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Enfermedad y muerte del tenor Julián Gayarre

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Casa de Plaza de Oriente donde murió Julián Gayarre
La enfermedad y muerte del tenor Julián Gayarre por José Francos Rodríguez
en Memorias de un Gacetillero.

¡Qué antipático, qué duro, qué implacable se
presentó el 1890! Madrid mostrábase tapizado con
nieve, envuelto en niebla espesa; una niebla que a^
penetrar hasta los huesos, los entumecía, poniendo
además delante de los ojos, tupidos cortinajes de
hielo puro, que eran, según dijo un cronista de
aquel tiempo, cendales de la muerte.

Cerráronse por la noche los cafés, faltos de pa-
rroquianos; nadie salía de su casa. La miseria fué
tan grande, que los periódicos iniciaron suscrip-
ciones para remediar las desdichas de los pobres y
formáronse Juntas de distrito, en las cuales hubo
generoso pugilato de amor al prójimo. En todos se
advertía temor y pesadumbre; oíase a cada instante:

«Pérez agoniza, «Fernández ha muerto», «a Sán- 
chez le enterraron ayer», «voy al sepelio de Gar-
cía». Las tertulias eran de pésame; las reuniones,
sin excepción, de duelo; cuantos hallábanse moles-
tos por achaques leves, desaparecían como las
hojas arrebatadas por el cierzo de Noviembre.

Gayarre, el inovidable, el inmenso, el sin par
tenor, fué una de las víctimas. El 8 de Diciembre»
fiesta de la Purísima, cantaba en el Real Pescado-
res de perlas: durante la célebre romanza rozó una
nota. El auditorio y el artista advirtieron a un
tiempo, mismo el latigazo de la sorpresa dolorosa.
tCómo!, la garganta sublime, la de sonidos de cris-
tal, la que emitía con soltura las más diáfanas y di-
latadas cadencias, ¿de pronto quebraba sus mági-
cos álafdés? ¡Imposible! El gran Julián, algo confu-
so y triste, esperó- el acto tercero; sentíase indis-
puesto, sin fuerzas, febril; pero su voz, su prodigiosa
voz, no podía faltarle. ¡Hallábase en el apogeo de la
existencia, en la cumbre de la fama, en la plenitud
de su poder genial! Aún no estaba ni siquiera pró-
ximo el epílogo de una historia en la que tejieron
triunfos los éxitos más felices. Tenía por delante
muchas horas de aplauso y aliento... Atacó la ro-
manza, y otra vez la laringe pareció estar rota.

El mágico instrumento se había partido; ya no
sonaba dulce, arrebatador; ya no emitía trinos an-
gélicos; entregóse el artista como ante una desgra-
cia irremediable. Esto ha concluido», dijo. Le lle-
varon a su casa, cerca del teatro, en la plaza de
Oriente. Se llamó al doctor D, Mariano Salazar y
Alegret, un clínico joven, de primer orden, que en
el hospital de la Princesa y en la clientela particu-
lar demostraba aptitudes singulares; talento, peri-
cia, práctica certera. Según el médico, aquello era
un caso más de gripe; «temamos — añadió — que se
presente la implacable pulmonía», que segaba en-
tonces existencias como las hoces espigas. Por
desgracia, la pulmonía gripal se presentó; celebró-
se consulta, a la que «Tendieron Alejandro San
Martin y Cortezo. Hubo alternativamente esperan-
zas y desconsuelos; al fin de una lucha recia, éstos
vencieron. ¡Julián Gayarre, con serenidad digna de
su gloria, fuese del mundo, ilonde había conquista-
do renombre, riqueza, cariños, para buscar en el
otro, en el perdurable, las santas delicias de que go-
zan los buenos y los que llenan de luz las vidas de
los demás!

Madrid dio desde el primer momento señales
de lo mucho que estimaba al insigne artista. Duran-
te la enfermedad, el portal de la casa donde Gaya-
rre residía era un jubileo. «¿Cómo está?» «¿Es gra-
ve la dolencia? «¿Curará pronto?- Los pliegos de
papel preparados para los visitantes cubríanse con
firmas. En ellos expresaban su sentir los fervores
religiosos y las admiraciones profanas. «¡Señor, que
se salve!», decían unos. <¡Que vuelva a las ta-
blas!», decían otros. «¡Que yole oiga otra vez!*
'¡Que de nuevo le vea! » Nadie volvió a verle ni a
oirle en el lugar de sus deslumbrantes victorias.

