de julio de 1855 a la cual siguieron otras. Arch. Secr. Ayuntamiento 4'-265-3. (51) « ... No se comprende Excmo. Sr. que una reforma tal como la proyectada pueda considerarse de utilidad pública cuando sólo el ornato ha podido considerarse como su principal objeto y único fin... » De una carta dirigida al alcalde, el 30 de julio de 1855, por una serie de firmas. Arch. Secr. Ayuntamiento, 4-265-3. (52) Rute, Pellón y Rodríguez, Acebo y Pellicer: Plan de billetes de lotería para las obras de la Puerta del Sol. Madrid, 1856. (53) 0:;5 0rio y Bernard, ob. cit., pág. 22 y ss. (54) Peñasco (Hilario) y Cambronero (Carlos): Las calles de Madrid. Madrid, 1889, pág. 412. (55) Chueca Goitia (Fernando): Informe sobre el derribo v reforma de la finca número 11 de la Puerta del Sol de Madrid», en el Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo CLX, cuaderno, abril-junio 1967, págs. 241-245. (56) De gran interés en este sentido de conservación de edificios y núcleos urbanos es El problema de las ciudades históricas, de F. Chueca Goitia (Granada, 1968), donde se brindan una serie de sugerencias a los alcaldes de España sobre materia tan delicada.

Pablo Iglesias Posse in excelsis

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Pablo Iglesias en su lecho de muerte

La cabeza yacente más artística y emotiva de Madrid se halla en la Necrópolis Civil del Este, a unos 30 metros de la Avenida Daroca, que parte de la ciudad en dirección al pueblo de Vicálvaro. Es una obra digna de ver en medio de la solemnidad del recinto; del cuadrante abandonado y echado a perder, que concentra un buen puñado de personajes ilustres de la política y la cultura.

Aun cuando Barral es apenas conocido por el gran público, la escultura de la cabeza lo representa todo para el PSOE, y así lo será tratándose del fundador del partido, Pablo Iglesias Posse. La realizó en 1930, en un esmerado alarde artístico, Emiliano Barral, tras haber plasmado antes la mascarilla del personaje en su lecho de muerte en su casa de  la calle Ferraz. Era el año 1925.

Emiliano Barral era de Segovia; del pueblo de Sepúlveda. Nació en 1896 en una familia de canteros. A los 12 ya trabajaba en ellas; de donde le vino la vena escultórica. En 1917, con 21 años vino a Madrid para cumplir el servicio militar. Fue en ese periodo cuando conoció al escultor Juan Cristóbal González Quesada, con el que estuvo trabajando dos años en su taller de la calle Londres, hasta 1919, en que se vuelve a Sepúlveda. El año determinante del joven Barral llegó un 9 de diciembre de 1925 cuando es llamado para que acuda a realizar la mascarilla mortuoria de Pablo Iglesias Posse. Emiliano Barral

Desde 1927, Barral se instala hasta su muerte en Madrid. Tras aquella experiencia vino una etapa más brillante, cuando recibe el encargo de diseñar el mausoleo de Iglesias en colaboración estrecha con el arquitecto Francisco Azorín, cuya maqueta presentan aquel mismo año, tras lo cual se procedió a la erección, inaugurándose en 1930. Barral realizó la cabeza yacente en mármol gris, además de otros elementos escultóricos, como una maternidad (1928) y varios relieves, que aún pueden verse en el cementerio. De aquella magna obra en la Necrópolis Civil del Este de Madrid queda este compendio de fotos propias que he tomado en el mismo mausoleo del fundador del PSOE desde todos los ángulos posibles con el fin de exaltar la obra esculpida de Emiliano Barral.

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Ramón Chíes: el impresionante mausoleo en Madrid

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Mausoleo de Ramón Chíes

El libre-pensamiento se caracteriza por rasgos del todo opuestos. Al terror sustituye el amor: al recelo la confianza

Ramón Chíes y Gómez de Riofranco (Burgos 1846-Madrid 1893) fue un personaje polifacético, muy propio de la España de hace más de un siglo, a la vez que tremendamente polémico por su radicalismo casi visceral. Su tarjeta oficial de presentación resaltaba a todas horas y en cualquier ámbito lo de librepensador, muy en boga entonces, un modo de ver las cosas que es de suponer que tenía que asustar a muchos. Chíes, furibundo enemigo de todo lo que oliera a iglesia, se vio envuelto en situaciones embarazosas, que habrían de llevarlo incluso a prisión, amén de un largo expediente de excomuniones, récord que no superó nadie en España. Solía firmar con su nombre, pero también con el pseudónimo de Eduardo de Riofranco. En 1882 fundó en Madrid, juntamente con Fernando Lozano Montes (Demófilo), el periódico ultrarradical Las Dominicales del Libre Pensamiento (1883-1909), dirigido por ambos. Aquí lo recuerdo por la impresión que me causó toparme con su original mausoleo, costeado por la gente, que puede admirarse en la Necrópolis Civil de Este, ese lugar abandonado donde descansan personajes como Pablo Iglesias Posse, Pí y Margall, Nicolás Salmerón, F.Largo Caballero, Julián Besteiro, Pío Baroja, y un largo etcétera.

Ramon Chies (1)
Las Dominicales del Libre Pensamiento
Madrid, domingo 9 de diciembre de 1883

Ramón Chíes: “Hay períodos de indeterminada duración en que las naciones parecen descansar de su trabajo intelectual, viviendo holgada y pacíficamente un ideal, un pensamiento completo de vida, que regulando todos los actos, parece acomodarse a todas las necesidades. Estos períodos son peligrosos, si combinada la acción a la pereza, ésta ataca al pensamiento, y éste se adormece en la comodidad de la holganza satisfecha: un envejecimiento prematuro y rápido es el inevitable resultado que se halla por bajo del falso brillo de épocas de esta naturaleza. Ningún pueblo del mundo presenta ejemplo más elocuente de lo que decimos que nuestra España. Tras fatigosas luchas del brazo y de la inteligencia, acopló su vida entera a un ideal, a un pensamiento; la nación en masa fue católica y monárquica.

Desde el rey hasta el último ciudadano, el sabio y el ignorante, el rico y el pobre, el pacífico y el arrebatado, todos sin excepción, cerradas las puertas del alma a toda duda, el oído a toda clase de sugestiones, tenían el mismo, idéntico pensamiento sobre la vida terrena y el destino final humano. ¡Pasmosa maravilla la de un pueblo grande y numeroso, en que todos sus individuos parecen tallados en una sola pieza de la misma roca! El teatro clásico que retrata aquellos hombres, los pintores clásicos que trazaron aquellas costumbres, admiran porque supieron traducir las infinitas manifestaciones parciales de aquel pensamiento único de todos, que en todos producía los mismos vicios y las mismas virtudes. España aparece entonces como una arpa maravillosa, por arte mágica templada de tal modo, que toda mano que en ella se posara y la agitase, sólo podía arrancarle, siempre y en todas ocasiones, la misma melodía.”

RAMÓN CHÍES UN LIBREPENSADOR BURGALÉS DEL SIGLO XIX  por Francisco Blanco

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Una vez conseguida la restauración de la monarquía, en la persona de Alfonso XII, el hijo de la destronada Isabel II, D. Antonio Cánovas del Castillo, el artífice de la hazaña, aunque contó con la ayuda no solicitada de los generales Pavía y Martínez Campos, se dedicó a diseñar una nueva Constitución, la de 1876, que sustituyera la democrática de 1869, para ello, en mayo de 1875 convocó la “Asamblea de Notables”, integrada en su mayoría por monárquicos moderados y presidida por  el jurista burgalés D. Manuel Alonso Martínez. Estaba compuesta por 39 miembros, que finalmente quedaron reducidos a nueve. El objetivo principal de la nueva Constitución era  blindar y dejar bien protegidos los privilegios del Antiguo Régimen, tal como el mismo Cánovas se encargó de definirla: “Preténdese restaurar no en el sentido riguroso de restablecer un antiguo régimen, sino en el de concertar ciertos principios políticos tradicionales y las innovaciones reclamadas por los tiempos, con la pretensión de salvar el dualismo abierto por el reciente movimiento revolucionario”. Cánovas, siguiendo el modelo inglés, trata de imponer el bipartidismo como base fundamental para conseguir la estabilidad política, aunque en su Artículo 18 concede una importancia decisiva a la figura del rey: “La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey”.

En su Artículo 13 la nueva constitución consagraba la libertad de prensa, reconociendo a los españoles el derecho a “emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante, sin sujeción a la censura previa”.Sin embargo, la realidad estaba muy lejos de que este derecho se pudiera ejecutar con tanta facilidad como preconizaba la ley. Toda publicación, antes de salir a la luz, debía pasar por el filtro del Fiscal de Imprenta, que era el que tenía la última palabra. Este sistema se montó con la Ley de Prensa de enero de 1879, obra del ministro de la Gobernación, D. Francisco Romero Robledo, paisano, amigo y correligionario del Sr. Cánovas. En virtud de esta Ley, el Fiscal de Imprenta, que funcionaba en todas las capitales de provincia, podía bloquear y llevar a los Tribunales “cualquier información que pudiera haber incurrido en delito de imprenta por atacar directamente o ridiculizar los dogmas de la Religión del Estado, el culto, sus ministros o la moral cristiana”.Ya se sabe: hecha la ley, hecha la trampa. Contra la libertad de prensa, tribunales especiales de vigilancia y control.

Esta situación mejorará sustancialmente en 1883, con el liberal Sagasta como Presidente del Consejo de Ministros, con la publicación el 26 de julio de la “Ley de Policía de Imprenta”, también conocida como “Ley Gullón”, por ser su autor el ministro de la Gobernación D. Pío Gullón (1), que dejaba sin efecto las actuaciones de los Tribunales especiales de Romero Robledo. Unos meses antes, el domingo 4 de febrero, en Madrid había salido a la calle el primer número de “Las Dominicales del Libre Pensamiento”,Administración: Corredera Baja, nº 59-2º dcha. Madrid.  Se definía como periódico semanal abierto a cualquiera de los movimientos libre-pensadores que corrían por Europa en esos momentos, al mismo tiempo que rechazaba todo tipo de dogmatismo, considerando librepensador a “cuantos con recto criterio de libre indagación racional, rechazando todo dogmatismo, llegan a conclusiones tan opuestas en el orden de la filosofía como el ateísmo y el espiritismo”. El  libre examen y la libertad de conciencia son los dos pilares que sostienen la ideología del semanario, que pronto contará con un buen número de lectores. En 1902, el enorme prestigio adquirido le convierte en portavoz de la“Federación Internacional de Libre Pensamiento  en España, Portugal e Hispano-América”.

El principal promotor del periódico semanal fue el republicano federal D. Ramón Chíes (2), un burgalés nacido en Medina de Pomar el año 1846, que también fue su director hasta su fallecimiento en 1893. Este burgalés, ilustrado y racionalista, desarrolló una intensa actividad periodística, siempre en defensa de los valores democráticos y del laicismo. Organizó logias masónicas, círculos republicanos, asociaciones de obreros y hasta escuelas laicas. Poco después de su temprana muerte, en 1894, por suscripción popular se le levantó un mausoleo  en el Cementerio Civil del Este de Madrid y en el pueblo vizcaíno de Portugalete se creó en su honor la Logia “Hijos de Chíes nº 152”.  

Para Ramón Chíes“El libre-pensamiento se caracteriza por rasgos del todo opuestos. Al terror sustituye el amor: al recelo la confianza. El amor le es indispensable, porque su fin es persuadir al hombre a la verdad, no imponerle la verdad: llamarle a reflexión para que él mismo se cree esta verdad, mostrándole que no puede hallarla fuera de su conciencia, fuente única de certidumbre. La confianza es igualmente fundamental característica de la nueva fórmula social; porque sin confianza en la bondad congénita de la humana naturaleza, habría que ir a buscar el bien fuera de ella, como hacen los católicos, que la creen presa del mal”.  También sobre la pluralidad religiosa, uno de los temas más debatidos de aquellos años, el nuevo semanario deja muy clara su postura desde el principio, pues considera librepensadores a “todos cuantos con recto criterio de libre indagación racional, rechazando todo dogmatismo, llegan a conclusiones tan opuestas en el orden de la filosofía como el ateísmo y el espiritismo”. Consecuentemente, en política se declara abiertamente republicano, ya que “resulta imposibleseparar la libertad religiosa de la libertad política y la libertad de pensamiento de la República”.

Con estos principios no tardó en granjearse la enemistad de la jerarquía eclesiástica, que le calificó de prensa sin decoro, impía, inmoral, necia”,comparándole con “El Motín”, otra publicación anticlerical de la época. En realidad, Las Dominicales acusaban a los dirigentes de la Iglesia de ser los principales responsables del fanático oscurantismo en que vive sumido la mayoría del pueblo español,  al que le sobraba fanatismo y le faltaba espiritualidad; afirmando, además, que una parte importante de los católicos españoles viven al margen de la religión oficial, limitándose a cumplir con los preceptos externos más indispensables. Llovieron las críticas al semanario desde pastorales, púlpitos y confesionarios, llegando algunos obispos, como los de Tuy y Orense, a amenazar con la excomunión para aquellos fieles que osaran leer sus páginas. En realidad, el periódico trata de hacer llegar a sus cada vez más numerosos lectores, el mensaje de que es posible luchar contra todo lo que se opone a la modernización y el progreso de España, llámese clericalismo, caciquismo o corrupción política.

Sus principales redactores son el mencionado burgalés Ramón Chíes Gómez, que utiliza el seudónimo de Eduardo de Riofranco y era su director; Fernando Lozano Montes, que firma como Demófilo (3); José Francos Rodríguez, que firmaba sus artículos como “Juan Palomo”; Odón de Buen (4), Rosario de Acuña y Villanueva (5) y Antonio García Vao (6). Junto a sus artículos aparecen un sinfín de cartas de lectores de muy diverso origen y condición, que aportan sus opiniones y sus noticias, siempre en defensa de la libertad de pensamiento, de expresión  y de conciencia. A pesar de las numerosas denuncias y ataques que sufrió por parte de la Iglesia y del Gobierno, el periódico salió a la calle normalmente cada semana hasta el verano de 1900, muerto ya su director Ramón Chíes. En el número 939 del domingo 15 de julio, publica un editorial titulado “Nuestro Calvario”, en el queexplica a sus lectores las causas por las que ya se había dejado de publicar durante  las tres semanas anteriores:

Los cinco últimos números de Las Dominicales han sido secuestrados; cuatro de ellos por denuncia; el último por equivocación, puesto que no ha sido denunciado. Amén de ello, el gobernador de Madrid nos ha multado pretextando una nimiedad, el haberse enviado o no a tiempo los números que se entregan en el gobierno civil. Era inútil, por tanto, imprimir el periódico en esas condiciones, dado que serían contados los lectores que lo recibieran. Si hoy nos decidimos a publicar este número es para responder a las muchas preguntas que nos llegan de fuera, y después de expurgarlo cuidadosamente para que no se encuentre en él sombra de cosa denunciable. Suman muchos miles de duros los daños y perjuicios que estos abusos del poder llevan producidos a nuestro periódico. Del centenar de procesos que se nos habrá formado, sólo de ocho años acá, no han prosperado más que dos o tres. En los demás, los gobiernos han procedido injustamente; pero nadie nos ha indemnizado de los daños causados por las injustas denuncias, acompañadas casi siempre de secuestro. Recuérdese aquel período de tres años, en que todas las semanas era el número denunciado a instancia de los Padres de familia, árbitros de los Tribunales. Vinieron después las furiosas persecuciones de los tres años de guerra. Y terminóse aquel Calvario con la pesadumbre de los siete meses de censura militar. Júzguese ahora de la fuerza de resistencia moral y material, de que ha ofrecido ejemplo Las Dominicales. ¿Quién no se aburre de ir todos los días a los juzgados y, frecuentemente, a sentarse en el banquillo de acusados?”

En febrero de 1901, después de cubrir una suscripción de acciones de 50 pesetas nominales cada una y la aportación voluntaria de cinco céntimos semanales, por parte de sus lectores durante seis meses, vuelve salir a la calle con el nombre de “Los Dominicales. Semanario Librepensador”, esta vez con Fernando Lozano “Demófilo” como director; en 1902 se le añade el subtítulo de “Órgano de la Federación Internacional de España, Portugal y América íbera”. Dejó de publicarse en 1909.

NOTAS

(1)   Pío Gullón (1835-1917) Político, escritor y periodista leonés, amigo y colaborador de Sagasta.

(2)   Ramón Chíes Gómez, Medina de Pomar (Burgos) 1846-Madrid, 1893. Estudió Ciencias Exactas, Filosofía y Derecho, dedicándose activamente a la política y el periodismo. Fue Gobernador Civil de Valencia y concejal del Ayuntamiento de Madrid. Fue uno de los fundadores del Partido Republicano Federal, del que fue militante activo; trabajó en “El voto Nacional” y fundó, junto con Fernando Lozano, “Las Dominicales del Libre Pensamiento”, que dirigió hasta su muerte.

(3)   Fernando Lozano Montes (1844-1935) Militar, político, pedagogo y periodista, en 1883 fundó el semanario “Las Dominicales del Libre Pensamiento”, junto con Ramón Chíes. “Demófilo” era el nombre de guerra de la Logia Masónica a la que pertenecía y también el de uno de sus hijos. Este seudónimo también fue utilizado por el folclorista D. Antonio Machado Álvarez, padre de los poetas D. Manuel y D. Antonio Machado Ruiz.

(4)   Odón de Buen (1863-1945) Científico y Oceanógrafo aragonés, autor del “Anuario Científico Español”. Estaba casado con Rafaela Lozano, hija del periodista Fernando Lozano. Murió exilado en México.

