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La fuerza del Manzanares por Miguel Hernández

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Hoy es un río y antes no lo era:
era una gota de metal mezquino,
un arenal apenas transitado,
sin gloria y sin destino.

En este poema, La Fuerza del Manzanares, Miguel Hernández se lanzó a ensalzar el río por su papel defensivo de la ciudad de Madrid cuando los intentos de asalto de las fuerzas franquistas en los últimos meses de 1936. Mucho se ha escrito acerca de la férrea defensa que hicieron las tropas republicanas, reforzadas por aquel entonces por los batallones de las Brigadas Internacionales; mucho menos de la barrera natural que supuso el río.

La poca agua, los arenales y la canalización de sus márgenes entre el Puente de los Franceses y el de Toledo, ocasionaron un impedimento determinante para el paso de vehículos pesados y cañones. Muchos no reconocieron nunca ese cometido defensivo del río y siguieron denigrándolo recurriendo a lo que había escrito Francisco de Quevedo: “Manzanares, río aprendiz de río”. Otros, los atacantes negaron que la presencia del río hubiera sido para tanto. La realidad fue otra muy distinta. En algunas de las fotos aquí mostradas se aprecia el estado del río tal cual estaba en plena guerra civil.

 Río Manzanares con el Puente de los Franceses,  Año 1946

Escena veraniega de baños en el Manzanares, 1946, ante el Puente de los Franceses, el entorno fluvial que más hizo por la defensa de Madrid en 1936. En la margen de la izquierda de la foto, tropas y fuerzas mecanizadas franquistas intentaron día y noche poder vadear el río. Al otro lado los contuvieron las Brigadas Internacionales

 

La voz de bronce no hay quien la estrangule:
mi voz de bronce no hay quien la corrompa.
No puede ser ni que el silencio anule
su soplo ejecutivo de pasión y de trompa.

Con esta voz templada al fuego vivo,
amasada en un bronce de pesares,
salgo a la puerta eterna del olivo,
y dejo dicho entre los olivares...

El río Manzanares,
un traje inexpugnable de soldado
tejido por la bala y la ribera,
sobre su adolescencia de juncos ha colgado.

Hoy es un río y antes no lo era:
era una gota de metal mezquino,
un arenal apenas transitado,
sin gloria y sin destino.

Hoy es un trinchera
de agua que no reduce nadie, nada,
tan relampagueante que parece
en la carne del mismo sol cavada.
El leve Manzanares se merece
ser mar entre los mares.

Al mar, al tiempo, al sol, a este río que crece,
jamás podrás herirlos por más que les dispares.
Tus aguas de pequeña muchedumbre,
ay río de Madrid, yo he defendido,
y la ciudad que al lado es una cumbre
de diamante agresor y esclarecido.

Cansado acaso, pero no vencido,
sale de sus jornadas el soldado.
En la boca le canta una cigarra
y otra heroica cigarra en el costado.

¿Adónde fue el colmillo con la garra?
La hiena no ha pasado
a donde más quería.
Madrid sigue en su puesto ante la hiena,
con su altura de día.

Una torre de arena
ante Madrid y el río se derrumba.
En todas las paredes está escrito:
Madrid será tu tumba.

Y alguien cavó ya el hoyo de este grito.
Al río Manzanares lo hace crecer la vena
que no se agota nunca y enriquece.

A fuerza de batallas y embestidas,
crece el río que crece
bajo los afluentes que forman las heridas.
Camino de ser mar va el Manzanares:
rojo y cálido avanza
a regar, además del Tajo y de los mares,
donde late un obrero de esperanza.

Madrid, por él regado, se abalanza
detrás de sus balcones y congojas,
grabado en un rubí de lontananza
con las paredes cada vez más rojas.

Chopos que a los soldados
levanta monumentos vegetales,
un resplandor de huesos liberados
lanzan alegremente sobre los hospitales.

El alma de Madrid inunda las naciones,
el Manzanares llega triunfante al infinito,
pasa como la historia sonando sus renglones,
y en el sabor del tiempo queda escrito.

Areneros del Manzanares por el Puente de los Franceses

 

Brigadistas en la defensa del Puente de los Fraanceses

El Puente de Segovia destruido por los republicanos

 

Pasarela de la Muerte sobre el Manzanares

Puente de Segovia destruido

 

urbanity.es


El Gaitero de Gijón, escultura y poema en El Retiro

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Gaitero de Gijón por Lorenzo Coullaut Varela. El Retiro

Una dolora es según el DRAE: “Breve composición poética de espíritu dramático, que envuelve un pensamiento filosófico.” Doloras escribió el poeta Ramón de Campoamor, asturiano de juventud que pasó su larga vida en Madrid, donde está enterrado. Fueron muy populares a mediados de siglo XIX. Una de las famosas, El Gaitero de Gijón, representó a su protagonista en una diminuta escultura en bronce realizada en 1914 por Lorenzo Coullaut Valera como parte del grupo escultórico dedicado al escritor, situado a unos pasos del Paseo de Coches de El Retiro. Obra magnífica en mármol blanco en que se ve a Campoamor sentado, acompañado de tres mujeres: la senectud, la madurez y la juventud.

Ya se está el baile arreglando.
Y el gaitero, ¿dónde está?
«Está a su madre enterrando,
pero enseguida vendrá».
«Y ¿vendrá?» «Pues ¿qué ha de hacer?»
cumpliendo con su deber.
vedle con la gaita..., pero
¡cómo traerá el corazón
el gaitero,
el gaitero de Gijón!

 

¡Pobre! Al pensar en su casa
toda dicha se ha perdido,
un llanto oculto le abrasa,
que es cual plomo derretido.
Mas, como ganan sus manos
el pan para sus hermanos,
en gracia del panadero
toca con resignación
el gaitero,
el gaitero de Gijón.

 

No vio una madre más bella
la nación del sol poniente...
pero ya una losa de ella
le separa eternamente.
¡Gime y toca! ¡Horror sublime!
Mas, cuando entre dientes gime,
no bala como un cordero,
pues ruge como un león
el gaitero,
el gaitero de Gijón.

 

La niña más bailadora,
«¡Aprisa! -le dice- ¡aprisa!»
Y el gaitero sopla y llora,
poniendo cara de risa.
Y al mirar que de esta suerte
llora a un tiempo y los divierte,
¡silban como Zoilo a Homero,
algunos sin compasión,
al gaitero,
al gaitero de Gijón!

 

Dice el triste en su agonía,
entre soplar y soplar:
«¡Madre mía, madre mía!
¡Cómo alivia el suspirar!»
Y es que en sus entrañas zumba
la voz que apagó la tumba;
¡voz que, pese al mundo entero,
siempre la oirá el corazón
del gaitero,
del gaitero de Gijón!

 

Decid, lectoras, conmigo:
¡Cuanto gaitero hay así!
¿Preguntáis por quien lo digo?
Por vos lo digo y por mí.
¿No veis que al hacer, lectoras,
doloras y más doloras,
mientras yo de pena muero
vos las recitáis al son
del gaitero,
del gaitero de Gijón?...

Ramón de Campoamor

Gaitero de Gijón. El Retiro. Monumento a Campoamor

Monumento a Campoamor. El Gaitero de Gijón,  a su derecha (Foto propia)

A ambos lados del grupo escultórico, separadas a un metro, se aprecian en esta foto las diminutas doloras. A la izquierda, la del maestro con la alumna, y a la derecha, el gaitero tocando (Foto propia)

El último adiós de José Rizal a Filipinas

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José Rizal en la Av de Filipinas (Foto propia)

Es el último adiós poético de quien iba a morir fusilado por la represión tan injusta como brutal e inútil, especialmente con quienes fueron considerados héroes nacionales. Le pasó al joven médico José Rizal, héroe supremo de la independencia de Filipinas, antiguo alumno en la universidad de la calle San Bernardo de Madrid, la ciudad que cuenta con un monumento de grandes dimensiones donado por su país, que se halla en la Av. de Filipinas.

En él, a un lado del grupo escultórico hay dos placas de gran tamaño con el último poema del héroe, que bien merece leerse a fondo. “El monumento es una réplica, con algunas variantes, del que se encuentra en el Rizal Park, en el corazón de Manila, en el mismo lugar de Bagumbayán (o Luneta) donde Rizal fue ejecutado por fusilamiento el 30 de diciembre de 1896 y que es obra del escultor suizo Richard Kissling (1848-1919)” (Blog de Manuelblas)

José Rizal 

Adiós, Patria adorada, región del sol querida,

perla del Mar de Oriente, nuestro perdido edén,

a darte voy, alegre, la triste, mustia vida;

y fuera más brillante, más fresca, más florida,

también por ti la diera, la diera por tu bien.

En campos de batalla, luchando con delirio,

otros te dan sus vidas, sin dudas, sin pesar.

 

El sitio nada importa: ciprés, laurel o lirio,

cadalso o campo abierto, combate o cruel martirio.

La mismo es si lo piden la Patria y el hogar.

Yo muero, cuando veo que el cielo se colora

y al fin anuncia el día, tras lóbrego capuz;

si grana necesitas, para teñir tu aurora,

¡vierte la sangre mia, derrámala en buen hora,

y dórela un reflejo de su naciente luz!

 

Mis sueños, cuando apenas muchacho adolescente,

mis sueños cuando joven, ya lleno de vigor,

fueron el verte un día, joya del Mar de Oriente,

secos los negros ojos, alta la tersa frente,

sin ceño, sin arrugas, sin manchas de rubor.

 

Ensueño de mi vida, mi ardiente vivo anhelo.

¡Salud! te grita el alma que pronto va a partir;

¡salud! ¡Ah, que es hermoso caer por darte vuelo,

morir por darte vida, morir bajo tu cielo,

y en tu encantada tierra la eternidad dormir!

Si sobre mi sepulcro vieres brotar, un día,

entre la espesa yerba, sencilla humilde flor,

acércala a tus labios y besa el alma mía,

y sienta yo en mi frente, bajo la tumba fria,

de tu ternura el soplo, de tu hálito el calor.

 

Deja a la luna verme, con luz tranquila y suave;

deja que el alba envíe su resplandor fugaz;

deja gemir al viento, con su murmullo grave;

y si desciende y posa sobre mi cruz un ave,

deja que el ave entone su cántico de paz.

 

Deja que el sol, ardiendo, las lluvias evapore

y al cielo tornen puras, con mi clamor en pos;

deja que un ser amigo mi fin temprano llore;

y en las serenas tardes, cuando por mí alguien ore,

ora también, oh patria, por mi descanso a Dios.

 

Ora por todos cuantos murieron sin ventura;

por cuantos padecieron tormentos sin igual;

por nuestras pobres madres, que gimen su amargura;

por huérfanos y viudas, por presos en tortura,

y ora por ti, que veas tu redención final.

 

Y cuando, en noche oscura, se envuelva el cementerio,

Y solos sólo muertos queden velando allí,

no turbes su reproso, no turbes el misterio:

tal vez acordes oigas de cítara o salterio;

soy yo, querida Patria, yo que te canto a tí.

 

Y cuando ya mi tumba, de todos olvidada,

no tenga cruz ni piedra que marquen su lugar,

deja que la are el hombre, la esparza con la azada,

y mis cenizas, antes que vuelvan a la nada,

en polvo de tu alfombra que vayan a formar.

 

Entonces nada importa me pongas en olvido;

tu atmósfera, tu espacio, tus valles cruzaré;

vibrante y limpia nota seré para tu oido:

aroma, luz, colores, rumor, canto, gemido,

constante repitiendo la esencia de mi fe.

Mi patria idolatrada, dolor de mis dolores,

querida Filipinas, oye el postrer adiós.

Ahí, te dejo todo: mis padres, mis amores.

 

Voy donde no hay esclavos, verdugos ni opresores;

donde la fe no mata, donde el que reina es Dios.

Adiós, padres y hermanos, trozos del alma mía,

amigos de la infancia, en el perdido hogar;

dad gracias, que descanso del fatigoso día;

adiós, dulce extranjera, mi amiga, mi alegría;

adiós, queridos seres. Morir es descansar.

 

El último adiós de Riza. Fragmento (Foto propia)

 

El adiós de Rizal (Foto propia)

Estela en granito en Madrid con la lápida de bronce en la que figura El último adiós de José Rizal (Foto propia)

Fusilamiento de José Rizal

Escena del momento del fusilamiento de José Rizal. héroe de la independencia de Filipinas

La antigua Biblioteca Nacional de Armando Palacio Valdés

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Armando Palacio Valdés

Armando Palacio Valdés (1853-1938), el gran novelista asturiano que pasó casi toda su vida en Madrid relata las vicisitudes de un visitante de la biblioteca nacional, aquella primera y arcaica que se hallaba por donde ahora la Plaza de Oriente y que se llamó Real Librería Pública desde 1712 a 1809. Hacia 1836 pasó a depender del Ministerio de Gobernación. A esta última etapa se refiere el ingenioso relato de Palacio Valdés, incluido en su obra Aguas fuertes (1884), que no es otra cosa que una aguda crítica a la desidia de la burocracia bibliotecaria, que casi impedía el acceso a estudiosos e investigadores.

 

“Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la Plaza de la Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante, una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de enero hablando de la Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.

Armando Palacio Valdes

Arranca del portal una escalera medianamente espaciosa, cuidadosamente tapizada de polvo como conviene a esta clase de establecimientos, la cual termina en una portería o conserjería donde hay generalmente sentados seis u ocho señores ocupados en la tarea de mirar lo que entra y lo que sale y en charlar y discutir en voz alta a fin de que los que estudian dentro se acostumbren a concentrar su atención, como hacía Arquímedes en los tiempos antiguos.

—¿Me hacen ustedes el favor de una papeleta?—pregunta en actitud humilde el sabio, que ha llegado hasta allí tragando polvo.

El portero encargado de facilitarlas vuelve la cabeza y le dirige una mirada fría y hostil: después sigue tranquilamente la conversación empeñada.

—¿Cuánto te ha costado a ti la contrabarrera?

—Lo que cuesta en el despacho: el amo ha pedido tres a un concejal y me ha cedido una.

—¡Todos los pillos tienen suerte!

Mucha risa; mucha algazara. La conversación rueda después acerca de las probabilidades que Frascuelo tiene de echar la pata a Lagartijo: los toros eran de Veraguas, se podían lidiar con franqueza; sin riesgo; y el matador «se las tiraría de plancheta» como acostumbraba, sin...

—¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco más alto.

El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levanta lentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice:

—Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar más bajo el papel...

—¿Quiere V. darme una papeleta?—dice el sabio con impaciencia.

—¿Tiene V. prisa, verdad, caballero?—responde el dependiente con cierta sonrisilla irrespetuosa.

El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obra famosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca. En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separados de los que leen arrimados a las mesas. El sabio de mañana vacila entre dirigirse al grupo de la derecha o al grupo de la izquierda; decídese al fin a emprender su marcha hacia el primero, procediendo lógicamente. Uno de los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerla le examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase de sonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movido al venir hasta allí en demanda de un libro. Después que se entera del que pide, crecen evidentemente sus sospechas porque le acribilla a miradas escrutadoras, de tal suerte, que el presunto sabio baja la vista avergonzado, juzgándose un matutero de la ciencia. El empleado, sin dejar de mirarle, pasa la papeleta a otro empleado que a su vez le mira también con cuidado y la pasa a otro, y así sucesivamente pasa por todas las manos del grupo hasta que llega nuevamente a las del primero, el cual se la devuelve diciendo:

—Vaya V. allí enfrente.

Y nuestro sabio atraviesa el salón y se dirige al grupo contrario, donde sufre el mismo examen por parte de la inspección facultativa del gobierno, y se repite con ninguna variante la escena anterior. Al devolverle la papeleta le dicen también:

—Vaya V. allí enfrente.

—Ya he estado.

—Entonces vaya V. al Índice... la primera puerta a la derecha.

En el Índice, un señor empleado lee con toda calma la papeleta, y sin decirle palabra desaparece con ella por el foro. Nuestro sabio espera una buena media hora tocando el tambor sobre las rejas de la valla con las yemas de los dedos. De vez en cuando levanta la vista a los estantes donde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos, rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquellos libros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí su respetabilidad. En este mundo las cosas de poco uso son siempre las más respetables; los senadores, los capitanes generales, los académicos, los canónigos. Casi todos tienen escrita sobre su severo lomo en letras muy gordas la palabra Ópera. No se ve en torno más que óperas; óperas arriba, óperas abajo, óperas delante, óperas detrás. En esto llega el señor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugar del libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado de crisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedos al papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de su petición: no consta. El sabio, que es bastante listo, comprende en seguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejante libro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo han sido y han ido a leer a la biblioteca de la nación. Ningún libro reciente consta. ¿Y por qué había de constar? ¿No perdería mucho de su prestigio esta biblioteca, admitiendo sin dificultad cualquier libro de ayer mañana? La biblioteca nacional no puede proceder como la de un particular; para que un libro tenga la honra de entrar en sus salones es necesario que el tiempo lo garantice, pues hasta ahora no se conoce nada mejor para garantir la ciencia que una serie de años, cuantos más mejor. Un libro nuevo, bien impreso, satinado y limpio, no encaja bien entre aquellas dignas y graves óperas, preñadas hasta reventar de latín y de ciencia.

Nuestro sabio torna a la portería meditando todo esto, y escribe sobre otra papeleta el título de un libro sobre filosofía, del siglo trece. La papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos; pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde:

—Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente pedir otro!...

¡Pues no había de serle indiferente! Los sabios son muy finos y humanos. Nada, nada, no se moleste V. Por nada en el mundo querría nuestro sabio exponer la preciosa vida de ningún empleado del Gobierno. Así que, pian pianito vuelve sobre sus pasos hasta la portería, atormentando la imaginación para buscar una obra que fácilmente le pudiesen proporcionar, fuese cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor que pedir el Quijote.

—¿Qué edición quiere V.?

—La que V. guste.

—¡Ah! no, caballero, perdone V., nosotros no podemos dar sino la edición que nos piden.

—Bien, pues la de la Academia.

—Tenga V. entonces la bondad de consignarlo así en la papeleta.

Vuelta a la portería. Al fin, después de una brega tan larga y deslucida, tiene la dicha de recibir el Quijote de manos del empleado. El sabio deja escapar un suspiro de consuelo: estaba sudando. Trata de sentarse a una de las mesas que hay esparcidas por la sala, sobre las cuales, para que nada llame y distraiga la atención, no suele haber ni pupitre, ni papel, ni plumas, ni tintero; nada más que la madera lisa y reluciente, invitando al estudio y a la patinación. Al tomar una de las sillas, observa con dolor que está cubierta de polvo y quizá de algo más. ¿Qué tiene esto de particular? La ciencia y la porquería no son enemigas declaradas: antes al contrario, parece que aquélla vive dichosa en los brazos de ésta, como lo atestiguan multitud de ejemplos. La sagrada Teología, muy especialmente, siempre ha tenido marcada predilección por la suciedad. En otro tiempo se medía la profundidad de un teólogo por la cantidad de grasa que llevaba adherida a la sotana. También la literatura manifestó siempre tendencias bastante pronunciadas en este sentido, y es cosa proverbial, sobre todo en las provincias, que nuestros literatos no se lavan sino cuando llueve: hay hortera a quien se le saltan las lágrimas de entusiasmo contando alguna gran asquerosidad de Carlos Rubio, o la manera de vivir de Marcos Zapata,—por más que respecto a este último, como amigo suyo que soy, puedo declarar que hay exageración. Fundándose, a no dudarlo, en tales razones, el gobierno de S. M. ha procurado mantener en la biblioteca nacional una conveniente y adecuada porquería, de cuya conservación están encargados algunos mozos no bastantemente retribuidos.

Nuestro sabio en agraz, que aún no ha llegado a las altas regiones de la ciencia, y que por lo tanto no comprende la ayuda poderosa que le prestarían en la investigación de la verdad aquellas manchas grises de la silla que mira con sobresalto, saca el pañuelo del bolsillo y lo coloca bonitamente sobre ella, sentándose después lleno de confianza.

¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla el polvo de la mesa y coloca el sombrero sobre ella; ya se saca a medias una bota que le oprime mortalmente los sabañones; ya tose y se arranca la flema de la garganta; ya trae el libro hacia sí, ya mira con curiosidad el sello de la Academia estampado en la primera página; ya empieza a leer.

«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín flaco.....»

Tilín, tilín.

—¿Qué es eso?—pregunta con sorpresa al compañero que tiene al lado.

—Nada, que tocan a cerrar—contesta el otro levantándose.

El sabio entonces se levanta también; le sigue; devuelve el Quijote al empleado de quien lo recibiera; y se va a su casa.”

Viaje en tranvía de Benito Pérez Galdós

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Modelo de tranvía de 1870, primeros de Madrid

El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas  (Benito Pérez Galdós, 1871)

El autor describe las peripecias de un trayecto en tranvía por las calles de Madrid. Siguió el ómnibus su marcha, lo denominaba el autor. La ruta que describe Galdós fue histórica, abierta en 1869 y que discurría entre el barrio de Salamanca (parte alta de la calle de Serrano) y el barrio de Pozas (que correspondía a la calle de la Princesa). Los primeros tranvías sobre raíles surgieron en 1870 y eran todos de tracción animal, aspecto este fundamental, que si no menciona Galdós en ningún momento tiene que deberse a que era algo natural que tenía todo el mundo asumido. Solo unos años después, el tiro por animales ya era absolutamente insólito.

El recorrido empieza con un Pérez Galdós cargado de libros que se sube en la calle Serrano y que se apea finalmente en una parada indeterminada de la calle Princesa. El relato forma parte del cuento Novela en el tranvía (1871), escrito cuatro años después de la llegada de Galdós a Madrid, del que he procurado entresacar lo concerniente a las impresiones de cualquier usuario de tranvía, aunque con ciertas referencias clasistas del autor, seguramente de alguien como él que recurría a los tranvías de cuando en cuando. Su interés radica en poder observar retazos de la vida madrileña –gente anónima, calles y referencias de época- desde uno de aquellos primeros medios de transporte, entonces con escasas línea abiertas.

 galdos

El coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano

“El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos. Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón. Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.

—¿Y usted adónde va?—me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos. Le contesté evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo: —Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanito ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida. Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí; ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós. Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto. Siguió el ómnibus su marcha. Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquel bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y éste o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa.

1879tranviaacaballoenci

 

Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren... ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después! Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro; siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos.

Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado.

