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Alberto Pirrongelli, maestro del trampantojo

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Alberto Pirrongelli

Alberto Pirrongelli, de los carteles gigantes de los cines de la Gran Vía a los espectaculares trampantojos

El diccionario de la Real Academia Española define el trampantojo como trampa ante el ojo; trampa o ilusión con la que engañar tanto a personas como a animales haciéndoles ver lo que no es. Trampantojo procede del francés "trompe d'oeil", y consiste en una técnica pictórica que juega con las perspectivas y planos y que anula la representación pictórica; es decir, los propios efectos de la pintura, incluso el estilo que define al artista, para dar paso a la simplicidad de una realidad ficticia que sorprende por tratarse de un entorno físico ficticio y fingido. La técnica es muy antigua; se ha hecho siempre desde que existe la pintura.

Se ha comprobado que los trampantojos afectan también a la percepción visual de los animales. En un estrecho callejón se pintó en el suelo un agujero de unos dos metros de diámetro, dejándose a un lado solo un pasillo de unos cincuenta centímetros. Se hizo pasar a un perro, que sin detenerse o sorprenderse siquiera, cuando se vio ante el “socavón”  se limitó a bordearlo. También el experimento se hizo con varios polluelos ante un “precipicio” pintado, los cuales no dudaron en no seguir adelante. Más inusual fue ver a un pájaro volando en una sala sin ventanas ni puertas, salvo una “abierta” de par en par pero pintada. En su afán por salir al exterior, el pájaro se dirigió en todos los casos al hueco pintado, naturalmente chocando con la pared. Se hizo con personas, por supuesto, y con efectos sorprendentes. Como cuando se pintó una puerta entreabierta que conducía a los aseos en un túnel de metro. La  gente se acercaba y hacía ademán de abrirla para poder pasar hacia el interior. Pero no había ni siquiera manubrio que asir. En Madrid hay buenos trampantojos, en este caso nos referimos a uno de sus mejores artífices, Alberto Pirrongelli, antaño uno de los cartelistas de los viejos cines de la Gran Vía, que anunciaban las películas de estreno a lo largo y ancho de las fachadas del Callao, Palacio de la Música, Avenida… De Pirrongelli merece la pena leer lo que han escrito de él y su arte en dos medios de prensa, que ilustro con mis propias fotos de los murales.

El Mundo. José Ramón Camaño | Madrid

28 de junio del 2010

En el mundo del arte la cotidianeidad pierde su esencia. Hay veces en las que la confusión puede provocar un cosquilleo que atraviesa tu cuerpo. En otras, la incertidumbre te mece en una extraña comodidad sensorial. Y hay muchas, como las que descarga a pinceladas este pintor emeritense de apellido italiano, en las que sentirte engañado puede hacerte esbozar una sonrisa de satisfacción. Y cuando muchos lo llaman mentira, Alberto Pirrongelli prefiere hablar de fantasía. "Recuerdo una vez que un señor paró a sacar dinero en un cajero automático que pinté en mi trampantojo de la Plaza de los Moros, en el barrio de La Latina. Había estado dando vueltas buscando uno, y cuando llegó a mi mural se pilló un cabreo conmigo...", cuenta Pirrongelli entre risas. "Yo estaba allí retocando los últimos detalles, se acercó y me dijo: Le felicito porque me ha engañado usted totalmente".Trampa ante el ojo. Un juego de palabras que define al arte de provocar en las pinturas una extrema sensación de profundidad a través de la perspectiva. Un arte que ha trascendido su presencia en muchas obras del Renacimiento y Barroco para recubrir las medianeras de algunas ciudades en un intento de crear una urbe más humana, menos agresiva. A sus 68 años, Alberto muestra con su actitud el orgullo de haber decorado varias fachadas de ciudades como Madrid o Navalcarnero con alguna de sus grandes pinturas murales.