(5)   Rosario de Acuña y Villanueva (1850-1923) Escritora feminista, librepensadora y republicana, colaboró en “El Imparcial” y “El Liberal” y escribió varias obras de teatro que se representaron con notable éxito en su época.

(6)   Antonio Rodríguez García-Vao (1862-1886) Estudió Derecho y Filosofía y Letras. Escritor, poeta y periodista librepensador y masón, colaboró en “El Criterio Científico”, ”La Ilustración Española”, “El Globo”, “La Saeta”, “El Librecambista” y “El Comercio Ibérico” y dirigió la revista teatral “La Escena”; también compuso algunas obras teatrales en colaboración con su amigo, el escritor y periodista José Francos Rodríguez. Fue asesinado el 18 de diciembre de 1886 a la puerta de un colegio de la madrileña Glorieta de Bilbao, en el que daba clases de francés. Su entierro fue presidido por Salmerón y le fue erigido un mausoleo en el Cementerio Civil del Este por suscripción popular.

 DESDE EL PUEBLO NATAL

Medina de Pomar 25 de Agosto de 1888

Ramón Chíes: “Señorita doña J.G. Mi buena y distinguida amiga: Le escribo á usted en el mismo pueblo, en la propia casa y en la sala misma en que vi la luz del mundo, porque quiero consagrar estos lugares, santificados por las virtudes de mi madre, con un recuerdo á la pura, grande y antigua amistad que la profeso; quiero qué á tantas cartas, fechadas en opulentas ciudades, adonde me llevaron los devaneos de mi pensamiento, junte usted esta, que fecho en la humilde villa adonde me han traído las ansias de mi corazón. Treinta años, día por día, hace que me ausenté de esta casa en los robustos brazos de mi padre querido, derramando lágrimas que enjugaban los besos de mi madre adorada... ¡y he vuelto solo!

     Aquellos brazos que me sostenían, aquellos labios que me acariciaban, ¿dónde están? ¿Qué fue de aquellas indomables energías con que él me alentaba en los combates de la vida? ¿Qué de aquellas ternuras inagotables con que ella consolaba mis tristezas? ¡Oh miseria humana! Todo, á pesar del amor inefable que lo consagraba, lo redujo á polvo el mismo vil gusano que en el silencio de la noche siento que roe y convierte en polvo también el que fue su lecho conyugal, que me espera entreabierto, lecho en que tomé vida de su vida y atroné luego con mis gritos de recién nacido. ¡Murieron, ay de mi! llevándose las alegrías de mi juventud á una tumba, abierta muy lejos de este nido, tumba que mi corazón tiene convertida en un altar, sobre el cual mi inteligencia se ha largos años en vano torturado por descifrar el problema insoluble!

     Evocado por cuanto me rodea, que excita mi memoria á reconstruir una infancia inundada de luz y rebosante de amores, ese problema surge de nuevo, amiga mía, en mi mente, que no pudiendo darle solución satisfactoria, salta por cima de él afirmando resueltamente, en la plenitud de una conciencia sin mancilla que, si yo soy algo, que si mi amor es algo, algo mi devoción, algo el culto de mi alma á la virtud, ni mi padre ni mi madre concluyeron al morir, puesto que viven en lo intimo de mi memoria, en lo hondo de mi corazón, en lo más delicado de mi sentimiento, diluidos en todo mi ser por la sangre que tomé de sus entrañas y siento latir atropellada en mis pulsos. No hay duda; serían ellos inmortales, si yo mismo fuese inmortal. ¿Pero qué digo? ¿Inmortal yo? —Salí de aquí casi un niño y he vuelto casi un viejo; salí acompañado y he vuelto solo; apreciando con tanta claridad como amargura en este instante, que el tiempo pasado ha sido un soplo; que los treinta años lejos de aquí, en mil afanes consumidos, fueron no más que un relámpago. —Como ellos cayeron, caeré yo. Con solo alzar mis ojos, veo mi cuna; con solo avanzar un breve espacio mi pensamiento, diviso mi sepulcro — ¡Mi sepulcro! ¿Qué piedra le señala? ¿Qué humilde hierbecilla le indica en esos vastísimos campos que ha recorrido mi planta? ¿Qué ignoto lugar le guarda? ¡Oh, befa de la inmortalidad! Ni aun nuestra tumba conocemos, conociendo que hemos de morir.

     ¡Oh, hijo mío, muy amado! Que como mis padres viven en este momento en mí, recibiendo el culto de mi amor junto á mi cuna, yo con tu madre amadísima vivamos en tu corazón largos años después que á ella y á mí nos hayas cerrado los vidriosos ojos con tus labios humedecidos de piadosas lágrimas: he aquí el voto que hace tu padre en este lugar de su nacimiento ; la súplica fervorosa que dirige al Dios-Naturaleza, que me enlaza á ti en lo porvenir con los mismos amorosos lazos que atan mi corazón á un pasado que revive á mi presencia en esta casa. Dispénseme usted, amiga mía, mi naturalísima desviación del que debiera ser asunto de la carta, caso de no ser esta, como tantas otras que le he descrito, la tierra natal: yo sé que no huelga al dirigirme á usted, recomendar á mi hijo que ame el recuerdo de sus padres, haciendo de él la base de su religión; porque espero que usted, que le ha visto nacer y que tanto le quiere, sabría, si fuere preciso, recordarle estos consejos.

     Recordará usted, entrando en la materia de mi viaje, que en muchas ocasiones, cuando hemos admirado juntos un hermoso paisaje de la Montaña, ó recreado la vista dilatándola por aquellas vastas llanuras de la tierra de Campos, la he dicho a usted: también mi país es un hermoso país; también mi pueblo natal se halla bellamente situado; y que cuando hemos discurrido sobre los caracteres y cualidades de las gentes, la he alabado el noble carácter y las sólidas virtudes de estas gentes castellanas, entre quienes me tocó en suerte nacer. No extrañaría que hubiese usted creído exageradas mis palabras, y que en mí hablaba más el medinés que el hombre. Yo mismo lo creía así. En mis recuerdos aparecían este pueblo y este país embellecidos por el transcurso de muchos años, en que siempre me aguijó el deseo de recorrer nuevamente los campos en que de niño había donde había aprendido á andar, visitar la escuela en que me enseñaron á leer, subir al fortísimo castillo feudal de gallardas torres almenadas que es la joya arquitectónica de esta comarca, y arrodillarme en la iglesia donde mi buen abuelo, con la más sana intención del mundo, enseñándome su religión católica me hizo aprender, como la tengo á usted dicho, á ser librepensador, descuido felicísimo de aquel excelente viejo, que nunca le agradeceré bastante. Y, sabiendo de experiencia cuanto el recuerdo apasionado engaña, y reconociéndome yo apasionado en favor de este país y de estas gentes, temía al llegar aquí sufrir un desencanto, hallando la realidad muy por bajo de mi recuerdo de ella.

     No ha sido así, por fortuna. Trayendo como traigo en los ojos los hermosísimos paisajes de las Provincias Vascongadas, de los Pirineos y de las llanuras de Francia, he encontrado bellísimo el desfiladero de Oña, á cuya entrada, sobre el pueblo de este nombre, está situado una especie de nido de buitres, el Colegio de los Jesuítas, que es en lo que ha venido á parar el convento que el famoso Sancho García levantó para encerrar á su infame madre. Como usted ve, hay lugares predestinados á cobijar las almas negras y fomentar las meditaciones tenebrosas. Nada más abrupto, intrincado y fragoso que este larguísimo y estrechísimo desfiladero, por donde el río Oca, dejando apenas espacio á la carretera admirablemente conservada, marcha, venciendo mil obstáculos y á veces literalmente encajonado entre peñas de sombríos y bizarros contornos á buscar al Ebro, que baja incierto desde Reinosa, y acaba de atravesar otra garganta, no menos terrible que esta de Oña, llamada los Hocinos. Pasado el desfiladero, que recuerda aquellas descripciones pasmosas de lugares fragosos que hizo Homero, se halla un país llano, despejado, fresco, surcado por dos ríos de limpias aguas y pedregoso cauce, sombreado de altos chopos y corpulentos olmos, rico en sabrosas frutas, abundante en cereales, literalmente sembrado de pueblecillos ó aldeas.

     Ese país, amiga mía, es mi país, y el pueblo que hace en él cabeza por su importancia y vecindario, aunque la injusticia de hombres incapaces le tienen en el orden administrativo postergado, es mi pueblo natal, es Medina de Pomar, cuyo nombre le dice á usted bastante claro, que hasta allí llegó la ola árabe al desbordarse el Islam, para chocar y deshacerse en el granito ibérico-romano. Al salir á esta tierra despejada sentí una viva emoción, y creyendo que pronto se divisaría Medina, subí á la delantera del carruaje, para buscar en el horizonte las características torres que me la habían de anunciar, y la conversación del mayoral que me había de ilustrar de los nombres de los lugares que recorríamos.

     Pero el camino es largo y avanza por un terreno relativamente bajo, quedando oculta Medina hasta que, tomando altura la carretera, se extiende en recta perfectísima en demanda de esta villa. No necesité que nadie me dijese, ¡mírala!— Yo mismo, arrasados los ojos en lágrimas, grité, sin poderme contener, ¡allí está! ¡allí está!— Y, en efecto, hacia el centro de la comarca, que rodean á todos vientos montañas altísimas, sobre una loma entre los dos ríes, Trueba y Nela, bordeada de choperas, cortando la línea azul del cielo con sus fortísimas torres almenadas y los tejados sumamente rojos de sus casas y la mísera montera de zinc de su campanario, destacábase Medina, atrayendo mis miradas como si fuera un diamante deslumbrador y levantando en mi memoria un torbellino de recuerdos. Como he dicho á usted de la tierra, que la he encontrado hermosa, aun viniendo de donde vengo, digo á usted de la villa, aun visto lo que he visto. ¡Qué bonita es he exclamado muchas veces, como sorprendido de que la realidad sufriera la comparación con el recuerdo infantil, embellecido en el transcurso de treinta años de ausencia con todos los primores que finge un amor bien fundado.

     Nada había dicho á nadie de mi venida, de modo que solo con P. he entrado en mi pueblo como yo deseaba hacerlo, sin que nadie me conociera ni guiara adonde yo quisiera ir, para probarme á mí mismo, por medio de la memoria de estos lugares, la fuerza indeleble de las primeras impresiones de la vida. —He quedado satisfechísimo de esta prueba.— Esa es la casa de mi abuelo, he dicho al pasar por la calle Mayor, reconociendo hasta la huella de los pies del honrado anciano en la piedra arenisca que le sirve de dintel. —Esa la casa en que nací, al llegar frente á ésta en la calle del Condestable. —Aquella la calleja por donde subíamos por entre murallas de nieve á la iglesia y á la escuela en invierno. —He aquí la plaza donde los domingos bailaban mozos y mozas al son del tamboril que tocaba M. apoyado en aquella columna de la Casa Consistorial.— Y al entrar en la iglesia desierta, he reconocido la cruz azul que los chicos llevábamos los domingos á misa, formados de dos en dos á las órdenes del bonísimo D. Bernardo: creo honradamente, he dicho á P. que ese clavo de que cuelga es el mismo que la sustentaba hace treinta años. He reconocido la sepultura de mis abuelos, ó lo que llaman aquí sepultura, que es el lugar de la iglesia donde se consumen gruesos hachones de cera en honra del muerto, y se le entregan al cura vivo que dice los responsos relucientes tortas de álaga y roñosas monedas de cobre. No me se ha despintado ni la Santa Lucía que lleva los o]os en un pisto, ni el San Miguel con gorro frigio que, puesto el pie en las tripas del cornudo arcángel, se las hace salir enroscadas por parte excusada. Ahí me hicieron cristiano y católico, sin consultarme, he exclamado ante la reja de madera que cierra la pila bautismal: ahí, señalando el archivo, se guarda el libro parroquial de donde han sacado tantas copias de la partida mía, para testimonio en las cien causas que me han formado por defender la libertad y la justicia.

     De la iglesia he ido sin equivocar un paso del camino al convento de monjas de Santa Clara, fundación de los duques de Frías, cuyos cuerpos yacen incrustados en las paredes, destacándose entre ellos el del famoso literato D. Bernardino. Allá en el precioso coro unas sombras marmeaban sus oraciones en macarrónico latín, con el mismo tono atiplado y gangoso que hace treinta años. Al oírlas he pensado en el jesuitilla aquel, aprovechadísimo paisano de usted, que embaucando á estas desdichadas, atrapó una preciosísima copa de oro, que anda pleiteada todavía en París, regalo soberbio de un sultán de Constantinopla, adorador de Mahoma, que sirvió aquí muchos años para la alta alquimia teológica de convertir el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo, y he pensado también en el día de la República, que será el de la libertad de estas infelices, el de la expulsión de aquellos picaros y de la transformación de este convento en Instituto, si los medineses responden al alto concepto que de ellos tengo formado y al mucho amor que les profeso y á la vehemencia con que se lo encarga uno de los suyos.

     Del convento he pasado á una ermita que le cae cerca, donde se guarda un armatoste de madera, que llaman la virgen del Rosario, con la cara renegrida y el manto de terciopelo apolillado, que dicen hizo muchos milagros en otro tiempo, los cuales no le he tenido yo de apurar, pero que podía hacerse hoy á sí misma el servicio de apartar el río que se le viene encima y va socabándole los cimientos á la ermita que la guarda, obra de arquitectura muy antigua, que fuera compasión desapareciese por ocuparse la Virgen de negocios ajenos antes que de los propios. Al pozo del río que hay junto á esta ermita se arrojó un bueno y querido amigo mío, cuya familia usted conoce, á quien disgustos y sinsabores trastornaron la cabeza, sin que la madre de Dios, que con alargar el brazo le hubiera podido detener apartase de su mal propósito. ¡Pobre Federico! Al mirar las transparentes ondas que sofocaron en hora desesperada su vida me ha parecido divisar allá en el movible fondo su cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos esperando aún la restauración de la República, y le he dicho muy bajo: no esperarás muchos años descansa, infeliz amigo.

     Por la chopera de la orilla del río he subido después hasta el puente, con intención de rodear el pueblo todo. No me ha sido posible. Mirando el puente, que es una hermosa obra moderna, un adelanto, he sido reconocido por un grupo de leales y cariñosos amigos, y he dejado de pertenecerme. En su amable compañía, ya de noche, con una temperatura fresca como la de la orilla del mar, he vuelto á entrar en el pueblo y he sido conducido á esta casa, que fue mía, y cuyo dueño actual, unido á mi familia por los vínculos de una amistad intachable de medio siglo, ha puesto á mi disposición este cuarto en que la escribo, y, donde rendido de cansancio, voy á entregarme al sueño, imagen espantosa de la muerte, que con más viveza que en parte alguna me atrae en este lugar donde fluyó al mundo mi vida, con voces cariñosas, de mí las más conocidas y amadas, que me dicen al oído: no temas, sigue adelante; de haber algo más allá del sueño sin despertar, allí te esperarán, no las iracundias que explotan tus enemigos, sino las misericordias inagotables de un Amor, que lo es todo, si el Todo es algo. Voy á dormir, pues, sin temor á las excomuniones de esos malvados que prestan á Dios los furores y vilezas de su corazón miserable, y que por fortuna no han conseguido robarme, aunque lo pretendieron, el cariño de las honradas y discretas gentes entre quienes nací. Le siento á mi lado.

     26 de Agosto. —¡Oh, qué hermoso día, amiga mía, el que acaba de transcurrir! Pensaba yo que solo era posible en la florida juventud gozar con tan sencillas cosas como me han traído hoy constantemente con el pecho rebosando de alegría; pero me equivocaba: no acaba el goce hasta que envejece el corazón, y, afortunadamente, no pesan sobre el mío la mitad de los años que gravitan sobre mi cabeza. A las diez de la mañana, bajo un cielo azul sin una nube, donde lucía un sol espléndido, que parecía alardear su inefable belleza, he salido á caballo, acompañado de varios amigos, á caballo también, á dar una vuelta por el término de esta villa. A galope tendido á través de campos recién segados, saltando con brío zanjas y vallados, cruzando á escape los barbechos y dehesas donde pasta el ganado de este vecindario, bajando con precaución los bardales del río y volviéndolo a subir por la orilla opuesta sin recelos, hemos cruzado diez o doce aldeas, que en unión de Medina constituyen este municipio de las Merindades de Castilla, centro de esta hermosa y fecunda comarca, que más todavía la historia auténtica que conservan las piedras y las palabras, que la historia escrita, me hacen considerar el asiento de aquella originalísima república de Castilla, que regentearon Nuño Rasura y Laín Calvo, y donde echó raíces inmortales aquella nacionalidad castellana que llevó su glorioso nombre, su hermosa lengua, sus sabias leyes, sus austeras costumbres más allá, mucho más allá de los lindes en que clavaron sus águilas los romanos y los griegos sus estandartes.

    Oreados por una fresca brisa, que templaba los ardores del sol, hemos hecho alto en un lugarejo que lleva el significativo nombre popular de Balcón de Castilla. ¡Qué hermosísimo panorama el que desde allí se contempla! ¿Recuerda usted aquellas altaneras montañas estratificadas y sin vegetación, que se divisan, mirando al Sur desde la Atalaya de Santander? Pues aquellas mismas montañas, donde se abren los valles famosos de Pas y de Soba, son las que se ven desde aquí, mirando al Norte, como postrero término del horizonte Y girando desde ellas la vista á mano derecha, se descubren allá lejos las más altas cumbres de los montes qué cierran otro valle bien conocido en la callo de Postas de Madrid, el pobre valle do Mena, patria de tantos ricos. Después se ven mucho más cercanos unos montes rojizos, llenos de oloroso espliego, que llaman montes de Rosales. Allá al Oeste se vislumbran los peñascos del desfiladero de, Oña, y tapando con su enorme masa los Hocinos, parece tocarse con la mano la soberbia y altanera Tesla, que tiene a su pié el valle de Losa, parecido al inmortal valle de Tempe, y rico como él en caballos de fatiga, de cuya casta era el que yo montaba, que se comía materialmente los caminos más descuidados y peligrosos.