Tranvias por calle Alcalá, 1870

Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle y las casas, los transeuntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviese con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaban más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norteamericanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido. A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletas de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear.

Esta visión se iba extinguiendo: después me pareció que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro; más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubíes. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipógrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la condesa, el conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos.

Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada condesa! La vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama. En esto llegó el coche al barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino. Yo seguí a la mujer del perro, aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa, riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía entregar aquellos libros. Se los devolví a la persona que me los había pedido para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al extremo de Madrid.”

Canto fúnebre de José Zorrilla ante la tumba de Mariano José de Larra

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Zorrilla en calle Huertas. Madrid (Foto propia)

 

“El silencio era absoluto: el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí a leer…, pero según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparición y mi voz les causaba.” (José Zorrilla ante la tumba de Mariano José de Larra)

Mariano José de Larra murió de un tiro en la cabeza en su casa de la calle Santa Clara de Madrid, muy cerca del Teatro Real y mucho más de la iglesia de Santiago, adonde lo trasladaron no sin problemas por tratarse de un suicida. Fue enterrado el día 15 de febrero de 1837 en el Cementerio de Fuencarral, situado entre las calles San Bernardo, Magallanes, Arapiles, Rodríguez Sampedro y las plazas del Conde del Valle de Suchil y Quevedo. Aquel macro cementerio desapareció y sobre él se trazaron calles y urbanizaciones. Larra fue rescatado a tiempo. Otros escritores más recientes como Alejandro Sawa se perdieron entre obras y desescombros. Larra hoy es admirado en un mausoleo de hombres ilustres en el cementerio de la Sacramental de San Justo, situado en el Paseo de la Ermita del Santo, al otro lado del Manzanares. La concurrencia era mucha con presencia de destacadas personalidades de la política, la literatura y las artes. Un poeta y escritor descendía a la tumba cuando otro se daba a conocer en presencia del muerto. Era el vallisoletano José Zorrilla, vecino de Madrid desde hacía algunos años, que vivió y murió en la calle Santa Teresa, a unos pasos de las plazas de Santa Bárbara y de Alonso Martínez.

Mariano José de Larra

Prólogo de José Zorrilla a Recuerdos del tiempo viejo: “La primera carta del bravo José Velarde me dio pie para contar lo pasado en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo, como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fui yo tirando de mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal devanado ovillo de lo contenido en este libro. Viejo e ignorante, no supe escribir más que mis personales memorias: los lectores de El Imparcial, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de la anticuada construcción de la mía, y acaso más que de lo que yo en ella decía, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo, encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque refrescaban los suyos, y otros, porque no habiendo alcanzado la época de que en ellos hablo, o lo que en ellos traigo a cuento ignoraban, o lo habían oído contar de muy diferente modo.”

José Velarde al poeta José Zorrilla

“Era la tarde del 15 de febrero de 1837. En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un joven desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leía, ante un féretro adornado con una corona de laurel, una sentida poesía. El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla. Aquella tarde fría y nebulosa fué solemne; vió la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso. A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro, último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún estremecían el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba.

España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más popular de sus poetas.  Desde aquel día, la Fama fatigada va dando a todos los vientos el nombre del vate inmortal. Desde aquel día, sus estrofas sublimes palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la inspiración en el alma de la juventud y la lanzan a la vida del arte.  Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante todo españoles; tanto que, al vibrar su lira, nos parece escuchar el acento de la patria. Vario y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas, ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar, siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las cuerdas y se reviste, como Proteo, de todas las formas para llegar a todos los corazones.

José Zorrilla

Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin, de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es, que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera. Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y es la poesía de la naturaleza.  Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del lago, las endechas del ruiseñor, los estremecimientos del trueno, y nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que florece. Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos, que jamás han previsto a los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que siguen sus reglas y odiando al genio que las deshace. Siguió cantando el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frías y limadas, y surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del arte.

¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta vencedor! Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el genio que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es perfectible, la del genio perfecta; aquél aprecia los pormenores, éste abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar, se inclina hacia la tierra; el poeta , cuando canta, mira al cielo; y es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta a lo divino.  Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de pedestal. ¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones, están iluminados por el fuego de la inspiración del gran poeta? Sí; sus versos fueron lo primero que balbucearon después de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas.

Poeta de la tradición, a su mágico acento, los héroes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el claustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible señor de la horca y cuchillo apresta su mesnada o se lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado, persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigón ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, a la luz mortecina de un retablo, o bien de la zambra, y el sarraceno corre la polvora, y, como el sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermosísima sultana esclareciendo el día con la luz de sus ojos.

¡Qué poder el del genio! En vano curiosos eruditos e historiadores concienzudos se afanan en dar a conocer el verdadero carácter de Don Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey Don Sebastián en el inhospitalario suelo de África, y en negar la vida borrascosa de Mañara, o sea de D. Juan Tenorio. ¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más Don Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro Don Sebastián que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fué sevillano y mató al Comendador, y amó a D.a Inés, y cenó con los muertos y se fué a la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá jamás verdades más creídas, más amadas y más libres del olvido que las creaciones del genio.

Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiración, que algunos creen fuego fatuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuesto poeta. ¿Cómo premia la patria los merecimientos de su esclarecido hijo? Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la modesta asignación con que vivía y lo ha abandonado a la miseria, sin duda para que ciña a un tiempo a sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio.”

José Zorrilla al poeta José Velarde

“Comienzo a apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que hemos andado poco acertados en dar publicidad a estas mis cartas. Agloméranse en mi memoria, según las voy escribiendo, tantos pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender; pasábanme tantas y tales cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos pasos y pasadizos en los días de la muerte y del entierro de Larra, que me temo que ni la benevolencia del director y de la redacción de El Imparcial para conmigo, ni la paciencia de sus lectores, quieran pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos. Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy a pasar a la carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; e imponiéndome esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi narración, para que mi claridad y sinceridad prueben a lo menos lealtad y modestia: probando que en la altura a que me ha elevado el favor público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací ni el polvo de que aquél me levantó.

Sigo, pues, adelante con mis recuerdos. Habíase venido a Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo Miguel de los Santos Álvarez, en cuya casa pasé la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mía paterna, y único confidente de los secretos de mi corazón. Llevaba yo en éste dos afanes y dos esperanzas, que en un solo afán y en una esperanza sola se confundían: mi primer amor a una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor a mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria tales, que obligaran a aquella mujer y a mi padre a tenderme sus brazos a un tiempo, asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no delira a los diez y nueve años? Álvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacía muy pocos días, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre cestero; las mañanas en el hospedaje de Álvarez, el centro de los días en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche vagando con Álvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra desconocida.

Y aconteció que entre las personas con quienes un día tropezamos en la Biblioteca, acertó a ser una la de un italiano al servicio del infante Don Sebastián, llamado Joaquín Massard, quien con su hermano Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquín y el Federico poseían dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro. Abordónos Joaquín Massard, que por Pedro Madrazo nos conocía, y nos dió de repente la noticia de que Larra se había suicidado al anochecer del día anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle a él que ignorásemos lo que todo Madrid sabía, e invitónos a ir con él a ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago. Aceptamos y fuimos. Massard conocía a todo el mundo y tenía entrada en todas partes. Bajamos a la bóveda, contemplamos al muerto, a quien yo veía por primera vez, a todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que había dejado junto a su oreja derecha la bala que le dio muerte; cortóle Álvarez un mechón de cabellos y volvímonos a la Biblioteca, bajo la impresión indefinible que dejaban en nosotros la vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.

Aquí tengo que advertir a usted, mi querido Velarde, que no volvíamos a la Biblioteca por nuestro afán de estudiar, sino porque siendo el hospedaje de Álvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco agradables para pasar el día, y estando la Biblioteca muy bien esterada y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo que generosamente a los suyos lo franqueara. A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien enterado de mi posición, me dió una carta para su hermano D. Antonio María Segovia, propietario y director de El Mundo; uno de los periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedía para mí a su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de despedirse, diciéndole quién yo era, la educación que había recibido, y lo útil que yo podía ser, atendida la módica retribución del empleo que para mí solicitaba. Mi ambición era llegar a ser periodista, llegar a firmar el folletín de un periódico que llegase a manos de mi padre: tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del capitán Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.

Joaquín Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir:

—Sé por Pedro Madrazo que usted hace versos.

—Sí, señor; le respondí.

—¿Querría usted hacer unos a Larra?, repuso, entablando su cuestión sin rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haría insertar en un periódico, y tal vez pudieran valer algo». Ocurrióme a mí lo poco que me valdrían con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos a un hombre tan progreso y de tal manera muerto; y dije a Massard que yo haría los versos, pero que él los firmaría. Avínose él, y convíneme yo; prometíselos para la mañana siguiente, a las doce, en la Biblioteca; y despidiéndonos a sus puertas, echó Massard hacia la plazuela del Cordón, donde moraba, y Álvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo a vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos, y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades. No me acuerdo si cenamos: pero después de acostados, metíme yo en mi mechinal, con una vela que a propósito había comprado.

En aquella casa no se sabía lo que era papel, pluma ni tinta; pero había mimbres puestos en tinte azul, y tenía yo en mi bolsillo la cartera del capitán con su libro de memorias. Hice un kalam de un mimbre, como lo hacen los árabes de un carrizo, y tomando por tinta el tinte azul en que los mimbres se teñían… He aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia trasladé a un papel en casa de Miguel Álvarez a la mañana siguiente, y partí a entregar mi carta al director de El Mundo. Salió a recibirme a una antecámara: presentéle la carta, y mientras la leía, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato, cuya puerta había dejado él abierta. Parecióme a mí la de un paraíso: una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble a que su marido concluyera con el importuno que había venido a separarle de ella. Cuando aquél me dijo, con los más atentos modales, que sentía no necesitarme, porque acababa de dar a otro la plaza que su hermano le pedía, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido perfectamente de que un hombre que tenía aquella mujer no debía necesitar de mí ni de nadie, y di conmigo en la Biblioteca. No estaba ya en ella Joaquín Massard, pero me había dejado una tarjeta, en la que me decía: «¿Puede usted traerme los versos a casa, a las tres? Comerá usted con nosotros.»

A los tres cuartos para las tres eché hacia la plaza del Cordón; los Massard habían comido a las dos: la hora del entierro, que era la de las cinco, se había adelantado a la de las cuatro. Los Massard me dieron café; Joaquín recogió mis versos y salimos para Santiago. La iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores de Madrid, menos Espronceda, que estaba enfermo. Massard me presentó a García Gutiérrez, que me dio la mano y me recibió como se recibe en tales casos a los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las mías, embelesado ante el autor de El Trovador, y creo que iba a arrodillarme para adorarle, mientras él miraba con asombro mi larga melena y el más largo levitón, en que llevaba yo enfundada mi pálida y exigua personalidad.

El repentino y general movimiento de la gente nos separó; avanzó el féretro hacia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquín Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al cementerio de la Puerta de Fuencarral. Mohíno y desalentado caminaba yo, poniendo entre los días nefastos aquel aciago en que me habían negado una plaza en El Mundo, había llegado tarde a la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, a enterrar a un hombre, cuyo talento reconocía, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componían Espronceda, García Gutiérrez y Hartzenbusch. Parecíame que con aquel muerto iba a enterarse mi esperanza, y que nunca iba yo a tener un papel en que enviar impresos mis delirios a la mujer a quien había pedido un año de plazo para pasar de crisálida a mariposa, ni mis versos laureados al padre a quien con ellos había esperado glorificar. Así el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un surtout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalón de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mío y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.

Llevaba yo, y veníanme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas como si para mí hubieran sido hechas; y traídas, pero no maltratadas, no revelaban que su portador salía con ellas bien cepilladas del alto zaquizamí de mi hospitalario cestero. Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y a la vista el cadáver; y como se trataba del primer suicida a quien la revolución abría las puertas del campo santo, tratábase de dar a la ceremonia fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento laico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venía a desenrocar la revolución. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada, levantó el primero la voz en pro del narrador ameno del Doncel de Don Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso inmenso que llenaba el cementerio, quedó profundamente conmovido con las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él a representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de las Navas, a Pepe Díaz…, no sé…, pero era cuestión de prolongar y dar importancia al acto, que no fué breve. Íbase ya, por fin, a cerra la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquín Massard, que siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasión, no atreviéndose, sin embargo, a leer mis escritos con su acento italiano, metióse entre los que presidían la ceremonia, advirtióles de que aún había otros versos que leer, y como me había llevado por delante, hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos la desde entonces famosa cartera del capitán, y halléme yo repentina e inconscientemente a la vera del muerto, y cara a cara con los vivos.

Sepultura de Larra

El silencio era absoluto: el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí a leer…, pero según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparición y mi voz les causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasión tan propicia y excepcional, para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio, y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto… y se me embargó la voz y se arrasaron mi ojos en lágrimas… y Roca de Togores, junto a quien me hallaba, concluyó de leer mis versos; y mientras él leía… ¡ay de mí!, perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo ya no los veía; mientras mi pañuelo cubría mis ojos, mi espíritu había ido a llamar a las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban mis perseguidos padres, y a los cristales de la ventana de una blanca alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la que ya me había vendido.

¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo primer delito es una rebelión contra la autoridad paterna! Al primero le abre Dios el paraíso terrenal: del segundo no deja que repose la conciencia. Cuando, volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos, el polvo de Larra había ya entrado en el seno de la madre tierra: y la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido en Madrid como mi padre. Pero, ¿sabe usted, mi buen Velarde, quién era entonces, lo que valía y cómo y por quién llegó a ser famoso su agradecido amigo?”

«El silencio era absoluto: el público, el más a propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí a leer..., pero según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparición y mi voz les causaba. Imagineme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasión tan propicia y excepcional, para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de la fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio, y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto... y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lágrimas... y Roca de Togores, junto a quien me hallaba, concluyó de leer mis versos.» José Zorrilla. Recuerdos del tiempo viejo

José Zorrilla en el Teatro Español. Madrid (Foto propia)

 


A LA MEMORIA DESGRACIADA DEL JOVEN LITERATO MARIANO JOSÉ DE LARRA

(José Zorrilla)

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.


Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.


Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria,
¡que nos lleva a otro mundo a despertar!


Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.


Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.


Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.


Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.


Ésta será una ofrenda de cariño
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
¡memoria del poeta que perdí!


Si existe un remoto cielo
de los poetas mansión,
y sólo le queda al suelo
ese retrato de hielo,


fetidez y corrupción;
¡digno presente por cierto
se deja a la amarga vida!
¡Abandonar un desierto
y darle a la despedida
la fea prenda de un muerto!

 

“Poeta, si en el no ser
hay un recuerdo de ayer,
una vida como aquí
detrás de ese firmamento...
conságrame un pensamiento
como el que tengo de ti”.

 

Casa de la calle Santa Teresa de Madrid en la que falleció José Zorrilla (Foto propia)

 

Lápida de Larra en la casa donde murió. Calle Santa Clara de Madrid (Foto propia)

Larra en un relieve en laa calle Huertas. Madrid (Foto propia)

En torno al casticismo. Miguel de Unamuno

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Unamuno ante Castilla

    El intrincado laberinto de pretender hallar lo característico y propio de un hombre o de un pueblo

    “En torno al casticismo” es una obra de 1895 de Miguel de Unamuno, fundamental en la historia de España, que reflexiona sobre la triste realidad social que se mueve en un mundo vacío, sin rumbo y sentido, que va y viene y ante el que transcurre el tiempo sin llegar a ninguna solución de peso para afianzar una nación decrépita a los ojos del gran pensador y escritor.

    “Conforme he ido metiéndome en mis errabundas pesquisas en torno al casticismo, se me ha ido poniendo cada vez más en claro lo descabellado del empello de discernir en un pueblo ó en una cultura, en formación siempre, lo nativo de lo adventicio. Es tal el arte con que el sujeto condensa en sí el ambiente, tal la madeja de acciones y reacciones y reciprocidades entre ellos, que es entrar en intrincado laberinto el pretender hallar lo característico y propio de un hombre ó de un pueblo, que no son nunca idénticos en dos sucesivos momentos de su vida. Aun así y todo, he intentado caracterizar nuestro núcleo castizo; cómo en la mística trató la casta castellana de levantarse sobre sus caracteres diferenciales sumergiéndose en ellos, y cómo el ambiente del renacimiento levantó al maestro León á la verdadera doctrina liberadora, ahogada en el oleaje inquisitorial de concentración y aislamiento. Ahora, á ver los efectos de esta concentración y cierre de valvas nacionales.

    Atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por de fuera un desesperante marasmo. En esta crisis persisten y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien que en descomposición no pocos. Aún persiste el viejo espíritu militante ordenancista, sólo que hoy es la vida de nuestro pueblo vida de guerrero en cuartel ó la de Don Quijote retirado con el ama y la sobrina y con la vieja biblioteca tapiada por encantamiento del sabio Frestón. De cuando en cuando nos da un arrechucho é impulsos de hacer otra salida. En coyunturas tales, se toca la trompa épica, se habla teatralmente de vengar la afrenta haciendo una que sea sonada, y pasada la calentura, queda todo ello en agua de borrajas. No falta en tales ocasiones pastor de Cristo que recomiende á los ministros que le están sometidos, que llenen « con verdadero espíritu sacerdotal los deberes de su altísimo ministerio, alentando al soldado en las guerrillas »; ni comandante general que arrase viviendas y aduares por haber tomado armas los adultos de ellos. Seguirnos creyendo en nuestra valentía porque si, en las energías epilépticas improvisadas, y seguimos colgando al famoso general « No importa » no pocos méritos de lord Wellington.

    Miguel de Unamuno

    A este espíritu sigue acompañando, bien que algo atenuado, aquel horror al trabajo que engendra trabajos sin cuento. Sigue rindiéndose culto á la voluntad desnuda y apreciando á las personas por la voluntariedad del arranque. Los unos adoran al tozudo y llaman constancia á la petrificación; los otros plañen la penuria de caracteres, entendiendo por tales hombres de una pieza. Nos gobierna, ya la voluntariedad del arranque, ya el abandono fatalista. Con la admiración y estima á la voluntad desnuda y á los actos de energía anárquica, perpetúase el férreo peso de la ley social externa, del bien parecer y de las mentiras convencionales, á que se doblegan, por mucho que so encabriten, los individuos que sin aquélla sienten falta de tierra en que asentar el pie. Nada, en este respecto, tan estúpido como la disciplina ordenancista de los partidos políticos. Tienen éstos sus « ilustres jefes», sus santones, que tienen que oficiar de pontifical en las ocasiones solemnes, sea ó no de su gusto el hacerlo, que descomulgan y confirman y expiden encíclicas y bulas; hay en ellos cismas de que resultan ortodoxias y heterodoxias; celebran concilios.

    A la sobra de individualismo egoísta y excluyente acompaña falta de personalidad; la insubordinación íntima va de par con la disciplina externa; se cumple, pero no se obedece. En esta sociedad, compuesta de camarillas que se aborrecen sin conocerse, es desconsolador el atomismo salvaje de que no se sabe salir si no es para organizarse férrea y disciplinariamente con comités, comisiones, subcomisiones, programas cuadriculados y otras zarandajas. Y como en nuestras viejas edades, acompaña á este atomismo fe en lo de arriba, en la ley externa, en el gobierno, á quien se toma ya por Dios, ya por el Demonio, las dos personas de la divinidad en que aquí cree nuestro maniqueísmo intraoficial. Resalta y se releva más la penuria de libertad interior junto á la gran libertad exterior de que creemos disfrutar porque nadie nos la niega. Extiéndese y se dilata por toda nuestra actual sociedad española una enorme monotonía, que se resuelve en atonía, la uniformidad mate de una losa de plomo de ingente ramplonería. En nuestro estado mental llevamos también la herencia de nuestro pasado, con su haber y con su debe. No se ha corregido la tendencia disociativa; persiste vivaz el instinto de los extremos, á tal punto, que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos. Se llama sentido conservador al pisto de revolucionarismo, de progreso ó de retroceso, con quietismo; se busca por unos la evolución pura y la pura revolución por otros, y todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable. Esta tendencia disociativa de visión caleidoscópica se revela hasta en los más menudos detalles, como en lo de hacer un artículo para ensartar chistes previos, en lugar de que éstos broten orgánicamente de aquél. Y á tal tendencia disociativa van aparejadas sus consecuencias. Viste bien el construir períodos sintácticos sin sustancia alguna y alinear frases; so admira un pensamiento coherente aunque no cohiera nada, se sacrifica á la consecuencia la vida concreta del antecedente y del consiguiente, al hilo las perlas que debiera engarzar.

    Una de las disociaciones más hondas y fatales os la que aquí existe entre la ciencia y el arte y los que respectivamente los cultivan. Carecen de arte, de amenidad y de gracia los hombres de ciencia, solemnes lateros, graves como un corcho y tomándolo todo en grave, y los literatos viven ayunos de cultura científica seria, cuando no desembuchan, y es lo peor, montón de conceptos de una ciencia de pega mal digerida. Se cuidan los unos de no manchar la inmaculada nitidez del austero pensamiento abstracto, y huyendo de ponerle flecos y alamares, le esquematizan que es una lástima; huyen los literatos de una sustancia que no han gustado, y todavía se arrastra por esas cervecerías del demonio la bohemia romanticoide. Se cultiva lo ingenioso, no ya el ingenio, y so da vuelta á los cangilones en pozo seco. Se fabrica frases sangrientas para que corran de circulo en circulo, y otros se entretienen en pintar arabescos afiligranados en cayuela que se descascarilla al punto de ponerla á la intemperie. Creen muchos que se aprende á hacer dramas leyendo otros, á escribir novelas dándose atracones de ellas; que para ser literato no precisa otra cosa que lo que llaman, por exclusión, literatura. Y en el cultivo de la ciencia todo se vuelve centones, trabajos de segunda mano y acarreo de revistas; la incapacidad para la investigación directa va de mano con la falta de espontaneidad. Y así pasamos de latas cientificoides á fruslerías pseudo-literarias. Y aquí no puede separarse una de otra la literatura y la ciencia, porque ésta ha de venir concretada en ameno ropaje para que penetre y aquélla tiene que tener entre nosotros función docente. En el estado de nuestra cultura toda diferenciación y especialismo son fatales, hay que ser por fuerza enciclopedistas; todo el que aquí se sienta con bríos está en el deber de no encarrilar demasiado unilateralmente sus esfuerzos. Nos hallamos en punto á cultura en la situación que en punto á comercio se hallan esos lugarejos en que un mismo tenducho sirve para el despacho de los géneros más diversos entre sí.

