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Aquellas noches de Madrid

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Sereno de Madrid

Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar

Ramón de Mesonero Romanos conocía bien la historia y la ciudad de Madrid, que describió desde todos sus rincones. Sus relatos nos adentran en el corazón de la ciudad, al igual que las obras de Benito Pérez Galdós y de Pío Baroja. En esta ocasión aquel ilustre cronista ha querido adentrarse en la noche madrileña por los barrios menos transitados, alejados del bullicio de la bohemia trasnochadora y de los cafés abiertos casi hasta el amanecer, y lo hizo acompañando a un sereno, proporcionándonos amenas pinceladas del Madrid del último cuarto de siglo XIX, sorprendentes por lo distante de los matices y detalles que plasma, hoy del todo insólitos.

Aquella noche, por un capricho que algunos calificarán de extravagante, me había propuesto acompañar al buen Alfonso, el vigilante de mi barrio, en su nocturno paseo, y que para poder hacerlo con más libertad, había creído conveniente aceptar un capotón y un chuzo como los suyos, que me prestó. No se rían mis lectores de esta transformación de mi exterioridad; otras no tan momentáneas, aunque no menos ridículas, vemos y contemplamos todos los días sin extrañeza; un traje humilde, una corteza grosera, suele a veces encubrir la inteligencia del alma; ¡y cuántas veces un magnífico uniforme suele servir de disfraz a un tronco rudo!.

La noche se cierne sobre la ciudad

Madrid es para mí un libro inmenso, un teatro animado, en que cada día encuentro nuevas páginas que leer, nuevas y curiosas escenas que observar. Algunos años van trascurridos desde que cansado de estudiar mentalmente en dicho libro, cedí a la fuerte tentación de leerlo en alta voz, quiero decir, de comunicar al público mis menguadas observaciones; y sin embargo, todavía no encuentro agotada la materia, antes bien los límites del campo que me tracé, cada día se retiran a mi vista, en términos que primero que el espacio entiendo que han de faltarme las fuerzas para recorrerlo.

En esta animada óptica, en este panorama moral, unas veces me ha tocado contemplar sus cuadros a la brillante luz del sol del medio día, otras al dudoso reflejo del crepúsculo de la tarde; cuándo embalsamados con el suave ambiente de primavera; cuándo entristecidos por las densas nubes invernales; ya inmensos, agitados y magníficos; ya reducidos a límites estrechos y grotescas figuras. Pero hasta el día (lo confieso con rubor) no había parado la imaginación en uno de los más interesantes espectáculos, y estaba muy lejos de sospechar que en aquella misma hora en que apagando mi linterna y cerrando el ventanillo, me entregaba tranquilamente a ordenar en mi memoria cualquiera de las escenas anteriores, la naturaleza próvida e infatigable me brindaba con una de las más interesantes y magníficas, esto es, Madrid iluminado por la luna.

Ramón Mesonero Romanos

El sereno de Madrid

Hacía ya larga media hora que todos los relojes de la capital sonaban sucesivamente las once de la noche. Los hermosos reverberos (una de las señales más positivas del progreso de las luces en estos últimos tiempos) iban negando sus reflejos y cediendo al nocturno fanal la alta misión de iluminar el horizonte; por manera que el primer rayo de la luna servía de señal al último destello del último farol; combinación ingeniosamente dispuesta, que honra sobremanera a los conocimientos astronómicos del director del alumbrado.

Los encargados subalternos de esta artificial iluminación, recogían ya sus escalas y antorchas propagadoras; las tiendas y cafés, entornando sus puertas, despedían políticamente a sus eternos abonados; y los criados de las casas, cerrando también sus entradas, dirigían una tácita reconvención a los vecinos perezosos o distraídos. Veíase a algunos de éstos llegar apresurados a ganar su mansión antes que la implacable mano del gallego se interpusiese entre ellos y la cena; y llegando a la puerta y encontrándola ya cerrada, daban los golpes convenidos, y el gallego no aparecía; y volvían a llamar una vez y otras, y se desesperaban grotescamente, hasta que se oía acercar un ruido compaseado, semejante a los golpes de un batán o a las descargas lejanas de artillería; y eran los férreos pies del gallego que bajaba, y medio dormido aún, no acertaba la cerradura, y apagaba la luz, y se entablaba entre amo y mozo un diálogo interesante y entre puertas, hasta que en fin, abiertas éstas, iba desapareciendo en espiral el rumor de los que subían por la escalera.