     Consiéntame usted repetir la palabra que en aquel momento de efusión y gozo he dicho á mis amigos: Señores, podríamos estar orgullosos de haber nacido en este país, si supiéramos arrancarle con brío a las preocupaciones religiosas, á los absurdos económicos y á las indignidades monárquicas. El ser castellanos de esta verdadera cabeza de Castilla, cuna de la más antigua República, nos obliga á ser los más fieles y constantes de los republicanos españoles. ¡Que no muramos sin ver esta patria, regenerada por la libertad, devuelta á sus antiguos esplendores! Hemos empleado la tarde en visitar las Torres. Son ellas una antiquísima y robustísima fortaleza, que á través de los siglos conserva á plomo matemático sus altísimos paredones de cantos rodados, mezclados á un cemento indestructible y salino, que lame con ansia la cabra que ramonea en su recinto desamparado. Descuellan sobre el pueblo y sobre la comarca, denunciando la antigua importancia de esta villa y enseñando a muchos, que no quieren aprender, el lugar preciso de una plaza fuerte sobre la línea del Ebro superior. Los varios pisos de esta fortaleza cayeron no sé cuándo, y sus escombros embarazan el paso en el interior, desde donde se descubre un vasto cuadrilongo del cielo, que arroja allí sus tempestades de agua, nieve y granizo, entre la grosera indiferencia de unos propietarios inciertos y unos gobiernos sin noticias del país, ni del mérito de esta construcción, para mil usos modernos fácilmente aprovechable, y que revela su pasada opulencia en una preciosa cornisa de yeso, de estilo arabesco y leyendas góticas, que, ¡oh mudanza del tiempo! indica el desaparecido piso que hollaron los pies de soberbias castellanas, señoras de horca y cuchillo, cuyos descendientes, soldados en un regimiento de línea, dan acaso guardia, arma al brazo, á los hijos de algún maestro de escuela andaluz ó de cualquier chocolatero riojano, que ocupa por sus méritos personales aquellas transformadas condestablías, que neciamente consideraron vinculadas en su raza a título de perdurable herencia.

     Por la noche., una animada conversación de sobremesa, rodeado de jóvenes y viejos, en que por espacio de dos horas se ha recordado todo el pasado, se han ensalzado las virtudes de los muertos y se han fortificado las esperanzas en los vivos, ha completado este día de felicidad, que por los raros que ellos son en la vida, sin duda quedará para siempre grabado en mi memoria.

Agosto 27.-Celebro que el natural descuido de los días alegres me impidiese echar ayer al correo esta carta, porque le puede á usted llevar noticia de otro día de aquellos que señalaban los romanos con piedra blanca. Hoy hemos ido á Villarcayo, hermoso pueblo, aunque mucho más reducido que Medina, donde se halla la cabeza del partido judicial, y allí he encontrado antiguos y queridísimos amigos, que por obligarme á pasar en su compañía la noche, me han dado ocasión de ver el Ebro en su paso quizá más difícil, terrible y decisivo, cuando metiéndose por entre los retorcidos Hocinos, sin saber a qué mar llevar sus aguas, si al verde y profundo Atlántico ó al azul y rizado Mediterráneo, parece recoger todas sus energías, huir espantado del abismo tempestuoso y lanzarse horadando el monte al buscar undoso lago en que brinda Venus amores y lascivias, y ofrece Minerva los dulces placeres de la inteligencia luminosa. Agosto 28. —Ha llegado la hora de las despedidas. Un grupo me rodea, manos amigas estrechan mis manos, labios cariñosos me besan. Siento humedecidos mis ojos al mirar, ¡quién sabe si por última vez! este pueblo. ¡Adiós, amigos queridos; adiós, patria siempre amada! ¡Oh! si mis deseos fuesen ley, si mis votos se cumpliesen, sabed todos que la felicidad reinaría perpetuamente en vuestros hogares, y el nombre de Medina brillaría claro en el cielo estrellado de las ciudades españolas. Adiós también usted, amiga mía; hasta la vista. Esta noche llegará á Bilbao, donde recogeré impresiones que podrán entretener alguna velada de este invierno.

Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria, una heroína

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“Conozco en esta guerra un heroísmo ante  el cual me hincaría de rodillas, y es el de unas damas que, sea cual fuere su alcurnia; una conciencia honrada como la mía no puede pasar en silencio”

(Indalecio Prieto, Congreso de Diputados, octubre 1921)

Hoy día el recuerdo de aquella ilustre dama es casi nulo. Casi nadie sabe de ella y de su heroísmo y entrega a los demás. En Madrid, en la Avenida de la Reina Victoria, muy cerca de la Glorieta de Cuatro Caminos, está el Hospital de la Cruz Roja, el más antiguo y trascedente de España. A él estuvo unido toda su vida aquella mujer madrileña, Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria. También su gran amiga la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII. Ante la fachada, en la calle, se halla el espléndido y emotivo grupo escultórico de Julio González Vela, que tiene una réplica en Cádiz.

Carmen de Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria, nació en Madrid en 1875 y falleció en 1959 también en Madrid. Su título le venía de su marido Pablo Montesino Fernández-Espartero. Fue una gran mujer admirada por todos, entregada en cuerpo y alma a ayudar a los más necesitados, en su tiempo, los soldados enviados irresponsablemente a la matanza general de Marruecos; al Desastre de Annual. En 1914 aportó su dinero para la conclusión de las obras del hospital de San José y Santa Adela, primer centro nacional de la Cruz Roja Española. Para llevar a buen fin su empeño contó con la ayuda de la reina Victoria Eugenia, que además fue una de sus mejores amigas.

Se hizo Dama Enfermera de la Cruz Roja en 1920, primera de su promoción. La institución en España se reorganizó en 1916. Al año, la reina creó un cuerpo de enfermeras, profesionales y voluntarias. Angoloti entró enseguida a trabajar en el Hospital de San José y Santa Adela.

La tragedia llegó a España en la campaña de Marruecos, que habría de pasar a la historia como el Desastre de Annual por la tremendas bajas militares y la enorme cantidad de heridos de toda índole, desamparados de todos. Doña Carmen no pudiendo aguantar más tiempo en Madrid, ante aquel cúmulo de calamidades que no cesaban de llegar, se puso en marcha hacia Melilla en agosto de 1921, acompañada de una expedición de enfermeras voluntarias. Allí permaneció hasta 1925.

Luego volvió a Madrid y permaneció en el hospital de San José y Santa Adela hasta 1931. Ante la horrenda situación que se encontró, logró reorganizarlo todo medianamente. Estableció normas sanitarias inéditas hasta entonces y trató a todos los enfermos por igual, sin distinción de rangos militares. Los casos se priorizaban según su gravedad. En octubre, el Congreso y el Senado se hicieron eco de la labor humanitaria de aquella mujer, que hasta poco antes de morir en 1959 continuaba regentando los 27 hospitales de la Cruz Roja.

Intervención en el Congreso en octubre de 1921 del diputado socialistaIndalecio Prieto:  “Porque yo no voy a exaltar aquí heroísmos ni  voy a delatar y a ahondar cobardías. Tengo acerca de eso ya un criterio  finísimo, que me ha dado la vida, dura para mí, creo que ni el valor ni lacobardía deben servir para la exaltación o el motejo de las personas.Solo conozco una fórmula augusta del valor: la serenidad; lo demás eshisterismo, contagioso lo mismo en el valor que en la cobardía. Para mí nohay valientes ni cobardes, y por lo tanto, no he de motejar a los unos ni hede exaltar a los otros.

Sin embargo, conozco en esta guerra un heroísmo ante  el cual me hincaría de rodillas, y es el de unas damas que, sea cual fuere su alcurnia; una conciencia honrada como la mía no puede pasar en silencio. Me  refiero a ese grupo pequeño, diminuto, ínfimo, capitaneado por esa heroínaque se llama duquesa de la Victoria. Es el único heroísmo españoldel cual he sido testigo, el único que me siento con valor para exaltar aquí;pero con la exaltación tiene que ir la honda lamentación, entre lágrimas, deque sea un puñado tan escaso, cinco, seis u ocho mujeres, las que andanatendiendo a los heridos, clavando los féretros, amortajando los cadáveres”.

Hospital de la Cruz Roja (Foto propia)

 

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A la Duquesa de la Victoria (Foto propia)

 

Monumento obra deJulio González Pola (Foto propia)

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Alberto Pirrongelli, maestro del trampantojo

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Alberto Pirrongelli

Alberto Pirrongelli, de los carteles gigantes de los cines de la Gran Vía a los espectaculares trampantojos

El diccionario de la Real Academia Española define el trampantojo como trampa ante el ojo; trampa o ilusión con la que engañar tanto a personas como a animales haciéndoles ver lo que no es. Trampantojo procede del francés "trompe d'oeil", y consiste en una técnica pictórica que juega con las perspectivas y planos y que anula la representación pictórica; es decir, los propios efectos de la pintura, incluso el estilo que define al artista, para dar paso a la simplicidad de una realidad ficticia que sorprende por tratarse de un entorno físico ficticio y fingido. La técnica es muy antigua; se ha hecho siempre desde que existe la pintura.

Se ha comprobado que los trampantojos afectan también a la percepción visual de los animales. En un estrecho callejón se pintó en el suelo un agujero de unos dos metros de diámetro, dejándose a un lado solo un pasillo de unos cincuenta centímetros. Se hizo pasar a un perro, que sin detenerse o sorprenderse siquiera, cuando se vio ante el “socavón”  se limitó a bordearlo. También el experimento se hizo con varios polluelos ante un “precipicio” pintado, los cuales no dudaron en no seguir adelante. Más inusual fue ver a un pájaro volando en una sala sin ventanas ni puertas, salvo una “abierta” de par en par pero pintada. En su afán por salir al exterior, el pájaro se dirigió en todos los casos al hueco pintado, naturalmente chocando con la pared. Se hizo con personas, por supuesto, y con efectos sorprendentes. Como cuando se pintó una puerta entreabierta que conducía a los aseos en un túnel de metro. La  gente se acercaba y hacía ademán de abrirla para poder pasar hacia el interior. Pero no había ni siquiera manubrio que asir. En Madrid hay buenos trampantojos, en este caso nos referimos a uno de sus mejores artífices, Alberto Pirrongelli, antaño uno de los cartelistas de los viejos cines de la Gran Vía, que anunciaban las películas de estreno a lo largo y ancho de las fachadas del Callao, Palacio de la Música, Avenida… De Pirrongelli merece la pena leer lo que han escrito de él y su arte en dos medios de prensa, que ilustro con mis propias fotos de los murales.

El Mundo. José Ramón Camaño | Madrid

28 de junio del 2010

En el mundo del arte la cotidianeidad pierde su esencia. Hay veces en las que la confusión puede provocar un cosquilleo que atraviesa tu cuerpo. En otras, la incertidumbre te mece en una extraña comodidad sensorial. Y hay muchas, como las que descarga a pinceladas este pintor emeritense de apellido italiano, en las que sentirte engañado puede hacerte esbozar una sonrisa de satisfacción. Y cuando muchos lo llaman mentira, Alberto Pirrongelli prefiere hablar de fantasía. "Recuerdo una vez que un señor paró a sacar dinero en un cajero automático que pinté en mi trampantojo de la Plaza de los Moros, en el barrio de La Latina. Había estado dando vueltas buscando uno, y cuando llegó a mi mural se pilló un cabreo conmigo...", cuenta Pirrongelli entre risas. "Yo estaba allí retocando los últimos detalles, se acercó y me dijo: Le felicito porque me ha engañado usted totalmente".Trampa ante el ojo. Un juego de palabras que define al arte de provocar en las pinturas una extrema sensación de profundidad a través de la perspectiva. Un arte que ha trascendido su presencia en muchas obras del Renacimiento y Barroco para recubrir las medianeras de algunas ciudades en un intento de crear una urbe más humana, menos agresiva. A sus 68 años, Alberto muestra con su actitud el orgullo de haber decorado varias fachadas de ciudades como Madrid o Navalcarnero con alguna de sus grandes pinturas murales.

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Pero el engaño no llegó hasta la década de los ochenta, tras una extensa carrera en un mundo no menos mágico: el del cine. Pintó su primer cartel a los 13 años para el cine de la localidad pacense de Don Benito, y años más tarde se lanzó a la aventura. "Yo soy un niño de postguerra, y en la época en que yo me inicié en el cartel de cine había artistas de una grandísima calidad en Madrid, a quienes políticamente no les estaban permitidas ciertas licencias. Por eso se refugiaron en el cine, aunque el mundo del cartel estuviese mal pagado. Así al menos podían salir adelante, y se llegaron a hacer carteles que eran la atracción del mundo entero". Cuando recuerda esa etapa, la de sus grandes carteles en los cines de la Gran Vía madrileña, sus palabras trasladan a otra época, pero a la misma atracción y sorpresa. Son anécdotas en las que actores y actrices de Hollywood querían llevarse su reflejo a brochazos de proporciones astronómicas/su reflejo de proporciones astronómicas hecho a base de brochazos.

"Los primeros trampantojos en Madrid son los de Puerta Cerrada, que se hicieron en los ochenta. Los que éramos pintores de carteles cinematográficos nos enfadamos muchísimo porque el Ayuntamiento contrató a gente de fuera para hacer esa porquería que hicieron allí, porque pensaban que los de aquí no lo podíamos hacer, con lo simple que era". Esa fantasía del cine le dio paso a poder hacerlos, y sobre todo la técnica del gran tamaño. Tras aquel episodio, Pirrongelli asegura que casi todos los trampantojos de la capital están hechos por él.

La impresión digital llegó al mundo de la cartelería, y tras alternar su antiguo trabajo con carteles en ferias de muestras de toda Europa, surgió la oportunidad. Su idilio con las alturas comenzó así durante el periodo en el que Sigfrido Herráez se erigió como concejal de Vivienda, y promovió la creación de grandes mentiras murales en diversos puntos de la capital. Y con ello una propuesta de pintar un mural en la Plaza de los Moros.

"Lo primero que te viene a la cabeza es trabajar a semejante altura. Me pusieron un andamio normal, y cuando me subí vi que no podía, estaba muy bien hecho y muy bien anclado, sin ninguna vibración, pero no podía dar ni un paso atrás metido ahí en una pared". En ese momento decidieron instalarle un andamio especial de dos metros, gracias al cual el emeritense podía trasladar el carro con las pinturas, además de colocarse a cierta distancia del lienzo para observar lo que estaba haciendo. Bóvedas venecianas, grandes puertas de hotel, cigüeñas,... incluso algunos vecinos de las zonas donde se realizan las pinturas están retratados en estas pinturas. Y así, cualquier objeto o ser vivo se convierten en candidatos...“Los trampantojos no sólo cumplen una función estética y aumentan la calidad de vida de una ciudad. También pueden tener una función instructiva, como los que he pintado en Navalcarnero, donde varios episodios de la localidad, como el de su fundación, están representados en sus paredes".

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Pirrongelli plasma sus gustos personales, como animales o plantas. "Pero a pesar de la libertad que siempre me han dado, tengo que limitarme a la perspectiva, por ejemplo si es urbana. Eso sí, necesito meter algún elemento humano porque me gusta humanizar la pared y sensualizarla hasta donde pueda. Incluso a veces asomo algún personaje femenino en intimidad, que se puede vislumbrar a través de alguna ventana, aunque a veces no puedo porque moralmente no estaría bien". El proceso, que normalmente dura unos 20 días laborables, requiere una preparación especial de la pared para que el material resista durante años a las inclemencias del tiempo. Aún así, este trabajo trae consigo debajo del brazo la dureza de saber que la labor que estás haciendo no va a perdurar incorrupto durante mucho tiempo, y que una bandada de graffitis va a anidar hasta hacerla invisible al viandante.

"El trabajo que miraba con más agrado es que el que te he comentado, el de Puerta del Moro, por ser el primero que hice y porque es donde se consiguió el verdadero efecto de trampantojo, por la idea, por el tamaño del mural, por el espacio que ocupa en la placita, por esos árboles que en verano con hojas se funden con la pintura. Pero ahora no quiero pasar por allí para no verlo", explica Pirrongelli.

Ocurre lo mismo con el de la calle Montera, por el que la pena también le impide pasar. "La falta de respeto de los grafiteros llega al absurdo, yo no lo entiendo. Al principio todos los trampantojos se mantuvieron meses sin tocarse, pero en cuanto viene uno que pone un nombrecito en pequeño, al día siguiente está lleno de firmas. Por eso mi relación personal con cualquiera de estas personas es muy desagradable. Además, no hay derecho a que vayan aestropear una propiedad. Es como si yo voy a tu casa y en el muro pinto una réplica perfecta de las Meninas". Alberto se dedica ahora fundamentalmente al arte sacro a través de la pintura de frescos, y desarrolla casi toda su labor en la localidad madrileña de Navalcarnero. Allí se siente a gusto y respetado. Y lo que es más importante, su trabajo se mima con paños de cristal. "Hasta una altura de casi tres metros han colocado unas cristaleras en todos mis murales, de manera que no se puedan estropear", afirma con satisfacción. De esta forma, siempre podrá seguir trabajando seguro de que la verdad nunca será desvelada.