    Unmuno

    Lo que alienta vivo y revivo es el intelectualismo de los conceptos cuadriculables y con él la ideofobia. Las ideas son las culpables de todo, de la Sistema con sus consecuencias todas. ¡Cuánta simpleza! Este conceptismo es militante y dogmático, y hasta tal punto nos corroe el dogmatismo, que le hay del anti-dogmatismo. Se malgasta y derrocha esfuerzo y tiempo en polemiqueos escolásticos y leguleyescos; la disputa es la salsa de la prensa de provincias. Sobre todo esto se cierne la suprema disociación española, la de Don Quijote y Sancho. Este anula á aquél. ¡Qué rozagante vive el sancho-pancismo anti-especulativo y anti-utopista! ¡Qué estragos hace el sentido común, lo más anti-filosófico y anti-ideal que existe! El sentido común declara loco en una sociedad en que sólo se emplea la simple vista, la vista común, á quien mira con microscopio ó telescopio; el sentido común emplea argumenta ad risum para hacer ver la incongruencia de una opinión con nuestros hábitos mentales. « No, lo que es á mi no me la pegan, ni me vuelven á tomar de primo », exclama hoy Sancho, perdido lo más hermoso que tenía, su fe en Don Quijote y su esperanza en la ínsula de promisión. Si Sancho volviera á ser escudero, mejor aún que escudero de Don Quijote, criado de Alonso el Bueno, ¡cuánto no podría hacer con su sano sentido común!

    Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad española, sobre todo si se la estudia en su centro. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre todos nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería. La desesperante monotonía achatada de Taboada y de Cilla es reflejo de la realidad ambiente, como lo era el vigoroso simplicismo de Calderón. Cuando se lee el toletole que promueve en Paris, por ejemplo, un acontecimiento científico ó literario, el hormiguear allí de escuelas y de doctrinas y aun de extravagancias, y volvemos en seguida mientes al colapso que nos agarrota, da honda pena. Cada español cultivado apenas se diferencia de otro europeo culto, pero hay una enorme diferencia de cualquier cuerpo social español á otro extranjero. Y sin embargo, la sociedad lleva en si los caracteres mismos de los miembros que la constituyen. Como á los individuos de que se forma, distingue nuestra sociedad un enorme tiempo de reacción psíquica, es tarda en recibir una impresión, á despecho de una aparente impresionabilidad que no pasa de ser irritabilidad epidérmica, y tarda en perderla; los advenimientos son aquí tan tardos como lo son las desapariciones, en las ideas, en los hombres, en las costumbres. No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral; esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie tan sólo, y á lo sumo revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango el pozo. Bajo una atmósfera soporífera extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta. No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud. He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la Inquisición latente y el senil formalismo la tienen comprimida. En otros países europeos aparecen nuevas estrellas, errantes las más y que desaparecen tras momentánea fulguración; hay el gallito del día, el genio de la temporada; aquí ni esto: siempre los mismos perros y con los mismos collares.

    Se dice que hay gérmenes vivos y fecundos por ahí, medio ocultos, pero está el suelo tan apisonado y compacto, que los brotes tiernos de los granos profundos no logran abrir la capa superficial calicostrada, no consiguen romper el hielo. Un hombre que entre nosotros conserva en edad más que madura fe, vigor y entusiasmo juveniles, sostiene que aquí los jóvenes prometen algo hasta los treinta años, en que se hacen unos badulaques. No se hacen, los hacen; caen heridos de anemia ante el brutal y férreo cuadriculado de nuestro ordenancismo y nuestra estúpida gravedad; nadie les tiende á tiempo una mirada benévola y de inteligencia. Se les quiere de otro modo que como son; á nuestro rancio espíritu de intolerancia no le entra el dejar que se desarrolle cada cual según su contenido y naturaleza.

    Hace poco pedía un crítico un cuarto turno en el Español para los autores noveles y desconocidos, algo así como un teatro libre. ¡Generosa ilusión! ¿Es que se sabe distinguir el brote nuevo? Nos falta lo que Carlyle llamaba el heroísmo de un pueblo, el saber adivinar sus héroes. Fundan unos muchachos una revistilla, y en seguida veréis en sus planas los nombres de tanda y de cartel. En la vida intelectual, lo mismo que en el toreo, apestado también de formalismo, hay que recibir la alternativa de manos de los viejos espadas; to demás no se sale de novillero. Junto á este desvío para con la juventud se halla un supersticioso servilismo á los ungidos. Se ha ejercido con implacable saña la tarea de achuchar y despachurrar á los retoños tiernos, sin discernir el tierno tallo de la broza en que crecía, y no se ha tocado al muérdago y á los tumores y excrecencias de las viejas encinas, ungidas é intangibles. ¡Cuántos jóvenes muertos en flor en esta sociedad que sólo ve lo hecho y recortado, ciega para lo que se está haciendo! ¡Muertos todos los que no se han alistado en alguna de las masonerías, la blanca, la negra, la gris, la roja, la azul!... Añádase á esto que la pobreza de nuestra nación hace duro el ganarse la vida y echar raíces; el primum vivere ahoga al deinde phiosophari. Los jóvenes tardan en dejar el arrimo de las faldas maternas, en separarse de la placenta familiar, y cuando lo hacen derrochan sus fuerzas más frescas en buscarse padrino que les lleve por esta sábana de hielo. Para escapar á la eliminación, ponen en juego sus facultades todas camaleónicas hasta tomar el color gris oscuro y mate del fondo ambiente, y lo consiguen. No es adaptarse al medio adaptándoselo á la vez, activamente; es acomodarse á las circunstancias, pasivamente.

    Vivimos en un país pobre, y donde no hay harina todo es mohína. La pobreza económica explica nuestra anemia mental; las fuerzas más frescas y juveniles se agotan en establecerse, en la lucha por el destino. Pocas verdades más hondas que la de que en la jerarquía de los fenómenos sociales los económicos son los primeros principios, los elementos (1). Y no es nuestro mal tanto la pobreza cuanto el empeño de aparentar lo que no hay. La pobreza de la olla de algo más vaca que carnero, el salpicón las más noches, los duelos y quebrantos de los sábados, y las lantejas de los viernes, no pudieron por menos que concurrir con las noches pasadas de claro en claro en la lectura de los libros de caballerías á secar el cerebro al pobre Alonso el Bueno. Y aún corre vigente entre nosotros el aforismo del dómine Cabra de que el hambre es salud, recluta prosélitos el doctor Sangredo, y sigue asegurándose en grave que los tumores son de la fuerza de la sangre, y exceso de salud los ataques de epilepsia. Y nos recetan dieta. Y ¡mucha cuenta con decir la verdad! Al que la declare virilmente, sin ambajes ni rodeos, acúsanle los espíritus entecos y escépticos de pesimismo. Quiérese mantener la ridícula comedia de un pueblo que finge engañarse respecto á su estado.

    No hay Joven España ni cosa que lo valga, ni más protesta que la refugiada en torno á las mesas de los cafés, donde se prodiga ingenio y se malgasta vigor. Y esos mismos oradores protestantes de café, briosos y repletos de vida no pocos, al verse en público se comprimen, y perlesiados y como fascinados á la mirada de la bestia colectiva, rompen en ensartar todas las mayores vulgaridades y los cantos más rodados de la rutina pública. Se ahoga á la juventud sin comprenderla, queriéndola grave y hecha y formal desde luego; como Dios á Faraón, se la ensordece primero, se la llama después, y al ver que no responde, se la denigra. Nuestra sociedad es la vieja y castiza familia patriarcal extendida. Vivimos en plena presbitocracia (vetustocracia se la ha llamado), bajo el senado de los sachems, sufriendo la imposición de viejos incapaces de comprender el espíritu joven y que mormojean: « no empujar muchachos », cuando no ejercen de manzanillos de los que acogen á su sombra protectora. « Ah, usted es joven todavía, tiene tiempo por delante... », es decir: « no es usted bastante camello todavía para poder alternar ». El apabullante escalafón cerrado de antigüedad y el tapón en todo. Los jóvenes mismos envejecen, ó más bien se avejetan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos ascender á alfiles.

    Donde no hay juventud tampoco hay verdadero espíritu de asociación que brota del desbordamiento de vida, del vigor que se sale de madre y trasvasa. Las sociedades nacen aquí osificadas y esto cuando nacen, porque la insociabilidad es uno de nuestros rasgos característicos. Dilatada á las relaciones sexuales, fomenta nuestra insociabilidad el brutalismo masculino, fuente de huraña grosería y de soeces desplantes, para acabar sometiendo á los hombres como polichinelas á caprichos é intrigüelas mujeriles. Apena el ánimo la contemplación de los estragos de nuestra insociabilidad, de nuestro salvajismo enmascarado. Asombra á los que vivimos sumergidos en este pantano el remolino de escuelas, sectas y agrupaciones que se hacen y deshacen en otros países, donde pululan conventículos, grupos, revistas, y donde entre fárrago de excentricidades borbota una vida potente. Aquí las gentes no se asocian sino oficialmente para dar dictámenes ó informes, publicar latas y cobrar dietas. Hay una asociación de escritores y artistas que lo mismo podría pasar por de peluqueros; es una cooperativa funeraria y de Terpsícore á la par; su oficio pagar el entierro á los que se mueren y hacer bailar á los vivos. Es que para asociarse se precisa un principio asociante y un principio de asociación, y faltan uno y otro donde la lucha por los garbanzos produce el atomismo, y la presbitocracia el estancamiento.

    Todo es aquí cerrado y estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la prensa periódica. Forman los chicos, los oficiales y los maestros de ella falange cerrada, sobre que extienden el testudo de sus rodelas, y nadie la rompe ni penetra en sus filas si antes no jura las ordenanzas y se viste el uniforme. Es esta prensa una verdadera balsa de agua encharcada, vive de sí misma; en cada redacción se tiene presente, no el público, sino las demás redacciones; los periodistas escriben unos para otros, no conocen al público ni creen en él. La literatura al por menor ha invadido la prensa y aun de los periodistas mismos los mejores no son sino más ó menos literatos de cosas leídas. La incapacidad indígena de ver directa é inmediatamente y en vivo el hecho vivo, el que pasa por la calle, se revela en la falta de verdaderos periodistas. A falta de otra cosa, el brillo enfático de barniz retórico ó la ingeniosidad de un batido delicuescente. El reporter es el pinche de la redacción. Estúdiese nuestra prensa periódica con sus flaquezas todas, y al verla fiel trasunto de nuestra sociedad no se puede por menos que exclamar al oír execrarla neciamente: Arrojar la cara importa que el espejo no hay por qué.

    Espejo verdadero, espejo de nuestro achatamiento, de nuestra caza al destino, espejo de nuestra doblez, de nuestra rutina y ramplonería. No es más que nuestro ambiente espesado, concentrado, hecho conciencia. Sobre todo de una corrección desesperante. ¡Menos formalidad y corrección y más fundamentalidad y dirección! ¡Seriedad, y no gravedad! Y sobre todo, ¡libertad, libertad! pero la honda, no la oficial. Hace estragos el temor al ridículo y el miedo al público, á la bestia multifauce. Hay un misoneísmo feroz á todo lo fresco y rozagante y razonable y vivo, y en cambio pasa lo absurdo si viene envuelto en gravedad esquemática, hacen libre carrera todos los matoidismos y, entre rechiflas vergonzantes, triunfan. Disértese de biología poliédrica, de patología algébrica, de fisiología esquemática, de cualquier clase de pentanomía pantanómica, hágase cualquier peralada, pero ¡ojo con hablar de la ley de vida de las colonias ó con poner peros á la fe en nuestro ingénito valor! ¡Cuidadito con tocar A la marina! Pasamos, lo dijo D. Juan Valera, de lo basto á lo cursi. Y el mal parece que se agrava y cunde; es cada día mayor la ignorancia, y la peor de todas, la que se ignora á si misma, la de la semi-ciencia presumida. Y á todo esto, mucho denigrar la frivolidad francesa y poner por los suelos al utilísimo Larousse, fuente casi única de información de algunos de nuestros conspicuos. ¡Y gracias! porque los que los critican y zahieren no han pasado de Wanderer.

    La presunción es tanta que impide se empiece por el principio, por aprender conocimientos elementales en cartillas científicas. El que quiere darse una tintura de ciencia comienza por el fin, se va á las maduras sin haber pasado por las duras, y caería en el dictado de dómine pedantón é inaguantable cualquier conferenciante que, conocedor de nuestros ilustrados públicos, empezara por exponerles el abece elemental de una disciplina. Sirve aquí el estado de los maestros de primeras letras para tema de declamaciones retóricas, pero en el fondo se desprecia hondamente, no ya sólo al maestro, á su función; desasnar muchachos es lo último (2). Carecemos de la rica experiencia que sacaban los castizos aventureros de nuestra edad del oro de sus correrías por Flandes, Italia, América, y otras tierras, aquellos que vertían en sus producciones el fruto de una vida agitadísima de incesan tráfago, y no sustituimos esta experiencia con otra alguna. Hay abulia para el trabajo modesto y la investigación directa, lenta y sosegada. Los más laboriosos se convierten en receptáculo de ciencia hecha ó en escarabajos peloteros de lo último que sale por ahí fuera.

    Se disputa quién se ha enterado antes de algo, no quién lo ha comprendido mejor, lo que viste es estar á lo último, recibir de París el libro con las hojas oliendo á tinta tipográfica. En la vida común y en el comercio corriente de las gentes la extrema pobreza de ideas nos lleva á rellenar la conversación, como de ripio, de palabrotas torpes, disfrazando así la tartamudez mental, hija de aquella pobreza; y la tosquedad de ingenio, ayuno de sustancioso nutrimento, llévanos de la mano á recrearnos en el chiste tabernario y bajamente obsceno. Persiste la propensión á la basta ordinariez que señalé cual carácter de nuestro viejo realismo castizo. Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo politico y en esta anemia se congestionan los centros más ó menos parlamentarios. En una politiquilla al menudeo suplanta la ingeniosidad al saber sólido, y se hacen escaramuzas de guerrillas. La pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional. Y aun el pólipo está en crisis. Los viejos partidos, amojamados en su ordenancismo de corteza, se arrastran desecados, y brota, como signo de los tiempos, el del buen tono escéptico y de la distinción elegante, el neo-conservatorismo diletantesco y aseñoritado con golpes plutocráticos. Por otra parte, sudan los más populares por organizar almas hueras de ideas, hacer formas donde no hay sustancia, cohesionar átomos incoherentes, cuando si hubiera rebullente germinación y savia de primavera brotaría de sí el organismo potente, la sustancia tomarla espontáneamente forma al brotar al ambiento.

    Y ¿qué tiene que ver esto con lo otro, con el casticismo? Mucho; este es el desquite del viejo espíritu histórico nacional que reacciona contra la europeización. Es la obra de la inquisición latente. Los caracteres que en otra época pudieron darnos primacía nos tienen decaídos. La Inquisición fué un instrumento de aislamiento, de proteccionismo casticista, de excluyente individuación de la casta. Impidió que brotara aquí la riquísima floración de los países reformados donde brotaban y rebrotaban sectas y más sectas, diferenciándose en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y seca la vieja encina podada.

    A despecho de aduanas de toda clase, fué cumpliéndose la europeización de España, siglo tras siglo, pero muy trabajosamente y muy de superficie y cáscara. En este siglo, después de la francesada tuvimos la labor interna y fecunda de nuestras contiendas civiles; llegó luego el esfuerzo del 68 al 74, y pasado él, hemos caído rendidos, en pleno colapso. En tanto reaparece la Inquisición íntima, nunca domada, á despecho de la libertad oficial. Recobran fuerza nuestros vicios nacionales y castizos todos, la falta de lo que los ingleses llaman sympathy, la incapacidad de comprender y sentir al prójimo como es, y rige nuestras relaciones de bandería, de güelfos y gibelinos, aquel absurdo de qui non et mecum, contra me est. Vive cada uno solo entre los demás en un arenal yermo y desnudo, donde se revuelven pobres espíritus encerrados en dérmatoesqueletos anémicos. Con el sentido del ideal se ha apagado el sentido religioso de las cosas, que acaso dormita en el fondo del pueblo. ¡Qué bien se comprimió aquel ideal religioso que desbordaba en la mística, que de las honduras del alma castiza sacaba soplo de libertad cuando la casta reventaba de vida! Aún hay hoy menos libertad íntima que en la época de nuestro fanatismo proverbial; definidores y familiares del Santo Oficio se escandalizarían de la barbarie de nuestros obispos de levita y censores laicos. Hacen melindres y se tapan los ojos con los dedos abiertos, gritando: ¡profanación! gentes que en su vida han sentido en el alma una chispa de fervor religioso. ¡Ah! es que en aquella edad de expansión é irradiación vivía nuestra vieja casta abierta á todos los vientos, asentando por todo el mundo sus tiendas.

    Fué grande el alma castellana cuando se abrió á los cuatro vientos y se derramó por el mundo; luego cerró sus valvas y aún no hemos despertado. Mientras fué la casta fecunda no se conoció corno tal en sus diferencias, su ruina empezó el día en que gritando: « mi yo, que me arrancan mi yo » se quiso encerrar en sí. ¿Está todo moribundo? No, el porvenir de la sociedad española espera dentro de nuestra sociedad histórica, en la intra-historia, en el pueblo desconocido, y no surgirá potente hasta que le despierten vientos ó ventarrones del ambiente europeo. Eso del pueblo que calla, ora y paga es un tropo insustancial para los que más le usan y pasa cual verdad inconcusa entre los que bullen en el vacío de nuestra vida histórica que el pueblo es atrozmente bruto é inepto.

    España está por descubrir, Y sólo la descubrirán españoles europeizados. Se ignora el paisaje (3), y el paisanaje y la vida toda de nuestro pueblo. Se ignora hasta la existencia de una literatura plebeya, y nadie para su atención en las coplas de ciegos, en los pliegos de cordel y en los novelones de á cuartillo de real entrega, que sirven de pasto aun á los que no saben leer y los oyen. Nadie pregunta qué libros se enmugrecen en los fogones de las alquerías y se deletrean en los corrillos de labriegos. Y mientras unos importan bizantinismos de cascarilla y otros cultivan casticismos librescos, alimenta el pueblo su fantasía con las viejas leyendas europeas de los ciclos bretón y carolingio, con héroes que han corrido el mundo entero, y mezcla á las hazañas de los doce Pares, de Valdovinos ó Tirante el Blanco, guapezas de José María y heroicidades de nuestras guerras civiles.

    En esa muchedumbre que no ha oído hablar de nuestros literatos de cartel hay una vida difusa y rica, un alma inconciente en ese pueblo zafio al que se desprecia sin conocerle. Cuando se afirma que en el espíritu colectivo de un pueblo, en el Volkgeist, hay algo más que la suma de los caracteres comunes á los espíritus individuales que le integran, lo que se afirma es que viven en él de un modo ó de otro los caracteres todos de todos sus componentes; se afirma la existencia de un nimbo colectivo, de una hondura del alma común en que viven y obran todos los sentimientos, deseos y aspiraciones que no concuerdan en forma definida, que no hay pensamiento alguno individual que no repercuta en todos los demás, aun en sus contrarios, que hay una verdadera subconciencia popular. El espíritu colectivo, si es vivo, lo es por inclusión de todo el contenido anímico de relación de cada uno de sus miembros.

    Cuando un hombre se encierra en sí resistiendo cuanto puede al ambiente y empieza á vivir de sus recuerdos, de su historia, á hurgarse en exámenes introspectivos la conciencia acaba ésta por hipertrofiarse sobre el fondo subconciente. Este en cambio, se enriquece y aviva á la frescura del ambiente como después de una excursión de campo volvemos á casa sin traer apenas un recuerdo definido, pero llena el alma de voces de su naturaleza íntima, despierta al contacto de la Naturaleza su madre. Y así sucede á los pueblos que en sus encerronas y aislamientos hipertrofian en su espíritu colectivo la conciencia histórica á expensas de la vida difusa intra-histórica que languidece por falta de ventilación; el pensamiento naciona , trabajando hacia sí, acalla el rumor inarticulado de la vida que bajo él se extiende. Hay pueblos que en puro mirarse al ombligo nacional caen en sueño hipnótico y contemplan la nada.

    Me siento impotente para expresar cual quisiera esta idea que flota en mi mente sin contornos definidos, renuncio á amontonar metáforas para llevar al espíritu del lector este concepto de que la vida honda y difusa de la intra-historia de un pueblo se marchita cuando las clases históricas le encierran en sí, y se vigoriza para rejuvenecer, revivir y refrescar al pueblo todo al contacto del ambiente exterior. Quisiera sugerir con toda fuerza al lector la idea de que el despertar de la vida de la muchedumbre difusa y de las regiones tiene que ir de par y enlazado con el abrir de par en par las ventanas al campo europeo para que se oree la patria. Tenemos que europeizarnos y chapuzarmos en pueblo. El pueblo, el hondo pueblo, el que vive bajo la historia es la masa común á todas las castas, es su materia protoplasmática; lo diferenciante y excluyente son las clases é instituciones históricas. Y éstas sólo se remozan zambulléndose en aquél. ¡Fe, fe en la espontaneidad propia, fe en que siempre seremos nosotros, y venga la inundación de fuera, la ducha! Es una desolación; en España el pueblo es masa electoral y contribuible. Como no se lo ama, no se le estudia, y como no se le estudia, no se le conoce para amarle. El bachiller Carrasco sigile confirmando á Sancho por « uno de los más solemnes mentecatos de nuestros siglos », porque habla de testamento que no se puede revolcar. Ni sus costumbres, ni su lengua (4), ni sus sentimientos, ni su vida se conocen. Y, sin embargo, es hondamente castizo Pereda, no cuando urde por su cuenta y riesgo tramas con hilos de nuestros viejos clásicos y labra marquetería lingüística libresca, sino cuando explota con tino y arte la riquísima cantera del pueblo en que vive.