Suponíamos querer mucho al sublime cantante
quienes nos deleitábamos con su voz en La Favo-
rita, en Puritanos, en Lucrecia, en Lucia, en Me-
fisiófeleSy en Lohengrín, en Los Hugonotes, en La
Africana, en las óperas de su repertorio vasto, pro-
pio de las condiciones maravillosas y excepcionales
del artista. Al desaparecer éste, advertimos la au-
téntica magnitud de nuestro afecto. Era Gayarre el
único que agitaba nuestros nervios juveniles con
las profundas impresiones de la belleza, llevando a
los espíritus la ola hirviente del entusiasmo; era el
único que producía en nuestro cerebro fuertes sa-
cudidas y en nuestros pechos ansias de vida espiri-
tual, vigorosa y fecunda.

Por lo mismo, la muerte de Gayarre causó sin-
cero duelo en toda España; con él perdía al artista
propio, en la verdadera acepción de la palabra. En
Italia, en Inglaterra, en Francia conseguía triunfos
Gayarre; pero de la vida sólo gozaba de veras en
su Patria. Le ofrecieron en América por 50 funcio-
nes un millón de pesetas. Las rehusó; no quiso ir.
 Está muy lejos del Roncal, dijo. Su pueblo, su 
noble Navarra, los tenía siempre en el pensamien-
to. Otra vez, en Ñapóles, sintióse muy grave. «Si
sano — advirtió—, prometo no cantar hasta que lo
haga para la Pilarica, la Virgen de Zaragoza, y pre-
cisamente en su fiesta.' Cumplió lo prometido y
entró Gayarre en la sublime ciudad aragonesa,
como si retornara de la Gloria al mundo el in-
mortal Palafox.

Poco antes de morir disponíase a interpretar
el Orjeo. En reunión íntima le oyeron fragmentos
de la obra de Gluck sus grandes, sus constantes
amigos Marcos Zapata, Elorrio, Carmena, el tenor
Marconi, Mariano de Cavia, Vicente Sanchis y el
sobrino de gran tenor, Valentín Gayarre, el político
demócrata, a quien el tío, reconociendo sus exce-
lentes cualidades, profesaba cariño de padre.

El público no pudo oir el Orfeo, y del magní-
fico intento sólo quedaron referencias en una cró-
nica de Cavia, digna de su pluma y del uso que de
ella hiciera en tal ocasión.

No fué solo el insigne periodista aragonés can-
tor solemne de la vida de Gayarre. Ningún crítico
estuvo silencioso en aquellos tristes instantes; los
escritores de mayor mérito, los más autorizados»
enaltecieron al hombre; que en el trance de partir
para el 'temo viaje mostróse tan sublime como en
las hor; 3 felices de exaltación artística. Gayarre, ro-
deado de los suyos, de su hermana, de sus sobri-
nos, del canónigo don Fermín Echevarría, amigo
entrañable, esperó a la Intrusa sereno, resignado.
¡Era d masiado pronto; aún había en la tierra ho-
nores, aplausos, satisfacciones de esas que embria-
gan a los humanos! El sublime tenor dióse cuenta,
sin ei.ibargo, de que había llegado el instante de
cerrar los ojos ante las pequeneces transitorias, y
lleno de entereza puso el alma en Dios, alejándo-
se para siempre del mundo...

El traslado de los restos de Gayarre desde la
casa mortuoria a la estación del Mediodía fué
espectáculo tan grandioso, que jamás podremos
olvidarlo quienes *le vimos. No hubo posibilidad
de que prosperasen las disposiciones oficiales, de
Academias, Centros, autoridades, cuanto mango-
nea y luce en protocolos, ya se destinen a sucesos
faustos; ya a ceremonias tristes. El pueblo entero
rodeó el féretro que guardaba los despojos del ar-
tista, para darles escolta. Se interrumpieron los re-
traimientos; todo el mundo se echó a la calle; el
cielo, gris plomizo, arrojaba ni espacio copos blan-
cos; la muchedumbre los recibía impávida y lloro-
sa, apiñada alrededor del carro mortuorio.