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ABC. CRISTINA ALONSO

5 de marzo del 2003

Siempre de corbata y bata amarilla, con su pequeño perro Macías siguiéndole a todas partes, la vista de Alberto Pirongelli se pierde recordando historias en su gran estudio de pintor, que más bien parece un decorado a medio montar de una película con protagonista incierto.

Entre viejos stands de feria, cuadros aún por terminar y habitáculos de madera para salvar los óleos del polvo, en las paredes, un triunfante Calígula habita sobre un enorme perfil fantasioso y nocturno de varios edificios emblemáticos madrileños. A pocos metros de Tom Cruise, o mejor dicho, de Jerry Maguire, la que fue la niña de sus ojos: Penélope Cruz. Sin olvidar a un amarillento Roy Schneider justo en el momento en que empuña una pistola para matar al Tiburón que sembró el pánico en las playas de medio mundo en 1975. Pero la estrella absoluta del lugar es, sin duda, el enorme John Wayne de Río Bravo, que mira de reojo a su creador desde hace casi medio siglo.  Las manos de Pirongelli, último cartelista en activo de los cines madrileños, lograron obtener de una simple tela una piel aterciopelada para Marilyn Monroe o un blanco inmaculado para la túnica de Gandhi, cuyo cartel recuerda con especial cariño: «Estuvo en el cine Callao, era enorme, de unos 30 por 12 metros. Al año siguiente, Hollywood seleccionó una imagen de ese trabajo para las presentaciones que hacen allí las televisiones con motivo de los Oscar». Pero, lamentablemente, estas pinturas fueron tan seductoras como efímeras.

Casi todas sus obras, al igual que las de sus compañeros, acabaron en las cloacas. Cuando los carteles regresaban de las fachadas de los cines al taller, se desclavaban las telas, se lavaban y se «reutilizaban ochenta mil veces». Una vez limpias, a volver a empezar. «En los sumideros de los pilones se perdieron los amores de Humprey Bogart y la rebeldía de James Dean», explica, tristemente, el pintor, quien ya de niño, en su pueblo de Badajoz, machacaba plantas y flores en busca de tinta. Su único lienzo eran, por aquel entonces, las paredes de las cuadras de su casa, que decoraba con temas religiosos. A los 13 años una pequeña travesura marcó su trayectoria profesional. «Me atreví a entrar en el despacho de Don Antonio Cidoncha, de Don Benito, un empresario de los tres cines que tenía el pueblo. Le hizo gracia mi atrevimiento de niño y me dio un «presbu», que era como llamábamos a la información ilustrada que mandaban las productoras de cines. Era de la película «Simba», la historia terrible de una leona acorralada por una tribu».

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No dijo nada en casa. Sin más, cogió una sábana de la cama y en la cuadra, a escondidas, hizo el que sería su primer cartel gracias a las tintas que le proporcionó un amigo droguero. «Gustó al empresario y sirvió de propaganda en la fachada del cine Rialto de Don Benito. Esto fue, creo recordar, en 1955», explica. A cambio de 300 pesetas a la semana, el empresario le contrató como cartelista. Alberto Pirongelli fue autodidacta hasta los 17 años. Después, emprendió rumbo a Madrid con los ojos puestos en la Gran Vía, la avenida que, en aquella época, otorgaba el éxito o el fracaso. «Encontré trabajo en el taller de David Huelmo, en 1959. Él fue mi maestro. Para mí era el más grande, siendo él muy pequeño de estatura. Era grandioso verle pintar, tenía un dibujo perfecto y bellísimo y con el color era auténticamente magistral, valiente de pincelada y académico hasta la absoluta perfección. Chocábamos constantemente pero ha sido y es alguien a quien quiero profundamente y a quien estaré siempre agradecido», reconoce el pintor, de 65 años. Su último cartel fue hace cuatro años, y prefiere no recordarlo. «Para mí fue algo previsto, pero muy duro. Sin duda fue el último cartel clásico de la escuela de cartel de Madrid». El cine Palacio de la Prensa de Gran Vía o el Roxy siguen luciendo pequeños carteles en su entrada, pero «no tienen nada que ver con los de antes». Son sólo un simple sucedáneo de sus antepasados.

Los grandes cartelistas convirtieron el centro madrileño en un impresionante museo urbano durante las décadas de los 60 y 70. «Por aquel entonces, y sin duda alguna, la escuela de cartel de Madrid era admirada en toda Europa y Estados Unidos. En la Gran Vía y en Fuencarral había carteles que eran verdaderas lecciones de arte, ¡lástima que no se supo ver a nivel institucional!», sostiene el cartelista, quien compartió pincel con artistas que se vieron obligados a refugiarse en el cartel ante la imposibilidad de exponer en salas de arte por su pasado político. «Para nosotros, el «pensamiento único» sólo se podía dar pintando la dulce ternura de Jean Simmons».

Durante los años dorados del cartel madrileño muchas manos trabajaban para que, cada jueves, y muchas veces en sólo una noche, las nuevas fachadas de los grandes cines encandilaran al público. Carpinteros para hacer los bastidores, clavadores de tela cuyas herramientas eran las tachuelas negras y el martillo, dibujantes de carboncillo, rotulistas que daban a cada título su personalidad, ya se tratara de una película bélica, de selva, de kárate, comedia, terror... Pero pintores, los grandes artesanos que lograban extraer en una imagen el alma de una película, había pocos: «Maestros, maestros, tal vez se pudieran contar con los dedos de las dos manos».

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Maestros que encontraron en la impresión digital sobre lonas de grandes tamaños la pena de muerte. «Se fueron supliendo los espacios con bastidores luminosos, con los affiches que sólo costaban 70 pesetas», recuerda el artista. Además, la proliferación de las minisalas -sin espacio para dar cabida a 5, 6 o 10 carteles- y la corta vida de una película en los cines también obligaron a Alberto Pirongelli y camaradas a reconducir su oficio. Hoy, el pintor realiza todo tipo de pintura artística, tanto para interiores como para exteriores, en colaboración con Sanca, una empresa de comunicación.

Aunque ya no realiza carteles cinematográficos, algunos de los últimos trabajos de Pirongelli siguen estando presentes en muchas calles madrileñas, a la vista de todos los que, intencionadamente o no, claven sus ojos en ciertas paredes. Él es el autor de algunos de los trampantojos -grandes pinturas murales que buscan engañar a la vista y que decoran medianerías del casco histórico- más conocidos de la capital: la fachada de la plaza de Puerta Cerrada, la calesa de Montera, la verbena de la carrera de San Francisco, una peluquería en San Bernardo... El cartel que ya no podrá pintar, pero que sí soñó hacer cuando vio la película, tendría la misma ubicación y medida que el que elaboró para la película Gandhi, pero su protagonista sería otro: el general Máximo, interpretado por Russell Crowe en Gladiator. «Me imagino a ese general extremeño de mi querida Emérita Augusta dando lección de honor a Roma. Casi lo veo pincelada a pincelada, fuerte y honesto, con sus principios éticos... Qué bonito sería hacerlo...».«Pero ya no podrá ser».

La Cueva de Zaratustra o la librería de Gregorio Pueyo

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“Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda”.

Ramón María del Valle-Inclán, escena segunda de Luces de Bohemia

Así describió Valle-Inclán al personaje dueño de la Cueva de Zaratustra. Zaratustra era el apodo del librero y editor, personaje real y bien conocido en el Madrid finisecular, Gregorio Pueyo Lamenca (1860-1913),natural de Panticosa, Huesca, que desde 1880 fue vecino de Madrid. Pueyo fue un personaje situado siempre en la trastienda de las Letras. Su misión era sacar adelante su librería de la calle Mesonero Romanos, ubicada en el número 10 desde 1899, número aquel inexistente hoy porque la construcción perpendicular de la calle Gran Vía deshizo todo vestigio a un lado y a otro. Emilio Carrere describió así la librería de Pueyo: “Todos los escritores triunfantes y los que se han perdido en el fracaso de las oficinas o han desaparecido por el escotillón de la muerte, han pasado alguna vez por la trastienda de Pueyo, atiborrada de libros –plantel para la uñilarga señorita Bohemia-, con su viejo quinqué de petróleo y su olor a humedad”.

Pero Pueyo también se esforzó en dar a conocer a los escritores modernistas, poetas y novelistas, que habían venido a Madrid a labrarse un camino. A su trastienda acudían a las tertulias, alejadas del bullicio de los cafés del centro de Madrid; también de cuando en cuando el propio Valle-Inclán, que buscaba editar uno de sus primeros libros. Aquel ambiente de la librería de Gregorio Pueyo debió de calar hondo en el escritor, que hizo de ella la segunda escena de su obra Luces de Bohemia, 1924, que había localizado no en la calle Mesonero Romanos nº 10, sino mucho más apartada: en el Pretil de los Consejos, confluencia con la calle Mayor. Pueyo falleció de tuberculosis en Pozuelo de Alarcón a los 52 años, adonde había tenido que retirarse a vivir por consejo médico para su mal pulmonar. Fue enterrado en el recoleto cementerio del pueblo: el del Santo Ángel de la Guarda.

 

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Luces de Bohemia por Ramón del Valle-Inclán

ESCENA SEGUNDA

La cueva de ZARATUSTRA en el Pretil de los Consejos. Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero. ZARATUSTRA, abichado y giboso -la cara de tocino rancio y la bufanda de verde serpiente-, promueve, con su caracterización de fantoche, una aguda y dolorosa disonancia muy emotiva y muy moderna. Encogido en el roto pelote de una silla enana, con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero, guarda la tienda. Un ratón saca el hocico intrigante por un agujero.

ZARATUSTRA: ¡No pienses que no te veo, ladrón!
EL GATO: ¡Fu! ¡Fu! ¡Fu!
El CAN: ¡Guau!
EL LORO: ¡Viva España!

Están en la puerta MAX ESTRELLA y DON LATINO DE HISPALIS. El poeta saca el brazo por entre los pliegues de su capa, y lo alza majestuoso, en un ritmo con su clásica cabeza ciega. MAX: ¡Mal Polonia recibe a un extranjero! ZARATUSTRA: ¿Qué se ofrece? MAX: Saludarte, y decirte que tus tratos no me convienen. ZARATUSTRA: Yo nada he tratado con usted. MAX: Cierto. Pero has tratado con mi intendente, Don Latino de Hispalis.
ZARATUSTRA: ¿Y ese sujeto de qué se queja? ¿Era mala la moneda? DON LATINO interviene con ese matiz del perro cobarde, que da su ladrido entre las piernas del dueño. DON LATINO: El maestro no está conforme con la tasa, y deshace el trato. ZARATUSTRA: El trato no puede deshacerse. Un momento antes que hubieran llegado... Pero ahora es imposible: Todo el atadijo, conforme estaba, acabo de venderlo ganando dos perras. Salir el comprador, y entrar ustedes. El librero, al tiempo que habla, recoge el atadijo que aún está encima del mostrador, y penetra en la lóbrega trastienda, cambiando una seña con DON LATINO. Reaparece. DON LATINO: Hemos perdido el viaje. Este zorro sabe más que nosotros, maestro. MAX: Zaratustra, eres un bandido. ZARATUSTRA: Ésas, Don Max, no son apreciaciones convenientes. MAX: Voy a romperte la cabeza. ZARATUSTRA: Don Max, respete usted sus laureles.

Gregorio Pueyo y Emilio Carrere

MAX: ¡Majadero! Ha entrado en la cueva un hombre alto, flaco, tostado del sol. Viste un traje de antiguo voluntario cubano, calza alpargates abiertos de caminante, y se cubre con una gorra inglesa. Es el extraño DON PEREGRINO GAY, que ha escrito la crónica de su vida andariega en un rancio y animado castellano, trastocándose el nombre en DON GAY PEREGRINO: Sin pasar de la puerta, saluda jovial y circunspecto. DON GAY: ¡Salutem plúriman! ZARATUSTRA: ¿Cómo le ha ido por esos mundos, Don Gay? DON GAY: Tan guapamente. DON LATINO: ¿Por dónde has andado? DON GAY: De Londres vengo. MAX: ¿Y viene usted de tan lejos a que lo desuelle Zaratustra? DON GAY: Zaratustra es un buen amigo. ZARATUSTRA: ¿Ha podido usted hacer el trabajo que deseaba? DON GAY: Cumplidamente. Ilustres amigos, en dos meses me he copiado en la Biblioteca Real el único ejemplar existente del Palmerín de Constantinopla. MAX: ¿Pero, ciertamente, viene usted de Londres? DON GAY: Allí estuve dos meses. DON LATINO: ¿Cómo queda la familia Real?

DON GAY: No los he visto en el muelle. Maestro, ¿usted conoce la Babilonia Londinense? MAX: Sí, Don Gay. ZARATUSTRA entra y sale en la trastienda, con una vela encendida. La palmatoria pringosa tiembla en la mano del fantoche. Camina sin ruido, con andar entrapado. La mano, calzada con mitón negro, pasea la luz por los estantes de libros. Media cara en reflejo y media en sombra. Parece que la nariz se le dobla sobre una oreja. El loro ha puesto el pico bajo el ala. Un retén de polizontes pasa con un hombre maniatado. Sale alborotando el barrio un chico pelón montado en una caña, con una bandera. EL PELóN: ¡Vi-va-Es-pa-ña! EL CAN: ¡Guau! ¡Guau! ZARATUSTRA: ¡Está buena España! Ante el mostrador, los tres visitantes, reunidos como tres pájaros en una rama, ilusionados y tristes, divierten sus penas en un coloquio de motivos literarios. Divagan ajenos al tropel de polizontes, al viva del pelón, al gañido del perro, y al comentario apesadumbrado del fantoche que los explota. Eran intelectuales sin dos pesetas.

DON GAY: Es preciso reconocerlo. No hay país comparable a Inglaterra. Allí el sentimiento religioso tiene tal decoro, tal dignidad, que indudablemente las más honorables familias son las más religiosas. Si España alcanzase un más alto concepto religioso, se salvaba. MAX: ¡Recémosle un Réquiem! Aquí los puritanos de conducta son los demagogos de la extrema izquierda. Acaso nuevos cristianos, pero todavía sin saberlo. DON GAY: Señores míos, en Inglaterra me he convertido al dogma iconoclasta, al cristianismo de oraciones y cánticos, limpio de imágenes milagreras. ¡Y ver la idolatría de este pueblo! MAX: España, en su concepción religiosa, es una tribu del Centro de África. DON GAY: Maestro, tenemos que rehacer el concepto religioso, en el arquetipo del Hombre Dios. Hacer la Revolución Cristiana, con todas las exageraciones del Evangelio. DON LATINO: Son más que las del compañero Lenin. ZARATUSTRA: Sin religión no puede haber buena fe en el comercio. DON GAY: Maestro, hay que fundar la Iglesia Española Independiente.

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MAX: Y la Sede Vaticana, El Escorial. DON GAY: ¡Magnífica Sede! MAX: Berroqueña. DON LATINO: Ustedes acabarán profesando en la Gran Secta Teosófica. Haciéndose iniciados de la sublime doctrina. MAX: Hay que resucitar a Cristo. DON GAY: He caminado por todos los caminos del mundo, y he aprendido que los pueblos más grandes no se constituyeron sin una Iglesia Nacional. La creación política es ineficaz si falta una conciencia religiosa con su ética superior a las leyes que escriben los hombres. MAX: Ilustre Don Gay, de acuerdo. La miseria del pueblo español, la gran miseria moral, está en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte. La Vida es un magro puchero; la Muerte, una carantoña ensabanada que enseña los dientes; el Infierno, un calderón de aceite albando donde los pecadores se achicharran como boquerones; el Cielo, una kermés sin obscenidades, a donde, con permiso del párroco, pueden asistir las Hijas de María. Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Su religión es una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere. ZARATUSTRA: Don Gay, y qué nos cuenta usted de esos marimachos que llaman sufragistas, DON GAY: Que no todas son marimachos. Ilustres amigos, ¿saben ustedes cuánto me costaba la vida en Londres? Tres peniques, una equivalencia de cuatro perras. Y estaba muy bien, mejor que aquí en una casa de tres pesetas.

DON LATINO: Max, vámonos a morir a Inglaterra. Apúnteme usted las señas de ese Gran Hotel, Don Gay. DON GAY: Saint James Squart. ¿No caen ustedes? El Asilo de Reina Elisabeth. Muy decente. Ya digo, mejor que aquí una casa detres pesetas. Por la mañana té con leche, pan untado de mantequilla. El azúcar, algo escaso. Después, en la comida, un potaje de carne. Alguna vez arenques. Queso, té... Yo solía pedir un boc de cerveza, y me costaba diez céntimos. Todo muy limpio. Jabón y agua caliente para lavatorios, sin tasa. ZARATUSTRA: Es verdad que se lavan mucho los ingleses. Lo tengo advertido. Por aquí entran algunos, y se les ve muy refregados. Gente de otros países, que no siente el frio, como nosotros los naturales de España. DON LATINO: Lo dicho. Me traslado a Inglaterra.Don Gay, ¿cómo no te has quedado tú en ese Paraíso? DON GAY: Porque soy reumático, y me hace falta el sol de España.