    ¿Que el pueblo es más tradicionalista aún que los que viven en la historia?... Es cierto, pero no al modo de éstos; su tradición es la eterna. Como su ideal es más sentido que pensado y como no toma formas y perfiles definidos y recortados, los que sólo ven lo geométrico y formulable lo confunden con las interpretaciones que de él se hacen. A raíz de nuestra Gloriosa, tan castiza, dígase lo que se quiera, tan hondamente castiza, levantóse al parecer en contra de ella y en realidad para acabarla y extenderla, el pueblo de los campos, y hoy es el día en que no nos hemos explicado aún aquella oleada. Sólo vemos los programas, las fórmulas, las teorías y las doctrinas con que trataron de explicarla los que aparecían á su frente. Y, sin embargo, no faltó quien dijera con vivo vislumbre de la verdad que aquello no era partido, sino comunión y que no tenía programa. ¿Cuándo se estudiará con amor aquel desbordamiento popular que trascendía de toda forma? ¡Cuántas cosas cabían en los pliegues de aquel lema: Dios, Patria y Rey! Le sucedió lo que al hervidero religioso de la Italia del siglo XIII; lo encasillaron y formularon y cristalizaron, y hoy no se ve aquel empuje profundamente laico, democrático y popular, aquella protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo, todo jacobinismo y todo charlamentarismo, contra todo aristocratismo y centralización unificadora. Fué un movimiento más europeo que español, un irrumpir de lo subconciente en la conciencia, de lo intra-histórico en la historia. Pero en ésta se empantanó, y al adquirir programa y forma perdió su virtud. ¿Para qué seguir escribiendo de un momento intra-histórico que sólo vemos con prejuicios históricos? Quédese para otra ocasión.

    Es ya cosa de cerrar estas divagaciones deshilvanadas en que lo por decir queda mucho más que lo dicho. Era mi deseo desarrollar más por extenso la idea de que los casticismos reflexivos, concientes y definidos, los que se buscan en el pasado históricoó á partir de él persisten no más que en el presente también histórico, no son más que instrumentos de empobrecimiento espiritual de un pueblo; que la mariposa tiene que romper el capullo que formó de su sustancia de gusano; que el cultivo de lo meramente diferencial de un individuo ó un pueblo, no subordinándolo bien á lo común á todos, al sarcoda, exalta un capullo de individualidad á expensas de la personalidad integral; que la miseria mental de España arranca del aislamiento en que nos puso toda una conducta cifrada en el proteccionismo inquisitorial que ahogó en su cuna la Reforma castiza é impidió la entrada á la europea; que en la intra-historia vive con la masa difusa y desdeñada el principio de honda continuidad internacional y de cosmopolitismo, el protoplasma universal humano; que sólo abriendo las ventanas á vientos europeos, empapándonos en el ambiente continental, teniendo fe en que no perderemos nuestra personalidad al hacerlo, europeizándonos para hacer España y chapuzándonos en pueblo, regeneraremos esta estepa moral. Con el aire de fuera regenero mi sangre, no respirando el que exhalo. Mi deseo era desarrollar todo esto, y me encuentro al fin de la jornada con una serie de notas sueltas, especie de sarta sin cuerda, en que se apuntan muchas cosas y casi ninguna se acaba. El lector sensato pondrá el método que falta y llenará los huecos. Me temo que si lo intentara yo, volvería á perderme en digresiones, y en vez de repasar con paso firme el camino seguido, me meterla en nuevas veredas, sendejas y vericuetos á derecha é izquierda, á guisa de perro que se pasea, en incesante ir y venir. Prefiero dejarlo todo en su indeterminación, y me daría por pagado si lograra sugerir una sola idea á un solo lector. ¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados, se vuelva con amor á estudiar el pueblo que nos sustenta á todos, y abriendo el pecho y los ojos á las corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor!

    (1) Es un punto que merecería estudiarse el de la influencia de nuestra pobreza económica en nuestra cultura. Hace poco se lamentaba un crítico de la indiferencia con que se ha acogido en España la edición académica de las Cantigas del Rey Sabio. Es merecida, porque la tal edición á todo trapo y con todo lujo tipográfico y riqueza material no se adapta á la flaqueza de los bolsillos españoles. La misma suerte debe correr la edición monumental que de las obras de Lope hace la misma Academia. Y esto es más grave teniendo en cuenta de dónde le viene el dinero. Entre tanto, nadie emprende la publicación de algo como la Universal Bibliothek de Phllipp Reclam, de Berlin; ¡qué obra tan meritoria seria ensanchar y dirigir con acierto la « Biblioteca Universal », á dos reales tomo!

    (2) A los lamentos por el abandono en que se tiene al magisterio, contestan no pocos que no merecen más ni valen lo que cuestan. Este es un círculo vicioso y nada más, ¿cuál fué antes, la gallina ó el huevo? No se les dignifica porque se dedican á tal función pocos jóvenes de valía, y no lo hacen éstos porque no se dignifica el magisterio.

    (3) La inmensa mayoría de los que viven en Madrid ignoran que hay pocas capitales que tengan alrededores más hermosos.

    (4) A nuestra Real Academia, que propone para concursos temas de investigación libresca, no se le ha pasado por las mientes pedir trabajos de investigación directa é inmediata sobre la lengua del pueblo en tal ó cual región.

Santaló por Emilio Carrere

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Emilio Carrere 

Estos bajos fondos literarios disfrazan con metáforas pintorescas el dolor de los artistas de corazón que han fracasado en la Puerta del Sol, agarrotados por la necesidad

(Emilio Carrere)

El presente relato de Emilio Carrere (1881-1947) forma parte de su colección bajo el título La Copa de Verlaine, donde el autor da una aguda y cínica visión de la vida bohemia decadente por las calles de Madrid de una serie de personajes, que a la vista está, no representaban la clase de bohemia que ejercía Carrere desde una perspectiva puramente intelectual, y por eso solía mofarse de ellos. La mayoría de sus contemporáneos criticó siempre el modo de conducirse por la vida Carrere, por creer que predicaba una cosa y practicaba otra. En este relato “Santaló” pone de manifiesto el error en que caían muchos con la adquisición de una bohemia mal entendida y artificial, que los arrastraba por una senda de fracasos y amarguras de la que no salían nunca, a menos que abandonasen el sueño de Madrid o destino trágico.

“La picaresca clásica, erudita, aventurera y gallofa se funde con la bohemia literaria, pedigüeña, trotacalles y sentimental, y nace el tipo del «piruetista» entre poeta y pícaro, filósofo y desarrapado. La cofradía de «piruetistas», de «operadores», de «navegantes de la Puerta del Sol», está compuesta principalmente por los jóvenes envenenados por la literatura, que llegan de las provincias a la conquista de Madrid. La literatura es como la trágica sirena de las baladas germanas, y los pobres nautas se hunden en el fondo del mar por haber escuchado el sortilegio de su canto. Sólo que nuestros nautas naufragan en seco, sobre el asfalto de las calles, en los figones absurdos y en los hórridos hostales. A la caza de las rimas sustituye muy pronto la pesca de las dos pesetas o del café con media tostada, ese seudoalimento tan literario. El veneno de las letras es más fuerte que la morfina, que el éter y que el alcohol. El que emprende esos trágicos derroteros, o triunfa o se muere. Casi nunca se adapta a un ambiente mediocre, metódico o «burgués».

Antonio Santaló era un muchacho cordobés que iba a verme al café y a quien solía encontrar, como una sombra, en la Puerta del Sol, muy de madrugada, a esa hora terrible de los que no tienen un puñadito roñoso de calderilla para ir a dormir a casa de Han de Islandia o a los sótanos de la Peña de Francia, los hoteles de cincuenta céntimos, donde se guarecen los buscones, los poetas pobres y los rateros. Santaló era muy inteligente, muy culto, y tenía voluntad. No triunfó porque ni siquiera pudo vivir. La Casualidad, que vela por los aprendices del Arte, no se cuidó de él. Los bohemios viven a pesar de los restaurantes donde suelen ir a comer y de las yácijas donde suelen ir a acostarse. Baroja dice que el triunfo literario consiste en la resistencia del jugo gástrico. Hay que transigir con las albóndigas de perro y con ciertas chuletas de celuloide que conocen a varias generaciones literarias.

El frío de las noches, al asalto de los céntimos para la cama, la comida que se retrasa... dos o tres días, la pobreza en el traje y el dolor de la pobreza en el alma han asesinado al pobre amigo Antonio Santaló. No ha escrito un drama ni un poema que decoren su memoria. Artículos de periódico olvidados en seguida, traducciones que firmó otro o que acaso no firmó nadie. La sirena de la Puerta del Sol se tragó su espíritu antes de que la Desnarigada, que tanto quiere a los poetas y a los artistas pobres, le estrujase el corazón, en el silencio helado del hospital, entre hedor de calentura y de medicinas. Aquel pobre corazón hipertrofiado, que como un trágico reloj contó las horas del hambre, del abandono y de la lucha grotesca y terrible para buscar un poco de calderilla, a las cuatro de la madrugada, iba como un polichinela roto, dando tumbos por las encrucijadas de la miseria.

Hace algunos meses Santaló estaba contento. Dormía todas las noches y comía fijamente tres días a la semana. ¡La vida era fácil! Con un espíritu tan contentadizo, Santaló era digno de haber triunfado. Tenía del dinero una idea demasiado hiperbólica. Poseyó un sombrero azul pálido que era una sima de arbitrariedad junto a los hongos ramplones y los frégolis de tenor cómico. —Yo le había tomado cariño. Quería conservarlo como recuerdo de la «vorágine»; pero un día necesité dinero... y lo vendí por tres perras gordas. ¿Verdad que este ingenuo concepto del dinero es conmovedor? Entre el hampa literaria Santaló fué siempre un caballero de la Tabla Redonda. Fué un bohemio, pero no hampón. Y esto tiene mucho mérito, viviendo en plena calle, con hambre y con dolor, entre gerifaltes de la pirueta que aprenden la picardía en las aulas de la necesidad.

E Carrere

Los caballeros de La Noche, de la Media Tostada y del Salto Mortal viven una vida desastrosa entre paradojas y algún soneto que otro, no muchos, porque la bohemia estropea el estómago y dispersa las rimas como una bandada de pájaros quiméricos. Yo podría hacer una lista negra de estos espíritus ilusos, devorados por el monstruo encantador de la literatura. ¡Intrépidos comedores de musarañas, que sois mis amigos antiguos, que habéis vivido a la sombra de la literatura—pipas, melenas y chalinas—y que vais cayendo poco a poco por el escotillón macabro del hospital! Yo siento hondamente vuestra tragicomedia, oh, gran Losada, el músico genial y salvaje; Barrantes, el de la carátula de pesadilla; Alberto Lozano, rubio y señorial como un príncipe, y vosotros también, Dorio, el audaz; Pujana, el intrépido; Roldán, el preciosista, que tiene una enorme sed que sólo se calmará cuando Ella le llene de tierra la boca; vosotros, que al caer un hermano de esta cofradía de dolor y de absurdidad, acaso tembléis viendo que todo el entusiasmo de vuestra juventud está compensado por un lecho de hospital y un montón de polvo, sin nombre, en un osario.

¡Y vosotros que soñábais precisamente con la Gloria, y que porque la gente leyese vuestra firma al pie de unas líneas impresas, lo sacrificabais todo! ¿Veis qué broma final tan sangrienta? Es una verdad que os hubiera parecido mentira en los ilusionados comienzos, allá en vuestro rincón provinciano, antes de caer en la Puerta del Sol entre las garras de la Bohemia, la sirena que devora el corazón y el cerebro de sus amantes, en unión de la miseria, entre alegres paradojas y peligrosas funambulerías en la cuerda floja de lo imprevisto.

Estos bajos fondos literarios disfrazan con metáforas pintorescas su dolor; el dolor de los que no han sabido decir lo que llevaban dentro... o lo que creían que aleteaba bajo su frente: el dolor de los artistas de corazón que han fracasado en la Puerta del Sol, agarrotados por la necesidad. ¡El dolor de la literatura, de los exliteratos, de los hampones pintorescos, de los buscadores de calderilla, como sombras, entre la penumbra de las calles, a la madrugada! ¡Pobre Santaló! Ya no tendrás que buscar los céntimos para la cama, mientras tu corazón latía penosamente como un viejo reloj desquiciado.”


Fusilamiento del General Diego de León en la Puerta de Toledo

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General Diego de León y Navarrete

 

“Que la mano no os tiemble. ¡Amigos! ¡Atención a la voz de mando! No tembléis, al corazón”

(General Diego de León)

Alejada de España la reina regenta, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, viuda de Fernando VII, el general Espartero fue nombrado regente por las Cortes el 10 de mayo de 1841, el gran triunfador que puso fin a la guerra carlista con el histórico Abrazo de Vergara. Pero el 7 de octubre de 1841, se alzan en armas los generales Gutiérrez de la Concha y Diego de León contra Espartero con el fin de instaurar de nuevo la regencia de la reina. Diego de León intentó asaltar el palacio real, pero se lo impidió la férrea resistencia de la guardia de alabarderos. Aquello tuvo muy graves consecuencias, pese a que él creyera que no iban a ser para tanto. Espartero fue tajante. A los pocos días, Diego de León fue detenido en Colmenar Viejo, sometido a un consejo de guerra y condenado a muerte. Aun la gravedad de la situación, esperaba todo el mundo que Espartero escuchara las peticiones de clemencia. Nada dio resultado. Llegó el fusilamiento, y el general entró en la leyenda. De su caso se ocuparon en detalle los relatos de Nicomedes Pastor Díaz y Benito Pérez Galdós.

La mañana del fusilamiento se presentó idéntica a las de otras ejecuciones anteriores y futuras. La creencia mayoritaria de la gente se inclinaba porque Diego de León iba a ser injustamente ejecutado. Condenado a muerte, de nada valieron las peticiones de clemencia. La esposa del condenado suplicó sollozando ante la regenta, y hasta el veterano general Castaños intercedió ante el mismo Espartero, pero nada logró. El gobierno había presionado al tribunal militar para que fuera contundente en la sentencia, sospechosa siempre de hacerse como escarmiento o porque había empeño en quitar de en medio a alguien incómodo. El tribunal fue unánime en emitir su voto.

Al general lo pasearon por Madrid en un carruaje descubierto. Iba sentado en el asiento posterior junto a un sacerdote. Delante iba el general Federico Roncali, que había sido su defensor en el juicio. El reo iba elegantemente vestido con su brillante y elegante dolmán, que su hijo Antonio de León donó al Museo del Ejército, en el que se aprecian los balazos. No había en su rostro muestra alguna de desánimo o miedo, aunque según había confesado a Roncali temía a que la imprecisión de los fusileros lo hiriesen y que prolongase su agonía. Lo sacaron de la ciudad por la Puerta de Toledo, a la sazón aún con el grueso muro de la Real Cerca de Feipe IV.  La comitiva cruzó los portalones y enseguida se cerraron para que no pasara ningún madrileño.  Diego de León bajó del carruaje y pasó revista a las tropas, parte de los cuales conocía bien, yles gritó:“Os habrán dicho que el general León era traidor y cobarde, y ambas cosas son falsas. El general León jamás ha sido cobarde ni traidor”.  Seguido se dirigió al pelotón de ejecución, diciéndoles: “Que la mano no os tiemble. ¡Amigos! ¡Atención a la voz de mando! No tembléis, al corazón.” La ejecución debió producirse unos 300 metros abajo de la que sería luego calle de Toledo, en las inmediaciones de donde hoy las calles perpendiculares de Santa Casilda y San Isidoro de Sevilla. El pueblo solo pudo oír las descargas de fusilería. Murió el 15 de octubre de 1841 a los 34 años. Un carruaje fúnebre se lo llevó al cementerio de la Puerta de Fuencarral, entre las calles Arapiles, Magallanes y San Bernardo, donde permaneció hasta 1843 en que su mujer lo trasladó a la Sacramental de San Isidro, pero sin disponer de sepultura propia, lo que no se entiende. Diego de León fue inhumado en la misma tumba de Juan Meléndez Valdés, también lugar de enterramiento del autor de zarzuelas Francisco Asenjo Barbieri, fallecido en 1894, y de su esposa Joaquina Peñalver de la Sierra.

La Puerta de Toledo en 1865 cuando todavía existía la Real Cerca de Felipe IV

Lado exterior de la Puerta de Toledo en 1865, 24 años después de ser fusilado ante ella Diego de León.  En la foto, la triple puerta que había sido dedicada a Fernando VII, aún estaba flanqueada por la Real Cerca de Felipe IV.

Calle Toledo y al fondo Puerta de Toledo

 Vista actual del entorno de la Puerta de Toledo en el que con plena seguridad fue fusilado el general Diego de León. La larga cuesta abajo que desemboca en el Puente de Toledo sobre el Manzanares

 

Sepultura destinada a J.Meléndez Valdés, en la que luego fueron enterrados Fco. Asenjo Barbieri y su esposa Joaquina Peñalver de la Sierra, además del General Diego de León. Sacramental S. Isidro (Foto propia)

Tumba de Juan Meléndez Valdés, en cuya lápida figuran enterrados Francisco Asenso Barbieri, prestigioso compositor de zarzuelas, su esposa Joaquina Peñalver de la Sierra, y naturalmente el General Diego de León. Sacramental San Isidro (Foto propia)

Sin título

 Benito Pérez Galdós en Los Ayacuchos (Los Episodios Nacionales):“La curiosidad llevome de nuevo a las lúgubres salas de Santo Tomás, y si hubiera tardado un minuto no habría visto salir al mártir para el lugar del suplicio... Me agregué a mis compañeros de la Hermandad que iban en el último coche, y seguí la fúnebre comitiva. De gran uniforme, cubierto el pecho de cruces, iba el general en carretela descubierta; a su lado el sacerdote, enfrente Roncali... ¿Qué pensaría el hombre que llevaban a ajusticiar cuando, al pasar la vista por las tropas que cubrían la carrera, reconoció los cuerpos que se habían comprometido con él para el movimiento del 7? Eran los que debieron ser suyos, y tan no eran ya suyos, que le conducían al matadero. ¡A esto se llama justicia! Carnaval trágico debiera llamarse. Por momentos creí que León era conducido a una apoteosis, que aclamado sería por las tropas, y que éstas se volverían contra Espartero. ¡Y qué día espléndido, qué sol de fiesta, qué ambiente de alegría! Madrid quería estar fúnebre, y el cielo quería reír. La gente se agolpaba en la carrera por toda la calle de Toledo, resplandeciente de luz y de color; y cuando veía pasar al reo, tan gallardo y hermoso en su serena resignación, figura militar incomparable, que simbolizaba en la mente del pueblo las hazañas más estupendas de la guerra y los prodigios más extraordinarios del valor español, no daba crédito a lo que miraban sus atónitos ojos. No era así la Historia de España que estábamos acostumbrados a ver, compuesta de alternados espectáculos de revoluciones y patíbulos. No iban a la muerte hombres como aquél, que todo lo podían, que con un poco de suerte habrían destruido en un santiamén el régimen imperante. No podía ser que los sublevados cometieran las torpezas de la noche del 7, ni que Espartero tomara tan cruel venganza. Personas hubo (y así me lo han dicho más de cuatro) que no se persuadieron de la verdad del fusilamiento hasta que sonaron los tiros. La Milicia Nacional, que formaba en la plaza de la Cebada, donde hoy está Novedades, le vio pasar con pena, y si la dejaran le habría tocado el himno de Riego, y cogídole en brazos para pasearle en triunfo. Y, sin embargo, Don Fatalidad manchego se salió con la suya. Había dicho muerte, y muerte fue.

No puedo pintarle a usted, Sr. de Calpena, mi impresión de piedad y espanto, cuando León, a quien vi en aquel instante como si tocara el cielo con su cabeza, se plantó en actitud majestuosa ante los granaderos, y les gritó: «¡No tembléis... al corazón!» Oyéndole estoy todavía. ¡Qué voz!... Yo miré a todos lados. ¿No vendría en aquel instante algún emisario de Espartero trayendo el indulto? No, señor, no vino nadie... Huí despavorido... A no sé qué distancia oí la voz del General dando los gritos de mando... Todavía los oigo, ¡ay!... después la descarga. Huí más rápidamente, aterrado, como si me persiguieran demonios, y me vi envuelto entre soldados. No quise ver al coloso muerto, ni me parecía que había suelo en que cupiera tan gran cadáver... No sé por dónde me vine a casa. Mi familia creyó que me había vuelto loco... Perdí el sombrero... y la cabeza con él.”

Diego_de_León_y_de_Navarrete

Carta del general Diego de León  a su esposa la noche anterior a su fusilamiento

Amada Esposa: Preveo que sobre estas líneas van a caer abundantes lágrimas; yo quisiera evitarte este dolor, pero es tan largo y acelerado el viaje que he de emprender que no puedo dilatar la despedida. Me dicen los amigos que la Sentencia que sobre mí ha recaído es injusta, pero cuando Dios la consiente la tendré merecida; por eso apelo a la resignación, que es el triste consuelo de los moribundos. Indicarte los deberes que competen a la viuda de un soldado pundonor, sería ofenderte y no lo mereces, ni el trance pide argumentos de esta clase. No solicites verme, no quebrantes con tu cariñosa presencia el vigor que necesito para morir como he vivido, ni busques duplicar tus dolores delante del que no ha de poder remediarlos.

Supla el cariño de nuestros hijos el inmenso amor de tu infortunado esposo y llévalos por la Senda honrada que anduvo su padre. Quisiera estar hablándote toda la noche, por ser la última que te dirijo la palabra, pero hay deberes que me lo impiden. El que vivió Caballero, es menester que muera Cristiano y el que merecerse a Dios, exige meditadas y supremas preparaciones.  Tuyo hasta exhalar el último Suspiro. Diego de León.

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Tumba de Juan Meléndez Valdés, en la que también está enterrado el general Diego de León, además de Francisco Asenjo Barbieri y y su esposa Joaquina Peñalver de la Sierra. Mausoleo de Meléndez Valdés, Donoso Cortés, Leandro Fernández Moratín y Francisco de Goya (trasladado en 1919 a la Ermita San Antonio de la Florida). Sacramental San Isidro (Foto propia)

Nicomedes Pastor Díaz: “A las tres de la mañana del día 15, el General Roncali cumplió penosamente el encargo de despertar al General León del último sueño de que debía despertar en la tierra. Se levantó el General, y viendo poco después entrar la primera luz por la ventana, asió del brazo a uno de sus amigos, y exclamó, señalándosela: «¡El último día!» El último día amaneció, por fin, y al acercarse la hora fatal, las tropas, los milicianos y el pueblo se agolpaban a los lugares del funesto espectáculo y de la sangrienta tragedia; mas parecía pesar una cosa sobre la muchedumbre, y al ver tanta gente y tanto silencio, hubiérase dicho que Madrid se había convertido en un sepulcro de vivos. Al rodearle el piquete encargado de la fatal ejecución de la sentencia, y desconociendo el nuevo uniforme de milicias, preguntó el General «qué regimiento era aquel», y habiéndosele respondido que era el de Alcázar de San Juan, «¡Ah! sí, -repuso recordándose,- ese regimiento lo teníamos en Morella, y lo mandaba un Coronel herido.» Preocupado, naturalmente, de la idea de su situación, miró fijamente los fusiles, y dirigiéndose al General Roncali,« Camarada, -le dijo,- ¿sabe V. que se me figura que no me han de dar? ¡Son tantas las veces que me han dado de cerca y no me han acertado!» Estas palabras significaban la magnanimidad del héroe, la familiaridad con el peligro, la última ilusión de ese fatalismo que llevan en el corazón los militares que han escapado muchas veces a la muerte, y que en pocos debía ser tan profundo como en Diego de León.