Ante el teatro Real paróse éste; se oyeron acor-
des de música, calló la multitud, y sólo peturbaron
el imponente silencio los primeros compases del
Spirto gentil. A poco de iniciada la dulce melodía
de Donizetti, advirtióse en el gentío un estremeci-
miento de gran emoción, y retumbaron formida-
bles gritos de ¡Viva Gayarre!. ¡Viva!, repetían milla-
res de voces como si esperasen que sus vibrantes
clamores devolviesen al cuerpo rígido el alma que
escapara de él. Recuerdo que, arrastrado por la
concurrencia, aturdido por sus vehementes mani-
festaciones, seguí a la comitiva, unas veces como
en andas, otras chapoteando el fango de nieve des-
hecha que cubría el piso. En la calle del Arenal
hubo un instante en que millares de personas, atro-
pellándose mutuamente, interrumpieron la marcha
del fúnebre cortejo. En la Puerta del Sol, la mani-
festación fué también emocionante. Por fin llega-
mos a las Cuatro Calles, y allí hubo quedetenerpor
mucho tiempo la marcha. El tumulto era cada vez
mayor; había avanzado la tarde, una tarde desabri-
da, opaca y glacial, marco apropiado para un cua-
dro de angustia y pesadumbre. La Guardia civil —
entonces la Guardia civil de a caballo prestaba
servicio en paseos y Centros públicos— pugnaba
por despejar la vía pública. Tarea penosa; alrede-
dor de la carroza fúnebre miles de criaturas, en las
que halldbanse representadas todas las clases so-
ciales, seguían jadeantes, ceñudas, gritando de vez
en cuando: ¡Viva Gayarre!

Por fi'i penetramos en la calle del Príncipe. En
los balcones agolpábase la gente, muchas señoras
lloraban; llovían flores. Anduvimos muy despacio,
y al llega" al teatro de la Comedia, lo mismo que
frente al Real, sonó la música y hubo silencio reli-
gioso, sollozos mal contenidos, vítores impregna-
dos con ligrimas.

Puede que muchos de aquellos hombres enter-
necidos, emocionados, que vitoreaban al artista
muerto, no le hubieran oído nunca en el teatro. Su
noble inconsciencia, su generoso duelo, enseñaban
a quienes de ello eran testigos cómo el sentir ge-
neral r coge las verdades de la vida, para hacerlas
justici s dándoles premio de amor, si tanto mere-
cen, o castigo de vituperio, si es de razón que les
azote la dura sentencia.

Julián Gayarre obtenía de todos alabanzas infi-
nitas, porque había sabido encumbrarse con su ar-
te y había empleado bien la alta posición conquis-
tada. Se dijo de él que era un hombre tosco, sólo
privilegiado por poseer una magnífica laringe. En
verdad que las facultades físicas del tenor fueron
portentosas; pero él las sirvió a maravilla, con claro
entendimiento, con trabajo perseverante y bondad
infinita. Aquel hombre ilustre, tenido por vulgar,
hablaba francés, italiano e inglés; discurría de un
modo admirable acerca de cuestiones arqueológi-
cas; comentaba luminosamente las obras y los mo-
numentos contemplados en sus continuos viajes
por el mundo. Tenía además una cualidad que oja-
lá se pusiese de moda entre nosotros: la de ser es-
pañol a machamartillo, importándole más que los
halagos y los beneficios de los extraños, la simpa-
tía confortadora de los propios.

¡Viva Gayarre!, dijo la muchedumbre al acom-
pañar los restos del tenor glorioso en aquella ruin
tarde de ventisca y de hielo. El viva ante un muer-
to fué el más adecuado tributo a cualidades excel-
sas. Arte, trabajo, Patria, santa y sublime trinidad,
que debiera ser inspiradora de aquellos a quienes
consumen las malas pasiones. "



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