ZARATUSTRA: Nuestro sol es la envidia de los extranjeros. MAX: ¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos... Quizá un poco más tontos... Aunque no lo creo. Asoma la chica de una portera: Trenza en perico, caídas calcetas, cara de hambre. LA CHICA: ¿Ha salido esta semana entrega d'El Hijo de la Difunta? ZARATUSTRA: Se está repartiendo. LA CHICA: ¿Sabe usted si al fin se casa Alfredo? DON GAY: ¿Tú qué deseas, pimpollo? LA CHICA: A mí, plin. Es Doña Loreta la del coronel quien lo pregunta. ZARATUSTRA: Niña, dile a esa señora que es un secreto lo que hacen los personajes de las novelas. Sobre todo en punto de muertes y casamientos. MAX: Zaratustra, ándate con cuidado, que te lo van a preguntar de Real Orden. ZARATUSTRA: Estaría bueno que se divulgase el misterio. Pues no habría novela. Escapa la chica salvando los charcos con sus patas de caña. EL PEREGRINO ILUSIONADO en un rincón conferencia con ZARATUSTRA. MÁXIMO ESTRELLA y DON LATINO se orientan a la taberna de Pica Lagartos, que tiene su clásico laurel en la calle de la Montera.

25 años de la muerte de Fernando Martín el 10

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Fernando Martín Espina (1962-1989)

“El baloncesto no es fundamental en mi vida.

Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido”

(Fernando Martín Espina 1962-1989)

Fernando Martín el 10 descansa en una sobria sepultura familiar del Cementerio de la Almudena desde hace 25 años, que se cumplen este 3 de diciembre del 2014. Hoy tendría 52 años. Falleció con 27 en 1989. Su desaparición fue lo más duro, triste y trágico que pudo haberle pasado al equipo de baloncesto del Real Madrid en toda su historia. Desde entonces, el recuerdo de Martín no ha cesado de estar presente a lo largo de todos estos años. Se le echa de menos, se le sigue admirando, y en círculos deportivos, cuando sale su nombre a relucir, no deja un instante de general emoción, nostalgia y tristeza. No es para menos en una persona excepcional en lo humano y en lo deportivo. Lo que sigue es mi modesto homenaje recopilatorio, que traerá recuerdos a algunos.

Un domingo 3 de diciembre de 1989, cuando eran las tres y cuarto de la tarde, Fernando Martín, de 27 años, se estrelló con su coche, un Lancia Thema, a la salida de la curva 4A que enlaza la A2 con la M30 de Madrid. Cruzó diagonalmente cuatro carriles, saltó la mediana, invadió la dirección contraria y volcó, momento en que fue embestido violentamente por la puerta delantera derecha por otro vehículo, cuyo conductor sufrió heridas muy graves. La curva es muy cerrada y aunque relativamente ancha no está hecha para tomarla sin alto riesgo a más de 80 por hora, su límite legal establecido. Riesgo casi seguro de salida de la calzada y vuelco consiguiente. La velocidad en la curva a la que circulaba Martín se supuso entonces que era muy superior, pero de haber sido así habría perdido el control del coche antes de entrar en la M30. Además era una curva que muchas veces tuvo que tomar, puesto que vivía en una zona cercana. Nunca se sabrá qué pasó, aunque es probable que Martín, por causas desconocidas, acelerase tremendamente unos metros antes de incorporarse a la M30.

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Pero al cabo de 25 años de aquello, ya no importa. Pasó como pasó. Lo que importa en esta fecha es recordar a Fernando Martín a través de quienes lo conocieron y trataron, porque cómo dudarlo, la figura de aquel hombre fue especial por su cualidad de liderazgo absoluto en el deporte español, pero al margen de las impresiones a cerca de cómo era como deportista, se desvela claramente que en lo personal era una persona excepcional que atraía y convencía. Un líder nato. Sin embargo, con esa capacidad para mostrarse sin quererlo por encima de los demás, Martín encerraba el halo de la tristeza. Lo observó inteligentemente quien fue su entrenador durante años, Lolo Sáinz: "Le faltaba siempre un punto de felicidad para ser feliz. La vida parecía perseguirle". Pero la profunda observación no pasó de ahí, y nadie supo realmente descifrar lo que el propio Martín dijo una vez: “Lo único esencial en mi vida es sentirme un poco necesario y un poco querido.”

Fernando Romay: “Fernando Martín, cuando estábamos hundidos, se ponía el equipo a la espalda".

Pau Gasol:“Era un gran jugador y una persona increíble. Todo el mundo lo recuerda y aprecia su legado. Está en nuestras manos que las nuevas generaciones lo conozcan. Fue, y siempre lo será, un icono del baloncesto español.”

Juanma Iturriaga: “Pasan los años y la figura de Fernando, lo que fue y significó, sigue intacta en la memoria de muchos. No me extraña, por lo particular del personaje, su impacto deportivo y social, sus logros e indudable carisma. Me sigo preguntando de vez en cuando qué hubiese sido de él si aquel desgraciado accidente no hubiese tenido lugar. ¿Cómo habría terminado su carrera? ¿A qué se habría dedicado? ¿Seguiríamos viéndonos? Fue grande y lo sigue siendo.” 

Iñigo Muñoyerro: “Volvió cambiado (de Estados Unidos). Le costó reactivarse en una liga menor. Había arriesgado y había perdido. Además los dolores de espalda comenzaban a ser un calvario.”

Pepu Hernández.-“Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse. Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.”

Joaquín Yebra: “Fernando no parecía ser un jugador que pudiera ser un Pívot puro, o al menos serlo determinante, sobre todo por la altura, ya que medía 2,05 metros (y siendo generosos), pero su gran fortaleza física, una incansable capacidad de lucha y sacrificio por el bien del equipo, una tremenda agresividad y también astucia, técnica y talento, le hicieron no desentonar en absoluto en la lucha en las zonas, sino más bien imponerse a jugadores más grandes. Sin duda, uno de sus movimientos preferidos era el semi gancho, un recurso que fue perfeccionando hasta tal extremo que se convirtió en un jugador prácticamente indefendible, ya que era tremendamente efectivo.”

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Mensajes y comentarios anónimos en las redes sociales

“El tipo que más ha llenado una cancha de baloncesto. Parecía invencible. Un líder, un carisma inigualable, un tipo duro. Fortísimo. Era tremendo lo que imponía. Cuando se fue, todos nos dimos cuenta del vacío tan grande que dejó.”

“Era un líder dentro del campo, muy serio fuera, quizás demasiado. Sus duelos con Audie Norris, inolvidables. Ha sido uno de los más grandes del baloncesto y eso teniendo en cuenta su muerte tan prematura.”

“Su familia y sus amigos pueden estar muy orgullosos de que un hombre como él haya dejado semejante legado a la juventud. A la gente como Fernando hay que recordarla y honrarla siempre.”

“Jugar al límite, el esfuerzo máximo, la intensidad, luchar ante la adversidad física, eran algunas de sus marcas de identidad. Fernando todavía sigue con nosotros porque no lo hemos olvidado y no lo vamos a olvidar.”

“A nadie se le escapa que era un espíritu libre, de los que ya no quedan.”

“Inconformista por naturaleza. Permanecerá siempre en el recuerdo. Fue un pionero que demostró al mundo que los sueños, a veces, se hacen realidad.”

“Murió un icono del deporte, uno de los jugadores más carismáticos en la historia del baloncesto español.”

“Fernando Martín era una de esas promesas salidas de la cantera del Estudiantes, que se llevó el Real Madrid.

“Era una estrella. Martín era indestructible, una fuerza de la naturaleza, un talento descomunal y el mejor pívot de Europa.”

“Tenía el carácter fuerte de los que se auto exigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Empezó a jugar muy tarde por lo que técnicamente era muy flojo aunque físicamente era descomunal.”

“Podíamos estar horas y horas glosando la figura de Fernando Martín. Un ejemplo para la mayoría. Un pionero, un incomprendido, un arrogante, un privilegiado. Todo vale para definirlo. Que su carácter dejaba mucho que desear. Que no era un buen relaciones públicas de sí mismo.”

“Fernando era de esos tipos ganadores que hubieran triunfado en cualquier ámbito de la vida, y de una personalidad abrumadora.”

“El jugador madrileño era un gran deportista. Sus padres le trasmitieron el amor por el deporte. Fue cinco veces campeón de natación, y tuvo un buen nivel en judo, tenis de mesa y balonmano.”

“Un jugador de raza y carácter que ayudó a encumbrar el baloncesto en España.”

“Se inició en el baloncesto a eso de los 15 años, un deporte donde encajó muy bien gracias a su altura y su esplendoroso físico, digno de un culturista.”

“No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Fernando Martín apenas jugó once años al baloncesto, suficientes para llegar a lo más alto a lo que podía llegar un jugador español entonces.”

“Fue todo un personaje, rebelde, donjuán, estirado y reñido con la prensa. Tenía el carácter fuerte de los que se autoexigen y luego exigen a los demás. Peleaba siempre. No diferenciaba entre un entrenamiento y un partido oficial. Era un tío sólido, fiable, para el que cada rebote y cada balón eran siempre el último.”

“Era un tipo duro, atlético, tímido de carácter, agresivo en la cancha, que muchos admirábamos.

”Estamos ante uno de los mas grandes jugadores de baloncesto españoles de todos los tiempos, e indudablemente ante el pionero que consiguió que el baloncesto diese el salto de calidad que necesitaba para que generaciones posteriores cogieran su testigo y nos llevaran al nivel que disfrutamos actualmente.”

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Los que mejor lo conocieron

Lo más profundo y revelador que se escribió de Fernando Martín Espina corresponde a Juan Antonio Corbalán, su compañero en el Real Madrid, en un artículo en Marca que tituló Fernando, sencillez sublime.

«Él asumió desde muy pronto que la vida no era estabilidad. Era un hombre lleno de pasión y un profesional, más humano que profesional, con una frialdad y madurez impropias de su edad, que eran su equipaje cuando yo le conocí, allá por el verano de 1981. Desde entonces supe que no era un jugador normal y que teníamos en el equipo a un jugador superior y una persona de calado, de las que no pasan desapercibidas.

Una mente joven y madura en un cuerpo grande lleno de fuerza, con la que podía suplir cualquier carencia. El equipo se transformó sin que apenas notáramos el proceso. Era como si hubiera estado siempre allí, a nuestro lado. Como si nuestras almas hubieran estado siempre en conexión. Sin embargo, el equipo se había colocado en otra órbita. De repente, era como si tuviéramos todo por ganar, a pesar de haberlo ganado todo. Era Fernando. Él necesitaba triunfar y, con él, todos sentimos un instinto ganador recuperado. Detrás de aquel ganador había un hombre tranquilo que no renunciaba a sus sueños. Era su forma de ser feliz. Pegado a las cosas y a las gentes normales. Era un nostálgico que estaba ahorrando capital para añorar.

Lejos de su gente, su vida no debió ser fácil. Necesitaba querer y ser querido. Querido y reconocido. Creo que no tuvo ninguna de las dos cosas y probó el sabor del desencanto. Desengaño, más el emocional que deportivo, origen de su vuelta. Fue la vuelta de un explorador no de un conquistador, y no volvió el mismo que se fue. Ilusiones convertidas en rutinas. Su papel había cambiado, el líder guerrero, convertido en líder maestro. Volvió y jugó, pero no como había jugado. Amó como él añoraba, con pasión, y mientras colocaba nuevamente su vida, ésta le abandonó en una tarde de invierno. Todos perdimos con su marcha para siempre. La muerte, fría, se aprovechó de esa pasión. De su último calor.»

Fernando Martín

 

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FERNANDO MARTIN por Ramón Trecet: “Un portento de la naturaleza. Técnicamente no he visto a nadie como él, transformarse partido a partido en un huracán que saltaba todas las barreras. La mirada directa y concentrada. Emanaba un carisma excepcional. Guapo, fuerte, seguro, entregado hasta la extenuación, líder absoluto del equipo desde el minuto 1 de la temporada... En el Madrid tardó veinte segundos en meterse en el bolsillo a los Iturriaga y compañía y convertirse en el dueño de sus almas. Había un fuego interior allí dentro al que nadie podía acceder; un inconformismo. Ganar era lo más normal y por lo tanto lo recibía con tranquilidad y frialdad casi.

Uno miraba los números, el peso, la estatura, la estampa de aquel Apolo llamado Audie Norris y luego los de aquel Aquiles llamado Fernando Martín y parecía que no había nada que hacer. Norris era demasiado potente. Lo que pasa es que el enfrentamiento no se planteó en esos términos nunca. Norris creyó que era deportivo y contra un jugador de baloncesto y se equivocó. El enfrentamiento era por la supervivencia física y Fernando estaba dispuesto a morir. Así, sencillamente. A dejarse la piel en el intento. Así, por primera vez tuvimos la oportunidad de entrever ese lado oscuro de Fernando, sus demonios interiores, su nula capacidad para admitir derrota como opción. Creo firmemente que sólo una persona entendió la muy compleja vida interior de Fernando Martín y esa persona fue su madre, Carmela. Sin Fernando Martín, Norris no sería la leyenda que es en el baloncesto español y sin Norris, Fernando no habría crecido tanto como para plantearse ir a la NBA.

El siguiente momento de contacto intenso que tengo con Fernando transcurre en el tiempo de su vuelta y reincorporación al Real Madrid. Son larguísimas conversaciones telefónicas con él y con su hermano Antonio, a la sazón en la Universidad de Pepperdine. Fernando quiere hablar con alguien que conozca cómo funciona aquello. Veréis, Fernando está en una situación terrible. Ha vuelto cambiado, muy cambiado. Desprecia lo que han hecho con él en la NBA, pero al mismo tiempo ha visto como funcionan algunas cosas y de vuelta a Madrid se da cuenta de que aquí todo está muy atrasado. Está en mitad de un puente entre lo que puede ser y lo que no ha sido. Su inquietud interna es grande, muy grande. Creo que incluso podemos hablar de dolor, más que de inquietud. Hay una parte de él que no está aquí. Como si una parte de su cabeza no hubiese vuelto a Madrid. Por un lado, es como uno de esos prisioneros de guerra que después de años vuelven a casa y sus familiares más cercanos no les reconocen, al tiempo que constatan lo poco que el de ahora tiene que ver con el que se fue.”

Antonio Martín, su hermano:“¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Fernando había traspasado la barrera de ser jugador de baloncesto. Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social. Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche. Llevaba dentro competir. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte.”

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¡Feliz acampada, Fernando! por Martín Tello en AS, diciembre de 1989.

Un día en el cielo me narraste tu vida. Fue un largo viaje en avión en el que hubo tiempo para todo: lo deportivo y lo humano! Yo te creía como un niño rico orgulloso, pero me quedé boquiabierto pensando,cuando me descubriste al auténtico Fernando, con tu enorme y arrolladora personalidad. -¿Lo qué más me gusta de la vida?- Muy fácil,perderme en la montaña,en la naturaleza. Acampar bajo las estrellas,con la única compañía de algunos íntimos.Conversar, meditar, relajarme…Luego, con el paso del tiempo,pude constatar que no eras simplemente un NÚMERO UNO en el deporte, si no en la vida real. Arisco, incluso receloso,pero tremendamente sincero y auténtico. La popularidad te desagradaba y protegías ferozmente tu intimidad. Jamás te prestaste al juego de meterte en el escaparate de vender tu vida privada. Te ofrecieron ofertas millonarias para fotografiarte junto a tu compañera, tu hijo, tu familia… Las despreciaste todas!-¡Pedidme lo que queráis sobre temas deportivos. Para lo demás, no contéis conmigo!- Lo tenías todo: salud,dinero y amor. Tenías además, una familia a la que puede aplicarse el lema de los tres mosqueteros: TODOS PARA UNO Y UNO PARA TODOS! Tu madre, Carmela, es el eje y tú eras la gema, el brillante más valioso, el ejemplo de tenacidad, el líder para los hermanos… Tu futuro era diáfano. Estaba asegurado en lo material y también en lo sentimental. Jamás te faltaría un duro ni el cariño de tu familia. Ni la compañía de una dulce compañera

Podrías colgar las botas y vivir de rentas en plena juventud. El destino a querido que,a partir de hoy,acampes en solitario por las montañas del cielo.Tu futuro ha llegado demasiado pronto y, será muy distinto del que todos imaginábamos. Quizás seas tú el único que, allá arriba, conserve esa calma. Con esa entereza que te caracterizaba,te habrás adueñado de la trágica situación,incluso controlarla. Tenderás una mano hacía tu madre,la más necesitada de consuelo y,tratarás de animarla: -Tranquila gitanilla,no pasa nada!- Pero nosotros no somos tan fuertes como tú, FERNANDO. Tardaremos en asumir  tu pérdida. Mientras cicatriza la herida, asumimos lo increíble… Te deseo feliz acampada, Fernando!… Ahora entendemos de verdad, lo valioso que eras!”

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El último viaje estudiantil de Fernando Martín por Gonzalo A. Gómez Valcárcel, diciembre 2012

“Esta semana, me ha “marcado”. Esta semana, comenzó con el vigésimo tercer aniversario de la muerte de un hombre de, tan sólo, veintisiete años de edad (3 de diciembre, lunes). Cuando lleguemos a veintisiete, seguiremos acordándonos de él. Yo lo recordaré siempre. No puedo olvidar su etapa en Estudiantes. Su último viaje con el club; su último campeonato de España en su club de origen y lo que sucedió para que se marchara “al eterno rival”. El bueno de don Antonio Díaz-Miguel le había convocado, por primera vez, como seleccionado, de cara al Eurobasket de 1981, en Checoslovaquia. Fernando había sido, nada menos, subcampeón de liga con Estudiantes Mudespa. El jugador, comenzó la concentración y el gran Antonio les dio unos días clave de descanso, después de entrenar un tiempo. El club Estudiantes aprovechó la coyuntura para conseguir que su jugador, todavía de 19 años de edad, acudiera al campeonato de España de clubes, que se iba a disputar en Valladolid.