Fusilamiento Diego de LeónLitografía del fusilamiento del general Diego de León a las afueras de la Puerta de Toledo. A la izquierda se distingue claramente la cúpula de la cercana iglesia de San Francisco el Grande. La orientación es clara y realista. El general vuelto de cara al Este, con los primeros rayos del sol de frente. El pelotón de espaldas a la luz apunta al corazón.

A la una en punto de la mañana salió el General León del cuartel de Santo Tomás, y subió con su defensor y su confesor en el coche que le esperaba. Llevaba en aquella postrera solemnidad también el uniforme de húsar, el uniforme de los que él había conducido en otro tiempo a Villarrobledo, y a él le habían conducido ahora a Madrid; y queriendo ofrecerse como en triunfo a la muerte, se había puesto al pecho hasta la última de sus cruces. La expresión de su fisonomía eran la severidad y la calma; había depuesto la arrogancia del General que había llamado a la muerte en los combates, por la majestad del mártir de una causa, del hombre cuyo duelo iba a llevar la España. El pueblo le veía pasar en silencio; sólo se oían los sollozos de las mujeres y el son de los tambores. Pero ¡oh! ¡cuán miserables le debían parecer los hombres al General León en aquel trance! Allí, cubriendo la carrera, tristes y dolientes sí, pero contemplando inmóviles el sacrificio, estaban las tropas que debieron formar a su voz el día 7. ¿Cómo iban ellas mismas a apuntar a aquel corazón, cuyo latido las había sostenido tantas veces en el campo; a aquella cabeza que habían visto tantas veces descollar orgullosamente entre los escuadrones y los batallones precipitados sobre el enemigo? ¿Cómo iban a tender a sus pies, con sus propios fusiles, al General a quien iban a aclamar ocho días antes por jefe suyo, ni qué justicia era aquella, ni militar, ni política, ni de ninguna especie, que iban a ejecutar; ellas, que a la voz de un General habían lanzado del Trono a una Reina, sobre otro General a cuya voz iban a lanzar del Gobierno al Regente? Ejemplos como este se han visto muchos en las revoluciones, y por las revoluciones se explican.

Llegado el cortejo a la puerta de Toledo, el pueblo, al cual no se le permitió presenciar la ejecución de la sentencia, vio salir por ella a la víctima, para encontrarse a corta distancia dentro del cuadro. Al bajar del coche, el General León dijo al General Roncali, que parecía el verdadero reo: «¡Alma, Federico! No es ocasión de abatirse;» y poniéndose la mano derecha en la visera del schakó, para oír la sentencia, le dijo al secretario de la causa, cuya voz embargaba un llanto tardío: «No hay motivo para tanto; yo la leeré.» Abrazó luego al General Roncali; le abrazó por dos veces, diciéndole: «Este abrazo para mi familia; y este, para la de V.» Abrazó también al que había derramado los consuelos de la Religión, en su alma; encaminose hacia el piquete, y tomando una actitud majestuosa, «No tembléis, -dijo a los granaderos;- al corazón!» Dio las tres voces de mando, y cayó. ¡Aquellas eran las primeras heridas del General León, y aquel el día más terrible de la revolución española!”

Antonio Cánovas del Castillo por Madrid

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Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la calle, yendo del Café Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de La Gran Peña, vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo”

Leopoldo Alas Clarín, relato “Cánovas y su tiempo”, 1887

 Antonio Cánovas del Castillo

Leopoldo Alas Clarín

Leopoldo Alas Clarín, el autor de La Regenta, nació en Zamora en 1852 y murió en Asturias en 1901, pero vivió varios años en Madrid, donde desarrolló una intensa actividad literaria. En este relato, Clarín se centró en la figura humana y política de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), a quien descubrió de cerca cierto día en pleno centro de Madrid, siguiéndolo por las calles Alcalá, Sevilla, Carrera de San Jerónimo y la misma Puerta del Sol.

No recuerdo si corrían los últimos días de abril o los floridos de mayo, ni del año podré decir sino que era uno de los cinco primeros de la restauración de Alfonso XII. Sobre la calle de Alcalá volaban nubecillas tenues como una espuma de las olas de azul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseo y se parecía un poco al Madrid que soñó Musset, con sus marquesas a Voeil luttin, sus toros... embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y demás adornos imaginarios. Cuando Madrid toma cierto aire andaluz en los días de sol y de corrida, parece lo que no es, y el que ha vivido allí algunos años se abandona a cierta ternura patriótica, puramente madrileña, que no se explica bien, pero que se siente con intensidad.

Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la calle, yendo de Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de La Gran Peña, vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo; el cual, olvidado al parecer de cuanto le rodeaba, ponía el alma entera en su íntima plática con una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la corte. Aunque la comparación esté muy manoseada, parecía una virgen de las más bellas del Museo, que había saltado de su cuadro y había salido a tomar el sol por las calles alegres de la villa. Era rubia, más bien alta que baja, muy esbelta, de cabeza pequeña y modelada á lo divino; cabeza en que el oro tomaba un reflejo de aureola. Era una mujer de ambiente espiritual; y tanto, que metido en su zona D. Antonio, que se acercaba bastante, también tomaba sus tintes ideales, y á pesar del bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y á pesar de los ojos que bifurcan, y á pesar del mal torneado torso, y del pantalón prosaico, muy holgado y con rodilleras, no desentonaba el grupo por completo, ni mucho menos pasaba á la categoría de chillón contraste.

Calles Alcalá y Sevilla. Madrid hacia 1880

Lugar de confluencia de las calles Alcalá y Sevilla a finales del siglo XIX, que coincide con el encuentro del autor Leopoldo Alas Clarín y el político Cánovas del Castillo

Como la dama no sé quién era, y en todo caso el ser amado no deshonra, y como el señor Cánovas es libre y puede contraer justas nupcias, y por tanto, usar de todos los derechos que para el ejercicio de ese son necesarios, no habrá indiscreción en decir que á mí se me figuró ver en los ojos del expresidente del Consejo de Ministros algo muy semejante al amor, si no era el amor mismo. Y tal como la bien avenida pareja de palomas se esponja al sol, ó bañando las erizadas plumas en las gotas de lluvia fresca y sutil, y en tanto el macho arrastra la cola, caracolea y sacude ondulante el cuello hinchado, de donde salen suaves murmullos de pasión perezosa, así Cánovas y la virgen del Museo se esponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella, coqueta á la inglesa, él, galán como el más pintado de Lope.

Como el palomo del símil, D. Antonio llegó al extremo de girar en redor de su desconocida (es decir, de mi desconocida), no sin tomarla antes una mano, como quien hace que se despide y se queda. No sacudía aquella mano, según la moda grosera de entonces, sino que entre las dos suyas la sustentaba con disimuladas caricias... Y la conversación seguía en tanto animada, pienso que espiritual, pues lo era la sonrisa en ambos. No había allí escándalo ni con cien leguas, que esto tiene el saber hacer las cosas; ningún transeúnte paraba la atención en el grupo, ni mucho menos los del grupo en los transeúntes. Sólo yo era allí atento espectador, sin cuidarme de disimular mi curiosidad, pues ni la dama ni el galán veían cosa que no fuera ellos mismos. Llegó el momento de separarse; don Antonio habló al oído de su amiga, hubo un apretón de manos, callado, serio, sentimental por lo fuerte; y prolongando el roce de los guantes con la carne al separarse los dedos, al fin se fue cada cual por su lado, sin volver ninguno la cabeza. El rostro de la hermosa cambió de expresión en seguida, en cuanto dio ella el primer paso calle abajo; la sonrisa ideal había desaparecido; en aquellos ojos y en aquella frente sólo se vio la seriedad prosaica, hasta donde puede ser prosaica una divinidad, de la reflexión fría y atenta. La virgen del Museo se convirtió como por encanto en la Musa de la aritmética. A lo menos tal me pareció. Pero no pude seguirla, porque el personaje principal para mí era el otro. Cánovas, que tomó por la calle de Sevilla. El seguía sonriendo á sus imágenes, llevaba la cabeza erguida, miraba al cielo, y de puro distraído no contestaba á los saludos exagerados de tal cual transeúnte que le reconocía. Algunos, después de pasar á su lado, se volvían para admirar no sé si al grande hombre ó al gran Presidente del Consejo.

Cánovas del Castillo (Foto propia)

Al llegar á la Carrera de San Jerónimo, torció á la derecha, camino de la Puerta del Sol. Era su andar como el de azotacalles distraído que no sabe á dónde va, ni le importa ir á un lado ó á otro. A los pocos pasos atravesó la calle y se detuvo ante el escaparate de la que es hoy librería de Fe, y que entonces era, si mal no me acuerdo, de Durán todavía. Con la atención codiciosa de una dama que registra detrás de los cristales las joyas acostadas en muelle cama de terciopelo. Cánovas, torciendo un poco la cabeza, gesto de miope, leía los rótulos de los libros nuevos, y tal vez olvidaba un punto las dulces emociones que desde el Suizo venía saboreando. Después que leyó todos los letreros que quiso, dio un paso hacia la puerta de la librería, echó mano al picaporte..., pero lo soltó en seguida, cambió de idea, y siguió andando. Iba como antes, sonriendo; pero su sonrisa era ya más complicada. No cabía duda; el presidente saboreaba con deleite la vida aquella tarde: me precio de observador mediano, y aquella mirada vaga y alegre, aquel andar ondulante y otros signos que se ven y no se describen, me revelaban el pensamiento del grande hombre, es decir, del gran Ministro. Cánovas tiene bastante imaginación para gozar de esa perspectiva espiritual en que hay como una síntesis de los placeres, de la alegría, de los bienes que nos han tocado en suerte.

Suele provocar este delicioso espectáculo del panorama de nuestra dicha la feliz conjunción de algunos fenómenos halagüeños que, como en la obra de arte, en la novela, en el drama, se juntan á veces en la vida de tal forma, que se hacen transparentes, significativos y sugestivos á la par; y convertidos en símbolos, y sugiriendo mil ideas de color de rosa, nos llevan al éxtasis egoísta, tal vez el más intenso, que nos tiene amarrados por horas ó por días al engaño de ver el mundo como hecho para nosotros, bueno, suave, risueño, preparado por Dios como el escenario de un drama para el interesante espectáculo de nuestra feliz existencia. Cánovas, sin duda, se contemplaba con deleite aquella tarde en que se daba asueto, y á pié, como cualquiera, recorría las calles, y ora tropezaba con el amor, ora con el arte, con la. poesía; es decir, con sus aficiones más intensas, según él, aunque en esto haya ilusión probablemente. También, para mí, el paseo de Cánovas tenía algo de simbólico, en el sentido más alto en que el símbolo significa tal vez la forma más pura y esencial de las cosas.

Cánovas Castillo (Foto propia)

Era aquella una escapatoria del hombre de Estado, del ser oficial, abstracto según la ley, que representa, como un maniquí, personificaciones acaso falsas aun en idea; era la escapatoria del jefe de un Gobierno, que se reconocía hombre en un rato de buen humor. No todos los jefes de gobierno son capaces de ser hombres además. Por supuesto, dando al homo un valor que no alcanzan la mayor parte de los que, por ser bimanos é implumes, ya quieren entrar en tan rara y elevada categoría. Haced á Romero Robledo presidente del Consejo, y será incapaz de ser ya otra cosa en su vida. Cánovas sí; Cánovas es algo más que un político, es decir, más que un artefacto de palo con juego en las manos, en los pies, en el espinazo y en la lengua; Cánovas es además un hombre. Aunque llegara el tiempo fabuloso en que se encargaran de la cosa pública las personas, las verdaderas personas exclusivamente, Cánovas podría continuar siendo político. Pues bien, aquella tarde sacaba á paseo al hombre que lleva dentro del uniforme de ministro, y á los pocos pasos encontraba á la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda ambición grande. No se haría la ilusión D. Antonio de que le querían por su cara bonita, como se dice familiarmente; pero no padecería su amor propio aunque le quisieran por su grandeza, por el brillo de su posición y por la gracia de su talento, de su donosura mundana. Ser amado por lo mismo porque se sirve para modelo de un pintor, podrá ser halagüeño; pero la mujer también sabe apreciar otras bellezas, especialmente la mujer más digna de ser amada, la que piensa y siente con originalidad y delicadeza, un tanto desprendida de los groseros instintos, superior en parte á la tendencia animal del sexo. Legítimamente podía D. Antonio ir satisfecho de sí mismo, como un D. Juan espiritual, por lo menos...

Además, la dicha no se analiza tanto. Todas las cosas, descomponiéndolas demasiado, se reducen á átomos insípidos, incoloros é inodoros. El átomo es una cosa que, de puro insustancial, quizá no existe. D. Antonio no tenía para qué valerse de esa química psicológica que han inventado los taciturnos, los misántropos, buscando la fórmula probable del amor que inspiraba. En parte se le querría por poeta, en parte por hombre rico, en parte por hombre influyente, en gran parte por caballero cumplido, en otra no menor por galán de ameno trato, de conversación chispeante, por perfecto hombre de mundo, que es además hombre de Estado, por orador del Parlamento, por autor del prólogo á Los dramáticos contemporáneos de Novo y Colson... ¡Sabe Dios! ¡Se le podría querer por tantas cosas!... El hecho era que se le amaba. No: no tenía cara de analizar en aquellos momentos el ilustre transeúnte. Primero la mujer... después las letras...”

Pinceladas del Madrid de 1880 por José Francos Rodríguez

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Puerta del Sol hacia 1880

El hijo de Madrid, salvo excepciones contadísimas, no siente apego por el pueblo donde ha nacido y alaba a los demás con entusiasmo, sin sentir nunca enojo cuando censuran al suyo.

José Francos Rodríguez

José Francos Rodríguez

José Francos Rodríguez nació en Madrid el 5 de abril de 1862 y falleció también en Madrid el 13 de junio de 1931, y está enterrado en la Sacramental de Santa María, junto al Parque de San Isidro, en la margen derecha del río Manzanares. Fue ilustre periodista, escritor, médico y político. Como alcalde de Madrid presidió en 1910, juntamente con Alfonso XIII, la inauguración de las obras de apertura de la Gran Vía. En este relato elegido, que forma parte de sus artículos de prensa Memorias de un gacetillero, que publicó en libro como “En tiempos de Alfonso XII”, se constatan unas pinceladas de relevantes, curiosas y entrañables de la vida mundana y artística del Madrid de 1880, que nos muestran un tiempo ya muy lejano, con personajes casi o totalmente desconocidos hoy, de los que siempre vale la pena saber.

“No ha tenido nunca Madrid mucho entusiasmo por ferias o cosa parecida. Cuando alguien las organizó, el resto de los habitantes de la villa y corte tomó a broma el intento, y fueron pocos los que consagraron su actividad a realizarlo. Y es que en Madrid no hay espíritu local ni cosa que lo parezca. El hijo de Madrid, salvo excepciones contadísimas, no siente apego por el pueblo donde ha nacido y alaba a los demás con entusiasmo, sin sentir nunca enojo cuando censuran al suyo. Viene esto al tanto de lo sucedido en la primavera de 1880. Se celebraron entonces las fiestas clásicas de San Isidro, repitiendo la feria intentada años antes; hubo puestos en el Prado y en el Botánico, instalaron tiendas el Veloz Club, el Casino y el Círculo de la Unión Mercantil, y a pesar del bullicio, de la afluencia de forasteros y de que todos ellos lo pasaron bastante bien, a la postre no faltaron críticas acerbas empleadas en vituperar defectos que parecen excelencias cuando se ofrecen al madrileño, prototipo de la galantería, en otras ciudades distintas a la de su residencia.

Emilio Castelar

Durante los preparativos de aquellos festejos hubo una solemnidad académica a la cual asistí y que ha dejado en mi memoria perdurable y emocionante recuerdo. Entró Emilio Castelar en la Academia Española, leyendo un discurso, exuberante, demasiado frondoso, como suyo, recargado cuanto se quiera, pero con infinitas bellezas que todavía saboreamos de vez en cuando quienes sentimos el deleite un poco melancólico de aliviar desencantos del presente con deliciosas evocaciones del pasado. La ceremonia se verificó en la calle de Valverde, en aquel recinto donde ahora rinde culto a las ciencias naturales y físico-químicas la Real Academia de las mismas.

Hubo grandes recomendaciones para poder asistir a la solemnidad. Cánovas del Castillo estuvo en la presidencia; Martos, que era entonces casi un revolucionario, honró la sesión presenciándola, y D. Emilio, aquel inolvidable y genial Don Emilio Castelar, leyó parte de su trabajo con la magia aun no sustituida de su decir portentoso. —¡Los viejos siempre alabando a lo pretérito!— dirá algún mozo de los que suelen hablar desdeñosamente de Castelar. No, probable comentador, no. En estos tiempos que corremos son mejores que aquellos de 1880. La cultura es más intensa, está más difundida: el nivel intelectual ha subido extraordinariamente, pero algunos hombres, como D. Emilio Castelar, con grandezas singulares, no han tenido aun reemplazo...

Juan de Anglada, un grande amigo de D. Emilio, empezaba por aquel entonces a disfrutar del soberbio palacio de la Castellana que hoy posee Larios. Se reformó el célebre café de «La Iberia», instalado en el piso bajo de la casa del Casino, en la Carrera de San Jerónimo, en el mismo solar donde después se construyó la finca que ahora alberga a la juventud maurista. El día de marzo en que se cerró el café de «La Iberia» para proceder a las reformas, hubo duelo en Madrid. Aquel café constituía un verdadero archivo de curiosidades madrileñas; en él se habían reunido los progresistas y en él repercutieron las conversaciones de Olózaga, de Madoz, de Fernández de los Ríos, de Sagasta; en él refrescaron muchas veces los elegantes en las tardes del Corpus, después de la procesión y en las del verano, antes de emprender los viajes, que no eran tan generales como ahora, porque había menos dinero y, sobre todo, menos vanidad. D. Ramón Guerrero transformó el viejo café de «La Iberia» en un establecimiento elegante y cómodo, la nueva manera del cual fue, a pesar de todo, efímera; en aquella temporada que evoco la hubo de primavera en el Real, y eso que entonces en el Real se daban ciento treinta funciones durante el invierno con Gayarre a todo pasto, que cantaba doce o catorce óperas; lo contrario de lo que les sucede a las estrellas de ahora, que en cuanto interpretan dos obras se les acaba la cuerda.

Francisco Otero dispara dos tiros a Alfonso XII (1879)

Turbó el contento de los Madriles en el mes de abril del año 80 la ejecución del regicida Otero, que disparó contra Don Alfonso XII cuando iba guiando un carruaje. A decir verdad, no fueron muy vehementes las peticiones de indulto. El Gobierno se negó a atenderlas y España entera execró el hecho realizado al concluir el año 1879 contra un monarca que por su talento, por su nobleza y por su simpático proceder iba ganándose el cariño de toda la Nación. Coincidiendo con el citado ajusticiamiento continuó D. José Esquerdo una serie de conferencias acerca de «Locos que no lo parecen». En estos discursos, iniciados cuando los horrendos crímenes del «Sacamantecas», en Vitoria, el ilustre frenópata, adelantándose en España a criterios hoy muy extendidos, estudiaba como manifestaciones morbosas algunas apreciadas por los tribunales como ubérrimamente delictivas.

Era D. José Esquerdo un orador fogoso, brillante, pintoresco, y a oírle acudíamos muchos centenares de jóvenes que acabábamos todas las sesiones con sonoras muestras de entusiasmo. Se dio cuenta en casi todos los periódicos del agarrotamiento de Otero en cuatro renglones; pocos más se consagró, y muchos merecía para expresar duelo a la muerte de un poeta, Augusto Ferrán, que había llegado con sus versos a la entraña del pueblo y que, atacado de locura, sucumbía en una tarde abrileña después de haber escrito estos renglones: «Qué frío va a parecerme, acostumbrado a tus versos, ¡ay! el beso de la muerte.»

Pablo Sarasate

Por aquellos días nos trastornaba Pablo Sarasate tocando el violín en los conciertos del Príncipe Alfonso. Por cierto que en uno promovióse un regular escándalo, porque después de haber interpretado la orquesta que dirigía Vázquez una marcha de Wagner, parte del público pedía su repetición y otra parte lo contrario. Entonces era casi de buen tono llamar sartenero al creador de la tetralogía. En cambio se puso de moda el positivismo, y en el Ateneo se celebraron sesiones muy acaloradas en que defendían las doctrinas de Augusto Comte, de Littré y de Stuart Mille oradores elocuentísimos como Manuel de la Revilla y algunos muchachos de entonces, tales como Cortezo y Simarro. Defendiendo el criterio espiritualista arrebataba al auditorio Moreno Nieto, de prodigioso verbo, y el P. Sánchez, que era un cura muy creyente, tan firme en su fe que no temía la exposición de las incredulidades ajenas.

También por la fecha a que aludo era tema obligado en las conversaciones de los círculos literarios las obras que iba publicando Emilio Zola. La fiebre del naturalismo atacó a los cerebros juveniles, y las páginas de «L'Assommoir» y de «La faute de l'abbé Mouret », entre otras, se leían con la fervorosa avidez con que se deletrea el libro destinado a dirigir la conciencia. El teatro sentíase también muy animado. Ceferino Palencia logró el primero de sus más felices éxitos con la obra «Carrera de obstáculos», que estrenaron en el desaparecido teatro de la Alhambra María Tubau, Balbina Valverde, Ramón Rossell, Julián Romea y Pepe Rubio, que aun vive y ojalá dure muchos años, y yo también para verlo.