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Pero el engaño no llegó hasta la década de los ochenta, tras una extensa carrera en un mundo no menos mágico: el del cine. Pintó su primer cartel a los 13 años para el cine de la localidad pacense de Don Benito, y años más tarde se lanzó a la aventura. "Yo soy un niño de postguerra, y en la época en que yo me inicié en el cartel de cine había artistas de una grandísima calidad en Madrid, a quienes políticamente no les estaban permitidas ciertas licencias. Por eso se refugiaron en el cine, aunque el mundo del cartel estuviese mal pagado. Así al menos podían salir adelante, y se llegaron a hacer carteles que eran la atracción del mundo entero". Cuando recuerda esa etapa, la de sus grandes carteles en los cines de la Gran Vía madrileña, sus palabras trasladan a otra época, pero a la misma atracción y sorpresa. Son anécdotas en las que actores y actrices de Hollywood querían llevarse su reflejo a brochazos de proporciones astronómicas/su reflejo de proporciones astronómicas hecho a base de brochazos.

"Los primeros trampantojos en Madrid son los de Puerta Cerrada, que se hicieron en los ochenta. Los que éramos pintores de carteles cinematográficos nos enfadamos muchísimo porque el Ayuntamiento contrató a gente de fuera para hacer esa porquería que hicieron allí, porque pensaban que los de aquí no lo podíamos hacer, con lo simple que era". Esa fantasía del cine le dio paso a poder hacerlos, y sobre todo la técnica del gran tamaño. Tras aquel episodio, Pirrongelli asegura que casi todos los trampantojos de la capital están hechos por él.

La impresión digital llegó al mundo de la cartelería, y tras alternar su antiguo trabajo con carteles en ferias de muestras de toda Europa, surgió la oportunidad. Su idilio con las alturas comenzó así durante el periodo en el que Sigfrido Herráez se erigió como concejal de Vivienda, y promovió la creación de grandes mentiras murales en diversos puntos de la capital. Y con ello una propuesta de pintar un mural en la Plaza de los Moros.

"Lo primero que te viene a la cabeza es trabajar a semejante altura. Me pusieron un andamio normal, y cuando me subí vi que no podía, estaba muy bien hecho y muy bien anclado, sin ninguna vibración, pero no podía dar ni un paso atrás metido ahí en una pared". En ese momento decidieron instalarle un andamio especial de dos metros, gracias al cual el emeritense podía trasladar el carro con las pinturas, además de colocarse a cierta distancia del lienzo para observar lo que estaba haciendo. Bóvedas venecianas, grandes puertas de hotel, cigüeñas,... incluso algunos vecinos de las zonas donde se realizan las pinturas están retratados en estas pinturas. Y así, cualquier objeto o ser vivo se convierten en candidatos...“Los trampantojos no sólo cumplen una función estética y aumentan la calidad de vida de una ciudad. También pueden tener una función instructiva, como los que he pintado en Navalcarnero, donde varios episodios de la localidad, como el de su fundación, están representados en sus paredes".

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Pirrongelli plasma sus gustos personales, como animales o plantas. "Pero a pesar de la libertad que siempre me han dado, tengo que limitarme a la perspectiva, por ejemplo si es urbana. Eso sí, necesito meter algún elemento humano porque me gusta humanizar la pared y sensualizarla hasta donde pueda. Incluso a veces asomo algún personaje femenino en intimidad, que se puede vislumbrar a través de alguna ventana, aunque a veces no puedo porque moralmente no estaría bien". El proceso, que normalmente dura unos 20 días laborables, requiere una preparación especial de la pared para que el material resista durante años a las inclemencias del tiempo. Aún así, este trabajo trae consigo debajo del brazo la dureza de saber que la labor que estás haciendo no va a perdurar incorrupto durante mucho tiempo, y que una bandada de graffitis va a anidar hasta hacerla invisible al viandante.

"El trabajo que miraba con más agrado es que el que te he comentado, el de Puerta del Moro, por ser el primero que hice y porque es donde se consiguió el verdadero efecto de trampantojo, por la idea, por el tamaño del mural, por el espacio que ocupa en la placita, por esos árboles que en verano con hojas se funden con la pintura. Pero ahora no quiero pasar por allí para no verlo", explica Pirrongelli.