Fue una gran gestión, pues el jugador pudo acudir con su generación, la del 62, al citado campeonato. Fernando tenía un gran aprecio por el equipo de su edad y le encantaba jugar con ellos. Jamás decía que no, y tampoco su entrenador, Chus Codina (d.e.p.), ponía ningún problema, a pesar de que ya era del “cinco titular” de Estudiantes e imprescindible para haber conseguido el citado subcampeonato. Al Estudiantes, le pusieron varias condiciones; la más agobiante era que no debía volver con el equipo, una vez acabado el campeonato, pues Díaz-Miguel se enfadaría. Y, don Antonio, tenía mucho carácter y mucha capacidad de mando. Estudiantes entró en semifinales y le tocó jugar con el “coco” del Cotonificio catalán de Andrés Jiménez. El entrenador de Estudiantes, Gómez Carra, sabía que era mejor evitarlo, quedando segundo de grupo, para jugar contra el Madrid, pero, antes, en baloncesto, no se les pasaba por la cabeza eso de “quedar segundos” de nada. Cotonificio-Estudiantes y Real Madrid-Barcelona fueron los partidos de semifinales. El Madrid ganó al Barcelona y el “Coto” al Estudiantes. Andrés Jiménez hizo un partidazo y, lo que no sabe casi nadie, es que Fernando Martín acudía a Valladolid tras una lesión de tobillo, muy bien curada por el “fisio” de la selección, al que apodaban “El brujo”. Fernando, NO lo dio todo, porque era la primera ocasión en que le llamaban para la “absoluta” y fue comprensible que no estuviera con la cabeza “puesta” en Valladolid. El cuarto puesto conseguido por el Estu, partido perdido ante el Barcelona (31 puntos de Fernando), es, históricamente, el último partido de Fernando Martín con la camiseta del club de la calle de Serrano. Jamás volvería a jugar con Estudiantes.

imagesUna vez acabado el campeonato de España, en Valladolid, había que llevar a Fernando, rápidamente, a Madrid. El entrenador, junto con su mujer y sus dos hijos mayores, de 12 y 11 años de edad, respectivamente, salió hacia la capital. En el coche del entrenador, que era un Renault 12 familiar de color beige, viajaron desde bastantes horas antes de que partiera el autocar del equipo. Fernando viajaba en la parte de atrás del automóvil. El hijo mayor (José Antonio) ocupaba la plaza más cercana a la ventana izquierda y el más pequeño de todos (Guillermo) iba al lado de la estrella del club. “Ni una palabra”, eso me contaban mis hermanos sobre la experiencia. Decían que el entrenador y su mujer eran los que le “sacaban” las palabras, “con sacacorchos”, a Fernando. Hicieron una parada, solamente, en Ávila y le aconsejaron, a Fernando, que llevara unas yemas de Ávila a sus padres. Fernando accedió y las compró. La introversión del jugador, durante el viaje, no se les olvidará, a mis hermanos, jamás. Dos chavales adolescentes esperaban un ser más simpático y abierto. Al fin y al cabo, se le estaba haciendo un favor, para que acudiera con la selección lo antes posible. La llegada tuvo lugar en el parque del Conde de Orgaz de Madrid. Allí, vivía Fernando, muy cerca de su colegio, el San José del Parque. Nadie, ni el propio Fernando, sabía que ya no tendría que ir, jamás, a entrenarse al Ramiro. Esa misma noche, se incorporó al hotel de la selección (espero que se acordara de darle las yemas a sus padres) y Fernando viajó a Checoslovaquia, fichó por el Real Madrid después y Estudiantes se quedó sin él para siempre, un verano de 1981.

Sólo jugaría, por desgracia, algo más de ocho años… Los demás, entre ellos las personas que le entrenaron y le enseñaron BALONCESTO en el club, a base de fundamentos (ese gancho dominador, ese tiro en suspensión, ese bloqueo de rebote…), fueron Pablo Casado, Mariano Parra, Chus Codina y Gómez Carra; le querrán mucho para siempre. Fernando se hacía querer y su muerte fue una puñalada en el ánimo del basket español. Se fue, simplemente, el ¡¡¡MEJOR!!! Eso sí: que nadie olvide que fue el pionero, de la formación de la cantera del Estu, para el provecho, tantas veces ejecutado y a veces de manera ilegal, del “imperio” llamado Real Madrid. Hoy, en el partido Estudiantes-Real Madrid, me he acordado mucho de él y, por ello, escribo estas anécdotas, contadas por su último entrenador de Estudiantes… Para siempre, Fernando Martín Espina.”

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Fernando Martín: 20 años no son nada por José Antonio Jiménez

“Es ya toda una tradición recordar cada tres de diciembre la desaparición del más grande jugador que ha dado nuestro baloncesto, alguien que se fue para siempre un domingo tan frío como desgraciado, que no habría dejado de ser eso, un domingo más si un terrible accidente de tráfico no se hubiera cruzado en el camino de Fernando Martín Espina. No quiero que mis palabras sirvan para glosar la corta pero intensa carrera deportiva de un inconformista, que prefirió calentar el banquillo de los Portland Trail Blazers durante nueve meses antes que ganar todo el dinero del mundo en el baloncesto europeo. Pero siempre es oportuno y necesario repasar alguno de los capítulos de la trayectoria profesional de un hombre que dejó huella en mi generación, un grupo de chavales que comenzamos a amar el deporte de la canasta por su culpa.

A nadie se le escapa que Fernando era un espíritu libre, de los que ya no quedan. Ahora es muy fácil echarle flores a Pau Gasol, convertido por obra y gracia de la mediocridad que recorre las canchas de la NBA en el mejor jugador de su equipo, superando a los Duncan, Odom, Garnett o Wallace de turno (que nadie malinterprete lo que digo sobre uno de los principales culpables del oro logrado por España en tierras asiáticas). A finales de la lejana década de los 80 había que tenerlos muy bien puestos para estar en el 'roster' de uno de los mejores equipos del mundo. Y Martín bien que los tenía. Recuerdo su debut ante los Sonics como si se hubiera producido anteayer, cuando tan cerca están de cumplirse dos décadas de lo ocurrido en el estado de Oregón. Cómo pasa el tiempo, dirán algunos. No porque tuviera la oportunidad de verlo en directo. Desgraciadamente, por aquel entonces no existían ni las plataformas digitales, ni las televisiones privadas habían hecho acto de presencia. Si no por despertarme a las tantas de la madrugada y escuchar por la radio que Mike Schuler apenas le había dado unos míseros segundos (122 para ser exactos) cuando el partido estaba sentenciado, ese espacio de tiempo que tan bien manejan determinados jugadores para maquillar sus estadísticas. Fueran muchos o pocos, uno de los nuestros ya estaba entre los más grandes. Con el valor que eso tenía a finales de la ya algo lejana década de los 80 del siglo pasado.

La de su debut, fue la tónica de toda la temporada. Muchos minutos para los veteranos y migajas para los más jóvenes. Walter Berry, compañero suyo aquel año, no se lo pensó dos veces y se marchó antes de ser presa de un técnico conservador, que no engañaba a nadie con sus planteamientos tan rácanos como respetables. El capitalino lo sabía, pero nunca arrojó la toalla. Pensaba que tenía condiciones suficientes para triunfar, te tarde o temprano le llegaría la oportunidad, por mucho que su rol fuera el de animar a los suyos desde el banquillo. Como la paciencia de un ganador también tiene un límite, regresó a casa días después de que Houston eliminase en primera ronda a su equipo. Fue el punto final a su estancia en Estados Unidos.

Si discreta fue su aventura americana, exitosa se debe calificar su carrera en la selección española, a la que llevó a lo más alto en 1984. Y eso que no pudo jugar al cien por cien el torneo olímpico celebrado en latitudes californianas. Daba igual, pues suplía con garra todo lo que su maltrecha espalda le impedía rendir sobre el parket del desaparecido Forum de Ingelwood. La plata de Los Ángeles, en gran medida, se la debemos a un jugador que también tuvo mucho que ver en la presea conseguida en el europeo de Nantes. Sus ganchos, rebotes, tapones y bloqueos sirvieron para que España se convirtiera en una potencia tras años de dura travesía por el desierto de la mediocridad.

Éxitos con España y triunfos con el Madrid, equipo que pagó 6.000 euros en los albores de los 80 para fichar a un 2.05 por el que se desvivía el Joventut y el Barcelona. Como merengue lo ganó todo. Ligas, Copas, Recopas... Un currículum brillante, cargado de logros y alegrías. También de fracasos, como cuando la Cibona de Zagreb impidió que las vitrinas de la calle Concha Espina guardasen una nueva Copa de Europa. Un tal Drazen Petrovic lo impidió. O aquella Copa del Rey perdida sobre la bocina tras un triple imposible de Nacho Solozábal. Por cierto, merece la pena recordar el día que anotó 50 puntos con el Madrid, cuando apenas llevaba unas semanas a las órdenes de Lolo Sainz. Fue en nuestras antípodas, pero los ecos de aquel hito no tardaron en recorrer nuestra piel de toro.

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Galardones y relaciones de amor-odio con sus entrenadores, compañeros o rivales. No entendía al desaparecido Antonio Díaz-Miguel, pero respetaba sus planteamientos. Con Norris se las tuvo en un sinfín de ocasiones, aunque siempre que se le preguntaba por el ‘center" blaugrana comentaba que ‘pegarse’ con un ganador era un verdadero privilegio. O qué decir de su amistad con Drazen Petrovic, que primero fue enemigo, para ser años más tarde compañero de fatigas. Martín lo ‘tragaba’, pero nunca le perdonó que anotara 63 puntos en la Final de la Recopa del 89, en una actuación tan destacada como individualista. Esa sobredosis de egoísmo le sentó tan mal como si el Snaidero Caserta hubiera superado a su equipo en tierras atenienses.

Tan vivo tengo en la memoria sus numerosas exhibiciones, como la única vez que tuve la oportunidad de verlo en directo. Por mucho que fuera un vulgar bolo estival, mis retinas siempre guardarán sus poco más de una decena de puntos y sus escasos cinco rebotes sobre el humedecido por las altas temperaturas de la capital hispalense parket del vetusto pabellón de San Pablo. Aquello poco o nada tuvo que ver en el triunfo del Madrid sobre el Caja San Fernando, equipo ACB de nuevo cuño en 1989.

Eso sucedió tres meses antes de su inesperada muerte cuando iba camino de la calle Goya para poner su granito de arena, estaba lesionado, desde el banco en el complicado compromiso de sus compañeros ante un CAI que vivía días de vinos y rosas. Su Lancia no le permitió llegar al destino deseado, ni tampoco volver a jugar al baloncesto. Su adiós propició el principio del fin de una sección que sueña con ver la luz tras numerosas años de fracasos continuados. Seguro que desde el cielo intentará que las huestes de Joan Plaza vuelvan a ser las que fueron no hace demasiado tiempo. Y que su hijo, Jan Martín, pueda ganarse un puesto en la primera plantilla merengue (complicado, para que nos vamos a engañar). De conseguirlo, sería su enésima victoria. Ésta desde un lugar en el que sólo tienen cabida los mejores, los más grandes. Y el ‘10’ por antonomasia de nuestro deporte lo era.”

Juan Antonio Casanova, La Vanguardia del 4 de diciembre de 1989. “El rasgo que más me había impresionado siempre de Fernando Martín era que, siendo como era un gran jugador, aparentemente no se divertía jugando. Se le veía en tensión continua, reclamando un pase, exigiendo una falta del rival o protestando por una que le hubieran señalado a él. Esa era la imagen que daba reiteradamente en la cancha, de puertas afuera. Pero sería injusto quedarnos sólo con eso. Fernando Martín era, por encima de los rasgos más controvertidos de su fuerte carácter, un grandísimo jugador de baloncesto. Un líder, un campeón al que casi todos sus rivales respetaban y admiraban. Audie Norris, cuyos duelos con el pivot madridista han jalonado los partidos más importantes de las últimas ediciones de la Liga ACB, le definía ayer como un caballero y calificaba su muerte de un desastre.”

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A los 20 años de la muerte de Fernando Martín. Pepu Hernández y Antonio Martín Espina recuerdan al jugador. Diciembre 2009 

Antonio Martín.-¡20 años ya del accidente de coche! ¡Qué barbaridad! Mucha gente me ha contado dónde estaba cuando se supo. Era tan antinatural, además, Fernando había usurpado zonas que no pertenecen al deportista, sino al personaje, y eso acentuó el impacto social.

Pepu Hernández.- Me acuerdo de la última vez que lo vi. Fui con Belén [su mujer, entonces novia] al Café Belén, y allí estaba... ¿Quién iba a pensarlo? Y no le hemos olvidado.

A. M.- Por su condición innata rebelde y las circunstancias vitales, se convirtió en un deportista que marcó una época por su forma de competir. La competición le arrebató desde su tardío inicio, con 15 años.

P. H.- Recuerdo su llegada al Ramiro. Pensé: "¡Qué pájaro, qué tío, cómo progresa!". Un día, el 'Estu' jugaba entre semana con un equipo de segunda. Vicente Gil y los demás pensaban que era perder el tiempo, Fernando quería superarse... Había dos equipos: Fernando y el resto.

A. M.- Le recuerdo así desde niño. No te dejaba relajarte ni harto de vino. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche.

P. H.- Esa dualidad de ternura...

A. M.- Y brutalidad... Llevaba dentro competir. ¿No sé si la gente lo sabe? Fernando y yo tuvimos de niño, a la vez, reuma en el corazón. Entonces llegó un médico y dijo: "Deben hacer mucho deporte". Y Carmela, mi madre, teniente O'Neil, nos puso firmes. Fernando quería ganar al pingpong, nadando.... Con 15 años estaba puro en 'basket' pero desarrollado en deporte. Meneghin llamaba la atención porque era alto y corría a toda la velocidad, una excepción. Fernando fue la excepción española.

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Pregunta.-¿Qué jugador actual le recuerda a Fernando Martín?

A. M.- Reyes, por ese instinto y lucha por el rebote. Aunque Fernando tenía un carácter incomparable.

P. H.- Y un tío así no es gracioso.

A. M.- No era cómodo, no. Por forma de ser, el más parecido ha sido Sabonis, un tío sólido que no va a cambiar ni pide nada. Y, como Fernando, son gente que matan por un amigo. Luego son herméticos, sí. Fernando tenía amigos periodistas, pero no entendía que se metiesen en la vida de su hijo o en la suya. Y no era la época de ahora de seguir a los famosos... Prefiero no hablar de eso y quedarme con todo lo que se cuida su recuerdo, y eso no es común en mi país, que es lo que más quiero.

P. H.- Fue admiradísimo, pero hubo un punto de inflexión, la NBA. Fue maltratado por querer irse.

A. M.-¡Si se cambiaron las normas para que no pudiese volver a la selección por apostar por la NBA! Por eso yo no pude estar en los Juegos de Seúl con mi hermano, que ha sido lo más doloroso de mi carrera.

P. H.- Se le trató injustamente. Si fue un competidor en juveniles, si lo fue en senior... Un competidor compite y Fernando se fue a la NBA para competir consigo mismo.

A. M.- Se ha dicho que se vendió por querer competir y vivir una experiencia nueva. Quiso probarse y, como él decía, yo ya he tocado a Julius Erving, le he defendido... Por eso fue castigado, duramente castigado.

P. H.- Sí, muy duramente.

A. M.- A la vuelta de la NBA ya no jugaba igual y... No quito mérito a los de ahora y menos con el nivel que tienen Gasol, Rudy, Calderón..., pero hace 20 años pensar que alguien podía jugar en la NBA sin pasar por la universidad americana es como si dices que Pepu y yo nos vamos mañana a la Luna. Impensable. Podía tener todo aquí, fama, dinero y... No tenía un pelo de tonto y sabía el riesgo que entrañaba, pero te aseguro que no se arrepintió nunca.

P.-¿Cómo se vivieron en casa los capítulos históricos: firmar un contrato de más de 100 kilos (de los 80), la NBA, la plata olímpica, los 10 millones que pagó el Madrid al 'Estu'...?

P. H.- No, no, fueron 12.

A. M.- Ah, no tenía ni idea. Todo era muy rápido. Desde que el profe del colegio, técnico del 'Estu', le convence para dejar el balonmano...

P. H.- Y eso que estaba por allí Juan de Dios Román que lo quería.

P.-¿Fernando tendría presente?

A. M.- Sería actual, como una música que no muere, una canción que es de los 70, de los 80, pero yo creo que sonaría perfecto en el baloncesto de ahora. Delibasic era la leche, pero hoy le volarían la cabeza.

P. H.- Hubiese adquirido estrategias, tácticas, para hacerse un hueco en la selección de nuestro tiempo.

A. M.- Ahora hay un jugador, Velickovic, que me llama la atención por la versatilidad. Y Fernando era un poco así. Aguantaría por cabeza y por físico, que no es sólo músculo. Cuando la gente ve a Navarro en chanclas, dirá: "Vaya mierdecilla". Pero los pies de ese chico, su sistema nervioso, lo hacen imparable.

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Madrid visto por Leopoldo Alas –Clarín-

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Leopoldo Alas Clarin

Leopoldo Alas “Clarín” fue un ilustre escritor que nació en Zamora en 1852 y que falleció a los 49 en Oviedo en 1901. Acababa de asomarse al siglo XX. Una lástima porque habría disfrutado más en aquel Madrid que se vislumbraba con la Generación del 98. Vivió en Madrid entre 1871 y 1882, once años, donde habría de fundar una tertulia con su amigo Armando Palacio Valdés en la Cervecería Inglesa de la Carrera de San Jerónimo. A finales de 1885, Clarín regresó a Madrid. Habían transcurrido tres años desde su larga estancia. Las impresiones las plasmó en un relato (Viaje a Madrid, 1886) en el que aflora la vida monótona y tediosa de la ciudad, con los mismos cafés y los mismos clientes que dejan pasar los días sin saber qué hacer. Acaso sea aquella una visión pesimista o despectiva de la vida madrileña, pero era lo que primaba desde su punto de vista. 