La actriz Virginia Marini

En el teatro de la Comedia estuvo mes y medio Virginia Marini, que era una actriz portentosa, con Ceresa, un actor sobresaliente. Representaron piezas de Sardbu, de Alejandro Dumas (hijo), de Augier y algunas del repertorio clásico italiano. Entonces se llamaba comedias atrevidas y revolucionarias a «La femme de Claudc», de Dumas y «Les lionnes pauvres», de Augier. Lo cual quiere decir que en materia de audacias escénicas estábamos en mantillas. Bien que nuestro teatro, aparte las hermosas y geniales sacudidas de D. José Echegaray, seguía deslizándose por la insignificancia cuando no daba en deplorables espectáculos, como el de un drama que estrenó Vico en Apolo y en el que había la siguiente quintilla, destinada a dar la impresión de una crisis política producida por un discurso pronunciado en las Cortes: «El vencedor en el forum y el gobierno, que tan bien llevaba el santa santorum per sécula seculorum rcquiescat in pace. Amén.”

El panadero que intentó asesinar a Alfonso XII

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Momento en que Francisco Otero dispara a Alfonso XII

“Mi intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que me mataran los centinelas de palacio, ya que yo no me encontraba con valor para suicidarme, temiendo quedarme imposibilitado y no muerto”

(Francisco Otero González)

Francisco Otero González había nacido en la aldea de Santiago de Lindín, Lugo, perteneciente al municipio de Mondoñedo, el 14 de marzo de 1860, según pudo averiguarse por la partida de bautismo. Murió a garrote vil el 14 de abril de 1880, recién cumplidos los 20, en el Campo de Guardias de Chamberí, por intento de asesinato de Alfonso XII y de su esposa María Cristina de Augsburgo-Lorena tan solo un mes después de haberse celebrado la boda. Eran las cinco de la tarde del sábado 30 de diciembre de 1879 cuando el joven Otero, armado con una pistola de dos caños, siguió el faetón real que conducía el propio monarca al regreso de un paseo por El Retiro, contra quien disparó dos tiros a algo menos de un metro y medio, justo cuando el carruaje iba a entrar en palacio por el portalón de la Plaza de Oriente. Todo resultó muy fácil en un tiempo en que estaba al alcance de cualquiera atentar contra reyes y presidentes de gobierno, que se desplazaban al margen de las medidas de seguridad más elementales, hasta el punto de que cualquiera en la calle podía acercarse a ellos. Los muchos casos forman parte de la historia española. Un ejemplo: cuando José Canalejas recibió dos tiros en la cabeza mientras miraba el escaparate de la Librería San Martín en la Puerta del Sol, estaba completamente solo, y hasta allí había venido andando desde su casa en la calle Huertas.

Casi nada se sabe de Francisco Otero. Ni siquiera cómo era su físico ante la falta de grabados y fotos. Tan solo se cuenta con las descripciones de los médicos frenólogos contratados por la defensa. Otero se vino de su pueblo a Madrid con 19 años, a comienzos de 1879, con el propósito de trabajar de panadero en el horno de un pariente, que unos dicen que estaba en la calle Milaneses, en la de la Luna o en la del León. Se dijo que llegó a regentar un horno y que un día se fugó con el dinero, pero nada pudo certificarse al respecto. Las informaciones contradictorias y fantasiosas eran constantes. Era comprensible; la gente quería saber, y como apenas nada se conocía del regicida, los periódicos recurrían a la imaginación, sabedores de que por mucho que se contara del personaje nadie iba a dsmentirlo. La realidad es que Otero era un individuo de lo más corriente sin nada destacable; un tipo cualquiera como tantos que habían dejado sus lugares de origen por la capital. Todo el mundo pensó que tenía que haber una organización y un móvil político, pero sorprendentemente en aquella ocasión no lo había. Nada que tuviera que ver con anarquistas. Las andanzas de Otero por Madrid hubieron pues de ser “reconstruidas”.

Periódicos tan relevantes entonces como El Imparcial y El Liberal se resistían a admitir que lo de Otero era un intento de regicidio atípico; un acto concebido en la mente de un joven aparentemente desesperado, que no se le ocurrió nada peor y más absurdo que matar al mismo monarca. Se pintó a un joven indolente por su amargura, que deambulaba de taberna en taberna por los barrios más míseros, lamentándose por la pérdida de su trabajo y acaso barruntando la idea de volverse a su aldea gallega. No lo hizo. Unos refirieron que solía hablar de su deseo de suicidarse, mientras otros sostenían que algunos elementos de tendencias anarquistas pudieron haberlo incitado a centrarse en matar al rey como culpable de todos los males sociales. Exaltados y desequilibrados eran caldo de cultivo. Alguien entonces debió indicarle dónde adquirir una pistola. Y Otero se fue al Rastro. Allí compró el arma, que la corta leyenda que se tejió a su alrededor llegó a decir que habiéndola probado allí mismo, lo único que hizo fue pegarle un tiro a una mula o a un burro, y que por esa razón le fue incautada. Pero Otero no tardó en adquirir otra de dos cañones, la definitiva.

Alfonso XII, como tantos madrileños de clase media y alta, se convirtió en un asiduo paseante del Paseo de Carruajes de El Retiro, que había sido inaugurado tan solo seis años antes del atentado. Cualquiera podía dirigirle la palabra e incluso darle la mano. Otero sabía que el carruaje había de regresar a palacio cruzando por la Puerta del Sol para proseguir por la calle Arenal abajo, itinerario este último más corto que por la calle Mayor hasta la de Bailén teniendo que torcer a la derecha hasta la entrada de palacio a unos 300 metros. Ese itinerario del rey lo sabía todo Madrid. Eran las cinco de un sábado; una hora después ya empezaba a anochecer.

Se dijo que aquella tarde hacía mucho frío y que el pavimento estaba resbaladizo, por lo cual el carruaje real circulaba muy despacio, suficiente para que Otero pudiera seguirlo al paso sin levantar sospechas. Justo a la entrada, ante los mismo guardias, Otero sacó la pistola Lefaucheaux de dos cañones con balas del calibre 15, y apoyándose con la mano izquierda en una farola fernandina, disparó. Tiró el arma y echó a correr calle abajo de Bailén, donde fue apresado. Nadie fue herido y ni siquiera las balas rozaron el carruaje. Resulta casi inconcebible que hubiera fallado. O se  trataba de una persona que nunca había cogido un arma de fuego o por el contrario se confirmaba lo que declaró en el juicio: que en ningún momento tuvo intención de matar al rey o a su esposa, sino únicamente provocar su propia muerte a manos de los guardias de la entrada de palacio, incapaz él de suicidarse, que era lo que lo obsesionaba desde hacía meses. Un propósito verosímil, pero malamente en la situación de Otero, que no podía estar tan desesperado a sus 19 años. 

Lugar a la entrada de palacio donde fue el atentado

 

Alfonso XII y su esposa María Cristina de Augsburgo-Lorena

José Francos Rodríguez, ilustre periodista y político, que fue alcalde de Madrid, escribió en una de sus crónicas: “Turbó el contento de los Madriles en el mes de abril del año 80 la ejecución del regicida Otero, que disparó contra Don Alfonso XII cuando iba guiando un carruaje. A decir verdad, no fueron muy vehementes las peticiones de indulto. El Gobierno se negó a atenderlas y España entera execró el hecho realizado al concluir el año 1879 contra un monarca que por su talento, por su nobleza y por su simpático proceder iba ganándose el cariño de toda la Nación. Coincidiendo con el citado ajusticiamiento continuó D. José María Esquerdo una serie de conferencias acerca de «Locos que no lo parecen». En estos discursos, iniciados cuando los horrendos crímenes del «Sacamantecas», en Vitoria, el ilustre frenópata, adelantándose en España a criterios hoy muy extendidos, estudiaba como manifestaciones morbosas algunas apreciadas por los tribunales como ubérrimamente delictivas. “

Benito Pérez Galdós en La Desheredada, describe a un personaje –Mariano Pecado- abatido por la vida,que estaba dispuesto a hacerse notar cometiendo un asesinato de un personaje que el autor no precisa, pero que se cree que es la viva escena del atentado de Francisco Otero contra Alfonso XII: En el centro de Madrid era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas, arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban a cubrir la Carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.

«¡Allá va, allá va!—gritó señalando. —¿Quién? —El bergante. —Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...!». Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de la Plaza Mayor.Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues, todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles.

Paseo de Carruajes de El Retiro

Paseo de Carruajes de El Retiro hacia la época en que lo frecuentada el rey Alfonso XII, en su faetón, supuestamente idéntico al del grabado

Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.

Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran grandísimos pícaros.

La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente. Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!

Estaba viendo el terror escondido debajo del orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?

Pistola Lefaucheux de dos cañones

Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad Rodrigo ganó la Calle Mayor y la Plaza de la Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme...Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera pulverizarle.”

Cómo era Francisco Otero según los frenólogos alienistas 

Doctor José María Esquerdo

El juicio se llevó a cabo a los 39 días de los hechos. Constaba el sumario de 608 folios, invertidos 102 pliegos en la defensa y 36 en la acusación. Comenzó el 7 de febrero de 1880 ante el juzgado de Palacio en medio de un profundo debate en torno a las consideraciones psiquiátricas de los expertos frenólogos alienistas llamados por la defensa, tan en boga entonces, encabezados por el prestigioso doctor José Esquerdo, quienes trataron de demostrar la irresponsabilidad del acusado, basándose en elementos que seguramente resulten peregrinos desde la perspectiva de hoy. Para ellos, Otero era un hombre de temperamento linfático, de corta estatura, fornido y pelo castaño, con cabeza  pequeña y ancha en la base y estrecha en la bóveda; su cara era pálida e imberbe, con un defecto de conformidad que se evidenciaba al examinar la nariz, mejillas y  carrillos, torcidos hacia el lado derecho. Hombre de ojos grandes, rasgados y castaños, que carecían de expresión. Su nariz era corta y su boca grande con  el labio superior prominente. Se recurrió luego al escaso desarrollo de su inteligencia, que lo convirtió “en un  imbécil intelectual y un idiota moral”. Esgrimieron sobre todo lo de la tendencia suicida u homicida-suicida, basándose en lo manifestado por Otero en el juicio respecto a que «su intención no fue la de quitar la vida al rey, sino la de dar un gran escándalo para que le mataran los centinelas, ya que él no se encontraba con valor para suicidarse, temiendo quedarse imposibilitado y no muerto».

Por último se recurrió a la herencia genética familiar al ser hijo de madre sana y padre enfermo,  con una hermana y tres hermanos, habiendo perdido otros tres, de ellos dos a  consecuencia de accidentes epilépticos. De poco le valió esa tendencia monomaníaca, ya estudiada en medicina. Los intentos del doctor José María Esquerdo no fueron tenidos en cuenta por el juez, que se mostró convencido de que Otero fue responsable pleno del intento de regicidio. El 10 de febrero de 1880 se publicó en El Liberal la sentencia que condenaba a Francisco Otero González a la pena de muerte en garrote. Alfonso XII solicitó el indulto, pero no logró nada. El 14 de abril fue ejecutado en el Campo de Guardias de Chamberí, el lugar habitual entonces.

En la sentencia se hizo constar: “En la villa y corte de Madrid, a 20 de Marzo de 1880, en el recurso de casación admitido de derecho e interpuesto en beneficio de Francisco Otero González contra la sentencia que dictó la sala de lo criminal de la Audiencia de esta capital, que lo condenó a muerte, en causa seguida en el juzgado del distrito de Palacio de la misma, por regicidio frustrado: Resultando que cuando S. M. el Rey, al regresar de paseo en la tarde del 30 de diciembre último, sin escolta ni acompañamiento, entraba por la puerta de palacio titulada del Príncipe en carruaje descubierto, cuyos caballos guiaba, Francisco Otero, que se había colocado junto al farol de la derecha y a distancia de un metro 40 centímetros de la referida puerta, disparó contra S. M., con intención manifiesta de matarlo, dos tiros sucesivos de pistola de dos cañones, sin que afortunadamente hubiese producido lesión alguna en la persona de S. M.: Resultando que habiendo sido aprehendido el agresor cuando huía, por la calle de Bailén, y recogida la pistola del sistema Lefaucheux, que arrojó al suelo, le fue ocupada una cápsula de 15 milímetros de calibre.”

 

 

 


 


La diligencia de Larra

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Terminal de diligencias al comienzo de la calle Alcalá, Madrid

  Terminal principal de diligencias de Madrid al comienzo de la calle Alcalá

Mariano José de Larra escribió en 1835 un artículo dedicado a la diligencia, medio de transporte que desde comienzos de siglo XIX fue progresando y consolidándose en empresas organizadas, que fueron estableciendo las principales líneas radiales peninsulares con cabecera en Madrid. En la capital existieron varias terminales, aunque casi todas procuraban aproximarse al centro urbano de la Puerta del Sol, como son las calles Arenal, Mayor, Carmen y el comienzo de la de la Alcalá, preferentemente, donde tuvieron su punto de llegada o partida las más relevantes de entonces. A Madrid o de Madrid se llegaba o partía en diligencias hasta tanto no se implantaron los ferrocarriles. Rosalía de Castro se vio a vivir a Madrid en una diligencia que salió de Santiago, la cual tardó tres días en llegar. En cambio, Juana Posse y su hijo de diez años Paulino Iglesias Posse, futuro fundador del PSOE, por ser pobre hubo de hacer el viaje de Ferrol a Madrid a pie tras los carros de los arrieros, a cambio de lavarles la ropa y hacerles la comida. El periodista Larra cierto día, bien porque esperase a alguien o porque lo despidiese, mostró su interés por aquel medio de transporte, describiendo el ambiente desde el patio interior de una estación de diligencias, lo que constituye una pincelada insólita de la vida de Madrid a mediados del siglo XIX. 

Larra (Foto propia)

“Cuando nos quejamos de que «esto no marcha», y de que la España no progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa; generalizada la proposición de esa suerte, es evidentemente falsa; reducida a sus límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella. Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamos envueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sin embargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos a nuestros lectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas, que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar; hijas de la época, secuelas indispensables del adelanto general del mundo.

Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de las comunicaciones entre los pueblos apartados; los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar paquetes y personas de un pueblo a otro; seguros de alcanzar con su brazo de hierro a todas partes, se han sonreído imbécilmente al ver mudar de sitio a sus esclavos; no han considerado que las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos. La navegación la trajo a Europa; las diligencias han coronado la obra; la rapidez de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países; verdad es que ese lazo de los liberales lo es también de sus contrarios; pero ¿qué importa? La lucha es así general y simultánea; sólo así puede ser decisiva.

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Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer un viaje, empresa que se acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte. Éstos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había diferencia ninguna; no se concebía cómo podía un hombre apartarse de un punto en un solo día más de seis o siete leguas; aun así era preciso contar con el tiempo y con la colocación de las ventas; esto, más que viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe el mundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable.

En los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar por instrucción y por curiosidad, ir a París sobre todo, eso ya suponía un hombre superior, extraordinario, osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña, la vuelta una solemnidad; y el viajero, al divisar la venta del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto: «¡Qué grande es el mundo!». Al llegar a París, después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: «¡Qué corto es el año!».

A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima que volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba, se manoseaba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido a París! ¡Ha vuelto de París! ¡Jesús!

Los tiempos han cambiado extraordinariamente; dos emigraciones numerosas han enseñado a todo el mundo el camino de París y Londres. Como quien hace lo más hace lo menos, ya el viaje por el interior es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo opuesto; en el día se mira con asombro el que no ha estado en París; es un punto menos que ridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en ninguna parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra; el liberal es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé cómo se lo componen los absolutistas; pero para ellos no se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre a pie firme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; este partido no tiene más inconveniente que el del caracol; toda la diferencia está en tener la cabeza fuera o dentro de la concha. A propósito, ¿la tiene ahora dentro o fuera?

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Volviendo empero a nuestras diligencias, no entraré en la explicación minuciosa y poco importante para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas «reales», sin duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias de común con Su Majestad; una empresa particular las dirige, el público las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto a los billares; pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas mis dudas no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré de digresiones, y diré en último resultado, que ora fuese a despedir a un amigo, ora fuese a recibirle, ora, en fin, con cualquier otro objeto, yo me hallaba en el patio de las diligencias.

No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de las diligencias; yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatros más vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor de costumbres.

Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay sino ver y coger. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios, los precios; aconsejaremos sin embargo a cualquiera, que reproduzca, al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba a entrar años pasados en el Botánico con chaqueta y palo, y a quien un dependiente decía:

–No se puede pasar con ese traje; ¿no ve el cartel puesto de ayer?

–Sí, señor –contestó el palurdo–, pero... ¿eso rige todavía?

Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá cómo no hay carruajes para muchas de las líneas indicadas; pero no se desconsuele, le dirán la razón.

–¡Como los facciosos están por ahí, y por allí, y por más allá!

Esto siempre satisface; verá además cómo los precios no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver a otra hora, o no volver si no quiere.

El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora, están ya como en su casa; los que vienen a despedirles, si no han venido con ellos, entran deprisa y preguntando:

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–¿Ha marchado ya la diligencia? ¡Ah, no; aquí está todavía!

Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!

Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.

A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la población; media hora falta sólo; una niña –¡qué joven, qué interesante!–, apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la vida por los ojos cuajados en lágrimas; a su lado el objeto de sus miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, su trémula mano...

–Vamos, niña –dice la madre, robusta e impávida matrona, a quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última–, ¿a qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos del mundo.

Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje; en su aire determinado se conoce que ha viajado y conoce a fondo todas las ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse a la persona a quien nunca se ha visto, a quien nunca se volverá acaso a ver, que no le conoce a uno, que no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar, y con quien se va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus noches? Luego parece que la sociedad no está allí; una diligencia viene a ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multitud de ocasiones de prestarse mutuos servicios! ¡Cuántas veces al día se pierde un guante, se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en la posada! ¡Cuántas veces hay que dar la mano para bajar o subir! Hasta el rápido movimiento de la diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que pasa la vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe ir deprisa en diligencia. Una salida de un pueblo deja siempre cierta tristeza que no es natural al hombre; sabido es que nunca está el corazón más dispuesto a recibir impresiones que cuando está triste: los amigos, los parientes que quedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah! ¡La naturaleza es enemiga del vacío!

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Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla tiene excepciones, y que la edad de quince años es la edad de las excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.

–¡Pobre niña! –dice entre dientes–; ¡lo que es la poca edad! ¡Si pensará que no se aprecian las caras bonitas más que en Madrid! El tiempo le enseñará que es moneda corriente en todos los países.

Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuándo no lloran las mujeres? Las lágrimas por sí solas no quieren decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña; una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entre las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñir enteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el hombre. ¡Ah, es su marido!

«Se puede querer mucho a su marido –dice el militar para sí– y hacer un viaje divertido.

–¡Voto va!, ya ha marchado –entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender... ¡Ah!, ¡ah!, éste es un verdadero viajero; su mujer le acosa a preguntas:

–¿Se ha olvidado el pastel?.

–No, aquí le traigo.

–¿Tabaco?

–No, aquí está.

–¿El gorro?

–En este bolsillo.

–¿El pasaporte?

–En este otro.

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Su exclamación al entrar no carece de fundamento, faltan sólo minutos, y no se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales y zagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que se nota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir que éstos, al ponerse en camino, alteran el orden de su vida para hacer una cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario hacen lo de todos los días.

Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a sus costados, y la baca recibe en su seno los paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga, y salen los caballos lentamente a colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor a las repetidas solicitudes de los viajeros.

–A ver, esa maleta; que vaya donde se pueda sacar.

–Que no se moje ese baúl.

–Encima ese saco de noche.

–Cuidado con la sombrerera.

–Ese paquete, que es cosa delicada.

Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie responde; es un tirano en sus dominios.

–La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes? ¿Están todos? Al coche, al coche.

El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser para siempre; no les comprende el terrible voi ch’intrate lasciate ogni speranza, de Dante.

Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.

–Vamos, señores –repite el conductor; y todo el mundo se coloca.

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La niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas; la bella casada entre una actriz que va a las provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que lleva encima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como si viese al aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias por el camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé, entre un francés que le pregunta: «¿Tendremos ladrones?» y un fraile corpulento, que con arreglo a su voto de humildad y de penitencia, va a viajar en estos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por el hombre de las provisiones; una robusta señora que lleva un niño de pecho, y un bambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para asomarse de continuo a la ventanilla; una vieja verde, llena de años y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento viajero una caja de un loro, e hinca el codo, para colocarse, en el costado de un abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va, trata de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado todo el mundo se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de la criatura; las preguntas del francés, los chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud de frases de despedida.

–Adiós.

–Hasta la vuelta.

–Tantas cosas a Pepe.

–Envíame el papel que se ha olvidado.

–Que escribas en llegando.

–Buen viaje.

Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve y, estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.”

 

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El tonelero que disparó contra Alfonso XII en 1878

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Juan Oliva Moncasi dispara contra Alfonso XII en la calle Mayor el 25 de octubre de 1878

Era el 25 de octubre de 1878 cuando el rey Alfonso XII estuvo a punto de morir por los disparos de pistola que efectuó un individuo a su paso por la calle Mayor, ya de regreso al palacio real en la calle Bailén. A unos 150 metros, años después, en 1906, su hijo Alfonso XIII también salió ileso de la bomba lanzada por Mateo Morral desde un quinto piso de la misma calle, pero entonces murieron muchas personas. Era el primero de los atentados que sufrió el joven monarca; el segundo vino un año después, también en Madrid por dos disparos de un joven panadero gallego de 20 años.

Era aquel 1878 el cuarto de su reinado, y también el más feliz y el más triste. A comienzos de año se había casado con la jovencísima María de la Mercedes de Orleans, su prima, que murió enferma en menos de tres meses, el 26 de junio, hechos aquellos de extraordinario impacto social, en la calle, en la prensa y entre los políticos. La popularidad del rey, acaso unido a su juventud y sencillez, iba en aumento conforme avanzaba su reinado, que resultó corto. No hubo otro caso igual en la monarquía española, a excepción de su hermana Isabel de Borbón –La Chata-, único miembro de la familia real que fue invitado a no abandonar España por el gobierno provisional de la segunda república.