Ocurre lo mismo con el de la calle Montera, por el que la pena también le impide pasar. "La falta de respeto de los grafiteros llega al absurdo, yo no lo entiendo. Al principio todos los trampantojos se mantuvieron meses sin tocarse, pero en cuanto viene uno que pone un nombrecito en pequeño, al día siguiente está lleno de firmas. Por eso mi relación personal con cualquiera de estas personas es muy desagradable. Además, no hay derecho a que vayan aestropear una propiedad. Es como si yo voy a tu casa y en el muro pinto una réplica perfecta de las Meninas". Alberto se dedica ahora fundamentalmente al arte sacro a través de la pintura de frescos, y desarrolla casi toda su labor en la localidad madrileña de Navalcarnero. Allí se siente a gusto y respetado. Y lo que es más importante, su trabajo se mima con paños de cristal. "Hasta una altura de casi tres metros han colocado unas cristaleras en todos mis murales, de manera que no se puedan estropear", afirma con satisfacción. De esta forma, siempre podrá seguir trabajando seguro de que la verdad nunca será desvelada.

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ABC. CRISTINA ALONSO

5 de marzo del 2003

Siempre de corbata y bata amarilla, con su pequeño perro Macías siguiéndole a todas partes, la vista de Alberto Pirongelli se pierde recordando historias en su gran estudio de pintor, que más bien parece un decorado a medio montar de una película con protagonista incierto.

Entre viejos stands de feria, cuadros aún por terminar y habitáculos de madera para salvar los óleos del polvo, en las paredes, un triunfante Calígula habita sobre un enorme perfil fantasioso y nocturno de varios edificios emblemáticos madrileños. A pocos metros de Tom Cruise, o mejor dicho, de Jerry Maguire, la que fue la niña de sus ojos: Penélope Cruz. Sin olvidar a un amarillento Roy Schneider justo en el momento en que empuña una pistola para matar al Tiburón que sembró el pánico en las playas de medio mundo en 1975. Pero la estrella absoluta del lugar es, sin duda, el enorme John Wayne de Río Bravo, que mira de reojo a su creador desde hace casi medio siglo.  Las manos de Pirongelli, último cartelista en activo de los cines madrileños, lograron obtener de una simple tela una piel aterciopelada para Marilyn Monroe o un blanco inmaculado para la túnica de Gandhi, cuyo cartel recuerda con especial cariño: «Estuvo en el cine Callao, era enorme, de unos 30 por 12 metros. Al año siguiente, Hollywood seleccionó una imagen de ese trabajo para las presentaciones que hacen allí las televisiones con motivo de los Oscar». Pero, lamentablemente, estas pinturas fueron tan seductoras como efímeras.

Casi todas sus obras, al igual que las de sus compañeros, acabaron en las cloacas. Cuando los carteles regresaban de las fachadas de los cines al taller, se desclavaban las telas, se lavaban y se «reutilizaban ochenta mil veces». Una vez limpias, a volver a empezar. «En los sumideros de los pilones se perdieron los amores de Humprey Bogart y la rebeldía de James Dean», explica, tristemente, el pintor, quien ya de niño, en su pueblo de Badajoz, machacaba plantas y flores en busca de tinta. Su único lienzo eran, por aquel entonces, las paredes de las cuadras de su casa, que decoraba con temas religiosos. A los 13 años una pequeña travesura marcó su trayectoria profesional. «Me atreví a entrar en el despacho de Don Antonio Cidoncha, de Don Benito, un empresario de los tres cines que tenía el pueblo. Le hizo gracia mi atrevimiento de niño y me dio un «presbu», que era como llamábamos a la información ilustrada que mandaban las productoras de cines. Era de la película «Simba», la historia terrible de una leona acorralada por una tribu».