Voy muy pocas veces a Madrid

Hay un relato en el que Clarín mostró las que sin duda fueron sus últimas impresiones acerca de Madrid, una ciudad que aunque abandonó pronto con ánimo de no regresar, no cabe duda que añoraba en lo más hondo. Fueron años de esplendor joven y de grandes éxitos periodísticos que tanta fama le reportaron, además de serios disgustos y contratiempos.

“Voy muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo al clima. Después de tantos años de ausencia, he perdido ya en la corte la ciudadanía... climatológica (si vale hablar así, que lo dudo), bien ganada, illo tempore, en la alegre y descuidada juventud. Además... ¿por qué negarlo? La presencia de Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la melancolía del célebre non bis in idem. No; no se es joven dos veces. Y Madrid era para mí la juventud; y ahora me parece otro... que ha variado muy poco, pero que ha envejecido bastante. Marcos Zapata, ausente de Madrid también muchos años, al volver hizo ya la observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad: todo está igual... pero más viejo. Apolo y Fornos pueden ser símbolos de esta impresión que quiero expresar. Están lo mismo que entonces; pero, ¡qué ahumados!... Hay una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje, infeliz burgués vulgar, que no hace más que sentarse a la misma mesa de un café años y años, deja pasar así la vida, siempre igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos espejos... y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No pasó nada más... que el tiempo. Madrid tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego reconozco que en esto habrá mucho de subjetivo...

Una de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los antiguos amigos. Han muerto algunos, pero no muchos; otros están ausentes; pero, los más, en Madrid residen. ¿Por qué no se los ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en la plaza y que interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que discuten a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se encierra el Madrid espiritual propiamente dicho. Algunos son personajes políticos, y tienen que darse cierto tono; otros se han refugiado en el hogar, desengañados de la Agora... Ello es que no los veo por ningún lado. Y los antiguos maestros, aquellas lumbreras en que nuestra juventud creía, porque entonces no se había inventado esta división absurda y grosera de jóvenes y viejos; los grandes poetas, los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos, ¿dónde están? Olvidados del gobierno del mundo y sus monarquías; calentando el cuerpo achacoso al calor de buena chimenea: rodeados de cien precauciones higiénicas: haciendo la vida monástica en un despacho, a que la edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz del viejo que no haya aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto! Sí; casi todos los maestros son ya viejos; salen poco... ¡Qué tristeza! Una de las mayores. Mas, para mí, un consuelo visitarlos.”

 Leopoldo Alas, Clarín

Un viaje a Madrid, 1886

“Canta, musa, las emociones de un exmadrileño, hoy humilde provinciano, que vuelve a la patria de su espíritu después de tres años de ausencia. Amarrado, no a la concha de Venus, como el poeta, sino al imperioso deber de la residencia en una cátedra, como conviene a un prosista, había sentido pasar muchos meses y algunos años y no pocas glorias tan falsas como efímeras, sin ver por mis ojos las maravillas que de la corte contaban los papeles. Y al fin entraba en Madrid por la Puerta de San Vicente, que de par en par se me abría, metido, en compañía de una sombrerera, un paraguas, una manta, un baúl maleta y, valga la verdad, unos chanclos, en el mísero espacio que contiene un coche de punto.

Fue mi observación primera puramente analítica y propia de un escritor naturalista al por menor; noté que los simones parecían nuevos, los caballos algo mejores que los de años atrás, y que los gallegos o faetontes, como se dijo en tiempos más felices, usaban una especie de librea, que daba un aire pseudoaristocrático al vulgo de los alquilones peseteros. La segunda observación, también analítica, se refirió á la Cuesta de San Vicente, que se había convertido en calle empedrada de guijarros puntiagudos. Lo demás, todo era lo mismo que otras veces: á la derecha el palacio real, donde se me antojaba leer sobre las más altas cornisas un inmenso letrero que decía: «Viuda é hijos de Alfonso XII.»

La mañana estaba triste; la lluvia flotaba en el aire en forma de polvo húmedo; todo era gris, del gris de que han de ser los pollinos, según el diccionario; el palacio real me parecía una elegía verdadera, no de las que escriben los poetas falsos cuando se mueren los reyes. Obreros y lavanderas subían y bajaban silenciosos a paso largo; nadie miraba á nadie; todos parecían preocupados con una idea. Se me antojaba que aquellos mismos hombres y mujeres los había visto yo subir y bajar, así, silenciosos, cabizbajos, por aquella cuesta, años atrás, muchas veces, al entrar yo en Madrid como ahora entraba.

Esta primera impresión glacial de un pueblo grande que se vuelve a ver después de una ausencia, es de las que más contribuyen a que la fantasía dé argumentos a la razón para negar el albedrio, para inclinarse a creer por lo menos que la vida social es cosa de maquinaria, y que los hombres damos vueltas alrededor de unos cuantos deseos, como los peces que en una pecera trazan círculos sin fin. Pocas horas más tarde, cuando después de lavarme, vestirme y almorzar entraba en la Cervecería Inglesa, la misma impresión de fatalidad volvió a sugerirme la fantasía: alrededor de unas cuantas mesas de mármol los grupos negros de siempre; periodistas políticos, literatos, bolsistas, vagos y gente indefinible, vestidos todos casi lo mismo, afeitados todos, sin salir de tres o cuatro tipos de corte de la barba, todos con ideas parecidas, con anhelos iguales ; lo mismo, lo mismo que años atrás, lo mismo que siempre.

Casi todos aquellos señores tan pulcros, tan semejantes, tan fáciles de olvidar, querían ser diputados. Se hablaba de Sagasta, de D. Venancio, de Homero, de Cánovas, se repetían cinco o seis ideas de valor parecido al de esos nombres... y vuelta a empezar; el hecho era este: que todos querían ser diputados. Y sorbían el café sin saber lo que hacían. Casi todos estaban pálidos , con una palidez digna de unos amores de Eomeo. ¡Y pensar que aquel espectáculo era diario, y se venía repitiendo años y años, y se repetirá sabe Dios hasta cuándo! Sí, porque llegaría un día en que el establecimiento se cerrase, ó por cesación de industria, ó por causa de derribo, etc., etc., pero ¿y qué? los grupos negros se irían á otra parte á hablar de lo mismo, á pensar lo mismo, á repetir aquellas veinte palabras del repertorio. Tal vez entonces no se hablaría ya de Romero, ni de Cánovas, ni de Sagasta, pero ¿qué importa? se hablaría de otros, y se continuaría queriendo lo mismo: ser diputado. Las generaciones sucedían á las generaciones en este afán inútil, y las unas, desengañadas, al cabo, dispersas, maltrechas, no avisaban á las otras de la vanidad de los esfuerzos, de la ironía de la suerte, de la monotonía del juego. Como los granos del molino resbalan empujándose unos á otros y caen por el fatal agujero para que los aplaste la muela, hombres y hombres, anónimos y anónimos, unos de hoy, otros de mañana, todos muy bien vestidos, todos afeitados, como sí valiese la pena, se atropellaban, se amontonaban, gastaban la vida en aquel afán inconsciente; caían por el agujero, iban á formar parte, en la sombra del olvido, de la plasta general en el subsuelo; y otros venían, en flujo inacabable, á ocupar supuesto, á rodear de negro y de ruido las blancas mesas de mármol, servidos por imperturbables camareros, usureros de la propina, pálidos también, gallegos que cuentan los minutos que aún ha de atormentarlos la nostalgia, no con granos de arena, sino por perros chicos...

Esta clase de ideas y representaciones fantásticas acaban por dar náuseas y jaqueca... «¡Oh! me dije saliendo á la calle, este ascetismo á lo Kempis es una especie de pelo de la dehesa, que se deja uno crecer por allá, y sólo se echa de ver cuando se vuelve a Madrid. En la soledad —y soledad es cierta vida de provincia— el yo crece, crece á sus anchas, y cuando se viene á poblado no cabe en ninguna parte donde hay gente. Así se explica la impresión dolorosa que causa la multitud al solitario. Es que aquí le estrujan y le pisan á uno el egoísmo.» Sin embargo, sea lo que quiera de mis aprensiones nerviosas, es evidente que en Madrid se vive demasiado en el café y que ahora hay demasiados candidatos para los pocos cientos de distritos que puede ofrecer el Gobierno. 

He notado que en nuestra alegre capital, la moda es voluble cuando se trata de usos buenos, y que los vicios arraigan de modo que no hay quien los arranque. Todas sus malas costumbres las atribuye el madrileño al carácter nacional y las conserva por patriotismo. Cuando yo me marché de Madrid hace tres años predominaba, si no en el arte, donde debiera estar el arte, el género flamenco: en los carteles de los teatros se leía: ¡Eh, eh, á la plaza! Torear por lo fino y cosas así, todo asunto de cuernos, chulos y cante; vengo ahora y me encuentro con cante, chulos y cuernos; los carteles dicen: ¡Viva el toreo! ¡Ole tu mare! y gracias por el estilo. Hace tres años los madrileños pasaban seis horas en el café, tres por la tarde y tres por la noche y ahora sucede lo mismo. Hace tres años todos hablaban del libro nuevo sin haberlo leído, y ahora siguen el mismo procedimiento para juzgar las obras ajenas; hace tres años nadie hablaba más que de los asuntos del día, según los exponían y comentaban los periódicos populares, todos esperaban el pan del espíritu de la prensa de la mañana; hoy no pasa otra cosa. La vida de la mayor parte de los madrileños es de una monotonía viciosa que les horrorizaría á ellos mismos si pudieran verla en un espejo.

Todos esos parroquianos del Suizo, las dos cervecerías, Levante, etcétera, etc., me recuerdan á aquel Mr. Parent que Guy de Maupassant nos pinta envejeciendo en un café, sin conocerlo; un día se mira en el espejo, delante del cual se sienta desde hace veinte años y ve que el cristal le devuelve una imagen de la muerte próxima, un rostro descompuesto, un pellejo arrugado, de color de pergamino, una cabeza nevada... ¿qué ha hecho él para envejecer así? Nada, dejar que pase el tiempo entre el ajenjo de la mañana y el ajenjo de la noche... ¡Y cuántos viven así! Entre tanto se inventa el vapor, el telégrafo, el teléfono, la luz eléctrica, la sinceridad electoral, mil maravillas; todo progresa menos el hombre, menos el español, menos el madrileño que ayer se envenenaba noche tras noche con las emanaciones del quinqué apestoso, y ahora palidece y toma aires de cómico bajo la acción del gas, y ya empieza á quedarse ciego gracias a la luz eléctrica... El mundo marcha, es indudable; pero en los cafés hay más ociosos cada día; más ociosos y más candidatos... Por salir de este círculo vicioso de reflexiones, me traslado al día siguiente de mi llegada. Bajo al comedor de la fonda en que vivo y allí veo...”

Azorín, Valle-Inclán y Baroja, solitarios por Madrid

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De los componentes más relevantes de la llamada Generación del 98, se conocen únicamente tres fotos de ellos caminando por Madrid. La de Azorín, la de Valle-Inclán y la de Baroja. Los tres captados en sus paseos por oportunos fotógrafos. Son fotos de extraordinaria expresividad, que no obstante destilan el final de la existencia de los personajes, en un Madrid que quedaba muy lejos del suyo; aquel Madrid de cafés y tertulias de la Puerta del Sol y la calle Alcalá, en las que ellos dominaban plenamente a todas horas, cortejados por una nube de periodistas y escritores, que los ensalzaban y admiraban.

José Martínez Ruiz -Azorín- caminando por la calle Marqués de Casa Riera en dirección a su casa de la calle Zorrilla

José Martínez Ruiz –Azorín- hacia 1950, caminando por la calle Marqués de Casa Riera en dirección a su casa en la cercana calle Zorrilla

La primera de las tres fotos es la de Azorín. Detrás se distingue la iglesia de San José en la calle Alcalá. Azorín camina bastón en mano, abrigo, bufanda y sombrero por la acera de la calle Marqués de Casa Riera. Debe de ser invierno o acaso una fría tarde otoñal. La dirección del sol en la acera delata que es por la tarde. La soledad del escritor es patente en su rostro, lo propio de un hombre que por entonces había perdido a todos sus compañeros de generación y que nada tenía que contar. El escritor seguramente vendría de ver alguna película en un cine de la Gran Vía, tanto como le gustaba desde que regresó de exilio al término de la guerra civil. Iba casi a diario, y de películas escribía en la prensa, que además comentaba a las amistades que venían a verlo a su casa.

Azorín vivía cerca del lugar de la foto: en la calle Zorrilla, donde falleció. Tenía que seguir una treintena de pasos más para desembocar en la calle de los Madrazo, donde torciendo a la izquierda salía a la del Marqués de Cubas, la calle del Turco del atentado a tiros que sufrió Juan Prim una noche de diciembre. Caminando por ella, Azorín salía a la de Zorrilla a mano derecha.

Ramón del Valle-Inclán por el Paseo de Recoletos en direccción a su casa de la calle General Oraa

Ramón del Valle-Inclán hacia 1930 por el Paseo de Recoletos, camino de su casa en calle General Oráa

La segunda de las grandes fotos de los escritores más ilustres de la Generación del 98 es la de Ramón de Valle-Inclán. A saber de dónde venía, aunque sí parece seguro que caminaba en dirección a su casa de la calle General Oráa, número 9, donde vivía con su mujer y sus hijos. No tenía más que recorrer una distancia de poco más de dos kilómetros o de veinte minutos. La bohemia quedaba lejos. Valle-Inclán ya no acudía como antaño a los cafés de la Puerta del Sol, su lugar preferido. El ámbito bohemio lo había enterrado allá por 1910. Atrás dejaba la vida mísera en buhardillas destartaladas, como aquella de que habló Pío Baroja: “Fuimos a la calle Calvo Asensio, donde vivía Valle-Inclán. Don Ramón vivía en un cuartucho pequeño con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche. Tenía en la pared tres o cuatro clavos, en donde estaba colgada toda su ropa. Era un hombre tan fantástico que a pesar de vivir en aquella miseria negra, nos habló seriamente de la servidumbre que tenía.”

Valle-Inclán camina por el Paseo de Recoletos entre árboles, bancos y setos hacia la Plaza de Colón. La mano derecha a la espalda parece la clásica pose, y nada menos real, manco de su brazo izquierdo. La foto fue hecha en 1930 por Alfonso Sánchez García (1880-1953) – el gran Alfonso-, a unos pasos del lugar donde se alza desde 1973 la única estatua pública del escritor en Madrid. Tenía don Ramón 64 años. Seis más tarde falleció de larga enfermedad en un sanatorio de Santiago de Compostela. Fue el único que no murió en su querido Madrid.Y el único de los tres que reposa en la capital es Baroja.   

Pío Baroja pasea por el pinar de El Retiro, muy cerca de su última casa

Pío Baroja en 1950 en uno de sus paseos por El Retiro

Y la tercera foto antológica corresponde a Pío Baroja, ya con muchos años años encima y trastornos de salud, paseando por el Parque de El Retiro a media mañana. Solía acudir a menudo, siempre solo. Distaba el parque unos 500 metros de su última casa en Madrid en la calle Ruiz de Alarcón, número 12, cuarto piso, en la que vivió de 1940 a 1956, hoy Edificio Baroja, próximo a la iglesia de San Jerónimo el Real y de la Real Academia de la Lengua, y aún más cerca, al Salón de Reinos y al Casón del Buen Retiro, supervivientes del palacio de Felipe IV.  A Ruiz de Alarcón hubieron de trasladarse los Baroja tras ser bombardeada a finales de 1936 la casa de tres plantas que tenían en la calle Álvarez de Mendizábal, en el barrio de Argüelles.

La foto de El Retiro fue tomada en 1950 por el prestigioso fotógrafo húngaro Nicolas Muller (1913-2000), instalado en Madrid en 1947. Era otoño o invierno, o por lo menos hacía frío, lo que se desprende de su atuendo, aunque por otras imágenes en su casa y por las impresiones de su sobrino Julio Caro Baroja, el escritor siempre se quejaba de que tenía frío, hasta el punto de escribir pluma en mano con abrigo, bufanda y boina. Antaño, siempre hacía frío en casi todas las casas. Baroja solía acudir a ese extremo de El Retiro, aislado y solitario, presidido por esbeltos y enhiestos pinos, que entonces como hoy cabe encontrar entre la Fuente del Ángel Caído y las calles Alfonso XII y Claudio Moyano.

“Don Pío, colóquese ahí, un poco a la derecha, donde le dé el sol…”, le diría Muller. Él obedeció de buena gana, satisfecho de que aún lo reconociesen en la calle en aquella España de posguerra. Sin duda es la mejor fotografía del escritor en la etapa postrera de su existencia. Hay otras en la casa, pero esta guarda el mejor y más auténtico espíritu andariego del escritor, que lo llevó a descubrir y plasmar las barriadas más míseras de la ribera del Manzanares a finales de siglo XIX.

Escultores catalanes en Madrid

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La Gloria y los Pegasos de Agustín Querol. Réplicas en bronce de Juan de Ávalos. Ministerio de Fomento. Madrid 

Madrid, como cualquier otra capital o ciudad, cuenta con muchas esculturas y monumentos públicos en calles, plazas, parques y fachadas de edificios, cuyos autores son de todas las procedencias españolas, aunque en esta ocasión lo que interesa resaltar aquí es la nutrida representación escultórica de artistas venidos de Cataluña, algunos solo un tiempo corto en la capital para ultimar sus obras, mientras que otros se quedaron años e incluso toda la vida. 