El atentado contra Alfonso XII, sin dejar de ser grave aun habiendo saliendo ileso, apenas tuvo trascendencia en la prensa, incluido el desarrollo del juicio sumarísimo que llevó al regicida frustrado al garrote vil, lo que no se entiende muy bien dado que otros, también sin consecuencias, fueron mucho más sonados. Los atentados eran frecuentes en toda Europa en las tres últimas décadas del siglo XIX, parte de los cuales cometidos por individuos fanatizados que obraban por su cuenta. La proliferación también tenía que ver siendo tan fácil acercarse a reyes y jefes de gobierno. En cualquier caso, la acción asesina de Juan Oliva careció de relevancia incluso para el pueblo de Madrid, que apenas mostró escaso interés por asistir a la ejecución en el Campo de Guardias de Chamberí, todo lo contrario de las anteriores de Luis Candelas, Rafael de Riego, Diego de León y El Cura Merino.

El atentado ocurrió en la calle Mayor por la tarde ante la Farmacia de la Reina Madre, la más antigua de Madrid, cuando un individuo de 23 años, tonelero tarraconense venido expresamente a la capital, le disparó dos tiros con pistola de dos cañones, aunque fallando ambos. Otros habían dicho que fueron tres los disparos. Nadie resultó herido, lo cual hay que tomarlo como un milagro dada la afluencia de gente en la calle. La impericia de aquel Juan Oliva con el manejo del arma, la tensión a que estaría sometido y el hecho mismo de que el objetivo, el rey, pasase a caballo, es decir, que estuviese en movimiento, fueron factores determinantes para que no ocurriera nada. Se dijo también que se salvó porque una anciana logró sujetar el brazo de Oliva un segundo antes, lo cual resulta casi inverosímil en esa clase acciones casi instantáneas ante las que nadie reacciona.

Farmacia de la Reina Madre (Foto propia)

Alfonso XII era rey de España desde 1874, desde dos años antes de que terminase la tercera guerra carlista a la que puso fin, de ahí el apelativo de Pacificador. No se decía entonces, pero la realidad indicaba que el pueblo no lo aclamaba tanto por el hecho de ser rey, sino por afecto viéndolo tan joven y por los muchos sentimientos que concitó haberse quedado viudo al poco de casarse. Había nacido también la veneración por la joven reina muerta de 16 años, que sigue atrayendo las miradas de los visitantes en su nicho de la Catedral de la Almudena.

Aquella tarde del 25 de octubre el rey desfiló por las calles de Madrid acompañado por las tropas que habían participado en unas maniobras por tierras abulenses. Aquella clase de actos oficiales siempre concitaba la curiosidad popular, al tiempo que atraía los riesgos de visionarios y anarquistas obnubilados por consignas irracionales, pero aun así no se tomaban medidas para tratar de impedirlo. Alfonso XII, por ejemplo, era un paseante asiduo del Retiro en carruaje descubierto, de donde regresa a palacio siempre por las mismas calles.

Octubre de 1878. Alfonso XII tenía tan solo 21 años. Su asesino frustrado, 23, de profesión tonelero, vecino de Cabra del Camp, Tarragona, llamado Juan Oliva Moncasí, nacido el 15 de noviembre de 1855. Oliva había llegado a Madrid una semana antes, y enseguida se dispuso a buscar el lugar del atentado. El día elegido, por la mañana, entró en un café, donde escribió las últimas líneas de un diario que se le ocupó, en el que contaba los pormenores del atentado. Cualquier punto de la estrecha calle Mayor le hubiera valido, y eligió uno como podía haber elegido otro, acaso porque observó que no había ningún guardia en derredor. El lugar fue la acera de la Farmacia de la Reina Madre, hoy situada en el número 59.

Juan Oliva Moncasí

Pero Oliva erró los dos tiros. No tuvo tiempo ni humor para cargarla de nuevo. Fue detenido allí mismo en plena calle Mayor. El rey apenas se enteró, obligado entonces a proseguir apresurado en dirección a palacio. Oliva confesó a la policía que era republicano federal, que el atentado no se lo había comunicado a nadie y que fue hecho por propia y exclusiva voluntad, no por odio a la persona del rey, sino a la tiranía que representaba. Razonamientos propios de una mentalidad anarquista de época. En el juicio fueron nombrados cuatro facultativos, dos por la defensa y dos forenses por el juzgado. Tres declararon que no habían hallado en Juan Oliva síntoma, signo ni acto alguno que demostrase perturbación de sus facultades intelectuales y afectivas, pero sí se pusieron de acuerdo en que el acto criminal, aunque fue producto del fanatismo doctrinario, había que situarlo bajo el dominio de su libre albedrío.

AlfonsoXII

Juzgado en Madrid el 12 de noviembre de 1878, la sentencia la impuso el juez de primera instancia del distrito de Palacio, que calificó el acto como delito frustrado de lesa majestad contra la vida del rey, con las circunstancias agravantes de alevosía y premeditación conocida, condenándolo a la pena de muerte, sentencia que confirmó la Sala de lo Criminal de la Audiencia, matizando que los hechos probados constituían un delito de regicidio frustrado sin circunstancias atenuantes, por lo que lo condenaba a la pena de muerte en garrote, lo que se llevó a cabo el 4 de enero de 1879 en el Campo de Guardias de Chamberí, terrenos que ocupan los depósitos e instalaciones del Canal de Isabel II entre las calles Bravo Murillo y Santa Engracia.

Al cabo de unos días, el rey recibió en audiencia particular al abogado defensor de Oliva, Jiménez del Cerro, al procurador de la Audiencia, Manuel de Elías, y al hermano del acusado, Gregorio, que le presentaron los pliegos de firmas recogidas para la conmutación de la pena. El rey les prometió que pediría al Presidente del Consejo de Ministros el indulto. Antonio Cánovas del Castillo, una vez conocida la sentencia última del Tribunal Supremo, la llevó a debate a su gobierno, pero al margen de trámites y peticiones de clemencia, lo cierto es que Oliva rechazó cualquier intento de petición de indulto. Asumía plenamente los hechos.

 Juan Oliva

 

Farmacia Reina Madre (Foto propia)

Farmacia Reina Madre. Calle Mayor (Foto propia)

Calle Mayor de Madrid. Lugar exacto en que se situó Juan Oliva para disparar sobre Alfonso XII (Fotos propias)

Instalaciones Canal Isabel II y antes Campo de Guardias (Foto propia)

Instalaciones del Canal de Isabel II, construidas sobre el antiguo Campo de Guardias, donde se efectuaban casi todas las ejecuciones públicas a finales de siglo XIX (Foto propia)

Atentado contra Amadeo I de Saboya

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Atentado contra Amadeo de Saboya en calle Arenal

Momento en que varios individuos disparan al carruaje con Amadeo y su esposa

“Si tuviese que hacer caso a todas las amenazas, no podría salir y ya me habrían matado al menos una docena de veces. No quiero que el pueblo diga que el rey se encierra en su palacio porque tiene miedo.”

Amadeo I de Saboya, rey de España

El atentado sin consecuencias se produjo al atardecer del 18 de julio de 1872 en plena calle del Arenal de Madrid. Unos individuos dispararon sus trabucos contra el carruaje descubierto del rey y su esposa, que venían de dar un paseo por El Retiro. He aquí otra triste historia de intento de regicidio en la persona de Amadeo I de Saboya, el rey efímero, traído de Italia por decisión del influyente general Juan Prim, asesinado en Madrid en 1870 mientras Amadeo navegaba hacia España para arribar al puerto de Cartagena, de donde se trasladó en tren a Madrid. Amadeo I reinó muy poco, casi tres años, del 2 de enero de 1871 al 10 de febrero de 1873. Le había tocado la España más convulsa e inestable tras la salida del país de la reina Isabel II. A ello hubo de añadir la hostilidad general que se fue tejiendo en torno a él y a su esposa, que llegó a desprecios, humillaciones e insultos personales. Duró poco en el poder, hasta su renuncia que abrió el periodo de la primera república, que no hizo más que moverse en la inestabilidad política general.

Amadeo de Saboya, nacido en Turín, (1845-1890), era el segundo hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia. Fue su esposa María Victoria del Pozzo della Cisterna, con la que se casó en 1867 y con la quien tuvo tres hijos. La Revolución de 1868 trajo el destronamiento de Isabel II y un gobierno provisional presidido por el general Serrano. Se implantó la Constitución de 1869, que estableció la monarquía parlamentaria, pero había que encontrar un rey, que hubo que buscar por Europa. Se atuvieron en cuenta varios candidatos y la elección recayó en 1870 en Amadeo de Saboya. Pero surgió lo que nadie esperaba: Prim, su valedor, murió asesinado. Cuando pisó España en el puerto de Cartagena se enteró de los hechos. El proceso sucesorio no se interrumpió y siguió adelante. Las Cortes eligieron a Amadeo. El ya rey no tardó en comprender que estaba inmerso en una España convulsa en todos los órdenes. Tenía ante sí la España imposible, como se dijo, donde lo peor predominaba y donde no se atisbaba lo bueno. Tanto que hasta Benito Pérez Galdós había escrito que el asesinado Prim había traído a Amadeo “a reinar en este manicomio.”

LLegada a Madrid en tren de Amadeo procedente de Cartagena

Amadeo, el joven rey, fue visto desde el primer día en Madrid con ojos distintos. Una campaña general no cesaba de desacreditarlo. Acaso habría que decir que fue empecinamiento general de un país sin ningún viso razonable. Los desplantes vinieron de la aristocracia, la alta burguesía, la jerarquía eclesiástica y, naturalmente, del propio pueblo llano. Él, en cambio, lo aguantó todo y no había día y momento en que no estuviese en la calle. Solía salir por Madrid en carruaje o a pie, o sentarse en algunos de los cafés más distinguidos y concurridos.

Pero llegó el día en que, harto de todo y de todos, Amadeo se plantó enviando su sonada renuncia al Congreso. Era el 11 de febrero de 1873. Dos largos años ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.”

La corona española a subasta en 1869

Amadeo de Saboya, rey de España

En lo personal, por encima de desprecios y desplantes estuvo el atentado que sufrió en plena calle Arenal, del que salió ileso milagrosamente por la impericia de los que dispararon. Una vez más hay que sorprenderse por la facilidad entonces para atentar contra los personajes más altos de una nación en cualquier punto y a cualquier hora en Madrid. El atentado lo llevaron a cabo dos o tres individuos armados con trabucos, que dispararon al carruaje real a su paso por la calle Arenal camino de palacio. Ocurrió un atardecer del 18 de julio de 1872. El rey y su esposa venían de efectuar un paseo en carruaje por El Retiro y el Paseo del Prado, como tantas otras veces. Ese mismo día, conscientes en palacio de que el rey y su esposa tenían previsto dar el paseo habitual en coche por El Retiro, le insistieron en que no saliera a la calle porque se iba a producir un atentado, que parecía anunciado. La novela de los Episodios Nacional de Pérez Galdós, también lo indica. El rey no hizo caso, y les dijo: “Si tuviese que hacer caso a todas las amenazas, no podría salir y ya me habrían matado al menos una docena de veces. No quiero que el pueblo diga que el rey se encierra en su palacio porque tiene miedo.”

Al regreso, tras cruzar por la Puerta del Sol para enfilar la cuesta abajo de la calle Arenal -el trayecto más corto a palacio- se produjo el tiroteo. Ninguno de los disparos alcanzó el objetivo, lo cual resulta casi insólito sin haber intercedido nadie para impedirlo y a tan corta distancia. Al oír las detonaciones, el monarca, acaso en una reacción instintiva sumamente peligrosa, en vez de agacharse se había erguido. Los disparos se efectuaron ante la iglesia de San Ginés de Arlés. Salieron en el último instante de la calleja de Bordadores que baja de la calle Mayor. Unos dijeron que no hubo heridos, otros que fue muerto un policía y otros, uno de los caballos.

El rey prosiguió camino de palacio, y una vez en él se aprestó a telegrafiar a su padre: “Comunico a Vuestra Majestad que esta noche hemos sido objeto de un atentado. Gracias a Dios estamos a salvo.” Lo puso a la 1:24 de esa misma noche. Por la mañana el rey lo primero que hizo fue ir al escenario del atentado. Ya en la calle Arenal, inspeccionando el lugar a pie, se topó con los transeúntes arremolinados en torno a él, que lo aplaudían y vitoreaban. Aquel triste suceso le hizo ganar popularidad por momentos, aunque fuese pasajera. Todos los partidos, por lo demás, se mostraron unánimes en condenar el atentado. Recibió muchas muestras de apoyo y al regreso a palacio hubo de asomarse al balcón que encara la Plaza de Oriente ante la mucha gente que lo aclamaba, lo que motivó que Amadeo exclamara: “Cada día tendríamos que sufrir un atentado para ver esto.”

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Lugar exacto del atentado contra el rey Amadeo, justo desde la calleja Bordadores que asoma a la calle Arenal

Benito Pérez Galdós escribió algunas notas muy interesantes y reveladoras acerca del atentado en “Amadeo”, obra que forma parte de Los Episodios Nacionales. Galdós, cuando los hechos, vivía en Madrid y tenía 29 años, y bien debió de recoger las impresiones de la calle, sobre todo la idea más extendida: que algunos sabían ciertamente que se iba a producir el intento de matar al rey.  No aclara quienes fueron, pero sugiere que muy bien pudieron ser los mismos que atentaron con trabucos contra el general Prim en la calle del Turco a la salida del Congreso de Diputados.

Amadeo y su esposa aclamado en las calles

“Ultimados mis quehaceres volví a casa, un poco tarde, en la noche del 18 de Julio, y marco esta fecha porque sobrevino de improviso un suceso histórico. Hallé a Obdulia nerviosa y asustada: «¡Gracias a Dios que llegas! -me dijo, saliendo a la escalera-. Entremos; vas a saber una cosa tremenda. No te asustes; no va con nosotros. Siéntate... Recordarás que pedimos al tabernero para esta noche un pote gallego, que a ti tanto te gusta. Queriendo yo aprender cómo hacen este guiso, bajé a la cocina y estuve un rato con la señá Sebastiana. Luego me fui al mostrador, con el señor Tomás. De allí a la trastienda. Oí palabras sueltas de los puntos que bebían y charlaban... Até mis cabos... Volví al mostrador; el señor Tomás y un hombre de mala facha, que llaman el tío Martín, secreteaban... Pesqué alguna frase que me abrió las entendederas... En fin, chico, te diré lo que he podido traslucir: Esta noche matarán a don Amadeo. ¿A qué hora? Cuando los Reyes vuelvan de los Jardines del Retiro a Palacio. ¿Sitio? La calle del Arenal. No te rías. Verás cómo resulta cierto. Otra cosa: el pote gallego se ha pegado, y en su lugar nos mandarán unas chuletas de vaca y patatas fritas. Andan abajo esta noche muy desconcertados. ¡Qué caras he visto en la trastienda! Para mí, son los mismos que mataron a Prim».

No di gran importancia al cuento de Obdulia; pero tampoco lo eché en saco roto. Mientras cenábamos, comentando la conjura tabernaria, hice propósito de dar un soplo al Gobierno civil para que este tomase las precauciones propias del caso. Pero a nadie conocía yo en las Delegaciones ni en las antesalas del Gobernador. En estas dudas me acordé de mi pariente Sebo, cuyas relaciones familiares con la primera autoridad de la provincia, don Pedro Mata, me constaban de manera positiva. Tranquilamente despachamos nuestras chuletas, por cierto medio chamuscadas, medio crudas, y salimos a buscar en calles y jardines el aire y la expansión nocturna con que templábamos el ardor de los días caniculares. Después de hacer escala en la casa de Telesforo del Portillo (Olivar, 4), bajamos al Prado; dimos unas vueltas por Recoletos; descansamos en un aguaducho, y ya cerca de media noche cogimos la calle de Alcalá, y en la Puerta del Sol dudamos si tomaríamos la calle Mayor, que era nuestro derrotero, o la del Arenal. Éramos como trasnochadores que no se retiran a su casa sin ver una piececita de teatro. «Por sí o por no -dije a mi señora postiza- sigamos la dirección que han de llevar los Reyes y veremos si sale sainete o tragedia».

Calle Arenal desde Puerta del Sol (Foto propia)

En la foto se ve la entrada de la calle Arenal, cuesta abajo desde la Puerta del Sol, por donde se adentró el carruaje de Amadeo I de Saboya, y donde la casa del fondo que sobresale por la izquierda ocurrió el atentado contra el rey

Recorriendo despacio la calle del Arenal vimos en la esquina del callejón de San Ginés a Serafín de San José con blusa larga. Advirtiendo que se recataba de nosotros creí sorprender en él cierto aire de filósofo pensativo. Al pasar por la calle Bordadores dos hombres cruzaron a la acera de enfrente. Obdulia me hizo notar que bajo las blusas de aquellos tipos se marcaba el bulto de trabucos o retacos. Hacia la calle de las Fuentes creí ver al señor Tomás, con chaqueta parda y boina. Ya nos acercábamos a la calle de la Escalinata, cuando sentimos venir coches que nos parecieron de Palacio. Retrocedimos. Era, en efecto, la carretela descubierta en que volvían de los Jardines el Rey y la Reina, con el General Burgos. Detrás venía otro carruaje...

Amadeo I a su llegada a Portugal tras abandonar España en 1873

No tuvimos tiempo para mayores observaciones porque de súbito sonaron disparos. Los fogonazos brillaban en un lado y otro de la calle. Encabritados los caballos (luego supimos que eran yeguas), se paró el coche. Se puso en pie don Amadeo. El General Burgos atendió a escudar a la Reina con sus corpulentas anchuras... Confusión, espanto... Los transeúntes se agolpaban curiosos o corrían atemorizados. Obdulia y otras mujeres lanzaban al aire sus chillidos. Del coche que venía detrás descendió el Gobernador don Pedro Mata enarbolando su bastón. Surgieron polizontes como por magia. Nuevos disparos. La carretela de los Reyes partió a escape hacia Palacio: una de las yeguas cojeaba. Se entabló rápida lucha entre policías y paisanos. Estos huyeron, en veloz corrida, hacia las plazas de las Descalzas y de Santo Domingo... Busqué a Obdulia, que en el tumulto se apartó de mí. La encontré en la esquina de la calle de las Fuentes. Volvimos al lugar trágico y vimos entre varios heridos a uno yacente, rígido; parecía muerto. Obdulia reconoció al tío Martín. Allí estuvimos, atentos al ardoroso comentario del suceso, hasta que trajeron la camilla para llevarse al que todos creían cadáver. Y agregándonos a la comitiva de curiosos desocupados y chicuelos, fuimos tras de la camilla hasta la Casa de Socorro de la Plaza Mayor. De allí pasamos a nuestra casa, advirtiendo al entrar en ella que había en la taberna estrecha custodia de policías.

Amadeo I y su esposa María Victoria del Pozzo

A la mañana siguiente, atraído del febricitante interés que despierta un lugar trágico, me fui a la calle del Arenal. Gran golpe de gente había frente a una tienda de cristales situada entre la Costanilla de los Ángeles y la Travesía de los Donados. Los curiosos impertinentes no se hartaban de mirar y señalar las huellas de los proyectiles en el zócalo y en el rótulo de la tienda. De improviso, los que formábamos el respetable público de la tragedia fracasada vimos llegar al propio don Amadeo, acompañado de su amigo Dragonetti y de su ayudante Díaz Moreu. Rodeado de la plebe novelera miró y remiró las señales de los balazos. Muchos de los que allí fisgoneaban tenían a gala el señalar al Rey algún desperfecto que Su Majestad no había visto.

De la tienda salió una señora joven que parecía la dueña, y graciosamente invitó al Rey a que pasara, si quería descansar. Daba las gracias don Amadeo, permaneciendo en la calle, cuando se destacó del personal de la tienda una señora mayor, que ofreció al Rey un proyectil que había penetrado en el local, incrustándose en la anaquelería. Agradeció don Amadeo el obsequio y quiso gratificar a la señora, mas esta no admitió el dinero. Se despidió el monarca sombrero en mano, con su habitual cortesía, y a pie se volvió a Palacio, escoltado por un pelotón de vagos y precedido de un destacamento de chiquillos.”

 


A Felipe III y a Felipe IV

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Felipe III. Plaza Mayor (Foto propia)

Poema al rey Felipe III por Francisco de Quevedo

Escondida debajo de tu armada,
Gime la mar, la vela llama al viento,
Y a las Lunas del Turco el firmamento
Eclipse les promete en tu jornada.
Quiere en las venas del Inglés tu espada
Matar la sed al Español sediento,
Y en tus armas el Sol desde su asiento
Mira su lumbre en rayos aumentada.
Por ventura la Tierra de envidiosa
Contra ti arma ejércitos triunfantes,
En sus monstruos soberbios poderosa;
Que viendo armar de rayos fulminantes,
O Júpiter, tu diestra valerosa,
Pienso que han vuelto al mundo los Gigantes.

 

Felipe IV. Plaza de Oriente (Foto propia)

Poema al rey Felipe IV por Pedro Calderón de la Barca

¡Oh tú, temprano sol que en el oriente
de tus primeros años has nacido
coronado de luz resplandeciente,

salve! Y en tanto que a tu grato oído
de mi voz, por cantarte, los acentos
labios son de metal contra el olvido,

con presagios de ilustres vencimientos
escucha el fin que a tu principio encierra,
rendidos a tus pies los elementos.

La tierra te consagra el que a la tierra
sujetó, cuando, próvida en su celo,
los líquidos tesoros desencierra,

y, lloviendo al revés, salpicó el cielo,
desangrando a Neptuno en rica fuente
por venas de cristal sangre de hielo.

El mar te rinde aquel cuyo tridente
tantas veces venció su orgullo fiero,
segunda vez a límite obediente,

aquel del mar Neptuno verdadero,
que en varias partes no se distinguía
cuándo segundo fue, cuándo primero.

Del dulce viento la región vacía
favorable te ofrece aquella ave
que en éxtasis de amor vientos bebía.

Ave amorosa, pues, que con suave
pluma llegó hasta el sol, en su sosiego
volando dulce y suspendiendo grave.

El fuego te asegura el que del fuego
nombre tomó, y el luminoso espacio
arrebatado vio, turbado y ciego.

Vive, ¡oh Felipe! en celestial palacio,
pues a tu admiración el cielo atento,
la tierra te da Isidro, el fuego Ignacio,
Francisco el mar, cuando Teresa el viento.

 

A Madrid, por la dicha de ser su Patrono San Isidro Labrador

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Padro Calderón de la Barca

Poema de Pedro Calderón de la Barca

 

Madrid, aunque tu valor
Reyes le están aumentando,
nunca fue mayor que cuando
tuviste tu labrador.