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No dijo nada en casa. Sin más, cogió una sábana de la cama y en la cuadra, a escondidas, hizo el que sería su primer cartel gracias a las tintas que le proporcionó un amigo droguero. «Gustó al empresario y sirvió de propaganda en la fachada del cine Rialto de Don Benito. Esto fue, creo recordar, en 1955», explica. A cambio de 300 pesetas a la semana, el empresario le contrató como cartelista. Alberto Pirongelli fue autodidacta hasta los 17 años. Después, emprendió rumbo a Madrid con los ojos puestos en la Gran Vía, la avenida que, en aquella época, otorgaba el éxito o el fracaso. «Encontré trabajo en el taller de David Huelmo, en 1959. Él fue mi maestro. Para mí era el más grande, siendo él muy pequeño de estatura. Era grandioso verle pintar, tenía un dibujo perfecto y bellísimo y con el color era auténticamente magistral, valiente de pincelada y académico hasta la absoluta perfección. Chocábamos constantemente pero ha sido y es alguien a quien quiero profundamente y a quien estaré siempre agradecido», reconoce el pintor, de 65 años. Su último cartel fue hace cuatro años, y prefiere no recordarlo. «Para mí fue algo previsto, pero muy duro. Sin duda fue el último cartel clásico de la escuela de cartel de Madrid». El cine Palacio de la Prensa de Gran Vía o el Roxy siguen luciendo pequeños carteles en su entrada, pero «no tienen nada que ver con los de antes». Son sólo un simple sucedáneo de sus antepasados.

Los grandes cartelistas convirtieron el centro madrileño en un impresionante museo urbano durante las décadas de los 60 y 70. «Por aquel entonces, y sin duda alguna, la escuela de cartel de Madrid era admirada en toda Europa y Estados Unidos. En la Gran Vía y en Fuencarral había carteles que eran verdaderas lecciones de arte, ¡lástima que no se supo ver a nivel institucional!», sostiene el cartelista, quien compartió pincel con artistas que se vieron obligados a refugiarse en el cartel ante la imposibilidad de exponer en salas de arte por su pasado político. «Para nosotros, el «pensamiento único» sólo se podía dar pintando la dulce ternura de Jean Simmons».

Durante los años dorados del cartel madrileño muchas manos trabajaban para que, cada jueves, y muchas veces en sólo una noche, las nuevas fachadas de los grandes cines encandilaran al público. Carpinteros para hacer los bastidores, clavadores de tela cuyas herramientas eran las tachuelas negras y el martillo, dibujantes de carboncillo, rotulistas que daban a cada título su personalidad, ya se tratara de una película bélica, de selva, de kárate, comedia, terror... Pero pintores, los grandes artesanos que lograban extraer en una imagen el alma de una película, había pocos: «Maestros, maestros, tal vez se pudieran contar con los dedos de las dos manos».

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Maestros que encontraron en la impresión digital sobre lonas de grandes tamaños la pena de muerte. «Se fueron supliendo los espacios con bastidores luminosos, con los affiches que sólo costaban 70 pesetas», recuerda el artista. Además, la proliferación de las minisalas -sin espacio para dar cabida a 5, 6 o 10 carteles- y la corta vida de una película en los cines también obligaron a Alberto Pirongelli y camaradas a reconducir su oficio. Hoy, el pintor realiza todo tipo de pintura artística, tanto para interiores como para exteriores, en colaboración con Sanca, una empresa de comunicación.

Aunque ya no realiza carteles cinematográficos, algunos de los últimos trabajos de Pirongelli siguen estando presentes en muchas calles madrileñas, a la vista de todos los que, intencionadamente o no, claven sus ojos en ciertas paredes. Él es el autor de algunos de los trampantojos -grandes pinturas murales que buscan engañar a la vista y que decoran medianerías del casco histórico- más conocidos de la capital: la fachada de la plaza de Puerta Cerrada, la calesa de Montera, la verbena de la carrera de San Francisco, una peluquería en San Bernardo... El cartel que ya no podrá pintar, pero que sí soñó hacer cuando vio la película, tendría la misma ubicación y medida que el que elaboró para la película Gandhi, pero su protagonista sería otro: el general Máximo, interpretado por Russell Crowe en Gladiator. «Me imagino a ese general extremeño de mi querida Emérita Augusta dando lección de honor a Roma. Casi lo veo pincelada a pincelada, fuerte y honesto, con sus principios éticos... Qué bonito sería hacerlo...».«Pero ya no podrá ser».


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