Los amantes dichosos habían concluido ya por aquella noche su periódica tarea de suspiros y juramentos, y trocaban el aroma de sus diosas respectivas por el grato olorcillo de la ensalada y la perdiz; en el teatro había muerto ya el último interlocutor, y Norma se metía en el simón, y Antony tomaba su paraguas para irse a dormir tranquilamente, a fin de volverse a matar a la siguiente noche; el celoso amo de casa hacía la cuotidiana requisa de su habitación, y se parapetaba con llaves y cerrojos; la esposa discutía con el comprador sobre varios problemas de aritmética referentes a su cuenta; y el artesano infeliz en su buhardilla descansaba tranquilo hasta que viniesen a herir su frente los primeros rayos del sol. No todo, sin embargo, dormía en Madrid.

Velaba el magnate en el dorado recinto de su gabinete, agotando todos los recursos de su talento para llegar a clavar la voluble rueda de la fortuna; velaba el avaro, creyendo al más ligero ruido ver descubierto su escondido tesoro; velaba el amante, bajo el balcón de su querida, esperando una palabra consoladora; velaba el malvado, probando llaves y ganzúas para sorprender al infeliz dormido; velaba el enfermo, contando los minutos de su agonía, y esperando por momentos la luz de la aurora; velaba el jugador sobre el oscuro tapete, viendo desaparecer su oro a cada vuelta de la baraja; velaba el poeta, inventando situaciones dramáticas con que sorprender al auditorio; velaba el centinela, mirando cuidadosamente a todos lados para dar en caso necesario el alerta a sus compañeros dormidos; velaba la alta deidad en el baile, siendo objeto de mil adoraciones y agasajos: velaba la infeliz escarbando en la basura para buscar en ella algún resto miserable del festín.

La noche de los serenos

Y sin embargo, en medio de este general desvelo, la población aparecía muda y solitaria; las largas filas de casas eran un fiel trasunto de las calles de un cementerio, y sólo de vez en cuando se interrumpía este monótono silencio por el lejano rumor de algún coche que pasaba, por el aullido de un perro, o por el lúgubre cantar del vigilante, que en prolongada lamentación exclamaba... ¡Las doce en punto! y... sereno. No se puede negar que la persona de un sereno considerada poéticamente tiene algo de ideal y romancesco, que no es de despreciar en nuestro prosaico, material y positivo Madrid, tan desnudo de edad media, de góticos monumentos y de ruinas sublimes. Un hombre que, sobreviniendo al sueño de la población, está encargado de conservar su sosiego, de vigilar su seguridad, de conjurar sus peligros, tiene algo de notable y heroico, que no hubieran desdeñado Walter Scott ni Byron si hubieran vivido entre nosotros. Dejemos a un lado el mezquino interés que sin duda le mueve a abrazar tan importante misión; no por ser recompensado con otro más alto, deja de ser noble la tarea del defensor armado de la seguridad del país; la del abogado, escudo de la inocencia; la del público funcionario, autorizado servidor de los intereses del pueblo.

Cuando todo el vecindario, abandonando sus respectivas tareas, entrega sus cansados miembros al necesario reposo; cuando los gobernantes abandonan por algunas horas el peso de su autoridad, y los gobernados buscan en el recinto de sus hogares el grato premio de sus fatigas, el uso positivo de sus más halagüeños derechos, el sereno abandona su modesta mansión, y se arranca a los brazos de su esposa y de sus hijos (que también es padre y esposo), viste su morena túnica, endurecida por los vientos y la escarcha, toma su temible lanzón, cuelga a la punta el luciente farolillo y sale a las calles ahuyentando con su vista a los malvados, que le temen como al grito de su conciencia, como al espejo de sus delitos y acusador infatigable de la ley.

El farolero de Madrid (Foto propia)

Durante su monótono paseo, ora reconoce una puerta que los vecinos dejaron mal cerrada, y les llama para advertirles del peligro; ora sosiega una quimera de gentes de mal vivir, rezagadas a la puerta de una taberna; ya impide con su oportuna llegada la atrevida tentativa de un ratero, y salva y acompaña hasta su casa al miserable transeúnte a quien asaltó; ya presta su formidable apoyo al bastón de la autoridad para descubrir un garito o proceder a una importante captura. Noblemente desinteresado en medio de tan variadas escenas, deja gozar de su reposo al descuidado vecino, sin exigirle siquiera el reconocimiento por el peligro de que le ha libertado, por el servicio que acaba de prestarle sin su noticia; y cuando todavía en su austero semblante se notan las señales del combate que acaba de sostener, o de la tempestuosa escena que acaba de presenciar, alza sus ojos al cielo, mira la luna, muda, quieta, impasible, como su imaginación; presta el atento oído al reloj que da la hora, y rompe el viento con su voz, exclamando tranquila y reposadamente: ¡La una menos cuarto! y... sereno.”

 

 

Las calles de Madrid. Fotovídeo propio

http://youtu.be/Z3HktwovgLQ?list=UUP_ytj9bej0K9Pc4U1lyjuw

 


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