Aunque de gloria se viste,   
Madrid, tu dichoso suelo,
nunca más gloria tuviste
que cuando, imitando al cielo,
pisado de ángeles fuiste.
No igualará aquel favor
el que hoy ostenta tu honor,
aunque opongas tu trofeo,
aunque aumente tu deseo,
Madrid, aunque tu valor.

No tendrás glorias mayores,
que cuando en las manos bellas
de angélicos labradores,
eran tus flores estrellas,
los rayos del sol tus flores.
En vano están laureando,
en vano están coronando
tu frente, en vano el honor
que te ha dado un labrador,
Reyes le están aumentando.
Calderón de la Barca en Plaza Santa Ana. Madrid (Foto propia)
Dirán que cuándo tuviste   
más gloria que en ti se encierra.
Di que cuando ángeles viste
labrar humildes tu tierra;
di que cuando cielo fuiste;
que cuando al cielo imitando
el sol te estaba envidiando,
pues su luz tu luz prefiere;
y así sabrá quien dijere
Nunca fue mayor que cuando.

Mayores triunfos, mayores
lauros tu poder advierte,
pues con divinos favores
respetas, como la muerte,
San Isidro. Ermita del Paseo del Santo (Foto propia)mas que reyes, labradores. 
Hagan inmortal tu honor
jaspes, mármoles y bronces;
pues para gloria mayor
hoy tienes tal rey, y entonces
Tuviste tu labrador.

Amadeo I en Madrid

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Amadeo I de Saboya

“El 2 de enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya. En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Juan Prim, que le habían buscado y traído para felicidad de estos abatidos reinos”.

(Benito Pérez Galdós)

1868 fue año decisivo en España con la marcha al exilio de Isabel II. La gobernación del país pasó a manos de varios generales al mando de Serrano, que no tardaron en convocar Cortes Constituyentes que proclamaron la Constitución de 1869, que estableció la monarquía como régimen estatal, pero no borbónica, por lo que hubo de buscar un monarca en el extranjero, y entre los varios candidatos que se consideraron más idóneos se eligió finalmente al joven Duque de Aosta, Amadeo de Saboya, natural de Turín (1845-1890) e hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia.

El mandato del Congreso se aprestó a enviar una comisión parlamentaria a Italia; a Florencia, donde se hallaba Amadeo, quien aceptó la elección como rey constitucional de España. Aquello fue el 4 de diciembre de 1870, abandonando Italia hacia España por el puerto de La Spezia, de donde se embarcó con rumbo a Cartagena, adonde llegó el mismo 30 de diciembre, fecha dramática por haber sido asesinado en Madrid su principal valedor el general Juan Prim. De Cartagena se dirigió Amadeo en tren hacia Madrid, adonde llegó a la Estación de Atocha el 2 de enero de 1871, como bien indica el comienzo del relato de Pérez Galdós. Nada más pisar Madrid, Amadeo se dirigió a la basílica de la Virgen de Atocha, donde estaba expuesto el cadáver de Juan Prim. Acto seguido se desplazó por el Paseo del Prado a la Plaza de Cibeles, de donde pasó al Ministerio de la Guerra, donde dio el pésame a la viuda del general. Al principio todo fueron parabienes, pero la campaña de hostilidad hacia el nuevo monarca no cesaría hasta agotar su paciencia en menos de tres años y enviar a las Cortes su histórica carta de renuncia al trono. Su reinado se extendió de 1870 a 1873. Cómo fueron aquellas primeras horas en Madrid, lo relató con acierto y amenidad Pérez Galdós.   Amadeo parte para Cartagena del puerto de La Spezia

Benito Pérez Galdós: “El 2 de enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya, hijo del llamado re galantuomo, Víctor Manuel II, soberano de la nueva Italia. En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Juan Prim, que le habían buscado y traído para felicidad de estos abatidos reinos. Como los españoles no habíamos visto, en lo que iba de siglo, Rey ni Roque a la moderna, más arrimados a la libertad que al feo absolutismo, ardíamos en curiosidad por ver el cariz, el gesto, la prestancia del que nos mandaba Italia en reemplazo de los en buen hora despedidos Borbones.

Entró don Amadeo a caballo, con brillante escolta, y su persona despertó simpatías en el pueblo... Varios amigos, de quienes hablaré luego, nos situamos en la esquina de la calle del Turco, palacio de Valmediano, orilla baja del Congreso, y le vimos muy a gusto desde que apareció por el Paseo del Prado y embocó el repecho que llaman Plaza de las Cortes. Saludaba con graciosa novedad, extendiendo ceremoniosamente el brazo al quitarse el sombrero. Uno de los amigos que me acompañaban aseguró que aquel era el saludo masónico en su expresión castiza, y sólo por este detalle vio en el Rey entrante una esperanza de la Patria.

Amadeo llega a Madrid a AtochaA todos pareció don Amadeo gallardo, y animoso hasta la temeridad. Y que el hombre tenía los riñones bien puestos y un cuajo formidable, se demuestra con decir que de una monarquía juvenil le traían a reinar en una vieja monarquía, devastada por la feroz lucha secular entre dos familias coronadas. Verdad es que España se sacudió a entrambas como pudo; pero una y otra dejaron en los repliegues del suelo cantidad de huevecillos que el calor y las pasiones de los hombres cluecos, aquí tan abundantes, habrían de empollar más tarde o más temprano. Venía el buen príncipe de un país en que el pueblo y sus reyes recíprocamente se amaban, y entraba en este, recocido en el hervor de las opiniones, amante tan sólo de irisados ideales, o de vagas incógnitas que sólo podría despejar el tiempo.


Amadeo ante Prim

Y por si no estuviera bien probado el valor del chico de Saboya, la fatalidad le sometió a mayor prueba. Al llegar a Cartagena, diéronle, para hacer boca, la noticia del asesinato y muerte de Prim, que le había traído a reinar en este manicomio. Mostrose apenado y sereno el príncipe al recibir este jicarazo... Su arribo a España en momentos trágicos, no carecía de romana grandeza. La Historia, que aún no tenía nada que decir del nuevo Rey, señaló aquel primer paso, puesta la mano en el esforzado corazón del hijo de Víctor Manuel.

En el trayecto por ferrocarril desde Cartagena a Madrid no llegaron a don Amadeo calurosas demostraciones populares. Diéronle la bienvenida caciques inveterados en la adulación, y alcaldes de real orden que lo mismo habrían festejado al Moro Muza si el Gobierno se lo mandase. Llegó a Madrid la Majestad saboyana, y de la estación fue al santuario de Atocha, donde visitó a Prim muerto y amortajado de uniforme entre hachones; y cuando el Rey, con mudo estupor y recogimiento, contemplaba el embalsamado cadáver, este le dijo: «Aprende de mí la inseguridad de las grandezas humanas. Vienes a reinar en España traído por Prim. Pues aquí tienes a tu Prim... Ya no soy más que un nombre, un despojo mortuorio, un tema para que algún sabio cuente lo que hice y lo que no he podido hacer. Creíste encontrar un hombre, y sólo soy una leyenda... una ráfaga de gloria, un frío mármol quizás y una biografía... Arréglate como puedas, hijo. Consulta el corazón del pueblo, y al son de los latidos de este pon los del tuyo. Para poseer el arte de reinar, aprende bien antes la ciudadanía. El buen Rey sale del mejor ciudadano...».

Amadeo da el pésame a la viuda de Juan PrimOído esto, o pensado (es un suponer), don Amadeo hizo su oficial entrada en la Villa y Corte con la arrogancia caballeresca que le captó la querencia y agrado de los madrileños. Después de jurar en las Cortes, siguió su camino, entre soldados y apretada muchedumbre, prodigando el quita y pon del tricornio, que mi amigo llamaba saludo masónico. Los que gozamos de aquel lindo espectáculo éramos cinco: Córdoba y López, federal exaltado y escritor valiente; Emigdio Santamaría, furioso propagandista republicano; Mateo Nuevo, otro que tal, revolucionario de acción, que a la idea consagraba toda su actividad y toda su pecunia: los dos restantes, inferiores sin duda en edad, saber y gobierno, nos habíamos conocido y tratado en una casa de huéspedes donde juntos hacíamos vida estudiantil.

Él era guanche y yo celtíbero, quiere decir que él nació en una isla de las que llaman adyacentes, yo en la falda de los Montes de Oca, tierra de los Pelendones; él despuntaba por la literatura; no sé si en aquellas calendas había dado al público algún libro; años adelante lanzó más de uno, de materia y finalidad patrióticas, contando guerras, disturbios y casos públicos y particulares que vienen a ser como toques o bosquejos fugaces del carácter nacional. A mí también me da el naipe, por las letras; pero carezco de la perseverancia que a mi amigo le sobra. Ambos, en la época que llamaré amadeísta, matábamos el tiempo y engañábamos las ilusiones haciendo periodismo, excelente aprendizaje para mayores empresas. Y no digo más por ahora, reservándome, con permiso del bondadoso lector, el nombre de mi amigo y el mío.

Amadeo-y-su-esposa-aclamado-en-las-callesVisto el paso del Rey, divagamos por las calles, recogiendo de las bocas y de las caras de la muchedumbre la impresión del suceso, y debo declarar honradamente que el príncipe italiano, traído a ocupar el trono vacío de los Borbones, había entrado en la capital del Reino con buena sombra. Las mujeres encomiaban al Rey forastero por su garbo y su valor sereno, y los hombres, en general, le veían como una esperanza engarzada en una novedad. Lo nuevo lleva siempre ventaja sobre lo gastado y caduco. La medicina desconocida consuela al enfermo, ya que no le cure, y el cambio de amo trae algún alivio a los que sufren miseria y esclavitud. Los amigos que desde la tribuna de periodistas del Congreso presenciaron la sesión solemnísima de las Constituyentes cuentan que el nuevo Rey, bien plantado, la derecha mano sobre el corazón, pronunció con voz entera el Sí juro, sanción elemental de su investidura y primer aliento de su reinado. Respondiole con fervientes aclamaciones la turbamulta que llenaba el salón, voces que fueron ¡ay!, el estertor de las Constituyentes, pues con aquel hálito expiraron y se desvanecieron en la Historia, dejando tras sí un rastro glorioso. En el propio instante feneció también la discreta Regencia ejercida por Serrano desde que la Democracia se hizo monárquica por el voto de los más, hasta que el Principio se hizo carne en la persona del hijo de Víctor Manuel...

Al salir del Congreso, el Rey alteró la carrera y ordenamiento de su marcha triunfal, volviendo al Prado para dirigirse a Buenavista. No quería entrar en su casa sin visitar a la viuda de Prim, Condesa de Reus y Marquesa de los Castillejos, doña Francisca Agüero. La visita fue breve y patética, según nos contó Ricardo Muñiz en la misma tarde del día 2. Don Amadeo besó la mano de la desolada señora y abrazó a los huérfanos. Ni él pudo hablar largo por su escaso dominio de la lengua castellana, ni la viuda tampoco, porque la intensidad de su dolor le entorpecía la palabra... De Buenavista subió el Rey por la calle de Alcalá, saludando y saludado con afectuosa cortesía.

Amadeo en las Cortes

Buenos observadores éramos para saber apreciar el momento político por el adorno de los balcones de la carrera. Las irreductibles formas de opinión hablaron aquel día claramente, aquí con las profusas percalinas, allá con la ausencia de toda clase de trapos manifestantes de una idea. Un amigo muy despierto, de filiación moderada, Juanito Valero de Tornos, nos hizo notar que los palacios de Medinaceli y Villahermosa en lo más bajo de la plaza de las Cortes, no habían colgado sus elegantes reposteros. También faltaban los tapices en la casa de Miraflores, Carrera de San Jerónimo, y en la de Oñate, calle Mayor. El veto del alfonsismo era, pues, terminante. Yo me permití decir a nuestro amigo que más significativo que aquel veto era el de los federales, bien manifiesto en innumerables balcones desnudos, y él respondió burlándose: «Poco significa la opinión de la cofradía sinalagmática, conmutativa, bilateral, que muerto Prim, ya no podéis tocar pito ni flauta». Uno de los nuestros le dijo: «Tocaremos lo que nos acomode, y vosotros el cuerno». Y el otro replicó: «Sí, sí, el cuerno de Hernani».

Revista La Fla. La situación española en tiempo de Amadeo I

En busca de la plaza de los fracasados

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Emilio Carrere

“A este paraje apartado y romántico acuden todas las tardes los melancólicos fracasados de todos los ideales, los soñadores de las áureas apoteosis que han visto hundirse la leyenda de sus vidas en la bahorrina de la vulgaridad, en el vacío de un vivir abrumadoramente cotidiano.”

(Emilio Carrere)

Emilio Carrere (1881-1947) fue un exquisito maestro de una estirpe única de bohemios virtuosos, personajes populares, conocidos o anónimos, que se inventaron un tipo de vida que convirtieron en vidas de otros hombres y mujeres, reales o inventados, en un afán obsesivo por plasmar seres casi inverosímiles que infundían a la vez admiración, reconocimiento, pena y desprecio. Aquí, en este relato de 1918, que forma parte del genérico La Copa de Verlaine, plasmó a sus bohemios de la miseria madrileña en una solitaria y recoleta plazuela. ¿En cuál estaría pensando Carrere para ese escenario entre mísero y literario? ¿Tal vez la de la Paja, del Alamillo, del Conde de Barajas, de los Carros…? Las cuatro permiten escuchar cercanas “de vez en vez las lentas campanadas de las vísperas”, como indica el autor. Son plazas propicias de Madrid tanto para el ámbito de Valle-Inclán como del propio Carrere; propicias por recónditas, antiguas, castizas y literarias y porque me parece que encajan perfectamente en los escenarios literarios de la bohemia que uno quiere encontrar hoy día en el deambular por Madrid (Las fotos son propias).

Emilio Carrere: “Es una de esas plazoletas melancólicas de un barrio solitario, rodeada de bancos de piedra, que tienen un ambiente provincial, y sobre la cual caen de vez en vez las lentas campanadas de las vísperas, con un clamoreo ensoñador y místico. Tiene acaso un balcón florido que da la amable sensación de una mano blanca de mujer, y también algún arbolillo desmedrado y triste o una antigua fontana que vierte, hilo a hilo, la dulzura de su monotonía.

En la hora sedante del crepúsculo toma un aspecto severo y arcaico de yerma ciudad castellana, que evoca el heroico redoblar del Romancero o la sandalia de Teresa de Ávila, la celeste doctora, y vaga en su gran paz un perfume antiguo de penas olvidadas y de encantos añejos. A este paraje apartado y romántico acuden todas las tardes los melancólicos fracasados de todos los ideales, los soñadores de las áureas apoteosis que han visto hundirse la leyenda de sus vidas en la bahorrina de la vulgaridad, en el vacío de un vivir abrumadoramente cotidiano.

Plaza de la Paja

Se conocen de todos los días, galeotes de una misma cadena, sombríos discípulos de un mismo maestro, el inmortal Dolor, y entre ellos se ha hecho una suave simpatía consoladora. Hay un viejo militar invalidado la primera vez que entró en campaña; él quizá tenía una visión homérica de la vida, soñaba con el laurel del héroe, con el botín y la aventura, y todo su ensueño fracasó en el momento inicial por la crueldad de una bala perdida que le negó el triunfo de una bella muerte y le condenó a arrastrar una hórrida y grotesca pata de palo, cuyo seco y monorrítmico golpear es un irónico estribillo a la galana bizarría de su ideal truncado.

Después ha visto cómo se deslizaban sus días, sin ambición, monótonos y fríos; en el alma, la honda amargura de las renunciaciones. ¡Si al menos la bala me hubiera buscado el corazón! Y sus ojos se tornan hacia los años juveniles, florecidos de hazañas imaginadas, en las que sonaban las trompetas de la Gloria. Llega después un hombrecillo torvo y desaliñado, tocado con un chapeo raído que cubre su calva de santo, ancha y reluciente. Es un inventor desgraciado.

Había trabajado día y noche en su taller, renunciando a los holgorios de la mocedad, al regalo de la hembra y a toda dulzura de los sentidos. Empleó su pequeña fortuna en el trabajo y en el estudio, hasta obtener una nueva máquina. Después comenzó el peregrinaje por las oficinas en pos de la soñada patente, que era su riqueza futura, y al cabo de amargas andanzas se mofaron de él, de su invento y de su calva, y los ujieres le echaron al arroyo con vayas y sinrazones. En el café, en la calle, a solas con las fementidas tapias de su mechinal solitario, peroraba con esa exaltación de loco de los inventores. Y ya le oían impasibles, le brindaban protecciones quiméricas o se le reían en sus barbas.

Plaza de los Carros

—¡Ya ve usted, se burlaban de aquello que me había costado mi fortuna, mi cerebro y mi juventud!Y cierra los ojillos grises y casi ciegos, tal vez para restañar una lágrima. Luego, una arrogante mujer enlutada, con aires de gran dama, que saluda con cierta gracia señorial. Tiene la belleza fuerte y calina de la madurez; el luengo manto vela apenas su cara algo marchita, donde arden los ojos negros con una llama de locura bella y eterna.

Al comienzo todos la creyeron viuda; no era sino una virgen vetusta que consumía su corazón y su virginidad en el ara de un ideal remoto e imposible, como esas lámparas de la devoción que se extinguen tristemente ante una hornacina olvidada. Allá en los verdes años de su galana adolescencia, amó con bravura y firmeza de corazón a un bello aventurero romántico y audaz, que se fue hacia las tierras fecundas del sol, nauta de lo imprevisto, conquistador de la casualidad.

Él dijo que volvería y ella le aguardó. Interrogó al horizonte todas las mañanas; sintió caer todas las horas de cada día, todas las desesperanzas de cada año, y el amado no volvió más. Pero ella le esperará siempre, hasta que la muerte toque sus ojos con sus dedos de niebla. Y cruza sus manos pálidas de monja sobre el raso litúrgico de su traje. Manos transparentes y puras que parecen hechas para filigranar ex votos de santos y capas pluviales; ojos fanatizados en torno de los que las largas vigilias, huérfanas de besos, han florecido en sedeñas ojeras violeta, como dos flores de fiebre y de locura; alma noble y extática, donde el amor es una rosa casta e inmortal.

Plaza del Alamillo

Y cuando un soplo de brisa arrastra alguna hoja muerta, la viuda ideal la sigue intensamente, quizá comprendiendo que la aproximación del otoño tiene para ciertas almas un melancólico valor emblemático. Mas luego, entre otros que ocultan el secreto de su fracaso, arriba la carátula ridícula y triste de un viejo farandulero. Aun recuerda con llanto de regocijo los días buenos en que él fue don Juan y Manfredo, Sullivan y Don Álvaro.

Estos héroes le dieron el prestigio de su poder imaginario entre bambalinas y oropel, y pusieron un poco de oro de leyenda en su vivir menesteroso, a cuyas puertas solía llamar el Hambre con su puño espectral. Después, el aguardiente y los años han abatido el tórax que se irguió enorgullecido bajo la cota de acero de Ruy Díaz, se abatió en curva claudicante en demanda de las dos pesetas, en esas lamentables aulas de picardía y de dolor que están siempre abiertas en las aceras de la corte.

Y llegan otros, desarrapados y tristes inválidos de cuerpo y ulcerados de corazón, inventores preteridos, soldados sin fortuna, viejas meretrices, traductores, poetas vitaliciamente inéditos, todas las almas en sombras, y los perfiles contorcidos de los fracasados del arte, del amor y de la vida. Y gustan de esta solitaria plazoleta, que tiene un aroma antiguo de lágrimas enjugadas, de flores secas y de dolores resignados, donde hay un arbolillo triste y torcido y un balcón con flores, y en donde en la hora dulce del crepúsculo suena acaso un piano tocado por una bella y desconocida mujer, de lentas y melancólicas melodías, a las que las almas en ruinas de los fracasados ponen tal vez la letra de su íntimo dolor.”

Plaza del Conde Barajas

Aquellas noches de Madrid

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Sereno de Madrid

Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar

Ramón de Mesonero Romanos conocía bien la historia y la ciudad de Madrid, que describió desde todos sus rincones. Sus relatos nos adentran en el corazón de la ciudad, al igual que las obras de Benito Pérez Galdós y de Pío Baroja. En esta ocasión aquel ilustre cronista ha querido adentrarse en la noche madrileña por los barrios menos transitados, alejados del bullicio de la bohemia trasnochadora y de los cafés abiertos casi hasta el amanecer, y lo hizo acompañando a un sereno, proporcionándonos amenas pinceladas del Madrid del último cuarto de siglo XIX, sorprendentes por lo distante de los matices y detalles que plasma, hoy del todo insólitos.

Aquella noche, por un capricho que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como los suyos, que me prestó. No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de disfraz a un tronco rudo!.

La noche se cierne sobre la ciudad

Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar. Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada día se retiran a mi vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han de faltarme las fuerzas para recorrerlo.

En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del medio día, otras al dudoso reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras. Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.

Ramón Mesonero Romanos

El sereno de Madrid

Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los conocimientos astronómicos del director del alumbrado.

Los encargados subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas, dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no aparecía; y volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas, iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.

Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de aritmética referentes a su cuenta; y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol. No todo, sin embargo, dormía en Madrid.

Velaba el magnate en el dorado recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar la voluble rueda de la fortuna; velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver descubierto su escondido tesoro; velaba el amante, bajo el balcón de su querida, esperando una palabra consoladora; velaba el malvado, probando llaves y ganzúas para sorprender al infeliz dormido; velaba el enfermo, contando los minutos de su agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; velaba el jugador sobre el oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; velaba el poeta, inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; velaba el centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el alerta a sus compañeros dormidos; velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto de mil adoraciones y agasajos: velaba la infeliz escarbando en la basura para buscar en ella algún resto miserable del festín.

La noche de los serenos

Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en punto! y... sereno. No se puede negar que la persona de un sereno considerada poéticamente tiene algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material y positivo Madrid, tan desnudo de edad media, de góticos monumentos y de ruinas sublimes. Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron si hubieran vivido entre nosotros. Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor de los intereses del pueblo.

Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica, endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador infatigable de la ley.

El farolero de Madrid (Foto propia)

Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura. Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo, mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.”

 

 

Las calles de Madrid. Fotovídeo propio

http://youtu.be/Z3HktwovgLQ?list=UUP_ytj9bej0K9Pc4U1lyjuw

 

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