Generalmente, la gente conoce y admira esas obras de arte en Madrid, pero son pocos los que prestan atención a los autores y mucho menos a su procedencia. Hubo en Madrid escultores de todas las regiones, pero cabría asegurar que los más relevantes y tal vez mayoritarios fueron los catalanes. Eso llama poderosamente la atención. No puede asegurarse que estén todos aquí, pero sí los principales, ni tampoco todas sus obras, en tanto algunas figuran en museos, palacios e instituciones. Es este, pues, un homenaje a aquellos hombres que tanto hicieron por Madrid. (Todas las fotografías aquí mostradas son propias)

 Joan Vancell Puigcercós

(1848-1900)

Miguel de Cervantes por Joan Vancell. Biblioteca Nacional

Arias Montano por  Joan Vancell. Biblioteca Nacional--------------------------------- 

Pedro Carbonell Huguet

Sarriá, 1850- Barcelona, 1927

Luis Vives por Pedro Carbonell. BNE

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Julio Antonio Julio Antonio Rodríguez Hernández

Mora de Ebro, Tarragona, 1889- Madrid, 1919

Ruperto Chapí por Julio Antonio. El Retiro

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Juan Figueras

Joan Figueras Vila

Gerona, 1829- Madrid, 1881

Pedro Calderón de la Barca por Joan Figueras Vila. Plaza Santa Ana

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Luciano y Miquel Oslé

Miquel Oslé y Sáenz de Medrano

Barcelona, 1879- Barcelona, 1960

Jacinto Verdaguer por Miquel Oslé. El Retiro

Grupo la Estrella por Miquel Oslé y Luciano Oslé. Gran Vía  -----------------------

Jerónimo Suñol

Jerónimo Suñol Pujol

Barcelona, 1840- Madrid, 1902

Cristóbal Colón por Jerónimo Suñol. Madrid

 Reloj Banco de España por Suñol. Madrid

Escudo Banco de España. Jerónimo Suñol

 Escudo Palacio de Linares por Jerónimo Suñol

 Marques de Salamanca por Jerónimo Suñol

Leopoldo 0'Donnell por Jerónimo Suñol  -----------------------------

Manuel Fuxá Manuel Fuxá y Leal

Barcelona 1850- Barcelona, 1927

Las Ciencias de Manuel Fuxá. El Retiro

Lope de Vega por Manuel Fuxá Leal. BNE

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Agustín Querol

Agustín Querol Subirats

Tortosa, 1860- Madrid, 1909

FRancisco de Quevedo por Agustín Querol. Madrid  Frontón BNE por Agustín Querol

 Mausoleo Antonio Cánovas del Castillo por  Agustín Querol

 Claudio Moyano por Agustín Querol

 La Gloria por Agustín Querol. Madrid

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Miquel_Blay_Fabregas Miguel Blay Fábregas

Olot, Girona, 1866- Madrid, 1936

Relieve de Alfonso XII. El Retiro por Miguel Blay 

El Abrazo por Miguel Blay. El Retiro 

Ángel Pulido por Miguel Blay. El Retiro

 Federico Rubio y Galí por Miguel Blay

 Monumento a Mesonero Romanos por Miguel Blay

 Matrona del Vitalicio. Calle Alcalá por Miguel Blay

 Monumento a Cuba. Matrona por Miguel Blay

 Al Doctor Cortezo. El Retiro

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Josep_Monserrat Josep Montserrat Portella

Barcelona, 1860- Barcelona, 1923

El Ejército. Monumento a Alfonso XII. Retiro

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Manuel Oms Canet

Barcelona, 1842- Barcelona, 1889

 Monumento a Isabel la Católica. Paseo Castellana

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Josep Clará Josep Clará Ayats

Olot, 1878- Barcelona, 1958

La Industria. El Retiro. Josep Clará

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Antonio Alsina Antonio Alsina Amils

Tárrega, Lérida, 1864- Barcelona, 1948

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

Teresa de Jesús por Antonio Alsina. BNE

 Tirso  Molina por Antonio Alsina. BNE

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antonio coll pi Antonio Coll Pi

Barcelona, 1857- Santiago de Chile, 1942

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

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Antonio Parera Antonio Parera Saurini

Barcelona, 1868- Barcelona, 1946

Sirena del monumento a Alfonso XII. El Retiro

Amorcillos Fuente Cibeles. Izq, escultor Miguel Ángel Trilles. Der Antonio PareraAmorcillo de la Fuente de Cibeles, de pie con caracola, obra de Antonio Parera

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Antonio Sola Antonio Solá Llansas

Barcelona, 1780- Roma, 1861

  Capitanes Daoiz y Velarde

 

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José María Subirachs Josep María Subirachs Sitjar

Barcelona, 1927- Barcelona, 2014

 

Al otro lado del muro por Subirachs. Madrid

 Iris. Plaza de Colón. Madrid

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Pedro Estany Capella

Castelló de Ampurias, Gerona, 1865- Madrid, 1923

 Mausoleo Antonio Ríos Rosas. Madrid

 Ave Fénix. Metrópolis. Madrid

 Federico Chueca. El Retiro--------------------------

Andrés Aleu Teixidó Andrés Aleu Teixidó

Tarragona, 1832- Barcelona, 1901

 

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Pablo Gibert Roig

Tarragona, 1853- ?

 General Baldomero Espartero. Madrid

Relieve monumento a Marqués del Duero. Paseo Castellana

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José Alcoverro Josep Alcoverro Amorós

Tivenys, Tarragona 1835- Madrid, 1908

 

San Isidoro de Sevilla. BNE

 Alfonso X el Sabio. BNE

 Cariátide Ministerio de Fomento

 Alonso Berruguete por Alcoverro. Madrid

 Francisco Piquer Rudilla. Madrid

 Agustín Argüelles. Madrid

 Portada edificio Banco Hispano Americano. Pl. Canalejas. Madrid

 Portada Banco Hispano Americano. Pl. Canalejas. Madrid

Monumento a Alfonso XII. El Retiro-----------------------------------

Frederic Marés Frederic Marés Deulovol

Portbou, Gerona, 1893- Barcelona, 1991

Monumento a Eugenio d'0rs. Paseo del Prado

 Relieve La Industria. Calle Alcalá. Madrid

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La culebra o el dragón de la Puerta Cerrada

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Dragón en un escudo de la Casa de la Villa. Madrid

Dragón en un escudo de la fachada de la Casa de la Villa. El más logrado de Madrid (Foto propia) 

Juan López de Hoyos: “Siendo yo de pocos años, me acuerdo que el vulgo llamaba a esta puerta Puerta de la Culebra, por tener un dragón labrado bien hondo”.

Todas las ciudades cuentan con mitos y leyendas en torno a sus fundaciones, en un intento por buscar unos orígenes donde no los hay. Unos perduraron amparados en cierta verosimilitud y otros en cambio intentaron progresar en la imaginación de algunos hasta disiparse con el tiempo o con la intercesión de estudios que tumbaron lo insostenible. Con respecto a Madrid, hay acuerdo unánime en que su origen fue un modesto enclave musulmán del siglo IX, ubicado en el entorno del actual palacio real, cuya existencia acabó en 1083 con la entrada victoriosa de Alfonso VI de Castilla. Desde entonces, el nuevo Madrid medieval y cristiano se constituyó en torno a la Plaza de la Paja, donde acabaron edificándose los palacetes más señoriales, como los de Vargas y Lasso de Castilla, entre otros. La ciudad había crecido considerablemente y hubo que cercarla con una muralla en la que se abrieron varias puertas. Una de las más utilizadas por la gente acabó popularizándose como Puerta Cerrada, y estaba situada donde hoy se alza la gran cruz de la plazuela del mismo nombre, uno de los lugares más genuinos de la villa y corte.

Aquella puerta alcanzó fama inusitada entre todas las demás por los riesgos que entrañaba para los transeúntes que salían o que entraban por el viejo camino de Atocha. La mala fama de aquella puerta no fue por otra causa que por una mala construcción del pasadizo que superaba el foso entre recodos y altos muros, circunstancia que fue aprovechada por gente desalmada dispuesta a asaltar a quien osase pasar en los momentos de peor luz. Se hicieron varias reformas para darle solución, pero siempre insuficientes, por lo que el problema seguía igual, hasta que finalmente hubo de ser clausurada definitivamente. No hay acuerdo unánime en el origen del nombre: en si era por lo cerrado del paso de la puerta o porque la cerraron las autoridades.

Cruz de Puerta Cerrada (Foto propia)

El propio Juan López de Hoyos, vecino de la plaza donde estaba la puerta y hoy la cruz de demarcación de 1783, la había descrito así: “Era angosta y recta al principio, haciendo luego dos revueltas, de suerte que ni los que salían podían ver a los que entraban, ni éstos a los de fuera.”Gerónimo de la Quintana, decano de los cronistas de Madrid, dijo más o menos lo mismo: “Se llama Puerta Cerrada porque como era tan cerrada y tenía tantas revueltas, se escondía allí de noche gente facinerosa, que robaba y capeaba a los que entraban y salían por ella, sucediendo muchas desgracias con ocasión de un peligroso paso que había para acceder a la cava, que era muy honda, de suerte que nadie se atrevía a entrar o salir por ella ni aun de día, y por ello se cerró, estándolo durante algún tiempo, hasta que poblándose de la otra parte, se tornó a abrir para la comunicación del arrabal y de la Villa.”

La puerta era la más concurrida de Madrid, puesto que enlazaba con el camino de Atocha. Una vez traspasada y salvado el foso, los caminantes se dirigían por la actual calle de la Colegiata a la Plaza de Tirso de Molina, para continuar por la de la Magdalena hasta salir al ensanche de Antón Martín donde se fundía al camino principal que descendía de la Plaza Mayor a la Virgen de Atocha, es decir, la actual calle Atocha al Paseo del Prado.

Pero el estado de la puerta fue independiente de la imaginación de Juan López de Hoyos (1511-1583) el día que determinó escribir en sus crónicas urbanas que en la parte superior figuraba grabada una culebra, que incluso dibujó, y que algún tiempo después, pareciéndole insuficiente, convirtió en un dragón, siempre más atrayente para sus intereses. Aquel personaje, humanista y clérigo de la parroquia de San Andrés, profesor además de Miguel de Cervantes en la Casa del Estudio de la Villa, muy cerca de la calle Mayor, escribió: “Entre las antigüedades que evidentemente declaran la grandeza y fundación antigua de este pueblo, ha sido una la que en este mes de junio de 1569 años, por desembarazar la puerta Cerrada, derribaron, y estaba en lo más alto de la Puerta, en el lienzo de la muralla labrado en piedra berroqueña, un espantable y fiero dragón, el cual traían los griegos por armas y las usaban en sus banderas.” Tal fue su poder de convicción, acentuado por la credulidad e ignorancia de las autoridades municipales, que el dragón acabó dos siglos y medio después en el escudo oficial de la villa. Es decir, desde 1822 hasta 1967, juntamente con el oso y el madroño. Así se definió con toda pomposidad: "Dragón alado de oro en manteledura sobre campo azul y una corona cívica sobre campo de oro en la punta concedida por las Cortes de 27 de diciembre de 1822 formado de trenzado de guirnalda de hojas de roble y banda carmesí".

Otros personajes como Tirso de Molina y Lope de Vega se refirieron a la Puerta Cerrada, pero no a culebras ni dragones, por lo que hay que entender que desconocían las fabulaciones del clérigo de San Andrés.

“Como Madrid está sin cerca,

a todo gusto da entrada.

Nombre hay de Puerta Cerrada,

mas pásala quien se acerca”.

(Tirso de Molina)

 

“¿Cuál esuna puerta que, cerrada,

entran y salen, sin cuento,

cuantos quieren cada día?”

  Responde la doncella Teodor:

“La misma que en ese pueblo

llaman Puerta Cerrada”

(Lope de Vega)

 

El dragón en el escudo oficial de Madrid

Jardines de Sabatini. Madrid

Escudo de Madrid en los Jardines de Sabatini (Foto propia)

 

El dragón fantástico que llegó al escudo de Madrid

Dragón del antiguo escudo de Madrid, en un lateral de La Fuentecilla de la calle Arganzuela (Foto propia) 

  Puerta Madrid del Retiro

El dragón en una puerta de El Retiro (Foto propia)

 

El más grande de los dragones de Madrid (Foto propia)

El dragón mayor de Madrid está en La Fuentecilla, calle Arganzuela (Foto propia)

 

Escudos de la Casa de la Villa (Foto proia)

Escudos antiguos de Madrid en la fachada de la Casa de la Villa (Foto propia)

 

Bolsa de Madrid (Foto propia)

 Escudo en la Bolsa de Madrid (Foto propia)

 

Calle de la Travesia del Reloj (Foto propia)

 Travesía del Reloj (Foto propia)

 

Casa de Fieras del Retiro (Foto propia)

 Entrada a la antigua Casa de Fieras del Retiro (Foto propia)

 

Casa de Socorro. Calle Navas de Tolosa (Foto propia)

   Casa de Socorro de la calle Navas de Tolosa (Foto propia)

 

Teatro Reina Victoria (Foto propia)

Teatro Reina Victoria en Carrera de San Jerónimo (Foto propia)

León Felipe aún pasea absorto por el Parque Norte

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 “Aquí estoy en este mundo todavía, viejo y cansado, esperando a que me llamen. Estoy esperando con el mismo traje viejo de ayer, haciendo recuentos y memoria, haciendo examen de conciencia, escudriñando agudamente mi vida.”

(León Felipe)

Felipe Camino Galicia de la Rosa es una infrecuente combinación de nombre y apellidos, por lo que no tiene nada de extraño que aquel personaje decidiese llamarse en el mundo poético León Felipe, nacido en Tábara, Zamora, en 1884, y muerto en Ciudad de México en 1968.

León Felipe, estatua, escultura asentada en el Parque Norte que linda con la Av. de Monforte de Lemos y con la ciudad sanitaria La Paz, lleva más años en Madrid en bronce que lo que vivió en España. Con él en el parque, distanciados entre sí, están también tres próceres hispanoamericanos. En uno de sus versos dijo que “había echado el ancla”, pero ignoraba que fuese para convertirse en la estancia más prolongada, encaramado en un pedestal con semblante pueblerino con boina, bastón y un libro abierto en una mano. Es como lo ha querido plasmar el escultor Gabriel Ponzanelli desde el día en que Juan Barranco, a la sazón alcalde de Madrid, inauguró la escultura.

El poeta en un rincón del parque parece resignado por haber refrenado su espíritu indómito y su afán por permanecer lejos de España. Es lo que se desprende de su biografía. No estaba en Madrid cuando la proclamación de la segunda república, pero tuvo la ocurrencia de venirse a Madrid en 1934 cuando todo presagiaba que el gran proyecto político se iba a pique a pasos agigantados.

León Felipe

En Madrid anduvo en plena guerra en compañía de Rafael Alberti y María Teresa León. Extraña asociación, acaso porque vivían entonces en la misma casa de la calle Marqués de Urquijo, esquina al Paseo del Pintor Rosales. Juntos los dos poetas acudieron una mañana de noviembre de 1936 a convencer a Antonio Machado de que debía marcharse de Madrid por la cercanía de las tropas de Franco. Aceptó al fin muy a disgusto y fue un error garrafal, al igual que el que cometió García Lorca partiendo para Granada. León Felipe, casi a contracorriente y con una actitud de lo más insólito en él, aguantó en Madrid hasta 1938 cuando, habiéndose puesto las cosas muy negras,  partió hacia Valencia, al igual que el gobierno republicano. Salió de España y ya no regresó jamás. Murió en México en 1968.

Aquel poeta tardío que ejerció un tiempo de boticario en un pueblo alcarreño no podía permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Había en él un afán de ir de un lado para otro, alejándose peligrosamente de la realidad, de la historia española y, sobre todo, de las corrientes y movimientos literarios que desdeñó en todo momento. Su individualismo y espíritu anárquico fue su ruina como poeta en todas las antologías.

Su vida, confesaba, era como un canto pequeño y ligero, un guijarro, que iba rodando por carreteras y veredas, y por ello se lamentaba de no haber llegado a ser piedra de palacio o iglesia. Un sillar grande y pesado, incrustado en un muro. La vida errante, su vida, vuelven a reflejarla los versos: ”¡Qué lástima que yo no tenga una patria. Qué lástima que yo no tenga comarca, patria chica y tierra provinciana. Ya no he vuelto a echar el ancla, y ninguna de estas tierras me levanta ni me exalta para poder cantar siempre en la misma tonada al mismo río que pasa rodando las mismas aguas, al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa.”

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iQué lástima

que yo no pueda cantar a la usanza

de este tiempo lo mismo que los poetas de hoy cantan!

iQué lástima

que yo no pueda entonar con una voz engolada

esas brillantes romanzas a las glorias de la patria!

iQué lástima que yo no tenga una patria!

Sé que la historia es la misma, la misma siempre que pasa

desde una tierra a otra tierra, desde una raza

a otra raza,

como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca. iQué lástima

que yo no tenga comarca,

patria chica, tierra provinciana!

Debí nacer en la entraña de la tierra castellana

Y fui a nacer en un pueblo del que no recuerdo nada,

pasé los días azules de mi infancia en Salamanca,

y mi juventud, una juventud sombría, en la Montaña.

Después... ya no he vuelto a echar el ancla,

y ninguna de estas tierras me levanta

ni me exalta

para poder cantar siempre en la misma tonada

al mismo río que pasa

rodando las mismas aguas,

al mismo cielo, al mismo campo y a la misma casa

iQué lástima

que yo no tenga una casa!

Paulatinamente, el poeta se va despojando de todo, de la patria, de la casa, del abuelo, hasta llegar a preguntar angustiado:

¿Qué voy a cantar, si soy un paria

que solo tiene una capa?

 

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